LOS EFÍMEROS

Jacques Sternberg

Vamos a morir.

Bueno, eso no es demasiado original: todos debemos morir un día u otro. Un día u otro, es cierto. Pero ahora vamos a morir una hora u otra. Ésa es la diferencia. Y nosotros lo sabemos.

Hace algunos días que hemos perdido el control de nuestra astronave de turismo. Es la primera vez que me sucede. Y la última seguramente. He desafiado millones de kilómetros con este aparato, estaba garantizado por diez años todavía. Ha sido revisado antes de mi partida de Shell 45, plataforma-taller en pleno espacio a millones de kilómetros de la Tierra. Hemos pasado la noche allá abajo, en el Esso Palace, lugar de cita para todos los aficionados al gran turismo. Luego nos hemos encaminado hacia la Galaxia S43, deseosos de pasar nuestro week-end en Tregalas Arenas, cuyas gigantescas playas de oro fino son todavía poco frecuentadas, aunque sean ya muy conocidas.

Sin embargo ahí estamos, con un gran número de posibilidades de terminar nuestro week-end en el vacío: perdidos, deportados, íbamos a la deriva en el espacio. Éramos dos: Ilge, ella. Y yo. Yo intentaba no pensar en nada. Ella tal vez pensaba que era más peligroso de lo que parecía seguir al primer desconocido que te invita a pasar con él un week-end. Sobre todo cuando este desconocido pilota una astronave, como otros, en tiempos ya pasados, pilotaban elegantes descapotables arriesgando la muerte en todas las carreteras y estando, sin embargo, cerca del suelo. Se dice que en esos fines de semana de antaño moría bastante gente.

Riesgo superado: nadie peligra en el espacio, donde hay lugar para todos. Demasiado sitio, ciertamente. Razón por la cual nosotros enfilábamos hacia el infinito, tragados, engullidos...

Estábamos allí, que es lo mismo que decir en ninguna parte, cuando de pronto vislumbré este mundo que llaman Drige-el-Luminoso. El nombre tenía su encanto. Pero este mundo no figuraba en ninguna guía turística, en ningún cartel de colores. Desde su descubrimiento, Drige era un mundo prohibido. Nos estaba prohibido desembarcar en él.

¡Prohibición risible! Entre la muerte segura en el espacio y la probable en este mundo no era muy difícil inclinarse por la segunda solución.

Al primer contacto con este planeta exhalé un suspiro de alivio. El aire era respirable. Aire por fin, aire que no surgiera de un tubo. Aire, y una ligera brisa apenas perceptible. Era agradable. Dulce. Y este mundo era silencioso. Había noche, también. Una noche oscura, pero de un tono verdoso. Eran las dos de la madrugada en mi reloj.

En cuanto al suelo, ni arena movediza, ni plantas carnívoras como me había temido. Todo lo contrario: un suelo blando, singularmente elástico, casi tan mullido como un colchón.

—¿Estás seguro que este planeta está prohibido? —me preguntó Ilge.

Desgraciadamente, estaba seguro. Conozco muy mal la historia de Francia, pero me sé al dedillo mi Guía Michelin y sabía, sin temor a equivocarme, que el nombre de Drige tenía a la derecha tres signos indicadores de veneno. Signo macabro que avisaba gran peligro. En cuanto a saber por qué... Pero ahora tendríamos ocasión de saberlo perfectamente.

Ilge se tendió. Dormía ya sobre el suelo. Yo me tendí cerca de ella, abandonando todo tipo de desconfianza. De todas formas, tampoco poseía el sistema para detectar, entre mil detalles aparentemente sospechosos, el acontecimiento invisible que podía costamos la vida. Y, por otra parte, estaba fatigadísimo. En fin, morir por morir, creo que era más conveniente pasar a mejor vida con esa dulzura vaporosa. Y verdaderamente aquel suelo que parecía hecho de plumas recordaba más el lecho que la tumba. Me dormí pensando que, precisamente, el sueño y la muerte se unen a menudo. Pero...

Salí de mi sueño como si ya estuviera en la Tierra. Un poco anonadado y poco dispuesto a las grandes hazañas.

Mi primer motivo de sorpresa lo constituyó el hecho de que mirara la hora. Eran las dos y tres minutos. Pensé que mi reloj se había detenido. Pero vi que la aguja que marcaba los segundos proseguía su vuelta al cuadrado de las horas. Ilge se despertó.

