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Al día siguiente llovió desde primeras horas de la mañana. Pero era una lluvia dulce, como sólo podía llover en ciertas regiones muy raras de mundos extraños. Una lluvia casi verde, como los cuadros de hierba que crecían frente a cada casa. Una lluvia que hacía aparecer millares de perlas en las largas ramas de los árboles. El mar, de repente, parecía haber perdido su voz. No se oía cerca de las olas más que el ligero cuchicheo de las gotas.

Los hombres del Rey-Hiroun observaban el paisaje desde el umbral de la mansión.

La casa era la más vasta, la más alta del poblado, y también la más confortable. Estaba dividida en una treintena de piezas individuales. Sólo la planta baja formaba una sala común. Unos pilones de aceite representando esculturas atormentadas de inspiración naturista, iluminaban hasta el menor rincón.

Hargreb cerró los ojos unos instantes. Crimsol y Spaletti, dos hombres del control, tocaban a dúo en sus flautas una vieja canción que habían aprendido en un lejano y casi olvidado planeta. Gaudrey, que había perdido a tres de sus mejores camaradas en el último combate, estaba abatido, y apoyaba su cabeza en una columna de madera rojiza.

«Es un buen lugar para reposar —pensó Hargreb—, para permanecer siempre como ahora: contemplando la lluvia. Con la certeza de que nada caerá del cielo y lo quemará todo alrededor de uno mismo, haciéndote reemprender el combate sin descansar...»

Entrecerró los ojos. Recordó la pasada noche y pensó que incluso podía uno fatigarse agradablemente en aquel mundo. Se podía beber, bailar e incluso contarle a alguien todas las miserias. Siempre había una oyente, una oyente de grandes ojos dulces, de sonrisa en los labios...

—¿Duerme usted, comandante?

Sway estaba ante él. Indudablemente venía del bosque, puesto que algunas ramitas pendían de sus cabellos y la lluvia goteaba por todo su cuerpo.

—No, soñaba, Sway —murmuró Hargreb—. Pero usted, por lo visto, está de lleno en la realidad, ¿no es así?

Viendo que su segundo contenía la risa, continuó:

—Y por lo visto no está usted solo. De todos nosotros, parece ser usted el que ha tomado mejor partido.

Curiosamente, la expresión de Sway se endureció.

—En efecto —dijo—, estaba en el bosque con Criilje. Yo... yo debo decirle algunas cosas, comandante.

Abandonaron el umbral de la mansión, y marcharon hacia la playa por un pequeño sendero. En aquel mismo lugar, y el día anterior, Hargreb había creído hallar piedras de incalculable valor, pero se trataban sólo de guijarros simples.

La lluvia cesó. Las últimas gotas resultaron frescas sobre la piel. Hargreb levantó la cabeza y abrió la boca.

—¿Por qué hace eso, comandante?

Hargreb rió.

—¡Oh! Una vieja manía de infancia, Sway. Pasé una buena parte de mi juventud en Eudice, y usted sabe lo seco que es todo aquello. Cuando llovía, yo... En fin, ¿qué es lo que quería decirme?

Sway suspiró.

—Hemos encontrado a los hombres en el bosque —dijo—. Parece que regresaban en aquel momento.

—Por fin, Sway. Pensaba ya que las mujeres nos mentían o bien que se reproducían por partenogénesis, o que esos hombres son los más grandes apáticos que...

—No son apáticos...

Hargreb lanzó una mirada sorprendida a su subordinado.

—Bueno, yo... no afirmaría nada, Sway.

—Perdone, comandante... Me... me han producido un extraordinario efecto. Son, digamos, casi tan altos como yo, delgados. Es una raza fuerte, muy sana. Cuando les he visto me he preguntado el porqué de esa población tan reducida. Se lo he dicho y...

Se interrumpió, como si buscara las palabras adecuadas. Había un problema en todo aquello que pronto sería el de todos.

—Y bien, Sway...

—Por lo visto tienen mejor memoria que las mujeres, eso es todo.

Hargreb frunció el entrecejo. Los dos hombres se encontraban en la playa. Lejos de allí, la nave lanzaba destellos azulados.

—Recuerdan lo que les ocurrió en las incursiones de naves extranjeras —aclaró Sway—. Parece que nuestros enemigos se dejan caer algunas veces por esta región. Se llevan a muchos de esos hombres. La última... expedición de este género se remonta tan sólo a seis meses. Por lo visto, los reflejos de los hombres de este poblado son completamente normales.

Hargreb extendió la mano.

—Entonces, todo este mundo es el centro de los ataques de naves extranjeras, Sway; suponiendo que lo que hayan contado esos hombres sea verdad.

—Creo que son incapaces de mentir, comandante.

—Ése no es el problema. Piense por un momento en que esos extranjeros que viajan hasta aquí sean los mismos con los que estamos luchando en Ofiuchus.

Sway movió la cabeza.

—Puede ser, comandante. Puede ser...

—¡Demasiadas suposiciones! Estamos a más de cuarenta años-luz del teatro de combate.

—Pero hemos sido bien recibidos... Comandante, usted ha oído hablar, como yo, de esas naves que los extranjeros hacen pilotar por prisioneros y que se infiltran en las grandes formaciones antes de estallar.

—Sí, Sway, conozco mucho más sobre eso de lo que usted mismo piensa. Pero no quiero secundarle en su propósito, ¿comprende? Estamos en simple escala de reposo sobre este mundo... ¡No vamos a erigirnos en defensores para obtener del primer pirata extranjero una victoria idiota! Desgraciadamente no hay nada que hacer, Sway. Y es muy probable que jamás volvamos a ver Tiego II. ¿Comprende, muchacho? ¿Comprende usted?

—No muy bien, comandante.

Hargreb hizo un gesto de fatiga. Se sentó en la arena, y su mano jugueteó entre los guijarros rojizos.

—Hay muchos mundos como éste, amigo mío. Mundos avanzados en los que los pioneros se instalan sin ninguna autorización oficial, envueltos en sistemas extraños y desde luego prohibitivos. No deben sorprenderse por las catástrofes que se abatan sobre ellos. Sus abuelos iniciaron algo. Los descendientes no hacen más que seguir aquellos pasos.

Sway callaba.

Estaba de pie y miraba hacia la nave.

—Escuche, Sway, voy a proponerle una cosa. Nos quedan aún dos o tres días antes de marcharnos. Los hombres pueden aprovecharlo para construirles uno o dos proyectores a estas gentes. Instalados en la playa, con una guardia perpetua, asegurarían una protección bastante eficaz. ¿Eh? ¿Qué opina usted?

—Mi opinión es que los habitantes de Tiego II no tienen bastante con eso.

—Terminará por encolerizarme, Sway. Jamás estuve a favor de esos descendientes de colonos llenos de inconsciencia. ¡Si al menos fueran capaces de conducirse como hombres!

—Tienen miedo, comandante. Como nosotros. Tenemos miedo cuando estamos en Ofiuchus.

—Pero nosotros luchamos, Sway. Ésa es la diferencia.

Hargreb comenzó a caminar en dirección al poblado, dejando al joven en la orilla de aquel océano. Pero no había recorrido aún algunos pasos cuando se detuvo.

—¿Sway?

—Comandante.

—Si, a pesar de todo, no quiere usted volver con nosotros... Si quiere quedarse con esa joven... Tiene usted mi autorización. Inventaré una excusa para los demás.

—No es ésa mi intención, comandante.

—Bien, entonces no hay más que hablar.