EL PILOTO CIEGO

Charles Henneberg

Expediente sobre las relaciones interraciales galácticas. Documento reconstituido a partir de testimonios.

La tienda era baja y oscura, como conviene a quien ya no conoce ni el día ni la noche. Reinaba en ella un aroma de cera y de incienso, de madera exótica y de rosas secadas a la sombra. Se encontraba en el subsuelo de uno de los más viejos bloques del antiguo barrio radiactivo, y era necesario descender algunos peldaños antes de alcanzar una reja de sándalo de Venus. Un cono de cristal marciano iluminaba el rótulo: El Piloto Ciego.

El hombre que entró aquella mañana, seguido de un robot-porteador cargado con una caja, era un viejo trotamundos medio loco, como lo son la mayor parte de ellos por haber contemplado el resplandor desnudo de los astros. Volvía de Ascelli, o tal vez de la Cruz Austral; su rostro era de cera, devastado, carcomido por haber permanecido demasiado tiempo en una carlinga, expuesto a los rayos ultravioleta, y en la jungla negra de los planetas. El cofre estaba tallado en el corazón de una madera dura como el bronce, aquí y allá porosa. Lo hizo depositar en el suelo y las paredes vibraron imperceptiblemente, como si en su interior se debatiera una enorme abeja cautiva.

—No vendería esto —dijo, dando una palmada en la tapa— por mil millones de créditos, pero necesito desencallarme antes de recibir mi prima. Me han dicho que tú eres un Yahoud honesto. Te dejo esto en garantía, y vendré a buscarlo nuevamente dentro de seis días. ¿Qué me das a cambio?

Al fondo del almacén, un hombre joven levantó la cabeza. Estaba Sentado en un antiguo sillón tapizado en brocado rameado; se parecía a aquellos delicados caballeros de Velázquez cuya mano era de acero y que no sentían vergüenza de ser hermosos. Pero una venda negra cubría la parte alta de su rostro.

—No soy un Yahoud —respondió fríamente—, y no tomo por garantía ninguna clase de bestias vivas.

—¡Ciego! —balbuceó el recién llegado—. ¡Es usted ciego!

—Ya lo ha visto en el rótulo de la tienda.

—¿Un accidente?

—A lo largo de las Pléyades.

—¡Perdón, hermano! —dijo el viajero. E inmediatamente preguntó—: ¿Pero cómo sabes que se trata de una bestia?

—Soy ciego, pero no sordo.

Toda la estancia era recorrida por una vibración cristalina que cesó de pronto. El viajero limpió de su frente unas gruesas gotas de sudor...

—Hermano —dijo—, no es exactamente un animal. No sé como decírtelo. No quiero venderlo a cualquiera. Y si no tengo dinero esta noche, estoy perdido, ¿comprendes? No más expediciones al espacio, no más ventajas, no más nada. Soy un HZ, a suspender.

—Comprendo —respondió moderadamente la voz—. ¿Cuánto?

El otro pareció ahogarse:

—¿Me darías realmente...?

—Nada, nunca doy nada por nada, y ya te he dicho que tu grillo enjaulado no me interesaba. Pero puedo prestarte 5.000 créditos, ni uno más, contra tus papeles de embarque. Dentro de seis días, cuando vuelvas a buscarlos, me traerás 500 créditos más. Es todo.

—¡Eres peor que un Yahoud!

—No. Soy ciego. —Añadió duramente—: Mi accidente se debió a un imbécil que no había asegurado su cohete. No me gustan los imbéciles.

—Pero —dijo el aventurero, tanteando el terreno—, ¿cómo podrás verificar mis papeles?

—Mi hermano está ahí. Muéstrate, Jacky.

Una pequeña risa aguda pellizcó las sombras. Entre un órgano lunar hecho de un meteorito y una oscura tela terrestre donde sangraba un mártir desollado, emergió un inválido en un pequeño vehículo. Sin piernas, con muñones en vez de brazos, desplazándose con ayuda de muletas. Un malicioso viejecillo de doce años.

—Radiactividad —dijo el ciego secamente—. Pero se las arregla con sus prótesis. ¿Están en orden los papeles, Jacky?

—Sí, North. Y más sucios que el suelo de una pocilga.

—Esto no quiere decir nada salvo que han servido mucho. Dale sus 5.000 créditos.

El ciego había pulsado un botón. Una puertecilla, una especie de montacargas, se abrió. En la parte de arriba una pequeña caja empotrada; en la parte de abajo, acurrucada, una quimera de Foramen, la bestia más sanguinaria, mitad felino, mitad arpía. El viajero saltó hacia atrás. El inválido se propulsó hasta la caja, tomó un rollo de créditos y sopló bajo el hocico del monstruo, que ronroneó afectuosamente.

—Como puede ver, nuestro dinero está bien guardado en casa —dijo North.

—¿Puedo dejar también aquí mi caja? —preguntó el viajero con humildad.

La caja, entonces, se quedó. Por el montacargas, el inválido la hizo subir hasta el pequeño alojamiento que los dos hermanos ocupaban bajo el tejado del bloque. Según el propietario del objeto, «el animal-que-no-era-exactamente-una-bestia» hibernaba; no tenía necesidad de ser alimentado. La madera porosa dejaba pasar el aire suficiente. Pero era necesario colocar la caja en un lugar sin luz: «Vive en las grandes profundidades —había explicado—, no soporta la luz del día».

