DELTA
Si yo leyera los diarios, quizá no hubiese sucedido nada. No leo los diarios, no estoy informada de casi nada. En todo caso, sé muy poco. Y la etnología, terrestre o no, casi no me interesa. Es cierto que puedo reconocer vagamente de qué rincón de la galaxia vienen los que tienen Ojos púrpura, o cuatro articulaciones en los brazos... y a veces, también sé quiénes son amados, poco amados, odiados o temidos por nosotros, los terrestres. Pero no paso de ahí; no conozco los detalles. Quizá, si yo hubiera sabido, nada de esto hubiese sucedido.
Pero ¿por qué buscar excusas? Sabía muy bien que de la unión de dos razas diferentes no pueden nacer niños, sabía también que, por eso, la Iglesia de Roma prohíbe las bodas interraciales. Y sin embargo, fui más allá. Entonces... si hubiese sabido el resto, quizá todo hubiese sucedido de la misma manera. No buscaré excusas inútiles. He aquí lo que hice.
La superiora del convento de huérfanas de Dijon, que es, además, mi tía y que fue quien me crió, había decidido enviarme a cuidar los niños pequeños de la señora N., quien tenía una quinta en La Ciotat; así podría pasar las vacaciones en la playa. Las calas eran bonitas, llevaba en las maletas los libros para preparar un examen, hacía buen tiempo y los niños eran encantadores. Pero yo no era feliz. Ah, cuánto me pesaban mis veinte años, cómo me angustiaba mi soledad! Y me despreciaba cuando las canciones tontas que oía por la radio me emocionaban. Claro que quería hacer grandes cosas, claro que era joven y bonita, claro que, ¡ay! era muy desgraciada. Desgraciada porque no tenía nada, ni una persona, ni un amor que me hiciera llorar, ni remordimientos. Ni nada interesante que hacer, ni ninguna persona interesante a quien ver en todo el día. Me despreciaba por ser así, y por la noche me desvestía lentamente ante el espejo; mis cabellos rubios llegaban casi hasta mis rodillas. Me repetía: «Tengo veinte años, la edad del amor, la edad de tener un amante.» Pero el hijo de la señora N., que tenía veinte años, y sus amigos, me parecían tontos y vulgares. Fue entonces cuando llegó Irveille.
Ese día yo estaba en la pineda, en lo alto de una cala. Recogía unos bonitos guijarros; él también, o al menos, eso fue lo que me dijo. Por su acento, supe que era un extranjero. Y supe que era arturiano cuando se quitó las gafas oscuras. Por que los arturianos tienen ojos diferentes de los nuestros, unos magníficos ojos triangulares enteramente ocupados por el iris, ojos que se oscurecen o empalidecen al ritmo de sus emociones. Eso lo sabía. Para mí, era la única diferencia entre ellos y nosotros.
Me dijo que se llamaba Irveille. En realidad no era exactamente así, pero transcribo como puedo ese nombre, para el que nos faltan las letras, y seguiré haciéndolo casi durante todo el relato.
Anduvimos lentamente entre los pinos, recogiendo un guijarro de vez en cuando y hablamos de todo y de nada. Sí; fue así. El me hablaba de Arturo. Yo no me cansaba de oírle hablar de los peces que tenían pestañas (como los de los primeros dibujos animados que se proyectan todavía en algunos cineclubs donde se exhibe el cine plano del siglo XX), de las flores minerales, de la noche que cae bruscamente y de los niños que crecen más velozmente que los terrestres. Pero no me habló de la diferencia esencial entre los dos mundos, ¿por qué iba a hacerlo? Intentaba hacerme conocer su planeta por algunos detalles minúsculos que quienes nunca han salido de la Tierra no conocen, detalles que los libros de viaje no mencionan. ¿Qué libro podría describir el olor de los huertos inundados de sol o el vuelo de las mariposas en otoño? Irveille me contaba las cosas que no están en las enciclopedias. No sospechaba que mis conocimientos acerca de su mundo se reducían a casi nada: Arturo (en realidad es Arturo IV, pero como es el único planeta habitado de su sistema, le damos el nombre de su sol) gira alrededor de una enorme estrella naranja. Nuestros gobiernos están en buenas relaciones, nuestros niveles técnicos y científicos son más o menos equivalentes (con una ligera superioridad por parte de los arturianos en algunos sectores). Es un mundo rico que exporta objetos raros y preciosos a toda la galaxia.
Ávidos por viajar, los arturianos nos visitan con frecuencia y existen colonias permanentes en algunos lugares de la Tierra con climas privilegiados. Creo que allí terminaba lo que hubiese podido decir de ese mundo y sus habitantes; eso, y los ojos triangulares. ¿Acaso sabía entonces que, en la Tierra, se les considera una raza de señores, de refinamiento y altanería supremos? No lo sé. En verdad, actualmente me resulta difícil escoger mis recuerdos.
—Vamos a bañarnos —propuso Irveille. Y bajamos a la playa. Recuerdo que pensé, aliviada, que tenía el bañador puesto debajo del vestido y que éste, abotonado de arriba abajo, era fácil de quitar, y me lamenté, al mismo tiempo, que mi bañador barato tuviera muy mal corte. Hasta ese momento, no me había dado cuenta. Mientras tanto, Irveille hablaba de los mares de Arturo:
—Elisabeth, no puede imaginar qué tibia es el agua allá. La primera vez que me bañé aquí creí que se me cortaba la respiración, por el frío. Algunos de los nuestros no han podido acostumbrarse nunca.
Llegamos a la playa. Una silueta a contraluz que se destacaba contra el cielo y el agua nos hizo señas. Irveille, dijo simplemente:
—Allí está Imonea.
Su imagen, en ese momento, quedó grabada en mi memoria, indeleble, contra el fondo vibrante de luz. Estaba vestida casi como Irveille con un pantalón claro y una túnica oscura, pero el corte era diferente: unas pinzas, en la cintura, hacían resaltar la línea aguda de los pechos, altos y menudos, y la esbeltez de la cintura, que se ensanchaba apenas en las caderas.
Vino hacia nosotros. Su andar era ágil y armonioso y llevaba muy alta su cabeza fina, coronada por una mata de cabellos negros y cortos. Y yo pensé en Tristán, «ancho de espaldas y estrecho de caderas...» Tristán, bello, trágico, vibrante de juventud y de fuerza y también de orgullo. En ese momento, ¿sabía yo que se odiaba a los arturianos por toda esa belleza y esa gracia desdeñosa, de hijos de buena familia que llevan una vida fácil desde hace siglos? La expresión inglesa pasó por mi mente: «Nacido con una cuchara de plata en la boca».
Irveille nos presentó sin dar detalles: «ésta es Imonea, ésta es Elisabeth», nada más, como hacen los arturianos. Ella me sonrió y me tendió la mano. Y me miró de una manera que me hizo sentir incómoda. Una sola vez me había sentido tan incómoda como en ese momento. Tenía dieciséis años, un grupo de chicas mayores que yo contaban historias escabrosas y, para participar, dije algo que ya he olvidado, pero que era, sin que yo lo supiera, una obscenidad enorme. Hubo un silencio, todas me miraron y yo me sonrojé, a causa de mi ignorancia y de lo que presentía. Cuando Imonea me miró, sentí lo mismo y me sonrojé. Y sin embargo, aún no había adivinado nada.
—Vayamos a beber algo propuso Imonea.
Renunciando al baño, nos instalamos en la terraza de un pequeño café metido entre las rocas, desde donde se veían los pinos y la cala. Imonea me ofreció un cigarrillo que rechacé; nunca había fumado. Rozó mi mano y ahora me digo que eso debe haberme impresionado, porque lo recuerdo con precisión. Hablamos de Arturo y de la Tierra, de música y de pintura Su cultura terrestre era asombrosa. Eran muy corteses conmigo: anticipaban mis menores deseos. No tenía más que insinuar un gesto para que me alcanzaran lo que deseaba.
