PRIMER IMPERIO

Francis Carsac

Los barracones de plastex se extendían en un arco irregular en el claro: a la derecha el generador de fuerza, después el hangar de los robots, los almacenes, los habitáculos, el laboratorio, el garaje del helicóptero. Más lejos, sobre el manto vegetal, se levantaba el roído amontonamiento de las ruinas de la ciudad sin nombre. Se acumulaban en pirámides irregulares, cubiertas por árboles de nudosas raíces que abrazaban los muros como si fueran pulpos. Tantos siglos habían pasado desde que la Ciudad había muerto, tantas lluvias habían batido las derruidas paredes, los techos hundidos, las ventanas abiertas, tantas hojas muertas se habían acumulado, descomponiéndose lentamente en humus, que apenas, aquí y allá, emergía una silueta de ángulos rectos, recordando el orden geométrico del Hombre.

La luz era artificial. En el lado opuesto a la Ciudad, los árboles centenarios, seccionados en enormes rodajas, yacían en confuso montón, tal y como los habían dejado las mandíbulas gigantes de las máquinas. Apenas amarilleadas aún, sus hojas susurraban suavemente bajo la brisa.

En el gran recuadro que desventraban los escombros, otras máquinas trabajaban. Ya no eran los potentes ingenios que habían servido para desbrozar, sino otros, infinitamente más delicados. Sus largos tentáculos flexibles se insinuaban bajo los restos, los levantaban con precaución, los cargaban en pequeñas vagonetas. Muy pronto aquellos maravillosos robots se convertirían ellos mismos en demasiado rústicos, y los arqueólogos humanos los reemplazarían. Ya que era una cantera de excavación.

Tres hombres estaban sentados en el laboratorio, alrededor de una mesa cubierta de papeles y de fragmentos de hierro oxidado: Jan Dupon, arqueólogo y jefe de la misión; Will Lewis, el lingüista, y Stan Kowalski, el ingeniero que dirigía, con menudos gestos de su mano sobre el panel de mandos, los autómatas que cavaban el recuadro. Sin dejar de vigilar la pantalla, preguntó:

—¿Entonces?

—Entonces, nada aún en la cantera VII. Acabo de telecomunicar con Asturias. Nada de lo que nos interesa. Crónicas personales, como siempre: la historia de un tal Dominique, en francés. Ningún interés. Data seguramente de antes de la edad galáctica, puesto que ni siquiera se hace alusión a los simples viajes interplanetarios. Fragmentos de la historia, bastante sórdida, de una mujer llamada Bovary, igualmente en francés. Me preguntó qué interés podían encontrar nuestros antepasados en esas crónicas. Esto nos da, de acuerdo, alguna idea sobre su vida, pero para ellos no era más que historia contemporánea. ¡No soy tan fatuo como para pensar que escribían para los arqueólogos futuros! Piense que una crónica relativa a una mujer de carácter imposible, llamada Scarlett, ha sido encontrada, en estado fragmentario, en 71 canteras de excavación diferentes, al menos en siete lenguas distintas..., ¡y esto fue preciso para descifrar algunas de ellas!..., lo que hace que, salvo algunas lagunas, no ignoremos nada de la vida de esta criatura antegaláctica. Afortunadamente, el cronista insertó, por aquí y por allá, algunas referencias a la civilización de aquel período, y sobre una guerra de la que de otro modo no hubiéramos tenido la menor idea.

Se encogió de hombros y continuó:

—Pero sobre lo que nos interesa realmente, nada. Nada desde el hallazgo Horis. Como tú sabes, Stan, los primeros indicios relativos a la existencia, antes de la Guerra Infernal, de un imperio humano galáctico han sido exhumados, hace poco más de un siglo, de las ruinas de Ch'kago: un fragmento de crónica sobre la colonización de los planetas de Betelgeuse, tres páginas en total. Después, aquí y allá, al azar de las excavaciones, algunas referencias complementarias: importantes fragmentos de un historiador llamado Asimov, probablemente de origen francés, puesto que firmaba a veces Paul el Francés, relatando la destrucción de un planeta Florina por un cataclismo cósmico. La misma relación de la catástrofe falta, por otro lado. Interviene en el hecho un Imperio de Trantor, que se vuelve a hallar en otros fragmentos del mismo historiador. Otro, cuyo nombre se ha perdido, y que parece más antiguo, nos ha conservado una parte del folklore de los primeros astronautas, en particular un poema muy hermoso sobre las verdes colinas de la Tierra. Después, hace treinta años, ocurrió el hallazgo Horis, en la ciudad de Frisco: 126 fragmentos —ningún texto completo, desgraciadamente— que establecieron de un modo irrefutable que el hombre había alcanzado un gran número de estrellas, había encontrado en ellas planetas habitables, y los había colonizado. Entre esos fragmentos, uno se refería a los inicios de la Guerra Infernal, y por él sabemos que la guerra implicó a todos los mundos humanizados. Si las destrucciones fueron en todas partes tan complejas como aquí, no es sorprendente que jamás hayamos recibido visitas. Ni siquiera sabemos cuántos siglos han transcurrido desde la guerra. Siglos..., ¡o quizá milenios! Las estimaciones de la radiactividad han dado resultados incoherentes: ¡de dos mil a siete mil años, según las muestras! Algunas veces, durante la noche, cuando miro las estrellas y pienso en nuestros hermanos perdidos, aislados en esos mundos lejanos —¡ha tenido que haber indudablemente supervivientes, allí también!—, cuando pienso que nosotros no hemos hallado nada que pueda ponernos en el camino del vuelo cósmico, nada excepto alusiones oscuras que a nuestros grandes físicos les parecen carentes de sentido, siento subir en mi interior una rabia y un lamento indecibles, ante la idea de nuestro patrimonio perdido, malgastado por el furor asesino de nuestros Antepasados. ¡Oh, ya sé! ¡Es casi una blasfemia! Pero nosotros, los arqueólogos, los que conocemos sus crónicas, los juzgamos más duramente. ¡Piensa en ello! ¡Todo lo que representaba de progreso para el bien, de victorias sobre la naturaleza! ¡Perdido, malgastado! ¡Piensa, Stan! ¡Conducir una astronave interestelar! ¡Nosotros, que aún no hemos llegado a Marte! En los dieciocho siglos desde que la Historia ha vuelto a comenzar, hemos ascendido penosamente a nuestra vez los peldaños ya hollados por los antiguos, ¡y nos hallamos aún lejos, muy lejos, de las cimas que ellos habían alcanzado!

—De acuerdo —dijo Will—. Técnicamente, carecemos aún de fuerza. Socialmente, creo que ya los hemos superado: un único mundo unido, en lugar de las antiguas naciones, una lengua común, y ni rastro de esas desviaciones mentales de las que tantos ejemplos hallamos en las crónicas, y que nos son tan difíciles de comprender... ¡Eh, Stan!

Con un gesto rápido, el ingeniero cortó un contacto. Los robots se inmovilizaron. En el borde del recuadro, tras una plancha de metal medio levantada, se abría un negro agujero.

—Es nuestro turno, Will. Quisiera que Wang estuviera de vuelta. Stan, tú quédate aquí, y si eso se hunde, no tardes demasiado en sacarnos.

Con los cascos en la cabeza y los útiles en la mano, partieron. Bajo el haz del faro, el orificio se reveló como parte constitutiva de una galería medio hundida, atravesada por innumerables raíces. Dupon habló a través de su micrófono.

—El topo, Stan.

Un complicado aparato avanzó. Seis cortas patas metálicas, el primer par excavador, sostenían a un abombado caparazón. Se agazapó en la galería y, de su espalda, por múltiples agujeros, surgieron haces de un líquido pegajoso que, aplastándose contra las paredes y secándose inmediatamente, formaron una delgada y dura costra resistente. Inmediatamente después pasaron los hombres. La galería se prolongó durante un centenar de metros, dio un giro, y terminó ante una puerta de metal.

—Nos hallamos bajo el antiguo nivel del suelo —dijo Will.

—Ciertamente, y no a demasiada profundidad. Es preciso abrir esa puerta.

Fue un largo y penoso trabajo. La puerta había sido condenada hacía mucho tiempo, en los tiempos cumplidos de la ciudad muerta, soldada a su cuadro metálico. La forzaron con soplete. Una bocanada de aire denso se escapó, casi sofocándolos. Se colocaron sus máscaras respiratorias y avanzaron.