—He dormido bien —me dijo.

—Has dormido dos minutos —le dije.

—Un siglo —me respondió a su vez.

En este mismo instante presentí que tal vez los dos tuviéramos razón. Un minuto, un siglo, eso no significa nada. No estábamos en la Tierra. Estábamos en un mundo desconocido, sobre un suelo flexible que no era, sin duda, un modelo de seguridad.

—Tengo sed —murmuró Ilge.

Yo también tenía sed. Y hambre.

Pero no era tiempo de comer o beber, sino de mirar. Solo mirar.

Como el día se había levantado, había mucho que ver, y el paisaje valía la pena de lanzarle una ojeada. Incluso llegó al extremo de producirme casi una impresión desagradable. Precisamente a mí, que había vagabundeado por planetas y planetas de todos los tamaños y especies, a través del universo.

Dejé que todo aquel panorama llenara mi vista y la maravillara.

Todo el Drige era transparencia, explosión de luz, juegos centelleantes y deslumbramiento. Esa era la primera impresión de luz, juegos centelleantes y deslumbramiento. Esa era la primera impresión que se experimentaba. Luego observé que todo el conjunto se componía de un solo color: un verde pálido, casi gris. En cuanto a los miles de arabescos de este mundo, que hubiera podido tomarse como fabricado de cristal, se entrejuntaban y se anudaban los unos a los otros con una gracia tal y una fluidez que hubiera sido imposible de separar lo vegetal de lo artificial, sobre todo teniendo en cuenta que en un ambiente como aquel, de un solo color, hubiera sido imposible distinguir apenas objetos volúmenes aislados. Una sola red de virajes en la que todo detalle de masa estaba semidesvanecido, un solo laberinto de transparencias cuyas líneas y volutas parecían inscribirse en las leyes líquidas de una nueva geometría de la atracción. En rigor, podía admitirse un inexplicable compromiso. Como si la naturaleza de este mundo hubiese podido hacer el amor con las múltiples variaciones nacidas de una civilización cuyo refinamiento no podía ser puesto en tela de juicio.

Ilge contemplaba todo eso deslumbrada como yo mismo. ¿Qué podía decir ella? Lo que dicen los turistas que desembarcan en Mont-Saint-Michel o en el valle de Chevreuse, o como los que descubren por primera vez el océano subterráneo de Fourme-les-Neiges.

—¡Qué paisaje! —murmuró, pues, Ilge.

Yo asentí. Estaba pensando que si todo aquello no figuraba en buen lugar por las agencias de viajes era porque debía de haber un buen motivo. Unas razones lo suficientemente poderosas en las cuales yo prefería no pensar.

—¿Dónde estamos? —preguntó seguidamente Ilge.

Yo busqué y me lo pregunté en vano. Siempre me habían maravillado los héroes de estas novelas de anticipación del siglo XX en las que los intrépidos astronautas del espacio depositaban su victorioso pie en regiones que definían casi sin pensar: aquí una selva, aquí una ciudad, aquí un arrabal marciano, allí un árbol, más lejos un poste telegráfico, ¡vaya!, incluso un buzón postal. Se veía a simple vista que jamás habían llegado más allá de Nanterre. La realidad siempre era bien distinta. La mayor parte de esos mundos nos eran tan terriblemente extraños que nos faltaban palabras para describirlos, teoremas para comprenderlos e imaginación para admitirlos.

De este modo, en Drige-el-Luminoso, estábamos simple y plenamente perdidos en un sin fin de suposiciones. Ni siquiera sabíamos si estábamos en una ciudad drigeniana o simplemente en plena naturaleza.

¿Qué debían ser esas altas paredes que formaban un muro, contra el horizonte? ¿Edificios lisos, sin ninguna respiración? ¿Montañas? ¿Un gran trozo de cristal? ¿Las paredes de un circo gigante?... No podíamos saberlo. Y esta materia parecida al cristal, este material que nos rodeaba por todas partes, ¿de qué estaba hecho realmente? Tampoco podíamos saberlo. ¿Qué significaban esos tentáculos transparentes que se torcían en un singular y elegante arco para acoplarse a las seductoras convulsiones de curvas y varillas deshilachadas? ¿Plantas o entradas de metro? ¿Motivos decorativos o claridad tropical? Tampoco aquí había respuesta. ¿Ya esos charcos de plata en los que el sol se reflejaba a intervalos? ¿Qué sentido darles? ¿Pequeños y pintorescos lagos? Pero no, puesto que esta superficie argentada no era agua. ¿Espejos? ¿Bocas? ¿Manchas pintadas allá encima por un artista que había considerado todo el planeta como un solo cuadro abstracto? ¿Qué es absurdo? No más ni menos que otras hipótesis. Por otra parte, en el Universo, se habían visto ya cosas más extraordinarias que un planeta-cuadro-abstracto. Todo hay que decirlo.

