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En la Tierra, era la Edad Cibernética y la Era del Robot.

La noche había llegado tan bruscamente que Siao Geroe, el Gran Escultor (todos los androides reproducían sus modelos y le consideraban como un semidiós), maldijo contra las imprevisiones de la meteorología. Su cronómetro se había detenido, y el robot de información estaba ausente de su cabina. Siao concluyó de todo ello que había trabajado más tiempo que de ordinario (de hecho, habiéndose ido Mara, su mujer, a la ciudad, no tenía ninguna prisa). Los talleres y los vestíbulos estaban ya desiertos. Estando Mara ausente, la casa carecía de alegría y de luz... Sin embargo, era necesario volver. Siao tomó su helico y voló sobre la Ciudad de los Creadores, sus edificios de alabastro y sus parques de esencias raras. La humanidad posterior a 2700 había aprendido a vivir...

Un cielo inesperado, violeta y plomizo, pesaba sin embargo sobre las cimas de los jacarandas y de los eucaliptos gigantes. Una tormenta debía desencadenarse en alguna parte, contenida por las barreras de la meteo, ya que algunos golpes reiterados, sordos, sacudían la planicie. Súbitamente, muy cerca, se produjo un choque terrible, y el helicóptero fue proyectado al suelo. El último pensamiento consciente de Siao fue: «Mara no hubiera debido partir...»

Cuando volvió en sí, con la boca llena de sangre, el prado del Recinto de los Creadores no era más que un mar de llamas rojas. Era inconcebible que las instalaciones electromagnéticas de la Ciudad no hubieran podido destruir aquella tormenta. No supo jamás cómo consiguió alcanzar el umbral de su casa. Atravesada en el primer peldaño de la escalera yacía una pequeña muñeca.

Adelantándose hacia ella, Siao descubrió tras unos cabellos de miel una cabeza delicada, un pequeño rostro estriado en sangre... Maya, su hija, que aquella mañana se había ido de viaje con su madre.

—Maya —pudo aún preguntar—, ¿dónde está mamá?

La niña le miraba. Sus cejas y sus pestañas habían ardido. Siao se sorprendió de ver en su hija aquella mirada cárdena, juiciosa y amarga de persona mayor. Repitió, estúpidamente:

—Maya, ¿dónde está tu madre?

—En la ciudad —dijo la niña—. Me ha dicho que tomara el helicóptero y que volviera aquí. Me ha mostrado cómo sujetarme las correas y maniobrar. La gente quería retenerme..., la piedra también. Había fuego por todas partes. He obedecido a mamá.

—No comprendo, Maya. La piedra..., ¿qué piedra?

—La que vino del cielo. Como las otras.

—Maya, ¿por qué tu madre no te ha acompañado?

—No podía —dijo la niña—. La piedra estaba sobre sus piernas.

Precisamente en aquel instante, los neones se apagaron en la Ciudad del Libro, y un resplandor escarlata ascendió por el horizonte. Siao tuvo el tiempo justo de llevar a su niña al subsuelo de su casa, que constituía un refugio antiprotones, cuando la noche ya no fue noche. Un infierno sacudido de horribles choques se abrió. La nube violeta estaba estriada de líneas de fuego, donde se reconocía el rostro de un globo incandescente, de pronto aterradoramente próximo. Una lluvia de rocas, un granizo ígneo de meteoritos, aplastaba la llanura y las ciudades. El suelo temblaba, los edificios y las reservas ardían. Acurrucados en el sótano, el hombre y la niña oyeron la caída de asteroides que pesaban varias toneladas y el crepitar de los incendios sobre sus cabezas. Los muros ignífugos y los cimientos horadados en los días del Miedo Atómico resistían. ¿Hasta cuándo?... Inútilmente, puerilmente, el hombre intentó entrar en contacto, con audífono primero, después por la radio, con la Ciudad del Libro, con la Metrópoli; en vano: todas las instalaciones permanecían silenciosas. Les parecía a los dos cautivos que, en el desencadenamiento de los elementos, incluso el globo terrestre se había desmenuzado, y que giraban en el hueco de un estallido de granito en las tinieblas siderales.