Finalmente, cenamos juntos. Era mí día libre y había esperado pasarlo sola y triste: esa velada me parecía un cuento de hadas. Bebí un poco y me puse a hablar de más, sin duda. Conté la muerte de mis padres, cuando era pequeña, y mi infancia triste en el convento donde mi tía era superiora. Dije que me sentía muy diferente de las otras chicas de mi edad; hablé de mi sensación de desamparo cuando me encontraba sola como ahora, un poco independiente por primera vez en mi vida. Les dije que tenía veinte años y que quería hacer grandes cosas.
No había trenzado mis cabellos y los sentía pesar, cálidos, desde la nuca. Imonea cogió una mecha y la enrolló en su dedo:
—Tiene una cabellera suntuosa. Entre nosotros es una rareza. Quizá un caso entre diez mil.
Al salir, quise ponerme mi chaqueta de tela. Una mano solícita la apoyó en mis hombros. Era Imonea. Alguien me abrió la puerta. Era Irveille. En un espejo, sorprendí una mirada de complicidad entre ellos.
Volvimos. Quiero decir que me acompañaron hasta la casa de la señora N. También recuerdo eso. Estaban allí, delante de mí, en el momento en que nos despedimos, ante la puerta de la casa. Lo recuerdo. Nunca me había sentido tan pequeña, tan frágil, demasiado rubia, demasiado infantil. Y tampoco me había sentido nunca tan mujer. Ahora puedo decirlo, pero creo que ya entonces lo sentí. La atmósfera era turbadora; súbitamente, sentí miedo. Estaban allí y eran tan altos, tan extranjeros, tan diferentes y enigmáticos... Me sentí como en una trampa y subí los escalones de la entrada sin despedirme.
No sabía que, en Arturo, uno no se despide nunca.
A la mañana siguiente, cuando salí de mi cuarto para levantar a los niños, la señora N. me dijo que ella misma lo haría, y que quería hablar conmigo. Sus palabras no me impresionaron. Ni siquiera las recuerdo, no recuerdo más que su significado. Me despedía inmediatamente, sin certificado, por mala conducta, porque me habían visto cenando con dos arturianos. Quizá si en ese momento le hubiese pedido una explicación...
Pero viví la escena como una manifestación de odio racial de aquella burguesa mezquina y segura de sí misma. Respondí que los arturianos eran tan buenos como los terrestres. Me respondió que si pensaba así, su decisión de echarme estaba justificada. No dije nada, ni una palabra. Hice la maleta y salí por la puerta de servicio, como si hubiera cometido una falta vergonzosa. La cocinera y la doncella se dieron codazos e hicieron bromas cuando pasé. Entonces ya no sabía que, pese a los elevadísimos salarios que ofrecían, los arturianos no obtenían sirvientes terrestres. Aunque les costara una fortuna, tenían que hacer venir el servicio de otros planetas.
Mi maleta era pesada: muchos libros, algo de ropa interior, mi chaqueta y mi otro vestido. En su prisa por alejarme, la señora N., había sido generosa; un mes de sueldo e indemnización. Pero no tenía ganas de volver con mi tía y... ¿cómo se hacía para tomar una habitación en un hotel? ¿Cómo se hacía para conseguir un trabajo? El mundo entero me parecía hostil y cerrado.
Por décima vez, apoyé mi maleta en el suelo. Las lágrimas me nublaban la vista y mis pañuelos estaban en el fondo de la maleta. Mi moño se deshacía y una de las cintas de mis sandalias se había roto. Hacía muchísimo calor. Sentí unas manos en mis hombros. Era Irveille, que me tendió un pañuelo y cogió mi maleta. Quizá haya sido en ese momento que comencé a amarlo; pero prefiero pensar que fue más tarde, pensar que lo amé porque era como era y no porque llegó en el momento oportuno.
Cuando mis lágrimas dejaron de manar le dije que me habían despedido, que no tenía techo ni trabajo y que no sabía cómo hacer para encontrarlos. Pero no le dije la razón de mi despido. Sentía vergüenza de que una mujer de mi raza hubiese insultado a unos extranjeros que eran huéspedes nuestros. Dije:
—A causa de algunas divergencias acerca de la educación de los niños.
El fingió creerme, y dijo:
—Venga a casa. Imonea estará encantada de recibirla.
Imonea, ¿era su mujer, su amante o su hermana? Los arturianos eran horriblemente exasperantes porque nunca daban explicaciones sobre la situación de la gente y sus relaciones. Pero sólo me interesó una cosa: Imonea me recibiría encantada. Sentí que no era una fórmula de cortesía... —¡y me sentía tan sola y desesperada!
No recuerdo muy bien nuestra llegada a la casa, el vestíbulo, toda esa claridad, todo ese lujo. Seguí a Irveille, y cuando entramos en el salón sentí una enorme alegría a causa de una frase, de una simple frase. Imonea hablaba por el visófono con un empleado del Servicio de Inmigración.
—Sí —decía Imonea—, se ha equivocado. Irveille es soltero Su número es...
No oí nada más. Mi corazón palpitaba; Irveille era soltero, no era el marido de Imonea. Entonces, para mi, era libre, y yo era libre para amarle, para desear su amor. Irveille no era casado: un clarín sonaba en mi corazón.
El resto fue algo así como un cuento de hadas. La casa que habían alquilado era maravillosa y mi habitación, con una gran terraza sobre el mar, encantadora. Imonea y Irveille tenían toda clase de atenciones conmigo. Un cuento de hadas. Nunca había vivido tan cómodamente, ni en el convento ni en casa de la señora N., donde tenía la habitación más incómoda y bastante trabajo. Durante algunos días los dejé hacer, dejé que me mimaran y me arrullaran; me dejé querer. Y no traté de comprender, Sí, les debía todo y no podía darles nada, pero lo aceptaba. Ahora creo que. con todas mis fuerzas, me negaba a comprender.
Y ellos creían que había comprendido.
Una noche tuvimos visita: Maereille e Isloa. Llegaron después de la cena.
—¿Así que siguen solteros? —preguntó Imonea.
—Sí —respondió Maereille.
—Yo lo prefiero así —dijo Isloa.
Hablaba francés por cortesía hacia mí, pero eso no me ayudaba a comprender. Porque todo me hacía pensar que vivían juntos. Hablaron de la habitación que compartían e —incidentalmente— hasta de la cama que compartían. Llegué a la conclusión de que Isba prefería una situación irregular y se negaba a casarse oficialmente con Maereille, pero eso no cuadraba con el resto de la conversación.
Cuando se marcharon, Irveille y Imonea hablaron de ellos.
—El problema —decía Irveille— es que creo que Isloa no tiene buena voluntad; le gusta esta situación. Nunca lleva a nadie y echa sin piedad a las que lleva Maereille.
—¡Se ve que no las has mirado! Me pregunto si no le gustará a él también esta situación. Creo que chapucea a propósito y aparece, a propósito, con unas candidatas imposibles. Entonces Isloa se pone a dar gritos, se pelean, se reconcilian y vuelven a empezar...
—Somos muy complicados los arturianos —dijo Irveille, acariciándome los cabellos. ¿No le damos miedo?
Contesté que no. Era insensato, pero dije que no, mirándole en los ojos. No, Irveille, no siento miedo.
Esa noche comencé a reflexionar. Bruscamente me di cuenta de que Irveille e Imonea me habían recibido sin pedirme nada y de que nunca se había hablado de mi partida. Había pasado cinco días de ensueño, de los que conservaba un recuerdo confuso y delicioso..., caminatas por la playa, exposiciones, paseos en barca..., me sentía colmada. Pero, de golpe, la curiosidad que había despertado en mí la visita de Maereille e Isloa, me llevó a interrogarme sobre mis huéspedes y sobre mí misma.
