Las perspectivas del marxismo norteamericano[587]
Carta abierta a V. F. Calverton
4 de noviembre de 1932
Estimado camarada Calverton[588]:
Recibí su folleto, Por la revolución, y su lectura me resultó interesante y también muy provechosa. Sus argumentos contra los «caballeros de la pura reforma» de Norteamérica son muy convincentes, algunos realmente espléndidos. Pero, por lo que pude entender, usted no pretende de mí que le haga cumplidos literarios sino que le dé una caracterización política. Estoy dispuesto a complacerlo, dado que en este momento los problemas del marxismo norteamericano son de importancia excepcional.
Por su carácter y estructura, su folleto es muy apropiado para los representantes de la juventud estudiantil que tienen inquietudes. Es imposible ignorar a la juventud; por el contrario, hay que saber hablarles a los estudiantes en su propio lenguaje. Sin embargo, usted mismo señala repetidamente en su trabajo una idea elemental para un marxista: que sólo la clase obrera puede abolir el capitalismo. Usted plantea correctamente que la educación de la vanguardia proletaria es la tarea fundamental. Pero en su folleto no encuentro el puente hacia ese objetivo ni ninguna indicación sobre dónde hay que buscarlo.
¿Es éste un reproche? Sí y no. Esencialmente, su librito es una respuesta a esa variedad especial de radicales pequeñoburgueses —parece que en Norteamérica se los conoce simplemente como «liberales»— dispuestos a aceptar las más audaces conclusiones sociales mientras no impliquen ninguna obligación política. ¿Socialismo? ¿Comunismo? ¿Anarquismo? ¡Muy bien! Pero solamente a través de las reformas. ¿Transformar de arriba abajo la sociedad, la moralidad, la familia? ¡Espléndido! Pero siempre con el permiso de la Casa Blanca y Tammany.
Como ya lo dije, usted presenta argumentos muy buenos contra estas tendencias pretenciosas y estériles. Pero la controversia asume inevitablemente el carácter de una disputa entre el ala reformista y el ala marxista de un club intelectual. De la misma manera, hace treinta o cuarenta años, en Petrogrado y en Moscú, los marxistas académicos discutían con los populistas académicos de esta manera: ¿Tiene que pasar Rusia por la etapa del capitalismo, o no? ¡Cuánta agua corrió desde entonces bajo los puentes! La sola necesidad de plantear el problema como usted lo hace en su folleto refleja con claridad el atraso político de Estados Unidos, tecnológicamente el país más avanzado del mundo. En la medida en que usted no tiene el derecho de ignorar las condiciones norteamericanas, no hay reproche en mis palabras.
Pero al mismo tiempo hay un reproche. Pues paralelamente a los folletos y a los clubes donde se realizan debates académicos en pro y en contra de la revolución, en las filas del proletariado norteamericano, pese al atraso de su movimiento, hay distintos grupos políticos, y algunos son revolucionarios. Usted no hace ninguna referencia a ellos. Su folleto no menciona al así llamado Partido Socialista, ni al Partido Comunista, ni a los grupos transicionales, en especial a las fracciones internas del movimiento comunista. Esto significa que usted no se dirige a nadie en particular para llegar a algún punto particular. Usted explica la inevitabilidad de la revolución. Pero el intelectual al que usted convenza puede terminar de fumar tranquilamente su cigarrillo y pasar al siguiente punto del orden del día. En este sentido hay en mis palabras un elemento de reproche.
Planteo este punto en primer lugar porque me parece que su posición política, por lo que puedo juzgar por sus artículos, es típica de un sector bastante numeroso y teóricamente capacitado de intelectuales de izquierda de Estados Unidos.
Por supuesto, no hay necesidad de referirse al partido de Hillquith-Thomas[589] como si fuera un instrumento de la revolución proletaria. Sin haber alcanzado ni de lejos la fuerza del reformismo europeo, la socialdemocracia norteamericana adquirió todos sus vicios y, apenas pasada la infancia, cayó ya en lo que los rusos llaman «senilidad perruna». Confío en que usted estará de acuerdo con esta caracterización; incluso es posible que más de una vez haya expresado posiciones similares.
