LORELEI
Burton dejó caer nuevamente sobre su escritorio la estereografía que examinaba y suspiró profundamente.
—¿Dificultades, Vince? —se informó Laura Muselli, su asistente, que se afanaba perforando fichas para apaciguar el insaciable apetito de los cerebros electrónicos.
—Venga a ver —dijo el joven.
Le tendió la imagen en tres dimensiones de una verdeante isla. Tomada a contraluz, la línea de las montañas se destacaba sobre el cielo pálido como los dientes de una sierra bien aguzada.
—Formación geológica reciente, si se juzga por la falta de erosión. Origen plutónico sin duda.
Vince esbozó una sonrisa.
—Reciente... Cuanta razón tiene. Las muestras tomadas revelan que esta isla —más bien un continente— surgió del mar hace un siglo o poco más. Es la única tierra emergida de todo el planeta, pero Plonka (ya sabe usted que es una autoridad en la materia) piensa que todo el planeta se halla en plena gestación: no tardarán en emerger otros continentes, afirma.
Laura alzó sus finas cejas, que subrayaban un rostro de nácar iridiscente.
—Y bien —dijo—, ¿por qué suspira entonces? He aquí nuevos espacios vírgenes, cuya esperanza se ofrece a los colonos. ¿No es acaso su tarea solamente el recensar la extensión, las riquezas y, en caso de que existan, los peligros?
Vince le tendió otra estereografía. Tomada desde más cerca, mostraba, entre el mar y las montañas de silueta fácilmente reconocibles, una vasta extensión de bosques y de campos cultivados; una pequeña aldea se extendía al abrigo de una caleta.
Laura comparó las dos imágenes.
—Si no me equivoco, está usted trabajando en estos momentos con informes procedentes de Kappa 19 B 27, en la Constelación del Cisne, un sector que nuestras astronaves exploran por primera vez.
—Exacto. Nadie, antes de Ladyslas Plonka y su equipo, ha puesto aún el pie en este planeta.
—Y, según el tipo de aglomeración que me está mostrando —Laura golpeaba la estereografía con la punta de sus uñas, cada una de las cuales llevaba encajado un minúsculo espejillo— es muy poco probable que esos indígenas conozcan la navegación interestelar. Debemos concluir, pues que otros seres distintos a nosotros (¿los algolianos tal vez?) han tomado posesión de esta isla.
—Mi querida Laura, ¿por qué complicar la cuestión de esa manera? Los algolianos, usted lo sabe bien, no gustan de alejarse de sus bases. ¿No sería más sencillo imaginar que se trata aquí de una raza autóctona?
—¡Imposible! Dice usted que este continente cuenta apenas con más de un siglo de edad. En tan poco tiempo, esa flora lujuriante no habría podido desarrollarse por sí misma; algunas algas a lo sumo se habrían adaptado, musgos, líquenes. El proceso es inmutable para todos los planetas: son precisos milenios para que el celacanto se decida a salir del océano original. En esos cien pobres años, este paraíso verde no ha podido crecer y prosperar; han sido necesarios, para crearlo, seres venidos de más allá, aportando con ellos las simientes necesarias.
Burton sacudió la cabeza con obstinación.
—Se trata, se lo repito, de una raza autóctona. ¿Comprende ahora por qué suspiraba hace un momento? ¡Nos hallamos aquí en presencia de una anomalía de la naturaleza! Este planeta, que el mar recubre enteramente, a excepción de esas orillas, se halla habitado por un pueblo muy antiguo (al menos Plonka lo afirma así) que vive bajo el agua, pero capaz, al modo de las ballenas y de los delfines, de mantenerse en la superficie un tiempo más o menos largo. Esos seres, sin embargo, no son realmente anfibios: no sabrían en ningún caso subsistir en tierra firme.
—¿Pero y esa aldea, al borde de la bahía? Usted decía...
—Déjeme terminar. Esos indígenas —llamémosles los neptunianos, si usted quiere— son netamente humanoides y, puesto aparte su sistema respiratorio, se hallan muy próximos a nosotros en el plan biológico. Ladyslas ha podido confirmarlo, aunque haya tenido pocas relaciones con ellos. Por el contrario, tuvo ocasión de entrar en contacto con aquellos a los que denominaré como continentales o mutantes. Se trata en este caso, sin ninguna duda posible, de una rama desprendida de esa raza neptuniana y que, en el espacio de un siglo, ha encontrado el medio, no solamente de adaptarse a la existencia al aire libre, sino también de extraer del océano, o del diablo sabe de dónde, la flora de donde crear su nuevo hábitat.