El bloque era realmente muy antiguo, con un montón de ascensores y puertas. Los afectados por la radiactividad y los inválidos del último conflicto que lo habitaban a cambio de un bajo alquiler se sentían a gusto allí. North trajinó la caja hasta la cámara acorazada al lado de su taller. Aquella noche daban en estereoscopio, en el cine privado del inmueble, un viejo film sobre la conquista de las Pléyades, no sensorial, y Jacky declaró que quería ir a verlo. Antes de partir, preguntó a su hermano:

—¿No crees que tal vez la bestia tenga frío ahí dentro?

—¿Qué es lo que crees? Hiberna.

—Por otro lado —dijo Jacky maliciosamente—, no estamos obligados a proporcionarle calefacción.

El film duró hasta medianoche y, cuando Jacky regresó, había luna llena. El muchacho atestiguó más tarde que se sentía un poco sobreexcitado. Un resplandor blanco bañaba el descansillo, y vio que la puerta-ventana del «granero», como llamaban al taller de su hermano, estaba cubierta por la parte interior con un velo negro. Jacky pensó que North había tomado esta precaución adicional a causa de la bestia; se propulsó ayudándose con sus muletas y golpeó la puerta, pero nadie respondió, y la llave no estaba en la cerradura. Se dijo entonces que tal vez North había descendido seis pisos más abajo, al bar del inmueble, y decidió esperarlo. Se sentó en el rellano; la noche era suave y el aire, a aquella altura, valía por todas las atmósferas condicionadas y filtradas. El astro de plata se mantenía suspendido en el negro cielo. Jacky pensó que «aquello causaba de todos modos algo, aquel resplandor inalterado desde hacía x tiempo, aquella luna que había visto tantos antiguos reyes, tantos poetas, y todas aquellas historias de enamorados. Los gatos sentían aquella impulsión puesto que le gritaban a la noche, y los perros también». En los bloques populares no había más que los perros-robot. Jacky hubiera deseado tener un verdadero perro, después de todo él no era más que un muchacho de doce años. Pero los radiactivos no tenían derecho a animales vivos.

Inmediatamente después...

(En la cinta donde fue registrada la declaración de Jacky parecía como si en este instante el muchacho comenzara a sofocarse. El registro se interrumpía, y la bobina siguiente comenzaba con un: «Gracias por el café. Era muy amargo.»)

Había oído un ruido indefinible, muy suave. Exactamente el de las olas en una caracola. Y subía, subía... Había al mismo tiempo (aunque no podía decir de qué manera) las imágenes. Un cielo nacarado, color de perla, y olas de cristal verde, con una cresta de deslumbrante plata. Jacky no estaba sorprendido, apenas acababa de abandonar el estereoscopio. Quizás alguien, en el edificio de enfrente, hacía funcionar una cámara sensorial, y las vibraciones y las ondas venían por casualidad a golpear en su rellano.

Pero la melodía se prolongó, y el muchacho descendió bajo los flujos verdes. Se olían las algas, la marea... El pequeño inválido, llevado por las corrientes, se sentía libre y ligero. Bancos de temblorosas diatomeas se abrían ante él; un resplandor fosforescente, azul, nimbaba los beroados, y los astéridos rojizos, los actínidos azules y nacarados formaban un bosque. Jacky sintió como una quemadura de ortiga al rozar una medusa transparente. La sombra de un pez martillo pasó e hizo huir una nube centelleante de eperlanos. Más abajo, las sombras se hacían más densas, opacas y misteriosas, cavernas abiertas en un roquedal de madréporas. Un tentáculo de pulpo azotó el agua, y el inválido se estremeció.

Se encontró arrojado contra un casco de navío medio hundido en la arena. Una pequeña sirena negra y dorada, enguirnaldada de moluscos, sonreía en la proa, y cayó, arrastrado, hacia una brecha que dejaba entrever un tesoro de piratas, cofres repletos de bárbaras joyas. Montones de huesos se blanqueaban en el fondo de la cala y un cráneo, con las órbitas vacías, sonreía. Jacky pensó que debía ser un film de aficionado: un poco demasiado realista. Se desprendió de todo aquello, se propulsó con toda la fuerza de sus muletas de metal, terminó por remontar a la superficie..., y gritó.

El cielo que estaba sobre él no era el cielo de la Tierra. North le había contado cómo se presenta ese otro océano oscuro, el subéter. Las estrellas eran cegadoras y desnudas. Los escollos eran los meteoritos en llamas, surgidos de la nada. Y los planetas giraban tan próximos que uno creía tocarlos, el uno color rubí, el otro naranja, otro aún de un azul tranquilo: Saturno danzaba en su anillo gaseoso.

Jacky tendió sus muletas ante sí para rechazar aquellas antorchas. Al hacer esto, se deslizó y cayó al suelo. La puerta se abrió un segundo después: no había tenido tiempo de descender tres peldaños, pero esta vez no se hundía solo: a su lado, en el agua horriblemente enrojecida, descendía danzando, girando, un cuerpo de muñeco desarticulado, con los rasgos carcomidos y un rostro de cera.