Pero en el folleto Por la revolución no dice una palabra sobre la socialdemocracia. ¿Por qué? Me parece que se debe a que si hablaba de la socialdemocracia tenía que hacer también una caracterización del Partido Comunista. Y ésta es una cuestión sensible y muy importante, que impone obligaciones y trae consecuencias. Tal vez me equivoque respecto a usted personalmente, pero muchos marxistas norteamericanos, obvia y obcecadamente, eluden fijar su posición respecto al partido. Se proclaman «amigos» de la Unión Soviética, «simpatizan» con el comunismo, escriben artículos sobre Hegel y la inevitabilidad de la revolución, y… nada más. Pero con esto no basta. Porque el instrumento de la revolución es el partido. ¿No esta de acuerdo?
No quisiera que me entienda mal. No quiero decir que la tendencia a eludir las consecuencias practicas de una posición clara esconda un interés por la tranquilidad personal. Lo admito; hay algunos cuasi «marxistas» que se asustan del Partido Comunista porque su objetivo es sacar la revolución del club de debates y llevarla a la calle. Pero discutir con esos esnobs sobre el partido revolucionario es generalmente una pérdida de tiempo. Nos referimos a otros marxistas, más serios, que de ninguna manera se asustan ante la actividad revolucionaria pero a los que el actual Partido Comunista les disgusta por su bajo nivel teórico, su burocratismo y su falta de iniciativa revolucionaria genuina. Al mismo tiempo se dicen: ése es el partido que esta más a la izquierda, ligado a la Unión Soviética, y en cierto sentido «representante» de la URSS. ¿Es correcto atacarlo, es admisible criticarlo?
Los vicios oportunistas y aventureros de la actual dirección de la Internacional Comunista y de su sección norteamericana son demasiado evidentes como para insistir sobre ello. De todos modos, es imposible e inútil repetir en esta carta lo que ya dije sobre el tema en una cantidad de trabajos. Dentro del comunismo todos los problemas teóricos, estratégicos, tácticos y organizativos se han convertido en el objeto de profundas divergencias. Se formaron tres fracciones fundamentales que en el transcurso de los últimos años, debido a los grandes acontecimientos que se vivieron, demostraron sus características. La lucha entre ellas se exasperó, dado que en la Unión Soviética cualquier diferencia con el grupo gobernante provoca la expulsión inmediata del partido y la represión por parte del estado. En Estados Unidos, como en otros países, el intelectual marxista se ve ante un dilema: o acepta, tácita y obedientemente, a la Internacional Comunista tal como es, o se lo incluye en el campo de la contrarrevolución y el «social-fascismo». Un grupo de intelectuales eligió el primer camino: sigue al partido oficial con los ojos cerrados o medio cerrados. Otro grupo vaga sin un partido, cuando puede defiende a la Unión Soviética contra la calumnia y elabora sermones abstractos sobre la revolución sin indicar el camino para encontrarla.
Sin embargo, la diferencia entre ambos grupos no es tan grande. Los dos renuncian al esfuerzo creativo de elaboración de una opinión independiente y a la lucha valiente por su defensa, que es precisamente el punto de partida del revolucionario. Los dos están constituidos por camaradas de ruta, no por constructores activos del partido revolucionario. Es cierto que el camarada de ruta es preferible al enemigo. Pero un marxista no puede ser un camarada de ruta de la revolución. Además, la experiencia histórica demuestra que en los momentos más críticos la tormenta de la lucha arrastra al campo enemigo a la mayoría de los camaradas de ruta intelectuales. Cuando vuelven lo hacen recién después que se consolidó el triunfo. Máximo Gorki es el ejemplo más claro, pero no el único. Digamos de paso que en la cúpula del actual aparato soviético hay un importante porcentaje de individuos que hace quince años estaban al otro lado de las barricadas de Octubre de 1917.
¿Hace falta recordar que el marxismo, además de interpretar el mundo, enseña cómo transformarlo? También en el terreno del conocimiento la voluntad es la fuerza motriz. En el momento en que el marxismo pierde la voluntad de transformar de manera revolucionaria la realidad política, pierde también la capacidad de comprenderla correctamente. El marxista que, por tal o cual consideración secundaría, no saca sus conclusiones, termina traicionando al marxismo. Pretender ignorar las distintas fracciones comunistas, no comprometerse uno mismo, implica ignorar la actividad que, a través de todas sus contradicciones, consolida a la vanguardia de la clase; implica protegerse con la abstracción de la revolución, como si fuera una caparazón, de los golpes y embates del proceso revolucionario real.