—Las mutaciones existen —dijo Laura Muselli—, pero jamás a ese ritmo.
—Tengo por supuesto la intención —concluyó Vince, pasando la mano por sus cabellos completamente rojos— de hallar el origen de esta anomalía y de poner en claro toda la historia.
A la mañana siguiente, Burton llegó más tarde; Laura, viendo sus ojos brillantes de excitación, adivinó que se hallaba sobre una pista.
—¿Ha resuelto ya nuestro problema de ayer? ¿Le ha revelado ya sus secretos Kappa B. del Cisne?
—Por el contrario, me ha aportado aún otro enigma.
Tomando el fajo de papeles puestos sobre su escritorio, lo hojeó.
—Lea.
—Composición del aire, gravitación, naturaleza del suelo, todo esto me parece absolutamente normal. Su Kappa B es un planeta tipo Tierra... ¿a dónde quiere usted llegar?
Vince extrajo unos papeles de su bolsillo.
—He aquí la copia de un informe establecido por el teniente Reinold Reydt. ¿Qué piensa usted de ello?
—Bien... Se trata aquí de un planeta de los menos acogedores, con atmósfera de amoníaco y, sobre todo, de metano; la temperatura alcanza los 150°. ¿Cuál es el interés?
—Laura, tómese la molestia de verificar las coordenadas.
—¡Pero si son las mismas! O Plonka se ha equivocado, lo que considero imposible, o su teniente... ¿Cómo lo ha llamado usted?
—Reydt.
—¡Reydt es un mentiroso empedernido! Burton asintió.
—No existe, en efecto, ningún parecido entre Kappa B y «Lorelei», como ha bautizado Reydt a este planeta.
La joven sacudió la cabeza.
—Esto no tiene relación: ese nombre de leyenda y ese infierno de hielos y de gases mefíticos; a menos que Reydt tuviera un sentido muy desarrollado del humor negro. Por otro lado —continuó—, ¿cómo puede pretender Plonka ser el primero en haber desembarcado en Kappa B? ¿Ignoraba acaso la existencia de ese precedente? Esto parece inverosímil.
—No tanto —dijo Vince—. Todo planeta habitable, incluso si no es inmediatamente colonizado, atrae grandemente la atención. ¿Pero qué importancia puede tener un desgraciado planeta privado de calor y de oxígeno? Se han reconocido innumerables planetas así; son catalogados, y duermen en la memoria de los cerebros electrónicos, de donde, salvo imprevistos, nadie se preocupará nunca de ir a despertarlos.
—¿De cuándo data ese informe? —preguntó Laura.
—Es ya viejo. Noventa años. Lo he estudiado cuidadosamente. Toda la historia es por lo demás curiosa en sí misma: en aquella época, un grupo de emigrantes puso pie en Nueva-Masuria. Ese planeta disponía de importantes riquezas naturales; pero, para facilitar su instalación, faltaban aún muchas cosas a sus habitantes. Se les envió pues una astronave, la Perla de Paimpol, cargada de material, de útiles, de cereales diversos y de óvulos fecundados, a los cuales una incubadora, en el momento deseado, aseguraría su desarrollo: ya que es más fácil, ciertamente, transportar una vaca de Sol III o un caprípedo de Markad VII cuando se hallan aún en ese estadio que en su forma viviente.
»Reydt fue designado para este viaje.
»Las astronaves son construidas de tal forma que podrían navegar fácilmente sin tripulación; pero las compañías mercantiles, prudentemente, prefieren poner al menos un hombre a bordo para prevenir todo fallo de los robots. Por otro lado, un piloto, recién salido de la Escuela de Astronáutica, como lo era entonces Reinold Reydt, ¿no era acaso el más perfeccionado de todos los robots?
»La Perla partió pues, para no llegar a su destino más que con tres meses de retraso; se la imaginaba ya completamente perdida.
»Reydt explicó que, después de su paso a hiperpropulsión, se encontró presa en un nudo del espacio-tiempo, que lo había desviado totalmente de su ruta inicial; emergiendo en la Constelación del Cisne, en las inmediaciones de un planeta, había juzgado preferible aterrizar para verificar sus instrumentos de a bordo. Después volvió a partir, alcanzando esta vez Nueva-Masuria sin dificultades. Ni siquiera se había dado cuenta de la distorsión temporal sufrida durante su viaje.
