VIAJE AL «YO-TODO»
Rodamos por carreteras que no conocía durante cerca de tres horas. Después nos hundimos en caminos a través del campo. La noche era profunda y había empezado a llover.
Cuando Erika detuvo el coche, miré el reloj luminoso del tablero: señalaba un poco más de las nueve y media. En aquel momento observé, al lado de la guantera, una placa de metal en la cual había grabada la inscripción: «SOALCO. Sociedad de alquiler de coches. Vehículo 117». Recuerdo esto perfectamente.
Pregunté a Kristina:
- ¿Dónde estamos?
Enigmáticamente, me respondió:
- Importa poco. Dentro de algunos instantes ya no estaremos en ninguna parte. Estaremos en el Todo.
Sacó una linterna de su bolsillo, abrió la puerta y descendió del vehículo.
Hice lo mismo por el otro lado.
- Sígame -me dijo ella.
La obedecí.
Andamos un buen kilómetro sobre las hojas muertas de un bosquecillo. A veces chapoteábamos en el barro, hasta tal punto que varias veces el agua helada entró en mis zapatos.
Este fue, creo, el último «contacto» físico que experimenté aquella noche.
Después, todos mis sentimientos se hicieron impersonales, todas mis ideas extrañas. Comencé a sentirme solo. Solo con Kristina. Y sin embargo, pese a esta unicidad que sentía crecer como una evidencia, como un paisaje, tuve de pronto la impresión de que éramos cuatro: ¡dos veces ella, y dos veces yo! Con una lucidez, una limpidez que me golpeó como una maza, me vino la idea de que esta sensación era muy diferente de aquella que provoca un desdoblamiento de personalidad. Lo que experimentaba era más bien un redoblamiento de la personalidad, completada por un desdoblamiento de las personalidades. Yo era yo y otro, ciertamente, pero también era ella y otra ella. Después, al igual que el velo que nos separaba se había rasgado, también se desgarraron los velos que nos enmascaraban, a ambos, no la posesión del mundo sino la pertenencia del mundo. Fuimos árbol, piedra, voluta y permanencia. Acontecimientos también. Batallas y paz, proclamaciones y plegarias. Estrellas y átomos, adosados a los huecos de una permanencia imperecedera. No puedo explicar el fenómeno psíquico que se desencadenó en mí si no es con esta frase: Ya no aguardaba. Ya nada podía terminarse nunca más. Ya nada podía comenzar nunca más. Todo estaba en mí a la vez, conocido, olvidado y sin embargo, consciente. Ya no sentía deseos de viajar en el espacio: el espacio viajaba en mí durante el tiempo mismo en el que lo recorría sin fin y sin descanso. ¿Qué me importaba el futuro? Me atravesaba con su flecha, al igual que lo hacía aquella del pasado, y sin embargo, no conseguía apenas salir de mí tanto como un pez rojo no puede salir de su pecera. Hoy, que todo esto ha desaparecido y que vuelvo a encontrarme (por milagro o por maldición) en un universo-prisión (mientras que, en el otro, yo era los muros) las únicas palabras que vienen a mi pobre mente odiosamente resurgida son estas: todo pasó como si yo me hubiera convertido en un fabuloso juego de espejos vivientes, reproduciendo su propia imagen hasta el infinito. Una imagen ilimitada y múltiple que ninguna presencia, ningún objeto, ningún grano de polvo, ningún átomo, venía a manchar. No estaba deslumbrado por los rayos, estaba en el interior de una nada luminosa. Era un sol que se veía desde el interior de sí mismo.
En un sobresalto de consciencia individual, a despecho de mi propio pulular exterior, me pareció entonces que la presencia abstracta de Erika se hacía sentir más y más fuertemente.
—Y ahora, ¿qué es lo que hacemos? -pregunté.
Un relámpago me atravesó inmediatamente la cabeza.
- La voz -¿era la voz, o bien una onda mucho más total que la voz?— de Kristina entró en mí y salió de mí al mismo tiempo, como si fuera algo como un «ella-yo» quien hablaba.
- Ya no hay ahora. Ya no hay nada que hacer. Sabe usted muy bien que nos hemos desencarnado y que las partículas que constituyen nuestros dos cuerpos han vuelto al coche, donde nos esperarán si decidimos volver.
Y en efecto, en el fondo de mi cerebro, con mis propios ojos mirando hacia el interior, adivinaba dos minúsculas siluetas, transparentes y descarnadas como dos fragmentos de papel: eran Kristina y yo, muy lejos, muy allá abajo, en el 404, en la Tierra... nuestros pobres pequeños «yo» congelados, anclados en el frío del universo muerto, separados del Estado Total por las murallas y las pantallas, los vacíos y los abismos del mundo inerte de la falsa Tierra.