Cuando los periodistas burgueses de izquierda defienden superficialmente a la Unión Soviética, tal como es, realizan una tarea progresiva y encomiable. Pero para un revolucionario marxista esto es totalmente insuficiente. Todavía no está resuelto —¡no lo olvidemos!— el problema de la Revolución de Octubre. Unicamente los loros pueden sentirse satisfechos repitiendo: «El triunfo está asegurado». ¡No, no esta asegurado! El triunfo plantea el problema de la estrategia. No hay ningún libro que prevea cuál debe ser la orientación correcta del primer estado obrero. No existe ni puede existir un cerebro que conozca la fórmula prefabricada para la sociedad socialista. Sólo por medio de la experiencia y del trabajo colectivo, es decir, del choque constante de las ideas, se podrá determinar el camino que deben seguir la economía y la política. El marxista que se limita a «simpatizar» superficialmente sin participar en la lucha sobre la industrialización, la colectivización, el régimen partidario, etcétera, no supera el nivel de los periodistas burgueses «progresistas» como Duranty[590], Louis Fischer y otros. Por el contrario, esta por debajo de ellos, ya que abusa del nombre de revolucionario.
Eludir las respuestas directas, jugar a la gallina ciega con los grandes problemas, callarse diplomáticamente y esperar o, lo que es peor, consolarse con la idea de que la lucha actual dentro del bolchevismo es un problema de «ambiciones personales», significa conciliar con la pereza mental, inclinarse ante los peores prejuicios filisteos y condenarse a la desmoralización. Supongo que estaremos de acuerdo sobre este punto.
La política proletaria tiene una gran tradición teórica, y ésa es una de las razones de su poder. El marxista educado estudia las diferencias entre Engels y Lasalle[591] respecto a la guerra europea de 1859. Es necesario hacerlo. Pero, si no es un pedante de la historiografía marxista ni un ratón de biblioteca sino un revolucionario proletario, le resultará mil veces más importante elaborar una opinión independiente sobre la estrategia revolucionaria en China desde 1925 hasta 1932. Fue precisamente alrededor de esa cuestión que la lucha revolucionaria dentro del bolchevismo se agudizó por primera vez hasta llegar a la ruptura. ¡Es imposible ser marxista y no tomar posición sobre problemas de los que depende el futuro de la revolución china y a la vez el de la revolución india, es decir el destino de casi media humanidad!
Es muy útil estudiar, por ejemplo, las viejas diferencias entre los marxistas rusos sobre el carácter de la futura revolución de su país, recurriendo, naturalmente, a las fuentes originales y no a las inconscientes e ignorantes recopilaciones de los epígonos. Pero es mucho más importante comprender claramente la teoría y la práctica del Comité Anglo-Ruso, del «tercer período», del «social-fascismo», de la «dictadura democrática» en España y la política de frente único. En última instancia, lo que justifica el estudio del pasado es que ayuda a orientarse en el presente.
Es inadmisible que un teórico marxista ignore los congresos de la Primera Internacional. Pero es mil veces más urgente estudiar las discrepancias actuales sobre el Congreso «Contra la Guerra» de Amsterdam de 1932. Por cierto, ¿de qué sirve la más sincera y cálida simpatía por la Unión Soviética si va acompañada por la indiferencia respecto a los métodos necesarios para defenderla?
¿Existe hoy para un revolucionario un tema más importante, más apasionante, más candente, que la lucha y la suerte del proletariado alemán? ¿Es posible, por otra parte, definir una actitud hacia los problemas de la revolución alemana si se deja de lado las diferencias que se dan en el campo del comunismo alemán e internacional? Un revolucionario que no tiene una opinión sobre la política de Stalin-Thaelmann no es un marxista. Un marxista que tiene una opinión pero se calla la boca no es un revolucionario.
No basta con predicar las ventajas de la tecnología; es necesario construir puentes. ¿Cómo juzgaríamos a un médico joven que, en vez de hacer su práctica como interno, se contentara con leer biografías de los grandes cirujanos del pasado? ¿Qué habría dicho Marx de una teoría que en vez de profundizar la práctica revolucionaria lo separase a uno de ella? Muy probablemente habría repetido su sarcástica afirmación: «No, no soy un marxista».