»Ese tipo de aventura, si bien raro, no es sin embargo, excepcional. Se clasificó pues el asunto, felicitándose de que Reydt no hubiera sufrido más que tres meses de retraso, y no tres decenios, o incluso tal vez tres siglos.
»A la luz de los acontecimientos actuales —continuó Vince—, las cosas ya no aparecen tan simples. Así pues, me he informado sobre ese Reinold Reydt; hace poco tomó su retiro y, por suerte, no vive en el otro lado de la galaxia, sino en este mismo planeta. ¿Qué diría usted, querida Laura, de ir a efectuarle conmigo una pequeña visita?
—Cuando usted quiera, Vince.
La heliesfera sobrevolaba a poca altitud el amontonamiento oscuro del bosque; este, de enorme extensión, aseguraba la renovación del oxígeno y del agua necesarios a las gigantescas ciudades donde vivían los hombres. Estos últimos, empujados por el instinto gregario y por la atracción de los placeres ofrecidos por la metrópoli, habían desertado poco a poco de pueblos y campo. La síntesis química de los alimentos suprimía, en un amplio campo, toda explotación agrícola.
—Su Reydt —dijo Laura— me parece un original. ¿Cómo, en lugar de un confortable apartamento en la ciudad, puede preferir una vieja casa al borde del mar, con un robot por toda compañía?
—Sobre gustos... Creo que nos acercamos. ¡Sujétese!
La heliesfera, de golpe, picó como una piedra hacia la línea dorada de una playa; el aparato rozó las olas en un estallido de espuma, volvió a tomar altura, para caer de nuevo, dando un violento bandazo a babor. Vince aterrizó finalmente, con tanta violencia que los patines se hundieron en la arena. Levantando el domo de diafanita, saltó a tierra y dio una vuelta alrededor del aparato para apreciar los posibles desperfectos. Inmediatamente, pareció abismarse en el examen del motor.
Laura descendió a su vez y, al ver aparecer a dos siluetas al final de la playa, comenzó, acompañándose con grandes gestos, a gritarle a Vince reproches sobre el tema: «¡Uno no propone a una chica el ir a admirar el crepúsculo en el océano cuando no posee, para conducir, más que una antigua burbuja que se remonta al diluvio!»
—¿Qué hacemos ahora? —gimió—. Henos aquí perdidos lejos del mundo, y usted es, imagino, demasiado mal mecánico como para reparar cualquier cosa. ¡No volveré a salir con usted!
—¿Puedo serles útil? —dijo una suave voz tras ellos.
Los jóvenes se volvieron. Había allí un hombre, alto y delgado, con una frente amplia de soñador bajo los cabellos rubios cortados cortos; solo sus ojos, de un azul pálido y como ahogados en bruma, traicionaban su avanzada edad. Laura le dedicó una radiante sonrisa.
—¿También ha venido usted a contemplar el mar? ¡Entonces, puede usted llevarme de regreso a la ciudad! Tanto peor por Vince: ¡tendrá que apañárselas solo!
El recién llegado sacudió la cabeza.
—Vivo aquí, muy cerca; esa duna les oculta la casa.
Laura abrió unos ojos muy grandes.
—¡Aquí! ¿Cómo puede alguien vivir en el campo? ¿Está usted completamente solo?
—No —mostró la silueta inmóvil a su lado—. Tengo a mi robot. Estamos juntos desde hace tanto tiempo que me conoce, creo, mejor que yo mismo. Su compañía me basta y... —tuvo una breve sonrisa—, espero que la recíproca sea igual. Pero olvidaba presentarme: me llamo Reinold Reydt. Y ahora, ¿me permitirían auscultar ese motor?
No le fue difícil descubrir la causa de la avería que Vince, es inútil decirlo, había provocado.
—Poseo una esfera del mismo modelo y dispongo de algunas piezas de recambio; ¿quieren venir conmigo a buscarlas? Sería feliz, igualmente, de ofrecerles algún refresco.
Vince y Laura, con caras largas, como dos enamorados tras una discusión, siguieron al viejo astronauta; el robot cerraba la marcha.
La casa era un cubo de sintelita blanca, con amplias ventanas que se abrían sobre el mar. El robot se atareó, trayendo una bandeja, vasos y bebidas heladas. Lo colocó todo sobre una mesa baja. Reydt se inclinó para descorchar una botella.
Vince aprovechó que ambos le daban la espalda para barrerlos con una ráfaga de su pistola psi.