La sala era rectangular, toda ella blindada de metal inoxidable, y sostenida por enormes pilares de fábrica. Estaba amueblada con una gran mesa central, algunas sillas, armarios, y, en un rincón, un gran diván en el que reposaban dos esqueletos humanos. Instintivamente, inclinaron la cabeza.

Jan, que tenía nociones de antropología, examinó los cráneos.

—Raza blanca. Jóvenes, menos de veinte años probablemente. Esta sala debió ser un refugio, a principios de la Guerra. Se encontraron sin duda bloqueados por el hundimiento de las casas, y perecieron de hambre o por falta de aire. La galería por donde hemos llegado debía ser una salida de emergencia, pero fue condenada... ¿Por qué? Nunca lo sabremos. Hay otra puerta en este lado, creo.

Daba a una segunda pieza más pequeña. Will paseó el rayo de su lámpara, haciendo surgir del olvido diversos objetos. Lanzó de pronto un grito: ¡allí, por estantes enteros, se alineaban libros! Se precipitó hacia ellos.

—¡No los toques, desgraciado! ¡Van a convertirse en polvo! ¡Esto es asunto de Wang!

—¡Ya sé, ya sé! ¡Pero mira! ¡Hay más de mil! ¿Qué vamos a encontrar ahí adentro? ¿El secreto del camino a las estrellas?

Suavemente, atentos a no crear remolinos de aire, se acercaron. Will leyó los títulos de algunos lomos conservados:

—Traité de Paléontologie. Esto es francés. Handbook of... El resto falta. Inglés, que parece haber sido la lengua más extendida. No puedo sacar nada de este tercer título, está demasiado borrado, pero la acumulación de consonantes parece indicar una lengua del grupo eslavo. Eh, mira...

Había rozado con su manga una delgada revista colocada plana sobre un estante, y acababa de caer convirtiéndose en polvo.

—Salgamos, Will. Esto aún no es para nosotros. No nos arriesguemos a destruir el mejor descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Cuando Wang haya consolidado todos estos libros, tendrás con qué divertirte traduciéndolos, ¡y durante varios años!

—Tienes razón. Pero, por lo que he podido comprender, parece que ésta fue la biblioteca de un geólogo o de un paleontólogo. ¡La primera biblioteca científica exhumada! Si tenemos alguna oportunidad de encontrar huellas del Gran Secreto, es aquí. Pienso que los sabios de esta época, como los nuestros, no se aislaban demasiado en sus especialidades.

Cuando salieron de la galería caía la noche. Las máquinas habían terminado todos los trabajos, y estaban alineadas en los hangares. Stan los recibió con efusión.

—Comenzaba a estar inquieto. Han permanecido dos horas sin dar señales de vida. Les llamé tres veces por radio y, aunque las máquinas no habían señalado nada anormal, iba ya a buscarles.

—Estábamos en una sala metálica, un antiguo refugio, lo cual explica el silencio de la radio. Llama inmediatamente a Wang.

—Pero su congreso no termina hasta dentro de dos días, y tú le diste permiso.

—¡Llama inmediatamente a Wang! ¿No comprendes? ¡Hemos encontrado una biblioteca!

—¿Debo transmitir la noticia al Centro?

—No, aún no. Aún no estamos seguros de poder salvar los libros. Si no hay suerte, prefiero que no se conozca hasta el mes próximo, cuando hayamos recibido nuestros créditos.

Wang llegó a primera hora de la mañana, un minúsculo hombrecillo amarillento que pilotaba su helicóptero con delicados gestos de escultor. Apenas desembarcado, se puso al trabajo. Una tarea infinitamente lenta y minuciosa, y en la que él exageraba, tal vez por escrúpulo, la lentitud y la minuciosidad. Vaciló durante largo tiempo, preguntándose si iba o no a aplicar el último procedimiento descubierto, que había sido objeto del Congreso al cual acababa de asistir. Finalmente, ante la importancia del hallazgo, se atuvo a los viejos procedimientos, menos elegantes, pero ya experimentados. Uno por uno, los libros, sutilmente impregnados de materia plástica, cesaron de ser frágiles amasijos de moléculas a merced del menor choque para transformarse en bloques sólidos. Aún no se podía hojearlos, pero al menos se podían leer los títulos cuando la cubierta estaba bien conservada. Había numerosos libros de geología y de paleontología, algunos libros de historia —el más reciente fechado en el año 1998 de la Era antigua, es decir, mucho antes de la Guerra Infernal, juzgó Jan—, uno o dos libros de matemáticas elementales, y finalmente un buen número de crónicas. Estas últimas, sin encuadernar, casi nunca habían conservado su cubierta.

