EL GUIJARRO

Alain Mark

—¡Debería usted pintarlo de amarillo! —dijo alguien que pasaba.

El hombre al que se dirigía levantó la cabeza. Estaba sentado en el bordillo de la acera y había posado su guijarro a su lado. Transpiraba. Era un hombre como los que se ven en las multitudes, uno cualquiera. El guijarro era un guijarro muy grande, la mitad de él.

—¿De qué está usted hablando? —preguntó al fin, limpiándose el sudor que se deslizaba dentro de sus ojos.

—¡De su piedra, evidentemente!

—No es una piedra: es un guijarro.

—¡De acuerdo, pero debería pintarlo de amarillo!

Habitualmente, la gente pasaba sin fijarse en su guijarro, o al menos hacía ver que no se fijaba, era lo mismo.

—¿Por qué de amarillo?

El transeúnte le señaló un cartel, en la pared, tras ellos. Representaba a un hombre que andaba llevando ante él, sujeto entre sus manos, un gran guijarro amarillo. Se levantó y se acercó al cartel.

—Es extraño —dijo—: nunca me había fijado en él...

—¡Sin embargo, no es en absoluto nuevo! —dijo el transeúnte, alejándose.

—¿No es nuevo? —repitió el hombre varias veces, interiormente. Recogió su guijarro y volvió de nuevo ante el cartel—. Podría ser un espejo, pero no es un espejo... —pensó. Inclinó la cabeza—. ¡Es a causa del color! —Acarició con una mano el guijarro del cartel, después el suyo—. Es cierto —decidió—: un guijarro como este está hecho para ser amarillo.

Lo pintó de amarillo.

Durante varios días continuó como antes, transportándolo a través de las calles de la ciudad. Pero ya no era como antes. Se había vuelto más pesado. Las gentes lo empujaban como si aún notaran menos su presencia.

—Es a causa del color —pensó. Cuando lo dejaba en algún lado, sentía miedo de mirarlo—. ¡Ya no se parece a nada! —decidió.

Se puso a despintarlo.

Ahora recordaba. Hacía ya tiempo; el guijarro era entonces más fácil de llevar, no se hacía preguntas, no buscaba, solamente andaba. Había encontrado un cartel que mostraba a un hombre sentado sobre una piedra roja. Entonces ya lo había pintado de rojo.

—Uno olvida... —constató, rascando los últimos rastros de pintura amarilla.

Su guijarro volvía a ser de nuevo su guijarro.

—¡Yo también lo prefiero así! —dijo una voz tras él. Se volvió y sonrió a la muchacha.

—¿Verdad que sí? —dijo.

Ella se acercó y trató de levantar la piedra.

—¡Es muy pesada! ¿Para qué sirve?

La miró con sorpresa.

—Pero... ¡para nada! ¡No está hecho para servir!

—Entonces, ¿es un símbolo? —Se echó a reír.

—¡No! ¡Es un guijarro! ¡Solamente un guijarro!

—¿Vive usted con él? —preguntó ella.

—¿Por qué me hace usted esta pregunta? —dijo él, poniéndose serio—. ¡Esto no es importante para usted!

Ella reflexionó un momento.

—No sé... —dijo simplemente.

Él se encogió de hombros, después la miró largamente.

—Este guijarro... ¿no la sorprende? —preguntó al fin.

Ella dijo que no con la cabeza.

—¿Por qué? —insistió él.

—Tal vez a causa de los carteles... Solo que creía que esto tan solo existía en los carteles.

La miró nuevamente. Vacilaba. De pronto se puso a hablar. Habló largo tiempo. Le explicó cómo lo transportaba de sitio en sitio a través de la ciudad. Le contó de su fatiga. Le dijo de su soledad.

—Pero sé que un día encontraré el boquete; entonces, todo esto habrá tenido un sentido.

—¿El boquete?

—Sí, aquél de donde ha sido arrancado el guijarro. —Ante su aire sorprendido, explicó—: Porque está escrito: y un día los guijarros encontrarán nuevamente su lugar.

—¿Es difícil?

Él inclinó la cabeza.

—A veces, he creído estar muy cerca de hallarlo. Pero siempre había algo que no iba. O bien el emplazamiento era demasiado grande, o bien, cuando las medidas correspondían exactamente, era el guijarro el que no correspondía al emplazamiento. Nunca he comprendido el porqué. Quizá sea que me equivoco en mis cálculos. Tal vez las medidas no sirven para nada. Solamente después me doy cuenta de que me he equivocado. Entonces debo retirarlo nuevamente del agujero donde he querido encajarlo. Es difícil, sí... es difícil. —Pareció mirar más allá de ella mientras le hablaba—. Continuar... volver a comenzar más allá... Es difícil también. Algunas veces quieren detenerme. La gente no comprende.

—Sí... —murmuró ella gravemente. Y, muy rápido, añadió—: Déjeme ir con usted. Le ayudaré. Iré donde usted vaya. ¿Quiere?

Al principio, ella puso en su búsqueda un ardor más grande del que jamás había sentido. Le parecía que nunca había hecho nada antes de encontrarla.

—Ahora es cuando todo comienza —le decía.

Durante largo tiempo se los vio en las calles de la ciudad. En los primeros tiempos él continuaba llevando solo el guijarro. En seguida, ella lo había ayudado. Iban de jardín público en terreno baldío, de terreno baldío en construcción. Más tarde, ella había comenzado a hablarle de su fatiga. Le decía:

—¡Detengámonos! ¡Ya no puedo más! —Parecía agotada, tropezaba a cada paso—. Voy a caer si continuamos... —advertía.