Ah, ¡el convento y el examen de conciencia —todas las noches! ¿Por qué te has quedado aquí, Elisabeth? ¿Por qué? Porque aquí me encuentro bien, Padre, y eso nunca me había sucedido. ¿Y qué más, Elisabeth? Sí, esa noche daba vueltas y más vueltas en la cama, fingiendo tratar de comprender qué era lo que me retenía allí y seguía dando vueltas en la cama sin poder ahuyentar de mi espíritu la imagen de Irveille.
Hacía mucho calor y decidí darme una ducha fría. Irveille había ido a acompañar a Maereille e Isloa a Baux de Provence; por lo tanto en la casa no estaba más que Imonea. Por eso, salí desnuda de mi habitación. Ese tipo de actitud me proporcionaba un placer enorme; tenía la sensación de liberarme de las marcas del convento. Llegué al cuarto de baño justo cuando Imonea salía.
Al verme, retrocedió.
—Discúlpeme, Elisabeth. Lo siento mucho.
Sonreí, un poco asombrada de su reacción, y creo que respondí algo banal como:
—No es nada.
—Qué bella está así —dijo ella en voz baja y un poco ronca.
Eso no me sorprendió demasiado. Imonea era pintora y seguramente yo debía de estar hermosa en ese pasillo iluminado por la luna, con los cabellos sueltos. Y me sentí muy feliz, porque si Imonea me juzgaba bella, Irveille, que tenía los mismos gustos, también me encontraría bella.
—Si no tiene sueño —continuó Imonea, siempre en voz baja— vayamos a la terraza. Es una noche preciosa.
Iba a seguirla cuando llegó Irveille. Cuando sentí el coche, me precipité dentro del cuarto de baño. Mi deseo de luchar contra las ideas recibidas no llegaba hasta mostrarme desnuda ante un hombre. Los oí hablar en arturiano.
Me quedé mucho rato debajo de la ducha. Después me froté las rodillas y los talones con piedra pómez y me limé las uñas de los pies. No terminaba de ocuparme de mi cuerpo, que, durante tanto tiempo, sólo había tratado de mantener en buen estado de salud. Finalmente y a disgusto, me envolví en una toalla para atravesar el pasillo y volví a acostarme. Un rato después, sentí que golpeaban a la puerta del cuarto de baño y, bruscamente, comprendí mi egoísmo. Me había quedado más de una hora en el baño, justo en el momento en que Irveille volvía cubierto de polvo de la carretera, y, naturalmente, no se había permitido golpear a la puerta. Como si hubiese abierto unas compuertas, los recuerdos brotaron: incidentes mínimos, hechos insignificantes que eran iluminados por una luz nueva. Irveille e Imonea me colmaban, me daban todo, no me pedían nada. Rápidamente, habían aprendido mis gustos. Si hablaba de Fra Angélico, por la noche encontraba un libro de reproducciones en mi habitación. Si decía que me gustaban las cortinas azules, por la noche estaban en mi ventana. Y yo aceptaba todo eso como si fuese natural.
Me hubiese gustado decirles, explicarles en seguida cómo me emocionaba su bondad, cuán feliz me sentía en su casa. Y hubiese querido decir a Irveille que lo amaba, cuánto lo amaba. Pero ante el solo pensamiento, me sonrojaba. Irveille. Creo que si me hubiese tomado en sus brazos me hubiese desvanecido de felicidad. Imonea. ¿Qué sentimientos me inspiraba? La admiro, me decía, pero sabía que eso no era cierto, no era enteramente cierto.
Tenía la vaga impresión de haberme equivocado, de haber hecho algo malo. Sentía confusamente que debía partir. De todos modos, tenía que abordar el tema. Con Imonea me resultaría más fácil; quizá estuviera aún en la terraza. Esa vez me envolví en un albornoz de baño antes de salir de mi cuarto.
Allí estaba, apoyada en la balaustrada. Con la garganta oprimida por la timidez, me detuve, pronta a retroceder, pero me había oído. Dijo:
—Elisabeth. Esperaba que viniera. ¿No siente frío?
Negué con la cabeza, sacudiendo mis largos cabellos a la luz de la luna. Lo hice a propósito; sabía que le gustaba ese gesto.
Irveille se reunió con nosotras. Tenía conciencia de estar desnuda bajo la bata, pero no me moví. Sabía que estaba bella o, por lo menos, sabía que ellos me encontraban bella.
Y luego, de golpe, sentí la misma impresión que el día en que los había conocido. Una sensación de ser dominada, manipulada. Eran mayores que yo, tenían una estupenda posición a escala galáctica, y yo no era más que una pequeña estudiante, pobre y sin ningún porvenir, ni en la Tierra, ni en Francia; no era nada, no tenía nada. No tengo más que veinte años y mis cabellos, pensé desesperada. ¿Acaso eso puede ser suficiente? ¿Suficiente para qué?
Hubiera querido decirles que les agradecía su acogida y que había apreciado todas sus atenciones, que yo deseaba poder hacer algo por ellos. También hubiese querido hablar de mi partida; había que pensar en eso. Y hubiese sido necesario decir o sugerir a Irveille que lo amaba. Pero eso me resultaba imposible. Toda una educación pesaba sobre mis hombros con más fuerza que mis cabellos.
Torpemente, dije:
—Tendré que pensar en marcharme.
—Elisabeth —dijo Irveille—. ¿Verdaderamente quiere dejarnos?
Irveille, pensaba, desgarrada, si supieras cuánto deseo no separarme nunca de ti...
Miré la punta de mis pies.
—No es eso. Pero estoy en su casa, quizá les molesto, y además... ¡soy tan pobre! Nunca podré invitarles a mi casa... Yo... yo no tengo nada...
Irveille me tomó las manos y eso me emocionó tanto que se me saltaron las lágrimas.
—Elisabeth, estamos tan contentos de tenerla aquí. Nuestro mayor deseo sería llevarla a nuestro mundo, con nosotros.
No respondí. Había dicho: «con nosotros».
Al día siguiente, recibí una carta de mi tía. No había tenido el valor de anunciarle mi despido, pero la señora N. se había encargado de la tarea. Quemé esa carta, que me causó muchísima pena. Mi tía invocaba mis buenos sentimientos y, sobre todo, mi gratitud. También hablaba mucho de Dios, de la Iglesia de Roma y de sus decretos, de mi alma inmortal y de «algunos pecados, que son mortales». Esas frases me indignaron y me encolerizaron, pero también lograron su objetivo: nunca me había sentido tan indigna, tan culpable como en ese momento. A mediodía no pude comer y me acosté un rato, pretextando un dolor de cabeza.
Cuando Imonea vino a verme, yo estaba llorando. Le dije:
—Recibí una carta de mi tía; lo que me escribe me resulta insoportable.
Las cortinas estaban cerradas a medias; en la penumbra, Imonea me acercó a ella y lloré sobre su hombro. En ese momento, al menos, no deseé el hombro de Irveille. Imonea hablaba dulcemente, con su hermosa voz grave y un poco ronca y el acento cantarín de los arturianos.
—Sin duda su tía la quiere mucho y desea lo mejor para usted. Pero usted, Elisabeth, ¿qué es lo que desea?
Lo que yo deseaba... una frase asombrosa, que una semana antes me hubiese parecido casi incongruente: nunca había tomado mis deseos por ley, nunca había pensado que eso fuera posible. Ninguna frase hubiese podido inquietarme más, aun después de cinco días de vida de ensueño, en la que todos mis deseos se volvían realidad.
Escribí una carta breve y seca a mi tía. Empezaba así: «Dentro de tres días cumpliré veintiún años.»