A medida que los libros consolidados se amontonaban sobre la mesa del Laboratorio, esperando el segundo tratamiento que permitiría abrirlos, Jan se sentía más y más desazonado. Parecía haber allí material suficiente como para alimentar durante varios años las controversias de la Academia de Historia, pero nada que pudiera acercarlos al momento en el que el hombre, lanzándose sobre las huellas de los Antepasados, encontrara, más allá de los espacios interestelares, los restos de su Primer Imperio.

El último libro ocupó su lugar en la mesa, y Wang anunció que pasaría, a la mañana siguiente, a la segunda fase de la restauración.

El entusiasmo que había sacudido a Jan desde el descubrimiento se había hundido completamente. En aquella civilización de razón fría, un atavismo caprichoso lo había hecho nacer soñador, insatisfecho. Más allá de los horizontes demasiado conocidos de la Tierra, mediocre planeta que un simple avión circundaba en diez horas, aspiraba a los espacios infinitos, a la embriaguez de los descubrimientos. ¡Ah, excavar ruinas no humanas! Ver levantarse el sol —otro sol— sobre un mundo desconocido. Estudiar la influencia del medio en una civilización humana... A menudo, cuando el cielo estaba claro, había mirado aquellas lejanas estrellas, hoy fuera de alcance. El Hombre había sin embargo franqueado aquellos abismos, antiguamente. ¡Tenía que existir, entre los restos esparcidos del Imperio, un planeta menos estricto, menos sumergido en la lucha por la vida que la Tierra! ¡Los Antepasados! ¡Habían sido tan grandes, tan fútiles y tan débiles! La Tierra, saqueada por la última guerra, apenas podía alimentar a los escasos cien millones de hombres que vivían en ella. Aún ayer por la tarde la radio había anunciado una nueva restricción de nacimientos. Había, en aquella búsqueda desesperada de las huellas del Primer Imperio, más que simple curiosidad científica. Había toda la diferencia entre un mundo forzosamente maltusiano, y un Universo de infinitas posibilidades. ¿Qué les faltaba pues a los hombres modernos para hallar el Gran Secreto? ¿Qué cualidad, que los Antepasados habían poseído, y que ya no existía? Tal vez la sinrazón, la frenética confianza en los destinos de la Raza, que la última guerra había roto.

Jan se encogió de hombros. Si quería conservar la dirección de canteras de excavación y escapar a la acusación de irrealismo —¡la peor de todas!— era mejor no expresar tales pensamientos.

El tratamiento terminó. Los libros fueron abiertos. Había allí, tesoro inestimable, un gran diccionario inglés. Pero nada que pudiera poner a la humanidad en el camino de las estrellas.

Las excavaciones continuaron. Los informes fueron escritos y enviados al Centro. La rutina cotidiana absorbió de nuevo las vidas. La radio no anunciaba más que malas noticias. Una variedad de hierba venenosa, mutada en territorios radiactivos, y rebelde a las hormonas vegetales, acababa de invadir una vasta superficie cultivada en América del Norte. Fue preciso restringir aún más el contingente de nacimientos permitidos. Hacía veinte años, en un período de entusiasmo que siguió a la demostración, por el gran matemático Tavernir, de la existencia del hiperespacio, confirmando así las crónicas galácticas, el Consejo había dejado a la humanidad multiplicarse demasiado abundantemente. Pero después no se había efectuado ningún progreso, recordaba el comunicado gubernamental.

Aquel día, los arqueólogos tenían un huésped, amigo de la infancia de Wang, y un joven físico del equipo de Tavernir, llamado Nilsson.

—No comprendo —dijo Jan— como ustedes, los físicos, no consiguen darnos la llave del espacio. Si hay que creer en las crónicas (y no hay ninguna razón para no creer en ellas, ya que, ¿para qué escribir una cosa que sea falsa?) los Antepasados disponían de varios medios de viaje interestelar: Warp-drive, Over-drive, High-C drive, etc. Podrían ser distintos nombres para designar la misma cosa, pero no lo creo, ya que los pocos datos que tenemos de ello parecen indicar lo contrario. Evidentemente, todos debían estar fundados en la utilización del hiperespacio...