Era un arma reservada a la policía y a las tripulaciones de astronaves en las zonas de exploración peligrosas; su uso estaba, por otro lado, estrictamente prohibido. Pero Burton había juzgado que le proporcionaría el medio más simple de alcanzar el misterio que le preocupaba.
Había solicitado, pues una pistola psi a su camarada Ladyslas Plonka, que le había hecho ese pequeño servicio sin hacer preguntas.
Reydt y el robot permanecían inmóviles ante la mesa, helados en la actitud en que les había sorprendido el rayo; no se moverían más que bajo las órdenes de Vince. Los dos jóvenes aprovecharon para examinar la habitación en la que se encontraban.
Ocupando casi toda la superficie de la casa, no contaba más que con muy pocos muebles. Una estantería, con instrumentos bien cuidados, alineados en los diversos estantes, ocupaba uno de los ángulos. Una pequeña mesa de juego tenía un ajedrez encima. Reinold y su androide habían debido, al ver a la heliesfera perder altura, interrumpir una partida que ya no podrían reemprender, ya que, aprovechando su ausencia, un gran gato negro se había echado a todo lo largo en medio de los dispersos peones. Ante la bahía, un caballete presentaba una tela inacabada; una paleta, pinceles y tubos de colores se hallaban esparcidos un poco por todos lados y, en los muros, se alineaban otras telas, esas ya acabadas.
Laura y Vince las contemplaron sin decir una palabra. Tratadas en un estilo ingenuo y con colores brillantes, ofrecían un muy buen resumen de los paisajes y de las escenas que puede conocer un astronauta en el transcurso de una larga carrera. Pero, destacándose sobre los demás por su insistencia, un tema acudía constantemente, como motivo central: un horizonte de montañas dentadas y, en una playa de arena negra, una joven, muy hermosa, peinando sus largos cabellos de oro con un peine ornado de pedrerías. La espuma, como un flujo de perlas, venía a bañar sus diminutos pies desnudos.
En Bacharach había una hechicera rubia,
que dejaba morir de amor a todos los hombres a su alrededor.
Recitó suavemente Laura.
—Sí —dijo Vince—, y vamos a saber finalmente por qué el doble recuerdo de una ninfa renana y de un lejano planeta (ya que se reconoce sin esfuerzo en estos cuadros el dibujo característico de los montes de Kappa B), parece haber impresionado tan fuertemente a nuestro anfitrión.
Se volvió hacia el hombre helado en su inmovilidad.
—¡Reydt! Acérquese, Reydt.
El astronauta, con un andar pesado, se dirigió hacia los jóvenes; después se detuvo frente a ellos, muy erecto, como en posición de firmes.
—Reinold Reydt, he leído su informe sobre el planeta que usted llama Lorelei. Mintió a sabiendas, ¿no es verdad?
—Sí. Es exacto.
—¿Por qué emergió en el sector del Cisne? Era desviarse de su ruta.
—Dije la verdad sobre este punto. Me encontré presa en un nudo del espacio-tiempo y, para verificar la astronave, tuve que aterrizar en... —su voz vaciló— en la isla.
—Al borde de un océano de amoníaco helado —ironizó Burton.
—No. Un sol claro, una brisa de primavera, y los charcos de una reciente oleada brillando como escudos de plata en un suelo negro, torturado, devastado, ardiente aún, al parecer, con todos los ardores de una sacudida plutónica. Ni una hierba, ni una flor, ni un pájaro. En la arena, algas abandonadas por el oleaje, de todos los colores, como guirnaldas tornasoladas o rosas deshojadas. Me coloqué mi escafandra y salí. Mis botas se hundían en la arena. Vi huellas, recientes ciertamente, que me hicieron creer en una presencia, humana tal vez, humanoide probablemente. Pero me equivocaba. No eran más que grandes peces, otarias más bien, con un perfil recortado y amplios ojos glaucos, aletas desarrolladas como brazos y una larga cola bífida; su piel lucía como cuero verde oscuro y muy liso. No pude verlas de cerca; se sumergieron en el mar al verme. Después... —Reinold vaciló—. Yo era entonces muy joven. Esta puede ser mi disculpa por haber prescindido de todas las reglas de prudencia que nos han inculcado en la Escuela Astronaval: me quité mi casco y me tendí en la arena. Estaba más fatigado que Ulises regresando a Itaca después de cuatro lustros de ausencia, y dormí... una hora, un día, no sé. Cuando desperté, ella estaba allá.