¡Y Mara se había quedado afuera, en aquel infierno! En un determinado momento, Siao, loco de desesperación, intentó abandonar el sótano, pero la puerta estaba bloqueada, el sistema eléctrico ya no funcionaba, y golpeó en vano la puerta hasta que sus puños sangraron. El acceso de desesperación fue seguido de otro de postración y de un desvanecimiento. Al volver en sí, en el alboroto de fin de mundo que ya no podían contener los bloques insonorizados, tuvo con Maya coloquios inútiles, insensatos:

—¿Cómo era esta piedra? ¿Un bloque de basalto negro?

—¡Oh, no! —decía la niña—. Era de mármol. O de ónice, de un blanco rosado. Tal vez fueran las llamas las que le daban este color.

—Tu madre te dijo que te fueras, tú obedeciste. Bien. Pero, ¿y ella? ¿Cómo puedes saber que no podía moverse?

—Sí —decía la niña suavemente—, yo lo sabía.

No tenía más que seis años. Sabía sin embargo que no era necesario hablarle a su padre del horrible olor a carne quemada, ni de aquella masa rosa y negra que aún respiraba y de donde salía la ligera voz de Mara...

Pasaron los días. O las semanas. Se alimentaban con los víveres contenidos en el frigorífico, pero éste ya no funcionaba, y el pan se secó y los alimentos se echaron a perder. Fue preciso contentarse con píldoras de concentrados. Después de haber dado varias veces la vuelta a los cuadrantes, las agujas eléctricas de los relojes se detuvieron. Ahora, Siao estaba seguro: una enorme catástrofe se había abatido sobre el país entero, tal vez sobre toda la Tierra. Ninguna policía de las Ciudades vendría a hurgar en los escombros para hallarlos y, sin duda, allá arriba ya no había Ciudades, ya no había nada. No debían contar más que con ellos mismos y, puesto que quería partir en busca de Mara, era preciso vivir, era preciso ante todo abandonar aquel sótano de aire viciado. Encontró en el fondo del subsuelo un pico, y atacó la puerta de salida. Parecía estar bloqueada por la arena y las rocas. Finalmente, bajo los poderosos golpes del escultor, se abrió una salida, una débil luz se filtró por entre dos bloques de piedra. El hombre cavó febrilmente y descubrió dos bordes extraños que palpó como un especialista: pórfiro o metáfiro, roca cuarzífera, violácea, aún caliente. Aquellas piedras venían de lejos.

—No sé por qué —dijo Maya, que ardía de fiebre—, esto me parece vivo. Y malvado.

Una luz fría se insinuaba entre dos masas minerales: afuera era de día.

Emergiendo del subterráneo, Siao retuvo un grito: no reconocía el paisaje, nivelado, calcinado, sembrado de resplandecientes meteoritos. No quedaba nada de los jardines ni del Recinto de los Creadores, algunos montículos de escombros marcaban el emplazamiento de las casas. Sólo, por un azar providencial, la Pirámide blanca de la Ciudad del Libro dominaba aquella desolación.

Siao llevó a su hija a la Ciudad del Libro.

Construida de lecito estelar, exteriormente no había sufrido daños. Aquella especie de fortaleza era el corazón y el cerebro de un pueblo que era la inteligencia de la humanidad. En el dintel del porche figuraba una frase en una lengua antigua, suave, muerta:

KTEMA EIS AEI

—He aquí el tesoro eterno... —tradujo Geroe.

Para Siao, que se había hecho mayor en el Recinto de los Creadores, la Pirámide era a la vez un templo y una patria. Era hermosa: una geometría armoniosa regulaba el trazado de sus escaleras y de sus pendientes, galerías octogonales la perforaban mejor que un rayo de miel. Los alvéolos contenían millones de estuches de microfilms, ofrecían la historia de un pueblo en un dedal y una disciplina compleja en el hueco de una mano. En los paneles, las pantallas y los televisores facilitaban la asimilación. Todos los conocimientos humanos estaban contenidos en el admirable edificio, ahora vacío.

En las galerías inferiores, Siao tropezó con masas de robots bloqueados, con sus conexiones quemadas. En el museo de oceanografía, un proyector a transistores se había detenido para siempre en la imagen de un pulpo gigante. En el invernáculo de plantas preciosas, donde se marchitaban las blancas Albanes y las Auroras Boreales salpicadas de púrpura, allí donde los sabios del mundo entero se refugiaban en las horas de descanso, Siao encontró en un atril un ejemplar único del Popol-Vuh, el libro sagrado de los Mayas, protegido por una fina película plástica, así como una Biblia y un diario.