Fue en una reunión en casa de Irvine donde me decidí, finalmente, a informarme, a averiguar cuáles eran las normas éticas de los arturianos; todo era demasiado incoherente. Yo comprendía a medias y esa incertidumbre era lo peor de todo.
Para la fiesta, me vestí con un vestido de arturiana, siguiendo los consejos de Irveille e Imonea; una serie de velos de colores tornasolados, cubiertos por una fina red de metales preciosos. ¿Por qué no se me ocurrió que también Imonea debía haberse adornado con esa prenda tan tentadora? Acepté como un hecho que se hubiese vestido casi como Irveille, contentándome con admirar la elegancia y la perfección de sus sobrios conjuntos de pantalón entallado y túnica corta que recordaban un poco las ropas de los señores medievales de la Tierra.
El principio de la fiesta me resultó deslumbrante. Irvine recibía en un jardín que parecía un sueño, iluminado por faroles multicolores. Bebí un poco; me miraban mucho, sobre todo a causa de mis cabellos, que había dejado sueltos sobre la espalda, como sugirieron Irveille e Imonea. La mente sabe defenderse cuando no quiere comprender: veía arturianas increíblemente frágiles y como inmateriales, con sus velos inmateriales, y veía otras arturianas de modales libres y ropa masculina que pasaban un brazo protector sobre los hombros de jovencitas vestidas como vírgenes de iconos. Y no comprendía, aunque no me sorprendía, como si en alguna oscura región de la conciencia la verdad ya hubiese salido a la luz.
En la multitud, hallé a dos chicas terrestres. Una de ellas, una muchacha ruidosa y un poco vulgar me dijo:
—¡Ah, es usted! Ya me habían dicho que Irveille e Imonea habían encontrado una terrestre.
—¡Encontrado! ¡Qué manera de decirlo! —respondí fríamente.
—¿Le parece chocante? Pero dígame, a usted, ¿le gusta su sistema?
No respondí inmediatamente, y ella se alejó para rellenar su vaso. Pero la palabra «sistema» se quedó en mi cabeza. Después supe que esa chica se hacía mantener por unos y otros..., ¿por qué no los arturianos, que eran tan ricos? Fue la otra terrestre quien me lo dijo; era etnóloga y se paseaba con un bolígrafo, un bloc y un magnetófono. Mi caso le interesaba mucho porque, como me dijo:
—¿Quién mejor que usted para acercarse a su cultura?
—Hace poco que vivo con Irveille e Imonea, y no soy etnóloga —respondí, reticente. Pero hubiese hecho falta más, para desanimarla. Continuó diciendo:
—Conozco a Irveille e Imonea. Sin duda, forman parte de la élite, son personas notables, pero en lo que concierne a las costumbres están en la norma, totalmente en la norma, y eso es lo que me interesa: las costumbres de los arturianos. Estoy haciendo mi tesis sobre ese tema...
Cogí la frase en el aire.
—No he leído casi nada acerca de Arturo. ¿Podría indicarme algunos títulos?
Encantada, sacó un folleto del bolsillo, diciéndome:
—Es sólo información básica, pero al final tiene una bibliografía muy completa.
Luego, para librarme de ella, tuve que prometerle que nos veríamos dos días después.
Después, encontré a un terrestre que se había casado con una arturiana, una arturiana de cabellos suaves y dorados, fina y frágil como una miniatura de marfil. Con tono amargo, me dijo:
—Evidentemente, para una mujer el sistema arturiano es el ideal, en el fondo; pero créame, para un terrestre que se casa con una arturiana, la cosa no es muy divertida.
—¿Por qué? —pregunté. ¿No es feliz?
Por cierto que el pobre muchacho no podía haber hallado una interlocutora más tonta y menos informada, pero evitaba a la etnóloga para preservar sus secretos de alcoba y la aventurera tenía demasiado que hacer para escucharlo. Necesitaba desahogarse con una terrestre; yo estaba allí.
—Le aseguro —me dijo— que no soy un bruto, pero las arturianas están habituadas a ser tratadas como ídolos; yo no llego tan lejos. Gano bastante dinero, pero mi mujer es capaz de gastar fácilmente el doble de lo que gano.
—¿No lo sabía antes de casarse?
Me pareció que reflexionaba, que media sus palabras antes de responder.
—Sí; claro que lo sabía, pero no quise comprender Pensé que estaría a la altura de la tarea, ya que, biológicamente... en fin, trataré de explicarle mi posición. Una arturiana no puede ser satisfecha por un terrestre, en ningún plano. Creo que el amor entre nuestras razas es imposible, salvo quizá, para las terrestres, si logran habituarse...
Me lanzó una mirada extraña, pero no me preguntó nada; tenía ganas de hablar de si mismo. Y siguió:
—Y además, está esa amazona, que viene con demasiada frecuencia para mi gusto y no es el menor de nuestros problemas...
Yo le escuchaba en silencio.
—No, no es el menor de nuestros problemas, sobre todo porque termina por resultar excitante. Confieso que me inspira una cierta curiosidad, pero no quiero construir así mi vida. ¡No quiero que mi hogar sea de ese tipo!
Me sonrojé. ¡Qué vergüenza! Me sonrojé. Eso era lo peor de todo; tenía la sensación confusa de estar envuelta en las peores ignominias. Me sobresalté cuando me presentó a su mujer; estaba tan turbada que no la había visto llegar. Era una miniatura exquisita, más delgada y frágil que yo; no parecía tocar la tierra, envuelta en sus velos.
—Arine, mi mujer —dijo el terrestre—, y Avia, una de nuestras amigas.
Maquinalmente, estreché sus manos. Avia estaba vestida como Imonea y colmaba de atenciones a Arine. El terrestre se malhumoró de golpe y declaró que quería volver a casa. Su mujer no protestó. Hubo una despedida breve, mundana, estirada. Quedé sola con la arturiana que acababan de presentarme, esa Avia que iba a vincularse tan estrechamente con mi vida. En ese momento, no sabía nada de ella.
Sonrió amargamente, mientras se alejaban.
—Es así —dijo, como quien llega a una conclusión.
No respondí. ¿Qué podía haber dicho?
—¿Los conoce? —continuó, señalando a la pareja que se alejaba.
—Hablé un poco con él, hace un momento. Creo que no es feliz.
—Claro que no; un terrestre no puede hacer feliz a una arturiana, por sí solo. Pero se aferra a sus prejuicios, y no cederá.
—Y, ¿qué podría hacer?
Sí. eso fue lo que dije, sin comprender que mi pregunta era osada Y por seguir hablando, para demostrar que estaba informada, por decir algo, agregué:
—Claro que, para una terrestre, es diferente.
Recuerdo el silencio embarazoso que se produjo. Como de costumbre retorcí una mecha de mis cabellos.
Bruscamente, Avia retomó la conversación, cambiando de tema deliberadamente. Me dijo que era escultora, me habló de su trabajo y me invitó a pasar un fin de semana en la finca que había alquilado en Cassis, para que viera sus obras. Eso me resultó muy tentador. Le agradecí, acepté, dije que iría con toda seguridad y anoté el número de su visófono. Y en ese momento, sentí la misma impresión de pánico que se apoderaba de mi, algunas veces, cuando estaba con Imonea e Irveille. Retorciendo una mecha, dije:
—Ahora, querría marcharme.
Ella sonrió, con una sonrisa deslumbrante. Después deslizó su brazo debajo del mío, para ayudarme a atravesar la multitud.
—Me permitirá que la acompañe a casa —dijo, casi en voz baja.
Yo no había tenido tiempo de hablarle de Irveille e Imonea, que estaban por allí. Ella prosiguió:
—Si lo desea, podríamos ir a ver el mar: a esta hora, las calas están maravillosas. —Su mano apretaba mi brazo con más fuerza—. Dígame donde vive, si no es indiscreto.