Repetí:
- Y ahora, ¿qué es lo que hacemos?
Algo me respondió:
- Ya no hay nada más que nosotros. Piense en el Anciano Misterioso y en todo lo extraño que hay implicado en el Breshith Bara Elohim, ya que esa es la llave que contiene y cierra las seis direcciones del Espacio cuya suma forma la ausencia de dirección del Tiempo.
YO GUARDO EL SECRETO DE TODO, ESTE ES EL SECRETO DEL ANCIANO MISTERIOSO
Lo que ocurrió después, señor juez de instrucción, no será jamás explicable con palabras, y no lo es aún con ecuaciones.
Guardo pues el secreto de todo, ya que este es el secreto del Anciano Misterioso.
De todos modos, si hace usted registrar mi habitación, en el hotel de los Dos Hemisferios, encontrará, en el armario, un delgado cuaderno cuyas páginas, cubiertas de fórmulas, contienen una tentativa de explicación matemática del asegundo estado del universo».
Elaboré sus términos en menos de diez horas, después de mi regreso a París, entre el momento en el que regresé a mi habitación y las seis de la tarde, cuando usted vino a arrestarme. No dispongo actualmente de ninguna certeza. Tal vez mi hipótesis de trabajo sea falsa. Tal vez no contenga más que retazos de verdad. ¡Tal vez esté real y completamente loco!
Pero no sería inútil, sin duda, que usted sometiera este documento a algunos grupos de estudiosos matemáticos que dispusieran de potentes ordenadores electrónicos, como existen en Princeton, en Cambridge, en Goettinghen, en Moscú o en Pekín, ya que es posible que otras investigaciones infieran en él una «aproximación» positiva de los lazos misteriosos que, accidentalmente, unen el primero y el segundo estado del universo.
Debo decirle aún que me desperté hacia las tres de la madrugada, en el 404. Estaba sentado ante el volante, transido de frío. Kristina ocupaba el asiento de la derecha. Estaba desvanecida y respiraba dificultosamente. En los primeros momentos no recordé nada, excepto nuestro largo recorrido nocturno. Sentí miedo. Puse el coche en marcha y regresé a la carretera. Rodé durante varios kilómetros sin saber en qué dirección iba. Después, en un cruce, llegué a una carretera de primer orden. Un indicador rezaba: Macón, 17 kilómetros.
Durante el trayecto, Kristina salió de su semicoma.
No me hizo ninguna pregunta.
Oí que, simplemente, murmuraba:
- ¿Por qué he vuelto? ¿Por qué lo llevé conmigo? ¡Esto no está permitido por Eleazar más que una sola vez!
Debo confesar que, en el estado de astenia en el que me hallaba entonces, no comprendí el sentido de aquellas alucinantes palabras.
Al llegar a Macón, me dirigí maquinalmente hacia la estación.
Estacioné el coche en el aparcamiento, al lado de otro 404.
Ayudé a Kristina a bajar.
Al entrar en el vestíbulo de la estación, vi que estaba anunciado un tren proveniente de Lyon y que se dirigía a París. Tomé dos billetes. Nos instalamos en un compartimento, al azar. Estaba agotado. El compartimento estaba provisto de calefacción. Me adormecí. Cuando desperté, ya era de día y el convoy atravesaba a poca velocidad la estación de Villeneuve-Saint-Georges. Kristina ya no estaba en su litera. La busqué en todo el tren. No la encontré. En aquel momento entramos en la estación de Lyon. Descendí. Mis ojos tropezaron con los letreros indicadores de los vagones. Entonces me di cuenta con estupefacción que acababa de viajar en el expreso Montpellier-París. Un número de tres cifras coronaba las indicaciones de ruta: 704. Esto me impresionó vivamente porque, veinticuatro horas antes, yo había viajado en el convoy 704. Después leí la hora en el gran reloj del andén. Marcaba las nueve treinta. Esto me sorprendió, porque el Montpellier-Paris llega a las nueve con doce. Pasaba un revisor. Le pregunté por qué llevábamos retraso. Me respondió: «Alguien tiró de la señal de alarma un poco antes de Villeneuve-Saint-Georges.» Pregunté: «¿Sabe usted quien?» Me respondió: «No. Pero el mecánico cree haber observado una silueta de mujer que huía a través de las vías.» Añadió sentenciosamente: «Esto no tiene nada de raro. Vivimos en una época loca, fatalmente, ha de estar llena de locos.» Me dirigí en seguida directamente a mi hotel, donde llegué alrededor de las diez.