Por eso, porque conocía todos los horrores, sabía que los planetas más peligrosos no eran forzosamente los que lanzaban llamas de la boca de un dragón al poner el pie en ellos. A menudo resultaban los peores aquellos que a primera vista parecían bellos y acogedores. Como Drige, por ejemplo. Drige-el-Luminoso. Estábamos intrigadísimos por saber qué incomprensible detalle de aquel mundo se nos aparecería de pronto agresivo, y qué clase de cosas iban a manifestarse. Todo lo teníamos ante nosotros. Podía venir en forma de una oxidación brutal de nuestros órganos al contacto con el suelo, como en Trycnos, verdadero cementerio donde diez divisiones terrestres encontraron la muerte en un campo de horror. Las radiaciones de aquella luminosa transparencia podían ser mortales, como en Grammos 4, donde nuestros químicos intentaron por todos los medios percibir el fatal secreto. Al mediodía, todo el planeta puede emitir un alboroto terrible, cuya agudeza nos hará trizas literalmente, como a los pioneros que visitaron por primera vez Thurge. Incluso la reverberación podría muy bien revelarse, a pleno sol, tan mortífera como en Iglege, planeta que aparecía como una sola bola de mica, erizado de pequeñas láminas como pequeños espejos. A menos que supongamos que en Drige, como en Spondyle, existe un régimen de mareas interiores y que, a partir de una determinada hora, sin preaviso, todo este paisaje de volúmenes sólidos se metamorfoseará en un solo mar aglutinante, suficientemente goloso para engullirnos como a dos simples guijarros.

Estaba escogiendo toda esa retahíla de recuerdos al azar, cuando Ilge me tomó del brazo.

—Escucha —dijo.

De las entrañas de la tierra volaba hasta nosotros una melopea indistinta, informe y purificada de sonidos, en la cual parecían mezcladas multitud de quejas infinitamente melancólicas.

—Un mundo habitado —comentó Ilge—. Mejor, ¿no crees?

—Eso depende de quién lo habite —respondí.

Pero no pensamos en huir o en escondernos. Sabíamos que la huida podía costamos la vida en un paisaje del que desconocíamos las incidencias del terreno y los invisibles peligros. ¿Escondernos? ¿Dónde en un planeta en el que todo es transparencia?

Al cabo de un rato apareció alguna cosa, alguna cosa viva.

—Mira —dijo Ilge—, un pez.

Una forma alargada, cubierta de escamas que centelleaban al sol, surgía de lo más profundo de aquellos charcos que lucían en el suelo. Aquello salía con una enorme lentitud, atravesando aquella superficie argentada como si se hubiera tratado, no de una materia, sino de un color. Si se trataba de un pez, era un pez volante, puesto que se mantenía ahora flotando entre el cielo y la tierra, moviéndose como si hubiera tenido que luchar contra una terrible presión, aunque con mucha más gracia y comodidad. Es obvio decir que aquella forma de moverse le era natural, se comprendía en seguida. Atentos a todos aquellos movimientos, por nuestra propia inquietud, vimos al pez cómo desenrollaba sus escamas, le vimos alargarse, y le tomamos en seguida por una serpiente, hasta que comprendimos que aquella criatura de escamas plateadas no era en realidad más que un brazo. Y este brazo pertenecía a un ser cuyo cuerpo entero salía del charco.

Drige era pues un mundo habitado. De todos los charcos plateados que nos rodeaban surgían seres vivientes. Todos sus movimientos eran de una tal lentitud que se nos cansaban los ojos de seguir sus evoluciones parecidas a las de grandes babosas. Todos se parecían entre ellos. Y se parecían algo a nosotros. Tenían cuatro miembros, como nosotros, un torso y una cabeza, pero eran filiformes: sensiblemente más grandes que nosotros, y sus brazos parecían extrañamente largos, evocando bastante las mangas de un hábito religioso. De la cabeza a los pies desaparecían bajo una cota de mallas de trenzado muy fino que les daba la impresión de estar efectivamente compuestos de escamas, como nuestros peces. De su rostro, si es que lo tenían, no se apreciaba más que sus ojos, enormes y globulosos, de un luminoso rojo, como si hubieran tenido una lámpara en su cráneo.