En el pergamino maya podía leerse:

«Hubo grandes destrucciones, cayeron piedras y arena, la materia hirvió, y surgieron rocas púrpuras. Algunos hombres perecieron bajo la lluvia de juego, otros, convertidos en pájaros, alzaron el vuelo, incluso el sol ardió, y todo se consumió en los edificios...»

Y en la Biblia:

«Una gran estrella cayó del cielo, ardía como una luminaria, cayó sobre un tercio de los ríos y en las fuentes de agua. El nombre de esta estrella es Absintio.»

El diario era muy antiguo, llenado sucesivamente por todos los grandes archiveros desde que la Biblioteca había sido fundada. En la última página, una mano temblorosa había trazado:

«Todas estas profecías son exactas: La Tierra vive catástrofes alternas. Una gran estrella ha estallado en los cielos, su color es de cinabrio, ya que desprende vapores de mercurio. Y éste es su nombre. Ha roto su órbita, y sus restos caen sobre la Tierra. Es el fin, el cadáver del astro llena el cielo, un tercio de la superficie terrestre arde, y la humanidad perece bajo la lluvia de los meteoros, el fuego y el horror. Nosotros, los pocos supervivientes, nos levantamos y partimos, ya que hemos soñado...»

En las dependencias de la Biblioteca, el superviviente encontró algunos helicópteros de transporte y voló sobre la cercana metrópoli. Se abrió ante Siao en todo su horror petrificado, con los esqueletos transparentes de sus edificios que se consumían aún, el diseño ahora ceniciento de los parques y de las estaciones. Lo peor eran los enormes bloques de cuarzo o de marquesita que aplastaban manzanas enteras. Aquellas masas parecían..., sí, extrañamente vivas. Hinchadas de savia, despojadas de su ganga y pulidas por su paso a través del infinito, ¿ardían? ¿Y con qué fuegos? Las descoloridas calcedionas geódicas eran púrpuras, los monstruosos ópalos se irisaban y los grandes aerolitos negros —las amonitas— tenían un reflejo de sangre seca. Escultor, conociendo las gemas, Siao se sorprendía de mantener aquellos singulares pensamientos. ¿Eran realmente piedras? En el infinito, la vida toma apariencias tan extrañas. Tal vez en otro mundo, opacas e inertes, esas masas de carbono y de silicio habían esperado durante milenios a que naciera en ellas la terrible sed de conquista... ¿O les había venido atravesando el vacío espacial, rozando las estrellas?

La vida no es más que una descarga energética entre dos polos, y esto había podido producirse en aquellos amasijos de sales coloidales.

Preso en el torbellino de aquellos pensamientos, no se sintió sorprendido de oír una llamada.

Mara sin duda. Mara, a quien creía muerta, y a quien había venido a buscar entre los horribles cadáveres calcinados... Vivía y le llamaba. Siao iba a aterrizar y a correr hacia ella. Pero esta proyección mental fue acompañada de una visión: abismos de astros girando, diamantes rosas y rosas de llamas. Durante un largo momento, Siao flotó en un mundo fantásticamente bello, engalanado de ciudades de cristal, poblado de unicornios y de quimeras, en jardines de crisólito y de esmeralda, donde una Mara inhumanamente hermosa brillaba como una estrella. Y de golpe, planeando sobre las ruinas, vio una lamentable columna atravesar la planicie aplastada. Rostros grises, ojos vidriosos, vestidos con andrajos que ocultaban horribles llagas, se movían hipnotizados, ebrios..., y los familiares no se reconocían entre ellos, las madres dejaban a sus hijos correr sollozando tras ellas, el esposo abandonaba a la esposa. El último león andaba al lado de la última oveja sin verla..., y esto no tenía nada de edénico. Por el contrario. Todas las miradas estaban fijas en un espejismo que Siao no acertaba a ver.

Entre aquellos escapados había algunos colegas del Recinto, a los que llamó por su nombre sin que le respondieran.