No tengo otra cosa que declarar, sino que juro no haber matado a Kristina Eriksen.
Reciba, señor juez de instrucción, mis más respetuosos saludos.
Firmado: Gilbert Cabanel.
El juez Fontane pasó lentamente la mano por sus cabellos rojizos.
Después, súbitamente, tomó una decisión.
Descolgó su teléfono y pidió comunicación con el comisario de policía de la zona de la estación, en Macón.
Cuando lo tuvo en la línea, le hizo un cierto número de preguntas.
Las respuestas le fueron proporcionadas menos de un cuarto de hora después.
Sí, un 404 de alquiler, perteneciente a la Soalco, estaba estacionado en el aparcamiento, exactamente al lado del emplazamiento donde se había encontrado el 404 alquilado por Kristina Eriksen a la sociedad Mattei. No, no podía decirle si se encontraba allí desde la noche del domingo al lunes o solamente desde la del lunes al martes. Sí, una viajera rubia subió el domingo por la noche al tren de París, No, ningún hecho anormal había sido observado aquella noche por los empleados de servicio. Sí, dos viajeros, un hombre y una mujer, habían tomado el mismo tren la noche siguiente. No, no había ningún medio de establecer su identidad.
UNAS OPINIONES INCIERTAS, UN JUICIO TAL VEZ RAZONABLE
La encuesta fue cerrada una quincena de días más tarde. Terminó con la inculpación del profesor Cabanel, que fue acusado de asesinato.
El acusado rehusó confesar.
Su abogado abogó por la inocencia.
Ni una sola vez, a todo lo largo del proceso, Cabanel invocó la confesión que había dirigido bajo el sello de «secreto» al juez Fontane.
En varias ocasiones, el presidente del tribunal, al cual le había sido comunicado este documento a título confidencial, intentó plantear algunas preguntas particulares al acusado.
Cada vez, el presunto asesino las eludió.
Una comisión de expertos psiquiatras fue nombrada para examinar a Cabanel. Sus opiniones fueron divididas. Dos médicos estimaron que Cabanel estaba perfectamente sano mentalmente. Los otros dos juzgaron que no era mentalmente responsable.
Cabanel fue condenado a veinte años de reclusión.
Menos de dos meses después, una crisis nerviosa lo abatió.
Fue internado en un asilo psiquiátrico.
«TODA LA ASTROLOGÍA REPOSA SOBRE ESTE FENÓMENO UNIVERSAL...»
Un viernes de noviembre, el juez Fontane fue invitado a cazar en Solonge, en casa de uno de sus colegas.
La habitación que se puso a su disposición era una antigua biblioteca, instalada a finales del siglo pasado por el abuelo del dueño de la casa.
La cena fue animada.
Poco después de las once, los invitados se separaron para ir a acostarse, ya que la salida para la caza del día siguiente había sido fijada para las siete.
El juez Fontane se desvistió y se durmió inmediatamente.
Pero se despertó alrededor de las dos de la madrugada.
Ante la imposibilidad de volver a reanudar el sueño, decidió leer durante una media hora.
Se puso un batín, se dirigió hacia la biblioteca y buscó una obra fácil.
Había la colección de la revista El Mundo Ilustrado, año 1886, segundo trimestre.
Volvió a acostarse y abrió el volumen al azar.
Leyó primero un artículo, ilustrado con fotograbados, sobre la expedición de Savorgnan de Brazza al Congo.
Después, una corta entrevista que había mantenido el crítico teatral, un tal Sébastien Chatou, con la ilustre Sarah Bernhardt.
Después, deseoso de respirar, en aquellas hojas amarillentas y ridículas, un poco de la dulzura de vivir, volvió la página.
Su corazón se paralizó.
Ya no pegó ojo en toda la noche.
A la mañana siguiente, aún sobresaltado, anunció a su anfitrión que no se encontraba bien y que no podría ir a la caza.
Pasó el día en su habitación, releyendo la información del cronista judicial del Mundo Ilustrado, fechada el 16 de noviembre de 1886.
El título era: «El extraño crimen del convoy 704».