—¿Ella?
—Sí —con un gesto, Reinold mostró los cuadros en la pared—. He intentado recrear su imagen.
—Una estereografía —preguntó Vince—, ¿no hubiera sido más fiel?
Reydt barrió la objeción con la mano.
—Ni siquiera tuve la idea, por el momento al menos. ¿Por qué perder mi tiempo fijando una fría imagen en tres dimensiones, cuando la tenía toda entera, toda para mí, mis brazos alrededor de su talle, mis labios sobre sus labios, y el mismo amor que nos consumía a ella y a mí? Nos amamos bajo el sol y, por la noche, bajo las estrellas, donde llameaba Deneb, como una antorcha colgada en pleno cielo. Era más bella que todos los sueños. Le pregunté su nombre. Sonrió: «El que tú me pongas».
—¿Qué lengua hablaban? —interrumpió Vince.
—Ni siquiera sé si hablábamos. Nuestros pensamientos se acordaban, y nuestros cuerpos también. ¿Teníamos necesidad de un lenguaje? Ella estaba desnuda, con sus cabellos como una cascada de oro y su peine ornado de esmeraldas; la arena la cobijaba como un estuche de terciopelo. Muy pronto, quise para ella más aún: un cuadro que, verdaderamente, le fuera digno. Escogí entre las plantas de las bodegas, conecté el incubador. Las lluvias habían ya mullido el suelo volcánico y enfriable. Las semillas brotaron, creciendo más aprisa que las lianas-abanico en las junglas tropicales de Sirrah; alisando sus nuevas plumas, los primeros pájaros cantaron en las ramas, y Lorelei, en el umbral de aquel paraíso verde, sonreía tendiéndome los brazos. Y después...
La voz de Reinold se quebró; pareció de golpe muy viejo.
—Y después, el sueño se convirtió en pesadilla. Bruscamente, recordé que era un oficial del Espacio, que tenía una misión que cumplir; los colonos de Nueva-Masuria esperaban aún el precioso cargamento que había recibido orden de llevarles.
«Deber, honor, disciplina. Todas esas grandes palabras que, tan solo la víspera, se me aparecían como pálidas y desprovistas de sentido a la claridad de nuestro amor, me azotaban ahora como latigazos. Lloré en el hombro de Lorelei, que mezclaba sus lágrimas con las mías. La besé una última vez. Pero ya no era su amante. Había vuelto a ser el teniente Reydt, al servicio del Imperio Galáctico.
—¿Y partió?
—Si.
—¿Por qué falsificó su informe? Le hubiera sido fácil dar una descripción correcta de ese planeta sin mencionar su... su bella amiga.
—Sabía que ese sector del Cisne aún no había sido explorado y no lo sería sin duda durante mucho tiempo, a menos que la certeza de encontrar en él un mundo habitable no inflamara el ardor de los pioneros.
—Una base en aquel planeta hubiera significado el establecimiento de líneas de navegación regulares, lo que le hubiera dado el medio de regresar hacia esas orillas y volver a vera su... Lorelei.
—No —dijo Reydt—. La amaba demasiado como para querer protegerla a cualquier precio de la avidez de los terrestres; era mejor para mí perderla para siempre que imaginar nuestro Edén profanado por los demás. Lorelei —murmuró—, Lorelei, nunca te he olvidado.
—Reinold Reydt —la voz de Burton era seca—, vuelva ahora a su lugar. En tres segundos volverá a recobrar el conocimiento; usted y su robot habrán perdido entonces todo recuerdo de nuestra conversación.
Reydt obedeció, con su curioso paso de autómata. Después, de pronto, sus párpados aletearon, sus gestos recobraron su elasticidad. Acabó de descorchar la botella que tenía en la mano.
—¡Vamos, ¿en qué piensas?! —le dijo a su robot—. ¡Nos has traído el hielo medio fundido!
El robot pareció perplejo; pero, dócil, tomó el pequeño cubo de plastargento y se alejó hacia la cocina.
La heliesfera sobrevolaba de nuevo el bosque.
Vince y Laura, cediendo a los reproches de su anfitrión, habían consentido en olvidar su fingida querella. Reydt, rebuscando en sus repuestos, había reparado rápidamente su aparato. Habían partido y, ahora, el silencio pesaba sobre los dos jóvenes.
—Me siento a disgusto —dijo Laura—. ¡Asaltar así un alma! Esas pistolas psi son una horrible invención.