Estábamos allí, ante ellos, y no pasaba nada. No avanzaban hacia nosotros. Se cruzaban entre ellos, extrañamente indolentes, hacia su jornada. La mayoría permanecían inmóviles. Hablaban un lenguaje que parecía una sola melopea hecha de sonidos acordes con sus gestos. Era una lengua dulce y líquida que, a decir verdad, no chirriaba, no tenía durezas.

—O no nos ven, o se trata de unos grandes indiferentes —pensó y dijo en voz alta Ilge.

—Se diría que ni siquiera nos oyen.

—¿Pueden ser rusos, no?

—¿Por qué no intentarán atraparnos? Son más numerosos que nosotros. Y parecen armados. Mira...

Uno de los seres avanzaba apuntando hacia el cielo una larga lanza de vidrio que se ramificaba en varios dardos a su vez ramificados, cincelados con arte. Avanzaba hacia nosotros y, en aquel mismo instante, su lentitud me dio frío en la espalda. Sin embargo, sus ojos no parecían vislumbrarnos. Me coloqué delante de Ilge y saqué mi arma, dispuesto a tirar.

—¡Qué lentitud! ¡Es terrible! —murmuró Ilge.

Era lento, en efecto. El drigeano no avanzaba más de prisa de lo que hubiera podido hacerlo un caracol, se movía apenas. Estaba a punto de hacer fuego cuando me volví y contemplé el objeto que en realidad divisaba el drigeano. A algunos metros por encima del suelo, tan indolente como los humanoides de aquel mundo, planeaba una especie de medusa de los aires, surcando el espacio con sus transparentes filamentos y con gestos de alga. De la aguja del drigeano surgió de pronto una luminosidad cegadora, y la medusa se encontró proyectada entre los garfios de su arma, inerte, como petrificada. Tal como estaba allí hubiera podido jurarse que formaba parte del arma, que no era mas que un simple arabesco.

—Un cazador —dijo Ilge.

—Eso debe ser el equivalente de nuestra pesca submarina. Todo se encuentra en la naturaleza.

Un hecho parecía flagrante: nosotros no existíamos para ellos.

—No serán ellos los que nos maten —dije.

—¿Pero nos moriremos nosotros mismos? —preguntó Ilge.

Yo creía que sí. Algo me lo decía, y no pude decir exactamente qué. Me parecía sentir la muerte ya en mí. No estaba exactamente a nuestro alrededor, sino que estaba ya en nosotros. Eran quizás esa sed y ese hambre que se hacían por momentos acuciantes y me rondaban en el vientre y en la garganta. O aquella fatiga. ¿Cómo pensar que habíamos dormido hacía unos momentos y la noche anterior habíamos comido copiosamente? Miré la hora otra vez. No era posible. No eran mas que las dos y cinco minutos. Y yo tenía la impresión de caer de fatiga y no tener nada en el estómago desde algunos días por lo menos. Entonces Ilge me preguntó cuándo me había afeitado por última vez.

—¿Cómo?

—¿Cuándo te afeitaste por última vez?

Justamente antes de llegar a este mundo, me acordaba muy bien. Se lo dije.

—Dame tu mano —dijo Ilge.

La tomó y la frotó contra mi mejilla. Aquello me asustó.

—Se diría que hace cuatro o cinco días que no te has afeitado.

En efecto, se hubiera podido jurar que hacía cuatro o cinco días. Y mi hambre. Y nuestra sed. En cambio en este mundo, para este mundo, habían transcurrido apenas cinco minutos.

Comprendí entonces.

Lo comprendí todo. La extrema lentitud en la cual se movían aquellos seres. Su inmovilidad. El hecho de que no nos vieran. Que no oyeran nuestra voz. Que no existiéramos para ellos.

—El tiempo, Ilge, es el tiempo.

—¿El tiempo?

—Sí. Hay un deslizamiento. Nosotros no vivimos en su tiempo. Estamos en su espacio, pero no en su tiempo.

—Pero nosotros podemos verles.

—Nosotros sí, pero ellos no. No somos nada para ellos. Una luz fugitiva, tal vez, un centelleo. Vivimos demasiado de prisa para su percepción. Y sin embargo, a pesar de todo, sufrimos la ley de este mundo.