Jacky levantó la cabeza. North estaba en el umbral, terrible, pálido como una estatua de marfil antiguo; la venda negra cortaba en dos su rostro. Gritó:

—¿Quién está ahí? ¡Responda, o llamo a la milicia espacial!

Una voz fuerte, encolerizada. North, que siempre hablaba a Jacky tan dulcemente...

—Soy yo, Jack —dijo el muchacho, temblando—. Volvía, y en un peldaño he dado un paso en falso...

(«Mentí —dijo más tarde Jacky a los Espaciales que lo interrogaban, y sus ojos arrojaban una mirada de desafío demasiado lúcida—. Sí, mentí. Porque sabía que de otro modo me mataría.»)

A la mañana siguiente no había ni sangre ni cadáver en el descansillo. Pero sí un olor a algas...

Jacky llenaba las tazas de café, en la trastienda, cuando la radio depositó su diario hablado. En la última página se mencionaba que se había recogido, en el puerto, el cadáver de un ahogado, cuyos rasgos aparecieron en la pequeña pantalla. North entraba en el mismo instante en el almacén.

—¡Eh! —gritó el inválido—. ¡Tus 5.000 créditos han volado!

—¿Qué pasa? —preguntó el hermano mayor, tomando delicadamente y sin equivocarse su taza de porcelana china y su pastelillo.

—El tipo de la bestia, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Joas du Guast. Acaban de pescarlo en el canal. No saben ni quién es: alguien le robó su cartera.

—A pérdidas y ganancias —dijo el otro—. ¿Estás seguro que era él?

—Aún está en la pantalla. No es agradable de ver.

Una expresión indefinible pasó por el móvil rostro de North. «Diría que se siente aliviado», pensó Jacky. Preguntó en voz alta:

—¿Qué es lo que hace la bestia?

—¿Te molesta? —preguntó North, un poco demasiado ligeramente.

- Yo, viejo —dijo el inválido en un tono bufón, imitando a un grueso actor célebre—, con tal que mi vientre no haga pliegues... ¿De dónde venía ese tal Joas?

—Habló de las Ascelli —dijo North, tomando como un prestidigitador un segundo pastelillo—. Y de muchas otras cosas también. ¿Qué es lo que haces esta mañana? ¿Tienes trabajo?

—¡Ya lo creo! El encargo de Sthimson, que hay que enviar. Una caja de «campanas lunares» que debemos recibir. También debo ir al centro de reeducación.

—Bien, veo que tu mañana está bien llena. ¿Puedes traerme el disco-periódico de la semana?

—De acuerdo.

Pero Jacky no fue aquella mañana ni al centro de reeducación ni a los encargos. Posando su pequeño vehículo en la acera rodante, se dejó llevar a la Astronáutica General, un rascacielos entre muchos otros, y tuvo dificultades en escalar los pisos en el ascensor, bajo las burlas de los estudiantes. «¿Quieres pasar la cuerda floja en cohete?», preguntaban unos. Y los demás: «¡Crees que el buen tiempo aún no ha terminado, aquel en que se buscaba a los tullidos para enviarlos a la Luna!» No lo hacían de una forma esencialmente malvada, y Jacky ya estaba habituado a ello.

Sentía nostalgia. No por sí mismo, sino por North. Sabía que North no volvería jamás aquí: las paredes estaban tapizadas de cartas celestes, las bibliotecas de microfilmes escalaban los pisos, y en todas las vitrinas había maquetas de ingenios astronáuticos, empezando por los pequeños cohetes y los Sputniks y terminando con las grandes naves que fabricaban por sí mismas sus materias laminadas. Jacky llegó jadeando ante el robot-seleccionador-de-fichas y le tendió la suya.

—Las Ascelli —escupió el robot—. ¿Anon Boreal? ¿Anon Austral? ¿Gemma-Cáncer o Delta-Cáncer?

—¿No hay nada más por allí?

—Sí, Alphard, longitud 26°19. Alfa-Hidra.

—¿Hidra quiere decir monstruo acuático? ¿Es un planeta acuoso? Recíteme su ficha.

—Hay poco que decir —respondió chirriando el robot—. El planeta está casi inexplorado, su superficie está compuesta de océanos. No hay relaciones regulares con la Tierra.

—¿Fauna? ¿Flora?

—Hasta que se pruebe lo contrario, la de los océanos en general.

—¿Vida inteligente?

El robot hizo chirriar su rodamiento a bolas:

—Siempre hasta que se pruebe lo contrario, no existe. No existe tampoco el hombre. A lo más, focas y vacas marinas.

—Las vacas marinas, ¿qué son? —preguntó Jacky, presa de una súbita aprehensión.

—Una especie de mamíferos sirénidos herbívoros que existen en la Tierra, a lo largo de las costas de África y de América. Las vacas marinas pueden alcanzar los tres metros de largo y frecuentan los estuarios de los ríos.

—Pero..., ¿sirénidos?

—Orden de mamíferos parecidos a los cetáceos y que comprende a los dugongos, vacas marinas, etc.