—Horrible, tal vez —admitió Vince—, pero muy útil. Nos ha permitido, sin perder nuestro tiempo en penosos interrogatorios, desvelar el misterio de Kappa B.
—El de la flora, ciertamente: surgió directamente de las bodegas de la Perla de Paimpol. Pero ¿y esta raza autóctona cuya existencia afirma Plonka? ¿Dónde se halla su origen?
—¿Así que no ha comprendido aún? ¡Ah, lo olvidaba! Creo haber omitido señalarle un detalle esencial: los neptunianos, como por otro lado los mutantes descendientes de ellos, poseen, en el más alto grado, el don de hipnotismo y de la telepatía. Ladyslas y sus hombres estaban equipados con campos anti-T, que no existían aún en los tiempos en que Reydt desembarcó en este planeta. Vio allí, o creyó ver, tan solo lo que los neptunianos le sugirieron. Estos últimos, simplemente, sugirieron en su cerebro la imagen ideal que cada uno de nosotros, conscientemente o no, lleva en sí.
—¿No abrazó así a su Lorelei más que en sueños?
—¿En sueños? Por supuesto que no. Ella existía enteramente; él mismo nos ha dado una descripción muy exacta.
—¿Esta muchacha de cabellos rubios como todo el oro del Rin?
—En absoluto. Las otarias.
—Las... —Laura abrió mucho la boca—. ¿Quiere decir acaso... los cetáceos humanoides que mencionaba el informe de Plonka?
—Sí, precisamente. Ellos debieron, durante su sueño (un sueño ciertamente provocado), examinar a aquel joven teniente caído de las estrellas con un cuidado muy particular. A despecho de las apariencias contrarias, lo reconocieron como de su raza, biológicamente al menos. Constataron también que poseía sobre ellos (inquietándose por aquellas tierras emergidas que amenazaban poco a poco con reducir la extensión de su reino submarino) la superioridad de gozar de dos pulmones sólidos, hechos para la respiración en pleno aire. Gentes razonables y previsoras, los neptunianos se guardaron mucho de dejar pasar tan espléndida ocasión: debieron elegir una chica núbil que, en aras de la patria, consintió en sacrificarse para emparejarse con el «monstruo» extranjero.
—¡Qué horror! —murmuró Laura—. ¡Creer tener entre sus brazos a toda la belleza del mundo, y no estrechar más que a una otaria!
—¿Una? —dijo Burton—. Esto queda por ver.
—¿Cómo?
—Los grandes mamíferos, usted lo sabe, terrestres o marinos, no están equipados más que para dar a luz a lo más uno o dos pequeños a la vez. Y Plonka nos dice que una población numerosa habita Kappa B. Imagino pues que no fue una, sino varias voluntarias las que se sometieron a la prueba. Su progenitura anfibia, pero principalmente aerícola, formó el núcleo de una nueva raza, adaptada a las condiciones geológicas distintas a las que, de buen o mal grado, debían acomodarse los neptunianos.
—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Laura.
—Nada. Kappa B., de poca superficie, es dominado ya por un pueblo autóctono, y tiene poco interés para la colonización. El Gobierno Galáctico no le acordará pues más que una restringida atención. Sólo los sabios podrían plantearse cuestiones en relación a los orígenes de la isla, en contradicción con todas las leyes de la evolución: y seguramente sería preciso llamarles su atención sobre esas anomalías. Pero ¿es eso acaso útil? Redactaré, como es mi deber, un informe sobre lo que acabamos de saber; de todos modos, le ruego, querida Laura, que lo clasifique de tal manera (sé que es perfectamente capaz de ello) que vaya a perderse entre los «asuntos dormidos» y se quede allí durante algunos lustros. En cuanto a Plonka, por poco que se lo ruegue, ese buen Ladyslas no rehusará contener su lengua. Y si, más tarde, mucho más tarde, el secreto de Lorelei debe ser algún día sacado a la luz, espero que Reinold Reydt esté muerto desde haga ya tiempo, ignorando todo lo que fue, en la triste realidad, su adorable amiga.
Laura, pensativamente, hizo brillar al sol los espejos de sus uñas y se contempló en ellos.
—¿No decía Reydt que todo hombre lleva en su corazón, conscientemente o no, una imagen ideal? Me pregunto, Vince, cuál puede ser la suya.
Burton, inclinándose sobre el tablero de control, conectó el piloto automático.
—Ahora que tengo las manos libres —dijo—, siento unos enormes deseos de describírsela en detalle.