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Un violento tumulto se libraba a la entrada de una avenida —de lo que había sido en sus tiempos una avenida— y cuyas ruinas aplastadas, laminadas bajo una capa de arena, marcaban aún su ubicación. Fue la primera visión que se levantó ante Gil Page, que se materializaba en aquel universo de catástrofe. La ciudad muerta. Las columnatas, los pórticos transparentes sobre un decorado desnudo. Falta de vegetación y de esporas, una erosión seca desgastaba los minerales terrestres muertos. Un silencio terrible reinaba sobre aquellas cosas, nada se movía en el diseño torcido de las calles, a veces una piedra que se soltaba de una cornisa caía blandamente en el ceniciento magma. Picos afilados, cráteres abruptos...; sí, aquello recordaba los paisajes lunares, y aquella Tierra a la que lo había enviado el Servicio parecía muerta desde hacía tiempo, un globo despoblado girando en una claridad lívida.
De pronto, en el silencio total, surgió un grito, una llamada de ayuda. Una voz de niño o de mujer muy joven. Gil avanzó rápidamente en aquella dirección. Otras voces, indistintas, roncas, gritaron, y el viajero comprendió con dificultad:
—¡Sus a la roja!
—¡Sus a la piedra que bebe el hombre!
Bajo un porche, un grupo pálido —rostros descarnados, cuerpos casi desnudos— perseguían lo que Gil tomó por unos porteadores: de hecho era aproximadamente aquello, un cuarteto de pesadas máquinas oxidadas que transportaban una especie de litera de plástico transparente. Eran ciertamente máquinas muy viejas, sus gestos eran desacompasados y, bajo el asalto de los perseguidores, no buscaban defenderse, sino solamente proteger la litera. En la caja translúcida brillaba una silueta blanca. Gil previó el momento en que, bajo la lluvia de piedras que los acribillaban, los robots dejarían escapar su carga. Y los trogloditas se lanzarían... Dio algunos pasos hacia adelante y dijo con una voz mesurada:
—Hermanos humanos, deténganse.
Por supuesto, no lo hicieron; el ataque redobló su violencia, y el viajero tuvo que situarse entre la litera caída al suelo y aquellos seres —incontestablemente humanos— que venía a socorrer. Apuntó hacia tierra su arma térmica y trazó un arco deslumbrador. En el terrible resplandor, los asaltantes vieron a su adversario con un esplendor casi mineral, ojos de esmeralda, cabellos de topacio ardiente. Pero bajo la visera de la escafandra el rastro era irónico y sensible..., humano. No por ello dejaron de gemir, el rostro contra el suelo:
—¡La piedra! ¡La piedra va a bebernos!
—No hagan más el idiota —aconsejó Gil a la dispareja tropa—. Soy un hombre como ustedes.
Podrían darse cuenta —añadió.
Uno de los posternados levantó la cabeza con circunspección: un esqueleto de cabellos amarillos bajo el casco oxidado.
—¡Tú dices eso! ¡Y defiendes a una piedra roja! Hígado de Espaciano...
—¿Alfa Próxima Centauri? —interrogó Gil.
—¿Cómo sabes...?
Page iba a decir: «Hice escala allí en 2698...», pero evitó las precisiones.
—A causa de la escafandra —dijo—. Sólo los planetas del Centauro usan aún metales oxidables.
El hombre deliró:
—¡Vienes de Alfa Centauri! ¡Hey, muchachos, es uno de los nuestros! ¡Yo lo garantizo, es un astronauta! —Inmensamente, absolutamente descarnado, ejecutó un bailoteo en torno a Gil; se hubiera dicho una gran araña vuelta loca de alegría—. Hermano, querían desjarretarte, pero no lo harán. Hay que perdonarles, uno se vuelve loco de alimentarse de algas..., ¡y yo soy un recién llegado!