Jacky se hurgó los oídos y gritó:

—¡Creía que esto venía de sirena!

—Y viene —respondió el robot, lacónico—. Monstruos fabulosos, mitad mujer y mitad pájaros o pez. Atraían con la dulzura de su canto a los viajeros contra los escollos...

—¿Dónde?

—En la Tierra —dijo el robot, ofendido—. Entre la isla de Capri y la costa de Italia. Joven, usted no sabe exactamente lo que desea preguntar.

Pero Jacky sabía.

Al volver, encontró, como se pensaba, la tienda cerrada y un letrero pegado a la puerta: «El piloto está ausente». Jacky buscó la llave en el fondo de sus bolsillos y se deslizó al interior. Todo estaba en calma como de costumbre, salvo aquel olor que ahora reinaba sobre todos los demás, el olor que se respira en las playas, en las pequeñas caletas, en el verano: algas, caracolas, marea. Quizás un poco de brea. Jacky dispuso la mesa, se metió en la pequeña cocina y se preparó una buena comida ligera: una ensalada de bogavante, unos canelones. Secreto, malicioso, confinado en los antiguos trabajos del hogar, al joven inválido le gustaba profundamente esto. Cuando todo estuvo listo, las flores renovadas en los jarrones, los canelones calentándose y los pequeños cubos de hielo en los vasos de cóctel, Jacky llamó tres veces, como era convenido. Nadie respondió. Entre dos hermanos mutilados que se adoraban, todo era un pretexto para un lenguaje secreto; el primer golpe de timbre quería decir: «La comida está a punto, monseñor puede descender»; el segundo: «Tengo hambre»; y el tercero: «¡Tengo hambre, hambre, hambre!» El cuarto tenía aproximadamente el significado de: «¿Acaso hay fuego?» Jacky vaciló un instante y oprimió el botón. El silencio era profundo entre las plantas cristalizadas y las gemas de los siete planetas. ¿Significaba esto que North se había realmente ido? El inválido se izó hasta el montacargas y se hizo llevar hasta el último piso.

En el descansillo, el olor había cambiado, olía ahora a especias desconocidas, y hubiera sido necesario alguien más sabio que Jacky para reconocer los aromas del fabuloso pasado: el nardo, el aloe y el benjuí, el tymian amargo de Belkis de Saba, la mirra y el olíbano de Cleopatra.

En medio de todo aquello, la música era real, casi palpable, como un pilar de luz, y Jacky se preguntó cómo los demás, en los otros pisos, no oían nada.

North Ellis había asegurado la puerta por detrás, dado vuelta a la llave y colocado las barras. Sus poderosas y finas manos de ciego ejecutaban los movimientos con la precisión de una máquina, pero jadeaba un poco y, pese a la costumbre ya tomada, casi olvidó cubrir la ventana. Tenía tanta prisa..., pero era preciso preverlo todo. Jacky no debía entrar ahí. Jacky..., pegado a la puerta, North pensó por un momento en que debería enviar al muchacho a Europa. Su tía, la hermana de su madre, vivía en alguna parte en un pequeño pueblo de sonoro nombre. Se sentía responsable de Jacky.

Barrió sus preocupaciones como hojas muertas y avanzó hacia el ángulo oscuro donde un paño negro cubría la caja. Sus dedos se crisparon sobre la madera porosa que perfumaba sus palmas.

—Estás aquí —dijo con una voz ronca y cálida—. ¡Me has esperado!

El ser acurrucado en el corazón de las tinieblas no respondió inmediatamente, pero las ondas concéntricas de música se expandieron. Y el piloto ciego, el hombre que había vuelto a caer al suelo con las alas rotas, y que no había esperado ni a su madre, muerta de un cáncer de la sangre, ni a una joven pelirroja que reía mostrando, sobre un cuello blanco, un rostro primaveral, ya no se sintió ni privado ni desgraciado.

—Eres hermosa, ¿verdad? ¡Eres la más hermosa! Tu voz...

—¿Qué más quieres conocer? —respondió la onda, haciéndose más firme—. Tú no tienes ojos y yo no tengo rostro. Ya te lo dije ayer, cuando abriste la cámara acorazada: todo lo que canta y fluye soy yo. Las centelleantes cascadas, los torrentes de hielo que se rompen sobre las rocas y también los reflejos de las múltiples lunas en los océanos. Soy también el océano. Déjate llevar por mi ola. Ven...

—Ayer me hiciste matar a aquel hombre.

—¿Qué es un hombre? Hablo de abismos fluctuantes, oscuros y luminosos, de cavidades donde nace la vida primigenia, ¡y tú me respondes con la muerte de un marinero! Por otro lado, se lo merecía: me había capturado, encerrado, ¡y hubiera venido a separarnos!

—Separarnos... —dijo North—. ¿Crees que es posible?

—No, si tú me sigues.

La melodía central se hacía punzante. Era como una flecha o un puente en un espacio ilimitado. Y la parte inconsciente del ser humano se lanzaba al encuentro de esta armonía. El abismo giraba y se abría, estaba poblado de temblorosas nebulosas, de diamantes y de rosas de fuego...

North cayó en él.