—¿La ley?

—Sí. Lo más peligroso de todo. Han pasado cinco minutos para los habitantes de Drige, pero para nosotros han transcurrido varios días de nuestras vidas. Hace muchos días que no hemos comido nada ni bebido ningún líquido. Y estamos cayéndonos de sueño y de fatiga.

—Podemos dormir, ¿no?

Sí, eso era sin duda lo único que podíamos remediar. Desgraciadamente, no podíamos hacer nada más. Y dormir podía significar nuestra muerte estando, como estábamos, sin ningún alimento. A este respecto me asaltó una duda, pero era muy débil. Me había parecido captar que en este mundo no había ningún alimento susceptible de convenirnos. Y no había percibido la menor traza de gota alguna de agua por ninguna parte. Este pensamiento se encadenó con otro. Súbitamente recordé la página de la guía de mi Michelin. Veía en mayúsculas las letras de Drige-el-Luminoso, seguidas de tres signos indicadores de muerte o de veneno y con estas palabras inscritas a continuación: un mundo en el que no llueve jamás. Un mundo sin agua. Aún no estábamos muertos, pero sabíamos qué era lo que provocaría nuestra muerte. Y, ¿cómo encontrar ayuda? ¿A quién pedir socorro? Aquello era un desierto, pensé. Nos habíamos extraviado en un desierto. Estábamos en pleno centro de una civilización, entre un grupo de individuos tal vez dispuestos a ayudarnos, y sin embargo, nuestra situación no era más envidiable que la de un náufrago arrojado sobre cualquier playa desierta. Y cada minuto que transcurría era equivalente a horas de privaciones, horas que nos acercaban a una muerte cierta...

Un espasmo de inconformismo sacudió todas las fibras de mis sentidos. No era cuestión de hurgar con mis dientes en un suelo privado de agua y de plantas, sino que podía intentar llamar la atención de los habitantes de este mundo. El cazador estaba allí, frente a mí. Le era necesario mucho más tiempo que eso para alejarse. Apenas había tenido tiempo de realizar una vuelta completa sobre sí mismo. En un salto, apoyando todo mi peso, me lancé a sus piernas. Como si hubiera querido hacer caer a un jugador de rugby. Pero el drigeano ni siquiera vaciló. Ninguna reacción fue acusada.

Evidentemente, el efecto que producía en él era el equivalente al que una pluma hubiera efectuado en mí. Verdaderamente, yo no era nadie en este mundo. No éramos nada. Solo poseíamos la vida, y pronto ya ni eso.

Ilge se tendió en el suelo. Estaba extenuada. Me aproximé a ella. La toqué, dejando que mi cabeza se apoyara entre sus muslos. Se estaba bien así. La necesidad de hacer el amor me dominó por un momento. Pero no era mas que un deseo abstracto: un acto por encima de mis fuerzas.

—¿Qué hacen esos? —murmuró Ilge.

Los observé atentamente. La mayor parte de los drigeanos parecían absorbidos por un trabajo del que buscaba en vano la definición. De todas maneras, se movían con tal lentitud que cualquier acto de ellos parecía carecer totalmente de sentido. Un hecho, sin embargo, se impuso: por alguna magia invisible a nuestros ojos, aquellos seres provocaban sutiles variaciones en el paisaje fluorescente que nos rodeaba. Se creaban juegos de luz y metamorfosis, para desaparecer volviéndose a crear de nuevo. Algunos volúmenes cambiaban de forma, otros desaparecían como esfumados inexplicablemente en el espacio. En el interior mismo de la materia estallaban en silencio bombas de luz que pasaban de un tubo a otro con la gracia de un chorro de humo. Y de estas variaciones nacían sonidos tan lentos como las formas que los hundían en un clima de indolencia ideal, como si cada detalle de este mundo hubiera sido moldeado por una perfección por mucho tiempo perseguida.

¿Una escultura abstracta? Casi podía creerse. Estos seres parecían formar un solo equipo de artesanos impasibles jugando a crear en el espacio arabescos inútiles y cambiantes de una escultura siempre recomenzada. O tal vez se sumergían en la experiencia de algún hecho científico ignorado por nosotros. A menos que admitiéramos que habíamos caído en una oficina en donde la contabilidad práctica se traducía en símbolos que nosotros tomábamos, equivocadamente, por las manifestaciones de un arte refinado. O una fábrica al aire libre tal vez, una fábrica incrustada literalmente en el paisaje, compuesta de máquinas imposibles de diferenciar del decorado natural. Y dentro de unos instantes contemplaríamos cómo los drigeanos fabricaban agujas para tricotar, ganchos para colgar jamones o semillas de alcachofa.

