5

Llegaron demasiado tarde.

En el recinto de la Ciudad de los Libros, el inmenso taller levantado por los robots parecía una catedral. Se penetraba en él por una entrada subterránea, horadada en la arcilla roja, e inmediatamente era el pandemónium. Los muros y las bóvedas de obsidiana se hundían en las tinieblas. Una vasta plataforma estaba repleta de bloques de materia eterna y preciosa: el ópalo estaba contiguo al ágata, negra y blanca, arborescente, porosa o compacta, la turmalina bicolor con el jade negro, verde o mate, el pórfilo púrpura con el amarillo mármol de Frigia, de venas verdes. Más al fondo surgía una jungla de figuras extrañas, inacabadas, salidas medio cuerpo de la materia.

Trabajando para los Dueños y sin embargo enfrentado a ellos, Siao había creado un universo de belleza feroz: parecía que retrocediera ante el último sacrilegio: dar a los invasores la figura humana.

En las gemas vivientes, turbias y humosas, relucientes y opacas —el cuarzo sulfuroso donde nadaban los resplandores plateados, el «morrión» donde se aglutinaban los cristales prismáticos, las amatistas tubulares o las rubelitas en forma de madréporas—, tallaba monstruos. Al agotarse su propia imaginación, había buscado sus modelos en los antiguos infiernos, entre las brazadas de papiros, los microfilms de Chichen Itza y de Angkor Vat. El taller estaba lleno de esfinges, de Anubis cinocéfalos, de Kukulkanes provistos de alas y garras.

Desde hacía un determinado momento, Gil sentía ondas de inquietud que rodeaban a Maya, que andaba rápidamente por entre el bosque de máscaras bestiales y divinas. En torno a ellos reinaba un silencio terrible, el mismo silencio que en la planicie, y el viajero no sabía hasta qué punto esto era anormal. De ordinario, el pandemónium estallaba en golpes, crujidos e incluso gritos: centenares de robots, desde las antiguas carcazas oxidadas, de enorme volumen, hasta los androides biológicos, delicados, se agitaban entre los andamios, rebajaban los bloques, pegaban la estereoplastina de las maquetas, realizaban los trabajos pesados, y Siao les dictaba sus órdenes con una voz ronca, desde lo alto de un andamio de aluminio sobre el cual se desplazaba al nivel de sus colosos, con el cincel o el mazo en la mano, cubierto de un fino polvo brillante, y parecido a un cíclope con su potente estatura y la lámpara eléctrica fijada en su frente.

Ahora los robots estaban inmóviles, desconectados en pleno trabajo, y Maya corría entre los cables tendidos, los tubos de aluminio, los zócalos que esperaban sus efigies. Finalmente, se torció un tobillo, cayó de rodillas en el estrado y, cuando logró alcanzarla, Page comprendió...

Gil vio al hombre tendido a sus pies —varios siglos menos que él— como un tupido roble abatido por los leñadores, o mejor aún como un Zeus creador golpeado por su propio rayo. Con los brazos en cruz, parecía inmenso en su postura yacente. Sus cabellos de plata bañados en sangre, los cables arrancados y los restos de mármol en torno suyo probaban que Siao Geroe había muerto igual que había vivido: luchando.

El cuerpo había sido pisoteado, aplastado. El cerebro y la sangre había salpicado hasta las bóvedas. Arrodillado a su vez, Gil comprendió que no se había tratado de un arma humana, de ningún arma de hecho: sólo un peso y un paso minerales, inexorables, obstinados, habían podido laminar así la carne y los huesos. Un mazo sangrante brillaba al alcance de su mano.

—¡Así, entonces, lo han matado! —dijo Maya entre dos sollozos—. Lo han atacado mientras trabajaba, sin desconfianza.

—No —pronunció una voz blanca.

Venía de muy lejos, desde más allá de aquel magma de sangre y huesos triturados. Pero era reconocible, y Maya se abatió sobre el cuerpo sangrante.

—¡Padre! ¡Oh, padre!

—Me equivoqué —continuó la voz—. Quise resucitarla... Mara. Tu madre, Maya..., le di los rasgos de una mujer. Pero no era más que un monstruo... Eria. Y golpeé.

Los ojos donde palpitaba ya la oscuridad eterna se detuvieron en la cabeza inclinada de Gil.

—El Mensajero, ¿no es verdad? Le habíamos esperado, esperado..., era la única posibilidad, si la Tierra debía sobrevivir.

—Sí —dijo Gil—. Soy un mensajero, un Humano del fondo de los tiempos, enviado en ayuda de los hombre de esta Tierra. ¿Qué puede hacerse para salvarles? ¿Por dónde esperar a sus verdugos?

¡Hable, Siao Geroe!