Este era el texto, palabra por palabra:
Se vio ayer, ante la Corte de Apelación del Sena, el epílogo de una lamentable historia, la del convoy 704, que asegura las comunicaciones por ferrocarril entre la ciudad de Montpellier y la ciudad luz en la línea París-Lyon-Mediterráneo. Cada uno de nuestros lectores recordará este crimen atroz e inexplicado hacia el cual, en la primavera última, toda la Prensa, principalmente nuestro colega Le Gaulois, atrajo la atención del público. En efecto, el jueves 14 de abril por la mañana, unos obreros de la compañía P.L.M. descubrían en un vagón del Montpellier París, en una de las vías de estacionamiento de la estación de Lyon, el cadáver de una rica escandinava. La encuesta reveló rápidamente que la víctima había sido estrangulada. Se trataba de la señorita Ingrid de Romsgardt, hija del conocido armador, de 25 años de edad, que volvía de Cannes después de haber pasado allí tres meses de vacaciones.
Las sospechas recayeron rápidamente sobre el ocupante del compartimento vecino, el vizconde Roger d'Espinat, hijo del conde Gabriel d'Espinat, oficial de la Legión de Honor, terrateniente. Interrogado por el director de la Súreté en persona, el señor Roger d'Espinat, que no parecía poseer todas sus facultades mentales, pretendió no haber trabado conocimiento con la víctima más que en la jornada del viernes 15 de abril, en el curso de una recepción dada en el Colegio de Francia por el ministro de Instrucción Pública en honor del ilustre sabio Marcellin-Berthellot. El señor Roger d'Espinat, que fue trepanado hace tres años como consecuencia de un desgraciado accidente ecuestre, es en efecto licenciado en Ciencias. Intentó alcanzar el doctorado, pero la tesis que presentó, bajo el título de «Mañana la energía atómica» (Montpellier, 1881), fue rehusada unánimemente por el jurado. Aquellas páginas contenían, al parecer, bajo una apariencia científica, las ideas más barrocas, casi las más disparatadas. El desgraciado vizconde no pretendía, como subrayó el Procurador General en el curso de su requisitoria, más que señalar que, si se conseguía un día fracturar el átomo, se liberaría una energía incomparablemente más potente que la contenida en la actualidad en todas las máquinas de vapor utilizadas en la superficie del globo.
El señor Roger d'Espinat experimentó una violenta amargura, y cayó en una melancolía entrecortada con horribles cóleras en el curso de las cuales llegaba a romper todo lo que caía bajo sus manos.
Presionado a preguntas por los colaboradores del director de la Sureté, el vizconde demente terminó por confesar que había estrangulado a la señorita de Romsgardt, a la que no conocía, en una crisis de locura alcohólica, porque ella se le había rehusado.
Fue juzgado irresponsable de sus actos por el jurado.
Inmediatamente después de pronunciada la sentencia, fue internado en un hospital de locos.
Esta es, repitámoslo, una deplorable historia que muestra los turbulentos tiempos en los que vivimos. Deseemos que no ocurra jamás nada semejante. Si no, ¿dónde iría la Sociedad? Ya tiene bastante trabajo con defenderse contra los criminales que matan y roban por interés.
Lo cual es intolerable, pero tal vez menos incomprensible.
Algunos días después, el juez Fontane supo la muerte de Gilbert Cabanel, fallecido a resultas de una repentina hemorragia cerebral.
Releyó entonces la confesión que este le había enviado durante la instrucción. Se fijó principalmente en el pasaje:....breves reflejos que provocan una generación espontánea de consecuencia sin causa, inexplicables nudos de azar, cortocircuitos de destino, destellos de absurdo que vienen a romper el encadenamiento determinista. Toda la astrología no es más que la comprobación sumaria de este fenómeno universal».
Se le ocurrió una idea.
Por mediación de uno de sus colegas, apasionado de las ciencias ocultas, entró en relación con un reputado astrólogo.
Cuando se entrevistó con él, le planteó una sola pregunta:
—El siete de febrero de este año, la carta astrológica del cielo presentaba una determinada configuración. ¿Podría usted decirme si en otras épocas la posición de los astros ha sido los unos en relación con los otros rigurosamente idéntica y, en caso afirmativo, cuando?
Esperó quince días la respuesta.
Llegó, mucho más estrepitosa cuanto que la persona preguntada no había podido establecer la terrible relación que obsesionaba ahora el cerebro del juez Fontane.
«Sí —respondió el astrólogo, en una carta detallada—. Una vez, y solo una vez: el jueves 14 de abril o el viernes 15 de abril de 1886.»
Una nota precisaba:
«Vacilo entre una y otra fecha, ya que Júpiter y Saturno se hallan en doble oposición. Y este es un fenómeno excepcional, que aún no ha sido observado nunca en astrología»