—En casa de Irveille e Imonea.
Se detuvo en seco. Soltó mi brazo y retrocedió. Sus ojos habían empalidecido y me miró de arriba abajo. Cuando volvió a hablar lo hizo en tono sibilante:
—¡Es el colmo! Son amigos míos, amigos muy queridos. Estoy aquí desde ayer. Sabía que tenían una terrestre, pero nunca supuse que pudiera ser usted, usted que acepta...
Las palabras zumbaban. ¿Qué quería decir? Historias ambiguas volvían a mi mente, y también una frase de la etnóloga: «Irveille e Imonea forman parte de la élite, son personas notables, pero desde el punto de vista de las costumbres están en la norma... En la norma, Dios mío, la norma de Arturo... Sabía que tenían una terrestre... Pero ¿qué era lo que me ocultaban, lo que yo tenía que saber?
Avia puso sus manos sobre mis hombros y me hizo retroceder un poco para mirarme a los ojos.
—Escúcheme —dijo—. Se lo repito. Irveille e Imonea son amigos míos de toda la vida. Siempre los he defendido contra todos, porque son los seres más vulnerables del mundo, a causa de su bondad. Siempre los he defendido de las pequeñas intrigantes como usted, que saben que son muy ricos y están muy bien relacionados. Cuando supe que habían recogido a una huerfanita desesperada, no me extrañó que hubiesen participado en otro rescate; después supe que era una relación seria, y me alegré. Por una vez, habían encontrado a alguien que les gustaba a los dos.
Temblorosa, murmure:
—Que les gustaba a los dos...
Avia seguía asiendo mis hombros. Me sacudió.
—¡Ya basta! Usted está acostumbrada a hacerles creer lo que quiere, con su cara de ángel, Pero eso no va conmigo...
Se oyeron voces; un grupo se acercaba. Avia dijo, de prisa.
—Hablemos tranquilamente.
Oímos exclamaciones y frases de alegría en arturiano: aparentemente había un grupo de personas que conocía a Avia y se alegraba de encontrarla allí. Avia me presentó y cuando se apercibieron de que yo era terrestre, pasaron inmediatamente al francés.
—Justamente íbamos a buscar a Irveille y a Imonea —dijo Avia, en cuanto fue posible—. Discúlpennos.
No lográbamos encontrarlos. Nos abordaron muchas veces personas que la conocían a ella y otras que me conocían a mí. Avia no se alejaba ni un milímetro de mí, cuidando la propiedad de Irveille e Imonea. El colmo de la mala suerte fue nuestro encuentro con la etnóloga, que se arrojó, encantada, sobre nosotras. Farfullé una presentación. Alguien acaparó a Avia, que se alejó unos pasos de mala gana, furiosa porque debía dejarme sin vigilancia.
—Figúrese —me dijo la etnóloga— que acabo de entrevistar a una pareja de arturianos que aquí es una pareja normal, exteriormente, por lo menos, y en su tierra serían el peor exponente del vicio. Por eso han venido a vivir a la Tierra, donde son aceptados. Es extraordinario, ¿verdad? Había una asombrosa carga afectiva en...
Vi a Imonea y dejé plantada a mi compatriota, alegrándome ante la idea de que Avia no me encontraría cuando lograra librarse del importuno.
—¡Al fin la encuentro! —dijo Imonea—. Había desaparecido hace tanto rato... Irveille estaba tan fatigado que volvió a casa. Lo llevé en el auto y volví a buscarla. ¿Dónde estaba?
—Con una amiga suya —respondí, fatigada. Imonea parecía contenta de que hubiese conocido a Avia; justamente había pensado invitarla, para presentarnos.
—Pues ya está hecho.
Estábamos cerca del coche. Imonea se volvió y me preguntó:
—¿No le resulta simpática?
Su tono era ansioso.
—Sí —dije, subiendo al coche—. Al principio me pareció simpática; lo que pasa es que no le gusto. Dice que me quedo con ustedes porque son ricos.
Imonea conducía lentamente, como para prolongar la conversación. Después de un largo silencio, preguntó suavemente:
—¿Y qué respondiste?
Entonces sentí una pena inmensa y una gran cólera. Imonea debía estar enfadada pero conservaba la calma; entonces también creía que... y al mismo tiempo, me tuteaba, como para subrayar su desprecio. La cólera fue más fuerte.
—No respondí nada, porque había más gente y estaba sorprendida, pero le responderé ahora.
Mi respuesta es que haré la maleta mañana porque ahora es demasiado tarde.
Imonea frenó y detuvo el coche en el arcén. Luego se volvió hacia mí.
—Lo siento muchísimo, pequeña... no me has comprendido. Irveille y yo no sabemos si nos amas. Nos parece que eres feliz con nosotros, pero no es lo mismo. Para nosotros es una tortura no saber...
Bruscamente, se inclinó hacia mí, me tomó en sus brazos:
—Elisabeth, dime, ¿por qué te has quedado?
Y fue contra su hombro que dije, en voz muy baja:
—Me quedé porque amo a Irveille.
Ella me soltó y puso el auto en marcha.
—Bueno; ya es algo. —El auto arrancó suavemente—. Y yo... ¿tienes objeciones a mi presencia?
Yo me sentía confundida. No respondí. Quiso pasar su brazo sobre mis hombros. Creo que me retiré, balbuceando algo así como:
—No, no... eso nunca.
—Bueno —dijo Imonea, con calma— Es lo que quería saber.
El auto aceleró como una tromba.
—Entre en seguida —dijo Imonea, al llegar—. Yo debo guardar el coche y cerrar el garaje. No se preocupe por las puertas; yo cerraré todo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Me sentía desamparada y cansada, tan cansada... Sin embargo, no me acosté. Boca abajo en mi cama, me puse a leer el opúsculo que me había dado la etnóloga.
Era muy simple. Lo entendí en seguida, cosa que no impidió que continuara leyendo, fascinada, hasta la última página.
Los arturianos se parecían tanto a los seres humanos que yo había cometido el error de tomarlos por humanos, de juzgarlos según las normas humanas. ¡No! El gesto de Imonea en el coche no estaba fuera de lugar, no tenía nada de anormal.
Irveille no era un hombre. E Imonea no era una mujer.
En Arturo IV (pero ¿cómo pude ignorarlo? Después supe que todos los periódicos de la Tierra habían hablado muchísimo del tema, cuando se produjo el primer contacto entre las dos razas. Pero en el convento no se compraba el periódico), en Arturo, la especie dominante (por supuesto en su lenguaje se llama «los hombres», como en todas partes) se divide en tres sexos.
Sólo el sexo femenino es totalmente idéntico al de la especie humana. Las mujeres en Arturo son muy bellas y terriblemente femeninas; son unas cositas frágiles y tiernas que nunca salen de casa. En la Tierra se encontró rápidamente un nombre para distinguirlas de las... otras: se las llama mujeres-mujeres. Porque también existen otras criaturas que, a los ojos de un terrestre parecen mujeres, aunque se hacen notar por su porte un poco ambiguo y una silueta casi andrógina, a causa de su altura y sus pechos altos y menudos. Su carácter es dominante y su comportamiento muy masculino. Y eso no tiene nada de asombroso, porque esas amazonas (así se las llama en la Tierra, y pocas veces un calificativo ha sido tan justo... Imonea, oh, Imonea... La comparación pasó por mi cabeza mucho antes de...) son, en realidad, los machos de la especie. Sin embargo, un médico terrestre, viendo desnuda y examinando a una de ellas, podría equivocarse; los órganos externos son de apariencia femenina. Habría que abrir su vientre musculoso, para encontrar, encima de un órgano que se parece (sólo se parece) a un útero, las gónadas masculinas, situadas más o menos donde las terrestres o las mujeres-mujeres de Arturo tienen los ovarios. Y, sin embargo, es imposible equivocarse acerca del sexo de la recién nacida de apariencia femenina; la amazona pesa más del doble que la otra.