Pero el agonizante deliraba ya. Dijo a Maya:

—Tú sabes, hay dos clases de creaciones: la carne y el espíritu. Y todos podemos equivocarnos. —Y a Gil—: No se trata solamente de esta Tierra..., los seres de todos los tiempos y de todos los planetas están amenazados, si llegan a saber... Erys ya ha..., beben la vida. Un único medio: cortar su camino hacia la vida. Entonces la muerte y el frío original volverán a ellos. En Pétrea...

Con la boca al nivel del aplastado rostro, Page casi gritó (tenía la impresión que Siao se alejaba a una velocidad vertiginosa, y con él todos sus secretos):

—¿Dónde está Pétrea?

Una especie de sonrisa increíble ascendió a lo que eran los labios, con una burbuja de sangre.

—Aquí —dijo Geroe.

Y murió.

Fue entonces cuando oyeron los pasos.

Eran pesados y lentos. Antes incluso que la puerta se abriera, Gil supo de quién se trataba. Y puesto que Maya temblaba, con sus largos cabellos opalinos, con su brillo de lágrimas y de estrellas, la tomó entre sus brazos, como para defenderla del destino. Pero no se combate al destino. Las más terribles leyendas terrestres se despertaban en lo hondo de la memoria hipnótica del viajero: estatuas animadas y dólmenes viajando en la noche, los enanos de piedra de los Incas, la Venus de Ille... Para enfrentarlo —en nombre de toda su especie, frágil, vulnerable, inmortal—, el crononauta Gil Page levantó la cabeza.

En el suelo arcilloso se había abierto una trampa.

El ser que apareció, en un resplandor de alba lívida y púrpura (los neones se encendían bruscamente), como salpicado en sangre, era aterradoramente humano, y sin embargo Gil sabía que era el Dueño de los Cristales. Más bello que Maya o no importa cuál ser de la Tierra.

Y netamente mineral.

Una especie de armadura reluciente (¿dónde había visto Gil antes aquella coraza irisada?) le cubría de la cabeza a los pies, y un largo manto de metal azulado, constelado de zafiros, colgaba de sus hombros. Subió los peldaños con su paso uniforme. Maya gritó:

—¡Erys! —como si hubiera gritado: «¡Cuidado, Page!»

Gil llevó la mano hacia su desintegrador.

—No lo haga —aconsejó Erys—. Mentalmente, soy más fuerte que usted: el golpe sería desviado.

Por otro lado, mi red cristalina es monoatómica. Proviene de Mercurio, pero —se inclinó ligeramente— Siao me dio esta forma. Ya que hay dos clases de creación. Dios tampoco ha engendrado a los hombres: los ha hecho surgir del caos.

Aquellas palabras increíbles caían como gotas de diamante. Pero Erys miraba a Maya. Una especie de resplandor iluminó la inhumana pureza de sus rasgos.

—Hermana mía —dijo. Y después—: He aquí la estación de tu floración, tú que eres el lirio del valle...

Maya gritó:

—¡Han matado a Siao!

—En absoluto. —La suavidad mineral era temible—. Violó el pacto, golpeó a uno de los nuestros. La respuesta siguió.

—¡Y hablan de violencia! ¡Ustedes, que han aplastado toda la vida sobre este planeta!

—¿Se le reprocha sus devastaciones a un ciclón, a un sismo orbital? Nosotros no éramos más que una fuerza cósmica. Pero —una temible suavidad cantaba en sus palabras— después hemos progresado, Maya. Tampoco había apenas semejanza entre los simios del terciario y el Homo Sapiens..., o este viajero. Nosotros también tendemos a aproximarnos al ideal humano. Y es por otro lado, por eso le buscaba, Gil Page.

—¿Me conoce? —dijo Gil, luchando contra las ondas potentes, frías, inhumanas, que ascendían de la mirada semejante a un tenebroso lago.

—Sí. Usted viene de lejos, yo también. Se le ha encargado que descubriera a los invasores que era preciso eliminar. ¿Cree que esto es fácil? ¿Es acaso indispensable? No podrán borrar jamás de la trama del tiempo a Mercurio ni su desastre..., pertenecen al pasado de la Tierra. ¿No podríamos entendernos? Usted parece razonable y perceptivo. ¿Cree usted que la humanidad de 2700, por poderosa que sea, puede luchar contra nuestra ciencia mil veces milenaria? No quiero intentar convencerle, quiero que llegue por usted mismo a estas conclusiones. Sé que dispone de poco tiempo. Vamos entonces, dejemos que Maya se ocupe de su muerto..., las mujeres humanas son admirables plañideras. ¿Quería ver usted Pétrea? La verá. Y sabrá al mismo tiempo lo que la especie mineral espera de ustedes, hombres del pasado y del futuro.

Arrastró a Gil, sin dirigir una mirada a Maya.