...Era extraño reconocer, en aquella enésima dimensión, los conglomerados estelares que había encontrado en sus expediciones reales, el parpadeo glacial de la Polar, las perlas esparcidas del Cinturón de Orión. North se maravillaba de volver a hallarse en aquellas tinieblas, libre, ligero, sin cohete ni escafandra. Los haces de fotones lo llevaban sobre inmensas alas. ¿El granero, el bloque de los radioactivos, la Tierra? Se hubiera reído de ello. El Dragón Boreal retorcía sus espiras en una polvareda de astros. Atravesó de un salto un abismo rociado de fuego —la Cabellera de Berenice— y se hirió con el azul zafiro de Vega de la Lira. No ascendía solo: la música viviente lo enlazaba con sus anillos.

—¿Creías conocer el infinito? —formuló la voz encerrada entre las armonías—. ¡Pobres terrestres, que pretenden haberlo descubierto todo! ¿Por qué han construido pesadas máquinas que rompen todo equilibrio, que se incendian y caen, y atormentado la vulnerable carne humana?... Ven, yo te mostraré lo que nosotros podemos ver, nosotros, oscuros, inmóviles en los abismos, porque lo que está arriba está también abajo...

Las espiras de astros y los acordes se abalanzaban. North contempló, en lo hondo de la noche, cosas que, privados por sus limitadas pantallas periscópicas, los pilotos no han visto jamás: océanos de rubíes, braseros de esmeraldas, soles oscuros y constelaciones como dragones luminosos. Los meteoritos eran una lluvia de estrías inmóviles. Las Novas venían a su encuentro, estallaban y se despedazaban en tornados siderales, las Gigantes y las Enanas volvían a caer en incandescentes cascadas. El espacio-tiempo no era más que un cáliz llameante.

—¡Más alto! ¡Más aprisa! —cantaba la voz.

Aquello superaba el vértigo y la embriaguez carnal. North se sintió arrastrado, disuelto en la espuma astral, no era más que un átomo en el infinito...

—¡Más alto! ¡Más aprisa!

¿Fue en aquel momento que, entre los arcos fuliginosos, muy lejos en lo profundo del abismo, en el fondo de la conciencia, sintió aquel soplo helado, aquella sensación de horror? Más que inmunda. Era como si hubiera franqueado los abismos y los siglos, superado los límites humanos y llegado hasta aquello. A la nada, al vacío. Estaba en lo más profundo de un pozo, en unas completas tinieblas, y su boca estaba llena de sangre. Unos golpes rítmicos. Sacudían aquel universo cerrado. Al intentar levantarse, sintió bajo sus manos la madera porosa, rugosa. Una voz infantil gritaba:

—¡North! ¡Oh, North! ¿Es que no me oyes? ¡Ábreme, ábreme!

North volvía en sí mismo, helado, débil, como si se hubiera desangrado hasta la muerte. Por un instante se hubiera creído entre los restos de la astronave, allá, a lo largo de las Pléyades. Se izó sobre sus codos y reptó hacia la puerta. Tuvo aún la fuerza de levantar la barra, de girar la llave, y se desvaneció en el umbral.

(-Eran, comprendan ustedes, los viajes... —Jacky levantó la cabeza hacia los hombres de la milicia espacial que se alternaban ante él. No eran duros. Le habían dado un sándwich y una gruesa manta. ¿Pero qué era lo que podían comprender?—. Nunca he sabido hasta qué punto era North desgraciado. Yo no he viajado más lejos que a la costa. Desde que se quedó ciego, ¡parecía siempre tan calmado! Creía que era como yo. Cerca de él me sentía bien, no sentía la necesidad de irme. Incluso, a menudo, para sentirnos iguales, me ponía una banda en los ojos e intentaba ver el mundo a través de los sonidos en lugar de los colores. De acuerdo, la dependienta, el velador nocturno (no el robot, el otro), decían que no era una vida para dos muchachos. Pero North era ciego y yo estaba inválido. ¿Quién nos hubiera querido?

El jefe de la milicia pensó que Jacky se equivocaba: alguien había querido a North. Pero no dijo nada y continuó haciendo preguntas.)

...El día siguiente fue un día turbador; North sacó de un montón de hierros viejos una antigua escafandra y se puso a pulirla, silbando. Explicó a Jacky que iba a ponerla a la entrada del almacén. Hacia el mediodía, Jacky tomó una comunicación. Supo que una Guardería célebre vacilaba en recibir un pensionista hasta tal grado radiactivado. Aceptó las excusas y colgó, silenciosamente: se trataba de él. North quería entonces desembarazarse de él. ¡Estaba loco, era como si se hubiera vuelto ciego por segunda vez! Durante una comida lúgubre, se le ocurrió la idea de manipular el aparato principal del alojamiento: así, el mundo exterior les dejaría tranquilos. Pero quiso llamar antes al doctor Evers, el médico de la familia, y el teléfono no respondió. Jacky comprendió que North se le había adelantado.