En su lenguaje seco y terriblemente preciso, el folleto no me ahorró nada: En la cavidad pélvica, un órgano cuya talla, relaciones y apariencia externa son las del útero humano, pero que, desde el punto de vista de la función, está más cerca de una próstata hipertrofiada... los canales que desembocan allí por la parte superior... Había muchos croquis, muy realistas. Imonea, te veía tendida sobre una mesa de mármol negro, con el vientre abierto. Ese vientre que no estaba hecho para albergar hijos.
Mi ignorancia acerca de los temas sexuales era tan grande que ni siquiera me pregunté, antes de proseguir la lectura, cómo podía producirse la fecundación entre esas dos mujeres, una de las cuales era el macho de la especie. El manual lo explicaba —más adelante— con una terminología científica en la que no había pudor ni impudor. El tercer sexo es de apariencia masculina, pero sólo de apariencia. No tiene gónadas y, biológicamente, es neutro (y así es como se les llama en la Tierra: neutros). Su única función en el acto sexual es el transporte. Irveille, el guapo Irveille, tan viril, cuando Imonea y tú encontraseis el tercer elemento, la mujer-mujer que os faltaba, tu papel sería, en un abrazo casi simultáneo, el de transportar la semilla de la una a la otra, nada más. Biológicamente, los niños que pudieran nacer de esa triple unión no te deberían nada, no tendrían tus genes, no se te parecerían, y sin embargo, en esa sociedad tan extraña para nosotros, tú serías su padre.
En el manual no había más que un breve resumen de las características anatómicas, que se suponían conocidas por el lector. La mayor parte de la obra estaba consagrada a las implicaciones etnológicas de la situación. Protegida, rodeada por el afecto de dos cónyuges varoniles, la mujer-mujer de Arturo no trabaja, se deja adorar Por otra parte, la frecuencia de los embarazos no le permitiría ninguna actividad. Es muy difícil formar uno de esos extraños hogares, es difícil que tres personas se gusten lo suficiente para formar una relación estable; por esa razón los hogares duraderos son más raros aún que en la Tierra. Si, además, se tiene en cuenta que el número de descendientes por cada cónyuge es, lógicamente, menor que en la Tierra, es lógico que seis o siete hijos sean para ellos la familia mínima. La mujer-mujer no es más que una maravillosa flor de invernadero, mimada, cuya sola tarea es ocuparse de sus numerosos hijos.
El conocimiento es una carga pesada, pero menos pesada que la incertidumbre, Tuve la impresión de respirar más libremente y me coloqué bajo la ducha fría. Agua fría en la nuca, en el vientre, en los ojos. Salí tiritando y me envolví en un albornoz. Me parecía que ahora sería capaz de todo, capaz, sobre todo, de ir a decir a Irveille e Imonea: «Ahora lo sé. Sé lo que esperan de mí». No quería pensar en lo que vendría después, en lo que diría cuando ellos quisieran conocer mi decisión, El problema era demasiado arduo para que yo lo afrontara. Me negaba a ello con todas mis fuerzas.
Me vestí. Me sentía ligera y vacía, como si estuviera bebida. Golpeé a la puerta de Irveille, pero no obtuve respuesta; dormía, Dormía profundamente. Sabía que los arturianos toman drogas muy fuertes que les aseguren, si es necesario, un sueño sin sueños y un despertar sin recuerdos. Por tanto, iría a ver a Imonea, en seguida. Antes de llegar a su puerta vi las cartas en la mesa del vestíbulo. Una tenía mi nombre. La abrí y leí.
A Elisabeth, a la que amé. Un adiós antes de morir, y de morir contenta, porque así suprimo el obstáculo entre Irveille y tú. Elisabeth, mi amor, un adiós para decirte que seas feliz sin remordimientos y que cuides de Urveille.
Había otra carta. Con gran esfuerzo, descifré el nombre de Irveille, escrito en caracteres arturianos en el sobre.
No pensé nada; a partir de ese instante, actué mecánicamente, eficazmente, sin cometer ningún error. Me veo claramente, marcando el número de Avia en la esfera. Todavía puedo oír su voz lenta y baja.
—Léame la carta para Irveille.
—No puedo; está escrita en arturiano.
—¿No puede descifraría?
—No; sólo entiendo los nombres propios que conozco.
—Voy para allá. Mientras llego, despierte a Irveille, arrojándole agua helada en la cara. Hágale beber café muy cargado. Cuando lo haya tomado, espere unos minutos, entréguele la carta y avísele de mi llegada.
Hice todo eso, tranquila y velozmente. Cuando terminó de despertar le di la carta, me sobrepuse a mi deseo de quedarme a su lado y bajé a abrir el portón para el coche de Avia, que llegó como una tromba unos minutos más tarde, haciendo volar los guijarros de la avenida.
Después, hay blancos en mis recuerdos. Pero recuerdo con nitidez a Avia e Irveille hablando en arturiano sin prestarme atención. Los dos de la misma altura, con sus ropas sobrias y oscuras, y yo con un vestido de playa celeste, tonta e inútil, sabiéndome... no, ni siquiera despreciada; enfrentándome a la indiferencia.
Hicieron muchas llamadas telefónicas, casi siempre en arturiano, algunas veces en francés. Luego salieron y se dirigieron al auto. Los seguí. Avia se puso al volante e Irveille se sentó a su lado. Salté, antes de que cerraran las puertas:
—Dígame, dígame, no entiendo el arturiano...
—Ah, sí —dijo Irveille, rápidamente—. El coche se estrelló en una barranca. A Imonea la han llevado al hospital arturiano de Cassis. Quizá no lleguemos a tiempo.
—Quiero ir con ustedes —supliqué, y sin esperar respuesta me metí en el coche, mientras Avia lo ponía en marcha. No recuerdo nada del camino. Recuerdo la llegada al hospital como si hubiese sido un sueño; médicos, enfermeras que cruzaban el vestíbulo... Todos arturianos neutros o amazonas; ni una mujer-mujer.
Yo no comprendía el arturiano y, sin embargo, vi formarse en los labios del médico, una amazona de ojos pálidos, la palabra «muerte». Ha muerto, han llegado tarde. No sabía arturiano pero eso fue lo que dijo: lo supe inmediatamente.
Avia entró en la habitación con el médico que había dicho eso. Yo me quedé en el vestíbulo y vi que Irveille bajaba la escalera con paso inseguro. Bajé tras él. Lo vi bajar porque lo amaba; los demás no lo vieron. Y era yo quien estaba allí cuando con un gesto rápido sacó un radiante de su blusón y lo descargó en su sien.
Murió inmediatamente, con el cerebro abrasado, mientras salvaban a Imonea.
Me trataban con cortesía e indiferencia. Hubiese preferido que me golpearan, que me escupieran, que me encerraran en una prisión o en el espacio, todo menos esas miradas frías que ignoraban mi minúscula presencia, que pasaban por encima de mi cabeza. Y hablaban sin cesar en arturiano, nunca en francés.
Supuse que el cuerpo de Irveille había sido desintegrado, según la costumbre arturiana, e ignoro si hubo una ceremonia, si Irveille tenía familia, allá en Arturo. Supongo que Avia se ocupó de eso. Para mí, sólo había una cosa importante: que Imonea viviera. Y, aunque no me decían nada, el resultado era todavía incierto.