—Sí, y sabemos que este hiperespacio existe, como ha demostrado mi maestro el Profesor Tavernir. Pero no tenemos la menor idea del modo en que podríamos atacar el problema. Y yo podría redargüir que no comprendo por qué ustedes, los arqueólogos, no consiguen encontrar una sola crónica en la que se hallen indicados los detalles técnicos.

—Cuando usted toma su helicóptero, ¿piensa usted, cada vez, en el principio de Wilson-Suhigara sobre el cual funcionan nuestros motores?

—Comprendo. Pero volviendo al hiperespacio, le decía que nosotros ni siquiera sabemos cómo atacar el problema. Esto no es completamente cierto, últimamente, Álvarez y yo hemos tenido una idea, demasiado técnica para exponerla aquí...

—¡Gracias!

—De todos modos, tampoco tendría tiempo. Hemos imaginado incluso una experiencia crucial. Hace tres días que la llevamos a la práctica.

—¿Y?

—Nada. No funcionó. El bloque de metal que tendría que haber desaparecido no desapareció. De todos modos no es un fracaso total, ya que hemos detectado un efecto totalmente nuevo, sin relación por otro lado con lo que esperábamos. En fin, nunca se sabe...

El físico se marchó. Jan se dirigió hacia la cantera de excavación. Exploraba, sin gran esperanza, una casa derrumbada. La tierra la había invadido, y todo lo que había sido madera estaba podrido, todo lo que había sido hierro no era más que óxido. Sin embargo, un poco antes de finalizar la jornada, tropezó con una puerta metálica encastrada en un muro. Cuando fue abierta al soplete, penetró en un segundo refugio, idéntico al primero. Esta vez había pocos libros. Pero, puesto bien en evidencia sobre una mesa de metal, un volumen abierto mostraba una ilustración donde se veía a un hombre provisto de escafandra, con una extraña pistola en la mano, defendiéndose contra una nube de monstruos. Otros volúmenes del mismo formato se apilaban en el suelo. Sobre el de encima, Jan pudo descifrar: As... Science... on. No había ninguna duda, aquél era el formato, la tipografía, de una de las series mejor conocidas de las crónicas del Primer Imperio, aquellas que dirigía el historiador Campbell. Quizá, con un poco de suerte, hubiera alguna de ellas completa, y tal vez también, por una vez, el cronista hubiera entrado en detalles técnicos.

Con entusiasmo, Wang se puso al trabajo, sin ni siquiera esperar al día siguiente. Apenas restaurado, el primer libro pasó a la sección de Will, que se encerró para traducirlo.

¡No permaneció aislado ni siquiera diez minutos!

Salió, con el rostro pálido, llevando en la mano el volumen intacto. En la cubierta, encima de una ilustración que representaba una astronave fusiforme, estaba el título completo: Astounding Science Fiction. Arrojó el libro sobre la mesa.

—¡Eh, cuidado! ¡Vas a estropearlo!

—¡Estropearlo! ¡Realmente! ¿Sabes lo que quiere decir fiction!

—Sí, creo. Es una palabra común en dos o tres lenguas muertas, tales como el inglés y el francés, un sinónimo de «crónica». En uno de los libros del otro día había la expresión: «la exploración del cosmos descrita en las ficciones...»

—Sabes que en aquel primer lote había un diccionario. ¡Pues bien! He aquí el sentido real de la palabra fiction: ¡creación de la imaginación, invención fabulosa!

Hubo un largo silencio.

—Entonces...

—Entonces sí, Jan, los Antepasados, no contentos con arrasar la Tierra, ¡fueron también unos mentirosos. Unos mentirosos, ¿comprendes? ¡No hubo Primer Imperio, jamás, jamás, y el hombre no abandonó jamás su planeta!

—Pero, ¿y las huellas en la Luna?

—La Luna, tal vez. Marte también, por lo que se sabe, ¿Pero qué hacer de esos mundos muertos?

Y, lentamente, añadió:

—¡Cochinos!