Desde aquel momento se empequeñeció. Hizo rodar su silla hasta atrás del mobiliario y se instaló en un piso de la biblioteca. Era su escondite preferido. El almacén poseía aún algunos volúmenes encuadernados en cuero amarillo, casi dorado, que olía a incienso o a tabaco, con hojas amarillentas y la curiosa impresión del siglo XX. Había dibujos divertidos, ni siquiera animados. Sin buscar, tomó al azar la maravillosa historia del navegante que singlaba sobre el mar violeta. La vela de la nave era púrpura y su casco de sándalo. A lo largo de las costas mitológicas, se elevaban cantos divinos que invitaban a los marineros a una más lejana evasión. La espuma de las olas se adornaba de perlas, la luna blanca ascendía recto sobre los fabulosos montes. Ulises ataba a los suyos a los palos y les tapaba las orejas con cera. Pero incluso él escuchaba el canto de las sirenas...

—North —preguntó más tarde, olvidando toda prudencia—, ¿existen las sirenas?

—¿Qué? —preguntó el ciego con un sobresalto.

—Quiero decir que los marinos de los tiempos antiguos decían...

—Estupideces —murmuró North—. A fuerza de surcar los océanos, estas gentes perdían la cabeza. Piensa en que tardaban más tiempo en trasladarse de Creta, una pequeña isla, a la Itálica, que nosotros en alcanzar Júpiter. Se quedaban sin víveres, y sus naves eran cáscaras de nuez. Y, sobre todo, durante largos meses no veían a nadie, salvo algunos camaradas hirsutos y agrietados como ellos. Entonces comenzaban a desvariar, y la primera mujer pirata les parecía Circe o Calipso, y el primer cetáceo una princesa marina.

—Una vaca marina —dijo Jacky.

—Sí, una vaca marina. ¿Has visto alguna?

—No.

—Claro, no creo que exista ninguna en el Zoológico. Tal vez entre los especimenes exóticos. Toma el cuarto volumen a la izquierda, en el estante «Ciencias Naturales». Página 792. ¿La tienes?

Había una cinta recién colocada, North había pues, hojeado aquel libro, sin poder leerlo. Bien, era un gran animal de cabeza redonda y con bigotes, con una gruesa piel oleosa. La hembra daba de mamar a una pequeña imitación de ella misma. Todos tenían un aire muy serio. Jacky se sintió presa de una risa alocada.

—Es ridículo, ¿no crees? —dijo North, con una voz ronca y quebrada que no le conocía—. ¡Decir que tantos hombres han saltado al agua a causa de esto! Pienso que debían estar enfermos.

Pero, llegada la noche, propuso a Jacky una entrada para el planetarium y una salida al Parque de Diversiones. Jacky rehusó educadamente. Se encontraba muy bien en su estante. Se recostaba en el volumen encuadernado en cuero amarillo, descubriendo por primera vez que la vida había sido siempre misteriosa y que el destino tomaba diversas máscaras. Las islas de nombres fabulosos se engranaban al ritmo de las estrofas, los héroes partían a la conquista del Toisón de Oro o bien rescataban de los infiernos a su bien amada. Algunos quemaban sus alas al sol y caían...

North se movía abajo, cerrando las contraventanas, alineando los artísticos adornos planetarios. Desapareció tan suavemente que Jacky no se dio cuenta de ello, y solamente cuando el muchacho quiso pedirle una información sobre los barcos a vela la ausencia se hizo un hecho concreto. Presa de súbito miedo, Jacky se dejó resbalar hasta el suelo y descubrió que su silla de ruedas había desaparecido también. Así, reptó, con ayuda de sus muletas, entre los hierros esparcidos, y entonces tropezó con aquella horrible cosa viscosa: la cartera mojada de Joas du Guast. Los 5.000 créditos estaban aún en su interior.

Desde entonces, el miedo ya no conoció límites, y Jacky rodó instintivamente hacia la puerta, que encontró cerrada, después hacia el montacargas, donde oyó a la quimera de Foramen, prisionera, maullar suavemente. «Esto no marcha, amiga —susurró—. Nos han encerrado a los dos». Un ligero hilillo de sangre se escapaba de las comisuras de sus labios mientras reflexionaba duramente. Era preciso hacer algo rápido. Ciertamente, podía golpear la puerta, pero la calle estaba desierta por la noche, las gentes normales estaban todas mirando su televisión o alguna otra pantalla, y era inútil golpear las paredes, el almacén se encontraba a la altura de los sótanos vacíos. Y el teléfono estaba muerto. Jacky hizo entonces lo que habría hecho cualquier muchacho de su edad encerrado, pero que en él exigía un esfuerzo por encima de las fuerzas humanas: se encaramó por las cortinas, consiguió abrir con su muleta la ventana y saltó afuera. Se hirió al caer sobre el empedrado.

—Este muchacho es infernal —pensó North, abriendo la puerta del granero—. ¡Las sirenas!

Sus manos temblaban. Una oleada de aromas, ya familiar, penetró en la noche y le rodeó: los había respirado en otros planetas. Comprendió lo que se exigía de él y se dejó ir, se abandonó al furioso maelstrom auditivo y olfativo, a la marea de los cantos y de los perfumes. Su cuerpo inútil, mutilado, yacía inmóvil en alguna parte, en el suelo.