El personal es abundante, competente y dedicado; yo no hago falta por las noches. Por otra parte, no me permiten entrar en la habitación donde ella yace en estado de coma, rodeada de aparatos complicados que la mantienen viva e informan a los médicos sobre su estado. Pero no me iré. Las posibilidades económicas de los arturianos les han permitido edificar un hospital suntuoso. Junto a cada habitación de enfermo hay otra, inmensa, que puede ser dividida mediante biombos en cuartos individuales y tiene cuarto de baño y terraza. Es para la familia o los amigos de los enfermos arturianos que desean quedarse en el hospital para estar cerca de ellos. Una pantalla permite verlo en todo momento y se puede hablar con él a través de un intercomunicador, si los médicos lo autorizan. Unas doncellas algolianas, refinadas y eficaces, están a la disposición de los que desean estar cerca de sus seres queridos. He dicho «los» porque después supe que, en el recuerdo de los arturianos, nunca se había visto a una mujer-mujer quedarse en el hospital.
La angustia y la tensión me resultaban aun más intolerables porque nadie se molesta en darme noticias. El primer día logré un rápido panorama: Imonea está en coma, un aparato con una cánula flexible que penetra en su garganta la hace respirar. En los frascos de perfusión que rodean su lecho, hay mezclas delicadas que restablecen sin cesar el equilibrio químico que su organismo ya no puede asegurar. En sobreimpresión, sobre la pantalla donde adivino sus formas cubiertas de registradores y cánulas, se inscriben permanentemente dos líneas temblorosas. La de arriba refleja el estado de su corazón; si se vuelve llana, si el corazón de Imonea deja de latir, hay una máquina que tomaría el relevo. Sería un incidente grave, pero no definitivo. La línea de abajo se compone de curvas suaves que reproducen la actividad —muy lenta, muy perturbada, según me han dicho— de su cerebro. Si esa línea se hace recta, será el fin; lo que se llama en la Tierra y en Arturo un «coma irreversible». Lo más atroz es que el cuerpo, aun después de la muerte del cerebro, podría ser mantenido vivo por todos los aparatos que le rodean. No sé qué decisión se tomaría en ese caso; detener esa maquinaria, ya sin finalidad, o proseguir una reanimación desprovista de finalidad Ignoro quién debería tomar esa decisión. Lo ignoro todo; desde el primer día, nadie me dice nada. Paso los días frente a la pantalla, vigilando las suaves ondulaciones de la línea inferior. Supongo que si Avia está aquí es porque aún hay esperanzas. A veces siento lástima por ella; sus rasgos están deformados por la angustia. Imonea es su amiga de la infancia; su muerte sería como una amputación. Avia la vela. ¿Será necesario que esté allí para comunicarle la muerte de Irveille?
Yo también quiero estar allí. Imonea, ¿no cometerá un acto irreparable cuando sepa que Irveille se suicidó, creyéndola muerta? Una bocanada de esperanza, seca y ardiente como el viento que acariciaba las flores minerales de Arturo (fue Irveille quien me lo contó, hace siglos), una bocanada de esperanza seca y ardiente: No se suicidará porque yo estoy aquí, porque la necesito y porque ella me quiere mucho. Espontáneamente he hallado las leyes no escritas del pueblo arturiano.
Fue en ese momento cuando decidí, por cansancio, aprender el arturiano. ¿Cómo hubiese podido soportar más tiempo el desprecio de los arturianos que no me dirigían la palabra, cómo soportar que me ignoraran totalmente? Ya que me ignoraban, yo también los ignoraría. No habría más preguntas. Aprendería el arturiano mientras vigilaba una fina línea temblorosa en la pantalla.
En el vestíbulo del hospital compré muchos manuales, gramáticas y vocabularios. Gracias a Dios, tengo memoria y facilidad para los idiomas. Trabajo todos los días, como una condenada. Y empiezo a entender. Ahora sé: tendrán que pasar tres días antes de que estén seguros de haberla salvado, tres días aún. Imonea, mi amor, si murieras ahora no podría seguir viviendo.
Escucho ávidamente las conversaciones, pero nadie lo sabe, porque nunca digo nada. Me quedo frente a la pantalla con la pequeña línea temblorosa, no molesto, y como nadie sabe que entiendo, todos hablan libremente en mi presencia. Ahora sé qué poco me estiman, porque mis brazos no fueron lo suficientemente fuertes como para retener a Irveille, y qué poco estiman a Irveille, que no tuvo la fuerza necesaria para vivir por mí. Oh, querida tía, usted se cubriría la cara, horrorizada, pero debe saber que los pecados de allá no son iguales a los de aquí. Allá, cuando la muerte golpea a una familia triangular, cada uno de los que quedan se debe al otro. Irveille fue un cobarde y yo no soy más que una terrestre insignificante, no supe retenerlo, mi amor no fue suficientemente fuerte para retenerlo, había dado tan poco significado a su vida que ésta ya no valía la pena si Imonea había muerto.
Sigo aprendiendo arturiano, furiosamente. Gracias, tía, por lo menos me enseñó a trabajar. Casi no duermo, casi no como, debo de haber adelgazado, mis vestidos me quedan grandes. Avia lee libros de arte, de nuestro arte, mira reproducciones y dibujos. Nuestras relaciones son correctas y glaciales, y, sin embargo, tendría mucho que decirle, muchas preguntas que hacerle. Pero nadie me intimida tanto como esta amazona de mirada altanera y boca desdeñosa. Me sonrojo cuando me habla con su voz baja y ronca. Y, además, hay otra cosa. Desde la noche del drama considero a Avia como del sexo opuesto; sé que puede desearme, que me ha deseado. Esos momentos incómodos en la fiesta de Irvine, antes de que supiera quién era yo, vuelven a mi memoria y me refugio en mis libros de arturiano, frente a la pantalla donde se escribe el destino de Imonea.
¿Sabe qué hago, tía? Durante catorce, quince horas diarias, aprendo palabras y reglas gramaticales. No se cubra el rostro horrorizada, tía; es para salvar a un ser humano, un ser humano que aunque usted no reconozca como tal, será mi compañero durante toda mi vida, si se salva. Si quiere, llore por mis pecados.
Esta mañana, en el pasillo, escuché una conversación que no estaba destinada a mis oídos. Sí; yo, Elisabeth, escucho, todos los días, conversaciones que no están destinadas a mis oídos. Eso se llama «indiscreción». Tanto peor. Después de todo, estoy aguardando el despertar de una amazona para decirle que la amo. Tía, cúbrase el rostro.
Escucho tras las puertas, pues. En el pasillo está Avia con dos médicos. Uno de ellos dice:
—Si cuando recupere el conocimiento tiene razones para querer vivir, el pronóstico es bueno.
Oh, perdí palabras, muchas palabras, pero comprendí con claridad el sentido general. Avia respondió en voz baja y desanimada:
—Sí, quiso matarse porque esa terrestre no la amaba, y ahora que es lo único que le queda, ¿por qué va a desear vivir?
Se alejaron. Los sollozos me anudaban la garganta. No había tenido suficiente peso en la balanza para que Irveille quisiera seguir viviendo; ¿por qué iba a tenerlo para ella? Morirá, porque mis brazos no serán tan fuertes como para retenerla, y los habré matado a los dos, quedaré sola para siempre, sola y maldita.
Me derrumbé sobre un diván; las lágrimas me cegaban. Avia entró, me tendió un pañuelo y me dijo secamente:
—Va a recuperar el conocimiento. ¿Es por eso que llora?
Conseguí hablar a través de las lágrimas, hablar en arturiano.
—Sí. Porque oí lo que decía a los médicos en el pasillo.
No sé si reaccionó inmediatamente porque yo hablaba en arturiano. Puso sus manos sobre mis hombros.
—¿Por qué, Elisabeth?
En ese arturiano elaborado y demasiado gramatical que había aprendido con tanto esfuerzo, respondí:
—Creo que usted sabe muy bien por qué.