»Me enviaron en misión de reconocimiento cuando la Tierra pareció un poco abordable, sólo que mi cohete estalló al llegar al suelo. Me eyecté: cinco años sobre este maldito planeta... ¿Y tú —se interrumpió, ávidamente—, vienes también de allá arriba? Están inquietos, ¿no es así? ¿Dónde está tu astronave? Y espera, espera... ¿Por qué defiendes a esa piedra roja, a esa hembra?
—¿Esa..., qué? —Gil echó una ojeada a la silueta blanca, flexible, que había abandonado la caja y que se mantenía silenciosa cerca de él. Era una muchacha muy joven, de un extraño atractivo. A través de las tinieblas, su rostro brillaba como una diosa de alabastro—. No me va a decir que es una estatua...
—¡Oh, no, ella es humana! Pero esto es aún peor —el Espaciano escupió al suelo—. Escúchame, tú vienes de lejos, tú no lo sabes. Son piedras rojas, las más peligrosas..., semillas de minerales. Los Cristales que se han adueñado de la Tierra apenas se reproducen, pero han encontrado mujeres que se pasan a su lado. ¡Oh, las tratan bien! Mira ésta, con su piel de flor y su túnica blanca... Pues bien, no es más que un monstruo, una mujer que se deja fecundar por las piedras. ¡Una piedra roja, no tiene otro nombre!
Gil sintió ascender en su interior un desagradable horror nauseabundo.
—Es imposible —dijo—. Un mineral y un mamífero no pueden...
—¿Fusionarse? Así se creía. Naturalmente, una piedra es inanimada. ¡Pero ellos, los Cristales, están vivos!
(Aún ese término: los Cristales...)
—¿Quiénes?
—¡Los meteoritos! Los restos del planeta que estalló. Los Dueños Venidos del Espacio. Han invadido la Tierra, Marte, Venus..., lo han destruido todo. Es una lucha a muerte entre ellos y nosotros, y esa chica ha traicionado a la especie humana. Déjanosla, la aplastaremos..., será lo mismo que aplastar una semilla. ¡Dánosla!
—¡Danos la chica roja! —aulló la muchedumbre—. ¡A muerte! ¡A muerte!
Page puso la mano sobre el desintegrador. Deliberadamente. Pero habló con una voz calmada:
—Escuchen —dijo—. Quiero creerles. Sólo he sido enviado aquí en misión de reconocimiento.
Pueden venir socorros, pero es preciso que sepa antes a qué atenerme con respecto a los Cristales.
Esta chica puede ponerme en contacto con sus dueños. Sería entonces demasiado estúpido matarla ahora. Después, avisaremos.
—¡En contacto con ellos! —dijo el Espaciano, desconfiado—. ¿Quieres entrar en Pétrea?
Apenas oír este nombre, pudo apreciarse una ondulación en la multitud. Los dos viajeros permanecían cara a cara.
—¿Éste es el nombre de su ciudad? —preguntó Gil—. De hecho, ¿por qué no? ¿Dónde está situada?
—Nadie lo sabe. Tal vez en el infierno. Es bajo tierra..., ningún ser vivo penetra en ella.
—Estoy armado —dijo Page—. Tengo una misión que cumplir. ¿Debo recordarle, hermano Espaciano, que el Código Sideral ordena ayuda y asistencia a todo navegante en misión?
Esas simples palabras obraron un milagro: de nuevo, como en los lejanos siglos, pasado, futuro, la disciplina espacial actuó. El nómada descarnado se convirtió en un navegante de Alfa Centauri, rectificó su posición y pronunció:
—A sus órdenes. ¿Qué debo hacer?
—Llévese a sus hombres y aguarde mi regreso. ¿Dónde podemos encontrarnos? ¿Dónde hay otros humanos?
El Espaciano reflexionó.
—A la salida de la ciudad hay una reserva. En la playa. No hay ningún lugar en la Tierra que escape a los Cristales, pero parecen haber hecho un pacto, dejan vivir a los hombres de la playa.
Ignoro el porqué, son hombres totalmente embrutecidos. Subsisten de plancton y se ocultan en las cavernas. Es casi lo único que queda de la humanidad.