—Aquí estoy —decía la música—. Estoy en ti, y tú estás en mí. Han tratado en vano de retenerte en la Tierra, con sus lazos especiales. Tú no eres ya de la Tierra, puesto que vivimos una misma existencia. Ayer te mostré los abismos que yo conocía, muéstrame ahora tú los astros que has visitado: recuerdo por recuerdo, tomo los tuyos. Tal vez encontraremos así el mundo que nos llama. Subamos. Elijo un planeta, como una perla.

Los volvió a ver, todos.

Alfa de Spica, en la constelación de la Virgen, es un globo helado, cuya atmósfera es tan rica en vapor de agua que un cohete pica hasta el suelo bajo la forma de una aguja de escarcha. Bajo un lejano sol verde, este mundo resplandece como un diamante de mil facetas, y su casquete glaciar desciende hasta el ecuador. En el suelo, uno es tomado en un torbellino de arco iris y de nieve fresca, una nieve cuyo olor recuerda al benjuí (todos los pilotos conocen esta ilusión estelar). En Alfa de Spica, en algunas horas, un viajero extraviado se vuelve loco.

North fue invenciblemente deportado, e inmediatamente reconoció el planeta magnético de la Fosa del Cisne. También había aprendido, en sus viajes, a evitarlo: su órbita es seguida por los millares de cadáveres siderales que ha capturado. Los pilotos más audaces la siguen en sus ataúdes de resplandeciente acero, ya que esta bola, no mayor que la Luna, está hecha de un mineral de oro muy puro.

Pasaron en tromba ante ese lago de cristal incandescente, Altair. Otra trampa los acechaba en la constelación de Orión, donde estallaba el enorme diamante de Betelgeuse: una fantasmagoría de engañosas imágenes, una tela de araña de resplandores. El globo que se acurrucaba tras esos espejos no tiene nombre, solamente una sigla: el Rocío del Sol. Las rutas del espacio lo evitan como si fuera el infierno.

—¡Más arriba! —cantó la voz, hecha ahora de millares de corrientes etéreas, de millones de vibraciones astrales—. ¡Más lejos!

Pero, aquí, North luchó. Sabía ahora a donde lo arrastraba, y el infierno incandescente que encontraría en aquella ruta. Porque había visto ya todo aquello. Porque conocía, a lo largo de la misteriosa constelación del Cáncer, un planeta singular de cielo de plata violeta. El más hermoso que jamás hubiera atisbado, el único al que había amado como a una mujer, porque sus océanos le recordaban un par de ojos. Diez lunas danzantes coronaban aquel Alfa-Hidra, que los antiguos nómadas llamaban Al-Phard. Era un mundo líquido y profundo, de espumantes olas: un olor de sales marinas, de algas y de ámbar gris erraba sobre su superficie. Una perpetua música de ultrasonidos entorpecía todos los intentos de comunicación y desviaba de sus rutas a las astronaves. El contenido de oxígeno en la atmósfera de Alfa-Hidra era tal que emborrachaba a los organismos vivientes y los consumía. Los cohetes que conseguían escapar de la atracción de Al-Phard se llevaban tripulaciones de muertos felices.

Intentando romper su dominio un aparato loco, a bordo del cual se hallaba él, se había lanzado un día hacia las Pléyades y ardido en el suelo de un asteroide...

Choques sordos agitaban las sienes del navegante solitario. El enorme sol de Pollux surgió del espacio, estalló, se desplomó en las tinieblas, con Procyon y la Cabra; toda la Vía Láctea se estremecía y vibraba. El ser humano perdido en aquel torrente de energía, el ser que luchaba, se desesperaba, se empeñaba, no era más que un átomo infinitesimal, un sonido —o el eco de un sonido— en la armonía de los astros.

—Es aquí —dijo Jacky, limpiándose la boca llena de sangre—. Les aseguro que es aquí, inspector. Ésta es la ventana por la que he saltado...

Estaba allí, con su cristal roto, y Jacky no decía lo cruel que había sido la caída. Se había cortado los antebrazos, había permanecido suspendido por sus muletas. En el suelo se había desvanecido y después, al volver en sí bajo una fina lluvia, había, dijo, «reptado y reptado». Pasaban autos, algunos incluso disminuían la marcha ante aquella aplastada larva humana. «Oh, Marylys, ¿has visto ese pequeño lisiado?» «Debe ser uno de esos radiactivos, no te detengas, Galla...» «¡Espacio! ¿Aún son contagiosos!» Jacky se mordía los labios. Al fin, una camioneta se había parado. Unos robots —una patrulla de robots de los vertederos— lo habían levantado. Él se había puesto a gritar, se veía ya arrojado entre la basura. Afortunadamente, el conductor era humano, había comprendido y lo había conducido al puesto de la milicia.

—No entiendo nada —dijo el inspector, después de un momento de silencio.

—¡Los otros, en el bloque, tampoco entienden nada! —jadeó Jacky—. Pienso que es necesario ser muy desgraciado o tal vez condicionado... ¿Quizá son los ultrasonidos? Vea, sus perros están inquietos.

En efecto, los hermosos daneses del Servicio Especial mostraban un comportamiento extraño: giraban sobre sí mismos y gemían.

—Un asunto entre monstruos —pensó el inspector Morel—. Vaya suerte: un muchacho-tronco radiactivo, un astronauta en el delirio, una sirena. ¡En el cuartel general se me van a reír en las narices!