Ella encendió un cigarrillo, lentamente, como de costumbre, antes de responder.
—Si usted fuera arturiana, pensaría que ama a Imonea más que a nada en el mundo. ¿Es eso?
La miré a los ojos.
—Es eso.
—Entonces, ¿por qué le dijo lo contrario con tanta convicción como para que intentara quitarse la vida?
Esa vez me sonrojé y desvié la mirada; mi timidez había retornado. Ella aguardaba. Respondí en francés; en arturiano hubiese sido muy difícil.
—No sabía nada acerca de Arturo y creía que Imonea era una mujer, como yo. Eso me impidió comprender mis sentimientos hacia ella.
Dije todo eso de una vez, mientras Avia guardaba silencio.
—¡Por las estrellas! —exclamó finalmente—. ¡Por las estrellas!
Esa noche me trajo flores minerales de Arturo y libros. La atmósfera que me rodeaba cambió, como por arte de magia. No sé qué dijo Avia, pero a partir de ese día todo el mundo me colmó de atenciones, desde las doncellas algolianas hasta el médico jefe. ¿Acaso yo no estaría junto a Imonea cuando recuperara el conocimiento? Para ellos yo era una arturiana, una mujer-mujer, un ídolo.
Desde ese momento, Avia se las ingenió para describirme su mundo No tenía dudas acerca de la decisión de Imonea. En arturiano —siempre en arturiano, para que me acostumbrara a esa lengua que sería la mía— me hablaba de su patria. Era una buena narradora. Me parecía ver las grandes flores minerales, los pájaros de alas inmensas y las nubes iridiscentes, que se extienden sobre el suelo en gruesas capas arrastradas por el viento seco y caliente, las enormes casas centradas en un patio desbordante de vegetación, esas casas lujosas que son los estuches de la vida protegida de las mujeres-mujeres.
Y me hablaba de esas extrañas familias, esos triángulos tan difíciles de formar, tan frágiles. El caso clásico es el de un neutro que encuentra una amazona; los dos juntos buscarán a la mujer-mujer que les conviene a ambos. Mientras no la encuentren, serán una pareja de solteros. Las parejas de solteros compuestas por una amazona y una mujer-mujer son más raras y lo son más aún las de un neutro y una mujer-mujer. Como esas parejas no pueden procrear, la sociedad no las admite más que como una etapa temporal, que suele coincidir con la juventud, y la ley no sanciona sus vínculos.
Trato de imaginar una familia completa. El neutro que trabaja, la amazona que trabaja y la mujer-mujer en su pedestal, servida por una multitud de sirvientes algolianos, mimada por sus dos esposos y eternamente embarazada. Imagino a los niños de los tres sexos, los niños que, igual que en la Tierra, juegan a «papás y mamas», pero que son tres cuando se inclinan sobre las cunas de las muñecas de tres sexos. E imagino, sí, lo imagino, las fiestas secretas en la gran cama de tres plazas...
Y después Avia me cuenta las aventuras de sus amigos o los sucesos que aparecen en los diarios.
Está Irvine, que llora amargamente, porque ama a un neutro que la ama y ama a una amazona que la ama, pero sus dos amores no se entienden entre si.
Y está Areille que no sabe a qué santo encomendarse. Su mujer (quiero decir la mujer-mujer del triángulo) quiere reemplazar a Irmea, con quien están casados desde hace diez anos, por una tal Icelea. Pero él sigue amando a Irmea, que se niega a divorciarse. Hay una guerra fría en el seno de ese hogar, donde han nacido ocho hijos.
Después está Creille, que ama a Lucine y no querría que hubiese nadie más entre ellos, pero Lucine, que es sana y normal, busca una amazona que quiera compartir sus vidas y le permita tener los hijos que desea. Creille no es normal, agrega Avia. Debería hacerse curar o venir a la tierra donde él y Lucine serían considerados una pareja normal Pero ella sería desgraciada toda su vida.
Oigo la triste historia de Ervine, que fue abandonada por Naereille y Alcea, a causa de una mujer-mujer tonta y mezquina, pero muy bella. El caso es excepcional; en general, quien se aleja deja una pareja tras de si, una pareja de solteros unida por la misma tristeza y el mismo furor, que, poco a poco, recupera la alegría de vivir y busca, unida el indispensable tercero.
En un periódico de gran tirada leí un sangriento suceso. Tres actores, oficialmente casados, muy conocidos por los seudónimos de Louveille, Louvine y Louvea, hacían una gira. Louveille y Louvea encontraron a Louvine en brazos de Estreille y Vertea. Mataron a los tres.
Avia está preocupada; su hermana pequeña, Hymine, que el año pasado se casó con Floreille y Mirnea, se ha enamorado de Arnea, la hermana de Floreille (tendría que decir «la hermana amazona», para que la traducción fuera clara. Naturalmente, como hay tres géneros, en arturiano hay tantas palabras como situaciones posibles en esas familias complejas). La emoción de Avia demuestra claramente que en Arturo los tabúes del incesto son tan rígidos como en la Tierra, si no, más.
Los de la homosexualidad, también; otro suceso me lo demuestra. Una amazona ha sido condenada al exilio en otro planeta periférico por haber tratado de convencer a una mujer-mujer de que formara una pareja triangular con ella y otra amazona.
Avia no está de acuerdo con esa sanción; dice que todos los arturianos deberían tener el derecho de buscar la felicidad en la infinitas combinaciones que se pueden concebir entre dos o tres personas y que, por otra parte, existen, pese a la desaprobación social.
A fuerza de oír hablar de las uniones y desuniones de las parejas triangulares, llegué a formarme una vaga idea de lo que se hace y lo que no se hace, de las desgracias clásicas y las más sorprendentes.
Avia dibuja mientras charla. Tiene talento, y sé que es muy conocida como escultora. Es bella y brillante, pero parece solitaria. No me atrevo a interrogarla. Me habla un poco de su infancia. Una familia de cinco hijos, lo que es poco para Arturo: dos amazonas, dos neutros y una mujer-mujer, la pequeña Hymine, ídolo de toda la familia. El padre neutro murió muy joven y los otros dos nunca intentaron reemplazarlo. Avia habla con amargura de eso: sufrió mucho a causa de su hogar incompleto. Y guarda rencor a su madre y a su amazona progenitora por no haber tomado más en cuenta los sentimientos de los niños.
Eso me indigna. Me parece que en Arturo se entierra a los muertos con mucha rapidez y que las enormes camas tienen un lugar destacado en la vida de los arturianos.
—Por cierto —dice Avia, con tranquilidad—, somos mucho más sexuados que vosotros, ¿no lo sabías?
Y añade con fría ironía:
—Es lo que muchos terrestres no nos perdonarán jamás. En cuanto a nuestros muertos... créeme, los guardamos en el fondo de nuestros corazones, pero no debe haber un lugar vacío en un hogar.
La escucho. Los tensos hilos de otra moral se tejen a mi alrededor. Allí es pecado no poner a una persona viva en el lugar que ha dejado vacío un muerto.
Así es el mundo, así es la sociedad en la que voy a integrarme. Trato de imaginar mi vida con Imonea, su presencia cálida y luminosa... y la ausencia de Irveille. En la pantalla que me separa de la enferma, una línea muy fina describe grandes curvas amplias y regulares, que son, según me han dicho, el signo de un próximo despertar.
Avia continúa hablando del suntuoso planeta de los señores arturianos, que los terrestres odian a causa de su belleza, su riqueza, su tranquilo orgullo... y de otra cosa.
Siento miedo.
Sí; ahora trato de imaginar mi vida de arturiana junto a Imonea y los relatos de Avia dibujan una ausencia en ese hogar mutilado, una ausencia que me resulta intolerable.