Todo indica que la crisis actual será un gran hito en el camino histórico de Estados Unidos. De cualquier modo, el torpe provincianismo norteamericano está llegando a su fin. Los lugares comunes de los que invariablemente se nutría el pensamiento político norteamericano están completamente desgastados. Todas las clases necesitan una nueva orientación. Es inminente una drástica renovación del capital circulante y también del capital fijo de la ideología política. Que los norteamericanos, tan obstinadamente, se hayan quedado atrás en el terreno de la teoría socialista no significa que siempre vayan a estar retrasados. Se puede aventurar, sin demasiado riesgo, el pronóstico opuesto: cuanto más tiempo sigan los yanquis vistiendo el raído ropaje del pasado, más poderoso será el envión del pensamiento revolucionario cuando suene finalmente su hora en Norteamérica. Y esta hora está cercana. En las próximas décadas, los dos focos de donde partirá la teoría revolucionaria para elevarse a nuevas alturas serán el este asiático y Norteamérica.
En los últimos cien años el movimiento proletario desplazó varias veces su centro de gravedad. De Inglaterra a Francia, a Alemania, a Rusia; ésta fue la secuencia histórica de la residencia del socialismo y el marxismo. La actual hegemonía revolucionaria de Rusia no puede durar mucho. Naturalmente, el solo hecho de la existencia de la Unión Soviética, especialmente antes del triunfo proletario en un país avanzado, es de inmensa importancia para el movimiento revolucionario de todo el mundo. Pero la influencia directa de la fracción gobernante en Moscú se convirtió ya en un freno para el desarrollo del proletariado internacional. Durante los últimos años la fértil hegemonía ideológica del bolchevismo fue remplazada por la rígida opresión del aparato. No hace falta demostrar las desastrosas consecuencias de este régimen; basta con mirar a la dirección del Partido Comunista norteamericano. Librarse del comando burocrático y sin principios pasó a ser una cuestión de vida o muerte para la revolución y el marxismo.
Usted tiene perfecta razón cuando dice que la vanguardia del proletariado norteamericano tiene que aprender a apoyarse también en las tradiciones revolucionarias de su propio país. En un sentido podemos aceptar la consigna «¡norteamericanizar el marxismo!». Esto no significa, por cierto, revisar sus principios y su metodología. El intento de Max Eastman[592] de tirar por la borda la dialéctica materialista en función del «arte tecnológico de la revolución» es una aventura obviamente sin perspectivas, y retrógrada por sus posibles consecuencias. El sistema marxista aprobó totalmente el examen de la historia, especialmente ahora, en la época de decadencia capitalista —época de guerras y revoluciones, tormentas y choques—, la dialéctica materialista revela plenamente su fuerza inexorable. Norteamericanizar el marxismo significa enraizarlo en tierra norteamericana, verificarlo a través de los acontecimientos de la historia de Estados Unidos, elaborar con sus métodos los problemas de la economía y de la política norteamericanas, asimilar la experiencia revolucionaria mundial desde el punto de vista de la revolución norteamericana. ¡Gigantesca labor! Ea hora de arremangarse y comenzarla de una vez.
Marx le escribió a Engels el 25 de julio de 1877, después de que el centro disperso de la Primera Internacional[593] se trasladó a Estados Unidos, respecto a las huelgas en ese país: «El potaje está comenzado a hervir, y se justificará el traslado del centro de la Internacional a Estados Unidos». Unos días después Engels le contestó: «¡Recién hace doce años que se abolió la esclavitud, y el movimiento ya alcanzó tal magnitud!». Ambos se equivocaron. Pero, como en otros casos, se equivocaron en cuanto al ritmo, no en la orientación. Indudablemente, el gran «potaje» transoceánico comienza a hervir, la crisis del desarrollo del capitalismo norteamericano provocará un florecimiento del pensamiento crítico y generalizador, y tal vez no esté muy lejana la hora en que el centro teórico de la revolución internacional se traslade a Nueva York.
¡Perspectivas realmente colosales, que quitan el aliento, se abren ante el marxista norteamericano!
Con sinceros saludos,
L. Trotsky