Pero, como Jacky lloraba y golpeaba en la puerta, dio orden de echarla abajo. El muchacho reptó hacia el montacargas; uno de los milicianos tuvo que disparar contra la quimera, que surgió del hueco ronroneando. «¡No es nada, es solamente un gran gato de Foramen! —gemía Jacky—. Vengan, se lo ruego, vengan, yo subiré por la columna.»

«Nunca he estado en una casa de locos», pensaba el inspector. Había cosas en todos los rincones: robots e ídolos, algunos con tres cabezas o siete manos. Algunas caracolas hablaban. Uno de los hombres gritó al sentir sus tobillos enlazados por una liana móvil. Se tendría que impedir la importación de esos trucos de brujas en un honesto puerto terrestre. No era extraño que el muchacho, allá arriba, se hubiera vuelto loco, se decía el inspector.

Cuando los milicianos espaciales alcanzaron al fin el descansillo superior del bloque, Jacky estaba ante la puerta cerrada, que golpeaba desesperadamente con los puños. Ultrasonidos o lo que fuera, los hombres estaban pálidos. La enorme armonía que llenaba el granero era aquí sensible, palpable. Morel hizo las intimaciones usuales, a las cuales no respondió nadie.

—Está muerto, ¿no es verdad? —preguntó Jacky.

Se oía en el interior una presencia viva. Y malvada.

Morel colocó a sus hombres en parejas, a cada lado de la puerta. Un pequeño especialista en cerraduras, con aspecto de hurón, se escurrió y se puso a trabajar en el pasador. Una vez terminado el trabajo, los milicianos debían abrir rápidamente los batientes y precipitarse en el interior, mientras Morel los protegía, llegado el caso, con el arma térmica en la mano. Pero estaba completamente oscuro en el granero, era necesario que alguien encendiera y paseara por el interior un potente proyector.

—Yo —dijo Jacky. Todo él temblaba, estaba lívido—. Si mi hermano está muerto, inspector, debería permitírmelo. Por otro lado, ¿qué es lo que arriesgo? Ustedes estarán ante mí. Y les prometo que no soltaré la linterna. En ningún caso.

El inspector miró al muchacho-tronco.

—Quizá te tenga apuntado —dijo—. Nunca se sabe qué armas emplean esos interplanetarios. Ni lo que piensan, ni lo que quieren. Este animal..., quizá cante al igual que nosotros respiramos.

—Ya sé —dijo Jacky.

No añadió: «Es por eso por lo que he pedido sostener el proyector. Para que sea un combate. Entre nosotros dos».

El inspector le tendió la linterna. La tomó con una de sus prótesis. Firmemente. Y el primer rayo, agudo como una hoja, penetró por el agujero de la cerradura en el granero.

Todos sintieron cómo una aplastante tensión se relajaba. Libres, con la boca llena de espuma, los perros se tendieron en el suelo. Era como una cuerda tensa rota de pronto. Y de pronto, tras la puerta cerrada, algo se desplomó en medio de un ruido atronador. Luego una caída sorda, al suelo...

En aquel mismo instante, el rellano se llenó de un intolerable olor a carne quemada. Abajo, en la calle, los transeúntes, como hormigas, gritaban, corrían. El inmueble ardía. Un objeto volante en llamas había caído en la terraza... Se llamaba a los bomberos...

Los Espaciales hundieron la puerta del granero, y Morel tropezó con un horrible montón de carne calcinada, aplastada, que ni siquiera conservaba el rostro de North. Un hombre que hubiera caído desde una astronave, a través del vacío sideral, hubiera tenido aquel aspecto. Un hombre que hubiera subido al espacio sin escafandra..., un muñeco medio desintegrado. North Ellis, el piloto ciego, había sufrido su último naufragio.

Sintiendo náuseas, los milicianos retrocedieron. Jacky no se había movido del rellano. Se aferraba al proyector, y el potente haz luminoso se movía incansablemente, barría el antro oscuro. La sinfonía que él era el único en oír había descendido, después se perdió en un tempestad de sonidos discordantes. El ser invisible lanzó un último gemido agudo. En la calle, todos los cristales habían saltado, todas las luces se apagaron.

Después, hubo silencio.

Jacky se sentó y pasó su lengua por los labios llenos de sangre. En el interior, en el granero, los milicianos arrancaban los tapices negros, desfondaban los muebles. Uno de ellos gritó:

—¡Aquí no hay nada!

Jacky dejó caer la linterna, se elevó sobre sus muñones:

—¡Miren en la caja! ¡En la cámara acorazada, al lado...!

—¡No hay nada en la cámara! ¡No hay nada en la caja!

—Mira —dijo el más joven de los milicianos—. Había esto por tierra.

Cuando la arrastraron afuera, su cabeza redonda se bamboleaba, y Jacky reconoció la reluciente y grasienta piel y las aletas. Probablemente había muerto al primer rayo eléctrico, pero su cadáver vibraba aún con un ritmo sordo. ¿Un emisor de ultrasonidos? No. Dos hendiduras rojas dejaban escapar lágrimas de sangre. Las sirenas de Alfa-Hidra no soportan la luz.