Jan erraba en el bosque. No podía aún creerlo. ¡Toda una civilización fundada en la mentira! Sin embargo, no existía duda. Todas aquellas crónicas, tanto personales como galácticas, no eran más que un tejido de invenciones, de mentiras. ¿Cómo confiar ahora en cualquier cosa proveniente de los Antepasados? ¿Su Historia? ¿Su Ciencia? ¡Puah! Una civilización capaz de mentir hasta este punto no merecía ninguna confianza. Estaba podrida hasta la médula. ¡No era sorprendente que hubiera terminado en una orgía de sangre! El Primer Precepto, aquel que aprendían los niños desde el momento en que podían comprenderlo, pasó por su memoria: «Una cosa peor que el robo, peor que el asesinato, es la mentira. Todo lo que no es conforme con la realidad es mentira, y la mentira es la fuente de todo mal.» Soñar, sí, estaba permitido, ¡pero no intentar hacer pasar esos sueños por realidades! Mentiras circunstanciadas, repletas de detalles destinadas a hacerlas factibles, sin ningún «punto irreal» destinado a recordar al lector distraído que se trataba de una ficción (la palabra surgió de una forma natural en su mente). ¡Qué depravación! Y ahora, su sueño personal, así como la esperanza de la humanidad, había sido destrozado. Tanto trabajo, tanta búsqueda, tantas penas y esperanzas, para llegar a esa verdad: los Antepasados, esos Antepasados tan admirados pese a haber destrozado el planeta, ¡no eran más que unos mentirosos! Probablemente un gobierno —o varios gobiernos, puesto que existían en varias lenguas— implacables y tiránicos, hacían publicar aquellas falsas crónicas para desviar los pensamientos de sus sujetos-esclavos de sus miserias. Debían haber existido falsas partidas de astronaves, en medio del entusiasmo de las multitudes engañadas. Un estremecimiento le sacudió cuando pensó en el efecto que iba a tener aquella revelación sobre los demás hombres. No, no era necesario que aquello se supiera, sería necesario ahogar la verdad, sería necesario mentir. ¿Mentir? ¡Pero todo el mal provenía de la mentira! No había ninguna salida...

La noche caía, rápida. Algunas estrellas parpadeaban ya, en el horizonte del este. Las miró con desesperación. Adiós, hermanos humanos perdidos, hermanos que jamás han existido. Mañana será preciso decir la triste verdad al Gran Consejo de los Pueblos.

La comida de la noche fue siniestra. La radio, conectada por hábito, ronroneaba en un rincón. Nadie la escuchaba. Afuera, la noche era glacial. La Luna, irrisoriamente próxima, rodaba inútil, y lanzaba su amarillenta luz al claro. La radio emitió bruscamente el ritmo de trompetas que preludiaba a las noticias importantes. Maquinalmente, Wang amplificó el sonido.

—¡Hombres, hoy es un gran día! Dos noticias del más extraordinario interés nos han llegado en esta fecha. Primeramente, la expedición de excavaciones del profesor Jan Dupon ha encontrado un lote completo y en buen estado de crónicas galácticas...

Hubo un silencio. Jan, irritado, recorrió la mesa con la mirada. Stan bajó la cabeza y dijo, con una voz estrangulada:

—Creí que sería bueno anunciar...

Jan hizo un gesto vago. La radio continuó:

—Una segunda noticia, más importante aún, procedente del laboratorio del profesor Tavernir, en Ghandia.

Se envararon, atentos.

—Esta mañana, a las diez horas treinta minutos, dos alumnos del profesor Tavernir, los doctores Álvarez y Nilsson, han conseguido hacer pasar al hiperespacio un cubo de metal, y hacerlo regresar. ¡Hermanos humanos, el primer paso en el camino de los Antepasados ha sido efectuado!

Era muy tarde. Un gran fuego brillaba en el claro. Envueltos en sus mantas, los cuatro compañeros miraban el cielo. En la noche cristalina las estrellas parpadeaban, muy próximas; parecía que bastara tender la mano para tocarlas. Jan se sintió lleno de indulgencia hacia los Antepasados. ¿Tal vez su hipótesis de un gobierno tiránico engañando a las masas era falsa? Tal vez las crónicas eran publicadas como lo que eran en realidad, como sueños. El sueño de la Humanidad siempre en marcha... Miró un momento fijamente al fuego, aquel fuego que había brillado en los claros, en el linde de los bosques, en la entrada de las cavernas, en los tiempos fabulosos en los que la Tierra había representado el Universo por conquistar. Soñadoramente, murmuró:

—Después de todo, es mejor así. ¡Nosotros seremos el Primer Imperio!