Yo miraba todo aquello e intentaba comprender. Pero una nube brumosa se cernía ya entre lo que miraba y mi capacidad de razonamiento. El hambre, la sed, la fatiga, componían esa bruma cuya densidad me secaba la garganta.

Entre lo maravilloso y la pesadilla. En esto también, pensé, estaba confuso. Estábamos exactamente en aquella latitud. Lo maravilloso estaba allí, a nuestro alrededor, estallando calmosamente, todo tranquilo en un mundo que no era más que luminosidad, calma y lentitud, lujo y refinada dulzura. La pesadilla estaba en nosotros y era imposible escaparnos de ella, huir hasta llegar a la maravilla que nos servía de decorado. Un decorado tan inútil como un espejo. O mejor no. Nosotros éramos los espejos. Espejos vivientes. En este mundo, para los que habitaban este mundo. No éramos mas que objetos invisibles, abstractos. ¡Un espejo! De pronto enloquecí. Hubiera querido actuar, golpear, aullar, romper en mil pedazos aquella barrera que...

Ni siquiera logré mantenerme derecho, estaba llegando ya al límite de mis fuerzas. Sentía la impresión de haber errado días y días por un corredor sin fin. No podía más.

Logré llegar hasta una de esas largas agujas del decorado, hoja de cactus drigeana o simple cuerno de su máquina sin motor. Hubiera querido destrozarla, arrancarla, destruir alguna cosa de este mundo para hacerme notar o provocar un cortocircuito para forzar a esos seres a registrar nuestra presencia. Agoté mis últimas fuerzas en ello. Pero en vano. Nada cedía. Esta transparencia que recordaba el cristal tenía la solidez del acero templado. Grité entonces con todas mis fuerzas, igualmente en vano. Caí al suelo, anegado en sudor. Sentí la mano de Ilge acariciándome la mejilla. Una mano áspera, reseca. Una mano de muerta ya. Una mano de muerta que tocaba a un muerto.

—No hubiéramos tenido que... —comencé.

—Ya no hay nada que hacer —me interrumpió Ilge.

Creo que oí a Ilge decirme buenas noches. Luego nada más.

Cuando intenté despertar a Ilge comprendí que ya no despertaría nunca más.

Hacía una semana que la había conocido. Sí, tan solo una semana. Su simpatía me había emocionado inmediatamente. Más aún que las líneas de su cuerpo o la belleza de su rostro.

—De acuerdo, iré contigo este fin de semana —me había dicho—: Después, ya veremos...

Bien, ahora estaba todo visto. Y yo también la veía por última vez. La veía ya turbiamente, lejos, fugitiva, borrosa...

Pero comprendí la magnitud del fracaso en ese mismo instante. E incluso consiguió que reviviera un poco.

Primeramente hubo aquella llama de una sola luminosidad que cubrió todo el decorado. Y, como si hubiera sido gravemente herido, todo este mismo decorado lanzó un singular grito de dolor o de triunfo. Vi entonces a los drigeanos acercarse todos juntos a un punto preciso y hacer un círculo alrededor de una cosa fluida que manaba, manaba transparente, pura, incolora, en ese dédalo débilmente pintado de verde.

Agua, sin duda.

Lo que los drigeanos componían era el agua. Nada más. Aquella agua en la que yo soñaba con todas mis fuerzas, con todas mis entrañas.

—Agua —murmuré.

Intenté levantarme, moverme, hablar, gritar, arrastrarme, pero nada mas lejos de mí que la composición de esos gestos. Lejos de mí, de mis fuerzas. Caí definitivamente al suelo, mirando con toda la furia de mis ojos, que en adelante serían ya ciegos, aquella agua cristalina que manaba, manaba sin cesar...

Más tarde, los drigeanos se dieron cuenta de la presencia de los dos terrestres.

La muerte les había hecho entrar en su espacio temporal. La inmovilidad de la muerte.

Se aproximaron a los dos cadáveres y los tocaron. Luego, sin comprender demasiado ni saber exactamente qué hacer, fueron a buscar agua.

Y, con infinita dulzura, dieron de beber a los cadáveres.