—¿No hay otras aglomeraciones, otras ciudades?
—No. Lo han destruido todo. Incluso a los animales. Incluso a los árboles..., se podría decir que han bebido su savia. Hay algunos puñados de nómadas, como nosotros: nos desplazamos de un lado para otro, tenemos miedo de enraizamos en algún lugar...
—¿Por qué?
Los ojos del Espaciano brillaron con una fugitiva luz verde, como los ojos de un animal presa de pánico.
—¿Acaso no has comprendido? Primero arrojan el anzuelo del Sueño. Y después beben la vida.
—Nos encontraremos en la playa —prometió Page—. Cuando venga el día.
Cuando el grupo, obedeciendo al Espaciano, iba a alejarse, una muchacha lívida y ojerosa gritó algunas palabras, con los ojos fijos en Gil. El navegante se volvió.
—Dice —tradujo—, que he olvidado un dato. Es verdad. En esta llanura, hay en alguna parte una torre donde viven los dioses. Se llama la Ciudad de los Libros. Pero tal vez sea una leyenda: no hemos visto nada, somos nuevos en este litoral. Hasta mañana, hermano. No tienes más que gritar en la playa mi nombre: Jacques. Estaré allí.
Gil dio un paso hacia adelante y, espontáneamente, los dos hombres hicieron un gesto extraño que la Tierra había olvidado: se dieron un apretón de manos. Después, el puñado de errantes desapareció entre las tinieblas.
—Ahora estamos solos los dos —dijo Gil, volviéndose hacia la joven—. ¿Qué hay de verdad en lo que este hombre me ha dicho?
Ella no respondió inmediatamente. Le miraba. Sus ojos violáceos estaban llenos de una extraña luz.
—¡Es un humano! —dijo finalmente—. ¡Y vivo!
—Los otros también, me parece.
Ella sacudió la cabeza.
—No. No enteramente. Este Espaciano ha dicho la verdad: alguien bebe su savia y su vida. Su inteligencia también. Compréndame, salvo algunos grupos nómadas, como éste, que los Otros no han localizado, los hombres viven..., en otra parte distinta a la Tierra.
—¿Dónde?
—En el Sueño Mineral. Oh, no es una noción de espacio. Es..., es difícil de explicar. No están aquí, esto es todo. Ven cosas fantásticamente hermosas. Todo lo que los Cristales han visto a lo largo de su existencia fabulosamente larga: espirales de astros y nebulosas, braseros de diamantes y rosas de explosiones. También planetas..., amarillos y verdes. Una belleza viviente. Compréndame, son los Cristales quienes les transmiten todo esto: los Cristales son opacos y pesados; en su estado original, no tienen voz, ni oído, están casi privados de órganos. Creo que ven, que perciben a través de su textura. Su única facilidad exterior es soñar: comunican sus sueños a los Humanos que, entonces, se sienten perdidos y se dejan devorar sin resistencia.
—¿Devorar?
—O beber. Bueno, alimentan a los Cristales.
—Creo comprender —dijo Gil. Había encontrado cosas demasiado extrañas en sus viajes anteriores—. ¿Y cómo es que usted ha escapado de todo esto? ¿Es acaso realmente... —pronunció la palabra con un visible horror— una piedra roja?
—No —respondió ella con orgullo—. Me llamo Maya. Soy una Geroe.
—¿Qué quiere decir esto?
—Vivo en la Ciudad de los Libros con mi padre. Él tampoco sueña.
—¿Y las piedras no les tocan?
—No. —Ella explicó abatidamente—: Siao, mi padre, es escultor. Yo también. Comprenda, podemos darles una forma. Y, no sé por qué, ellas necesitan ser diferenciadas.
—Son sus dioses, en suma —dijo Page—. ¿Pero se creen realmente divinos?
Ella le dirigió una mirada llena de resplandores violetas, torbellineantes, una llamada de esperanza, el estallido de una lágrima.
—Somos sus prisioneros, más que aquellos de la playa.
—¿Quiere conducirme hasta su padre?
—Venga.