—¡Oh, no! ¡Vaya idea! —replicaba él. Ella continuaba.

A su paso, la gente decía:

—¡Vaya desgracia, esa pobre mujer!

Él se volvía hacia ella y exclamaba:

—¿Lo ves? No comprenden nada...

Un día, en unas obras abandonadas, a la caída de la noche, con las luces de la calle ya encendidas, ella tropezó y ya no se levantó de nuevo.

—¡Mira! —exclamó él de pronto, precipitándose hacia la sombra de un agujero en el terreno. Tomó sus medidas—. ¡Ven a ayudarme, creo que finalmente lo hemos hallado! —gritó, enderezándose.

Ella no respondió. Estaba tendida en el suelo, con los ojos abiertos al cielo. Él se encogió de hombros e hizo rodar el guijarro hasta el agujero. Se había equivocado de nuevo. Durante mucho tiempo contempló, desanimado, la piedra hundida a medias.

—¡Continuaremos! —decidió al fin. Al ver que ella no respondía, se acercó.

La arrastró hasta el pie de una grúa que se elevaba cerca de allá y la apoyó contra uno de los pilares de hierro. Sus grandes ojos abiertos continuaban mirando fijamente al frente.

—Ahora será más difícil... —pensó, alejándose.

Fue más difícil. «Es porque me siento fatigado...» Los agujeros se hacían más raros. O tal vez ya no los veía. A veces olvidaba buscarlos.

—¡Esto no tiene ningún sentido! —decidió un día. Abandonó el guijarro. Durante algún tiempo erró desamparado, de calle en calle. Después, en una pared, descubrió nuevamente un cartel que mostraba a un hombre cargado con una piedra. Volvió a buscar el guijarro. Pero era como si ya no creyera en él.

—Tal vez lo que busco no existe en esta ciudad. Es preciso ir más allá... —Andaba repitiendo en voz alta—: Ir más allá...

Pero el guijarro era demasiado pesado. Algunas veces se hacía tan pesado que apenas podía levantarlo.

Buscó ayuda.

—¡No creerá usted que voy a cargar en mi taxi esta cosa tan grande como usted! —le respondieron.

—¿Grande como yo? —Después de tanto tiempo, incluso había olvidado mirar el guijarro.

—Y además, ¿qué es? —preguntó el taxista.

—Un guijarro.

El taxista consultó su libro y sacudió la cabeza.

—Además, no puedo hacerlo, no está señalado. ¡Véalo usted mismo! —dijo, señalándole una página—. ¡No hay nada que hacer! —Ante el aspecto agotado del hombre vaciló un momento, después dijo de pronto—: Después de todo, su guijarro no es más que una piedra... —Hojeó su libro y se detuvo en una página—. ¡Aquí está! Las piedras tengo derecho a transportarlas.

—Pero no, no es una piedra, es un guijarro.

—¡Cómo usted quiera! —dijo el taxista.

Mucho tiempo después, en un bosque al lado de la ciudad, había depositado el guijarro al pie de un árbol y pensó súbitamente:

—Tal vez no exista ningún agujero en el mundo, tal vez sea yo quien deba hacerlo.

Se puso a cavar.

—¿Qué está haciendo? —le sorprendió una voz infantil.

—Ya lo ves —respondió—. Cavo un agujero.

—¿Para hacer qué?

—Para enterrar mi guijarro.

—¿Es suyo?

El hombre inclinó la cabeza y continuó cavando.

—¿Lo ha traído hasta aquí usted solo?

Él hombre inclinó de nuevo la cabeza.

—¿Con sus manos?

Dejó de cavar.

—¡Me haces cada pregunta! —dijo, en un tono divertido.

—¡De todos modos, no es usted! —decretó el niño.

—¿No es yo quién?

—El señor del cartel que hay delante de mi casa.

—El cartel... —repitió el hombre. Y añadió—: De todos modos, tal vez sí que sea yo.

El niño sacudió la cabeza.

—¡Seguramente no! El señor es joven. Y además, su guijarro es tan grande como el de usted. —Reflexionó, y añadió en un tono definitivo—: Y además no es usted, porque el guijarro de ese señor es verde.

—¡Verde! —El hombre se encogió de hombros y continuó cavando.

—Me gustaría tener uno como ese, mío. ¡Yo no lo enterraría, oh, no!

El hombre se inclinó, recogió un guijarro al fondo del agujero y se lo ofreció al niño.

—¡Oh, pero ese es muy pequeño!

—Puede hacerse grande.

El niño se echó a reír.

—¡Los guijarros no son como los árboles, no crecen!

—No... —dijo el hombre como para sí mismo—. Habitualmente no crecen... pero, a veces, sí crecen... —añadió con tristeza. Y volvió a su trabajo.

—¿Es verdad? ¡Entonces me lo quedo!

El hombre levantó bruscamente la cabeza.

—¡No, espera! ¡No es verdad! ¡Devuélvemelo!

—¡Usted me lo ha dado, es mío! —le reprochó el niño. Y se fue corriendo.

El hombre le siguió con los ojos, con aire ansioso. El niño jugaba a lanzar su guijarro por encima de su cabeza y a atraparlo. De pronto, lo arrojó a unos matorrales y se alejó sin preocuparse más de él. El hombre sonrió y volvió a cavar tranquilamente.

El sol desaparecería muy pronto. Llegaría la noche. «Es bueno que comience la noche...» pensó. Todo se volvería silencioso después de la hora de los pájaros. Se tendió en el fondo del agujero y escuchó por un momento el tenso canto que venía de las ramas.

—Ahora, el mundo va a ser perfecto —dijo en voz alta.

E hizo bascular el guijarro por encima de sí mismo.