PRÓLOGO
El día 8 del mes judío de Ab, finales de julio del año 70 d. C., Tito, el hijo del emperador romano Vespasiano, al mando de las tropas que asediaban Jerusalén desde hacía ya cuatro meses, ordenó que todo su ejército al completo se dispusiera a lanzar un asalto sobre el Templo al amanecer. Al día siguiente se cumplían quinientos años exactos de la destrucción de Jerusalén a manos de los babilonios. Tito estaba al frente de un ejército de cuatro legiones, un total de sesenta mil legionarios romanos y tropas auxiliares locales ansiosos por asestarle el golpe final a la desafiante, aunque deshecha, ciudad. En el interior de sus murallas, alrededor de medio millón de hambrientos judíos sobrevivían en condiciones infernales: si bien algunos de ellos eran fanáticos religiosos y otros, bandoleros a la caza de botín, lo cierto es que la mayoría de la población la formaba familias inocentes sin posibilidad de escapar de esa formidable trampa mortal. Un gran número de judíos vivía fuera de Judea, instalados a lo largo y ancho del Mediterráneo y del Próximo Oriente, y esta última lucha desesperada decidiría no sólo el destino de la ciudad y de sus habitantes, sino también el futuro del judaísmo y del pequeño culto judeocristiano, e incluso, observando los acontecimientos de seis siglos más tarde, la forma que adquiriría el islam.
Pese a las rampas que habían construido para escalar los muros del Templo, los asaltos de los romanos no lograron penetrar en la fortaleza. Algo antes aquel mismo día, Tito les había dicho a sus generales que su esfuerzo por preservar ese «templo extranjero» le estaba costando demasiados soldados, y había ordenado incendiar las puertas del Templo. La plata de las puertas se había fundido y había extendido el fuego a los pórticos de madera, ventanas y fijaciones, y de ahí a la madera amontonada en los corredores del Templo. Tito ordenó entonces apagar el fuego. Los romanos, declaró, no «se debían vengar en las paredes y piedras sin alma» en lugar de en los hombres. Después se retiró a pasar la noche en su cuartel general instalado en la torre de la fortaleza Antonia, medio en ruinas y situada en una zona alta que dominaba el reluciente complejo del Templo.
Tan espeluznantes eran las escenas que se desarrollaban alrededor de las murallas que parecía que el infierno había invadido la tierra. Miles de cuerpos se pudrían bajo el sol, el hedor era insoportable y manadas de perros y chacales se daban un festín de carne humana. Unos meses antes, Tito había ordenado que todos los prisioneros y los desertores fueran crucificados, y quinientos judíos eran crucificados cada día. El monte de los Olivos y las colinas rocosas y escarpadas que rodeaban la ciudad estaban tan abarrotados de cruces que apenas quedaba ya espacio para más, ni tampoco árboles con los que construirlas.[1] Los soldados de Tito se divertían clavando a sus víctimas en las posiciones más absurdas. Tan desesperados estaban muchos jerosolimitanos por escapar de la ciudad que al salir se tragaban sus monedas a fin de ocultar su tesoro, que esperaban recuperar una vez estuvieran a salvo de los romanos. Aparecían «hinchados por el hambre e inflamados como hombres que padecieran hidropesía», pero si comían, «reventaban». Cuando a los primeros les estallaron las tripas, los soldados descubrieron los hediondos tesoros intestinales, así que empezaron a destripar a todos los prisioneros y a buscar en sus intestinos mientras todavía estaban vivos. Tito, escandalizado, intentó prohibir estos saqueos anatómicos. Vano empeño: las tropas auxiliares sirias de Tito, que odiaban a los judíos, y a las que los judíos odiaban con la maldad de los vecinos, disfrutaban con estos juegos macabros.[2] Las crueldades perpetradas por los romanos y por los rebeldes en el interior de las murallas son comparables a algunas de las peores atrocidades cometidas en el siglo XX.
La guerra había empezado cuando la ineptitud y la avaricia de los gobernadores romanos impulsaron incluso a la aristocracia de Judea, los aliados judíos de Roma, a hacer causa común con una revuelta religiosa popular. Los insurgentes eran una mezcla de judíos religiosos y bandidos oportunistas que habían aprovechado la decadencia y posterior caída del emperador Nerón, y el caos posterior a su suicidio, y se habían unido para expulsar a los romanos y reinstaurar un estado judío independiente en torno al Templo. Sin embargo, la revolución judía empezó de inmediato a consumirse a sí misma en sangrientas purgas y guerras de bandas.
Después de Nerón, tres emperadores romanos asumieron el gobierno en rápida y caótica sucesión. Tras ser nombrado emperador, Vespasiano envió a Tito a tomar Jerusalén, ciudad que, en aquel momento, estaba dividida entre tres señores de la guerra en constante lucha. Al principio, los señores de la guerra judíos habían librado sus batallas campales en los patios del Templo, por donde corrieron ríos de sangre, antes de saquear la ciudad. Sus combatientes irrumpieron en los barrios más prósperos asaltando las casas y desvalijándolas a conciencia, matando hombres y violando mujeres «por juego y pasatiempo». Enardecidos por su poder y la excitación de la cacería, y probablemente intoxicados por el vino robado, «ardían de lujuria y deseo desordenado de las mujeres, vestidos con hábitos de las mujeres, arreados los cabellos y lavados con ungüentos, hermoseábanse los ojos». Esos asesinos provincianos que se pavoneaban vestidos con «túnicas de delicados tintes», mataban a cualquiera que se cruzara en su camino, y en su ingeniosa depravación, «inventaron placeres prohibidos». Jerusalén, entregada a una «suciedad demasiada», se convirtió en «lugar deshonesto y público» y cámara de tortura, aunque nunca dejó de ser un santuario.[3]
De algún modo, el Templo siguió funcionando. En abril, antes de la llegada de los romanos a las puertas de la ciudad, los peregrinos habían acudido a celebrar la Pascua judía. La población de Jerusalén solía acercarse a los veinte mil habitantes, pero los romanos habían dejado atrapados en la ciudad a los peregrinos y a una gran cantidad de refugiados de la guerra, de modo que ahora la habitaban cientos de miles de personas. Los cabecillas rebeldes no dejaron de luchar entre ellos hasta que Tito rodeó las murallas de la ciudad, cuando por fin unieron a sus 21 000 guerreros para enfrentarse unidos a los romanos.
La ciudad que Tito vio por primera vez desde el monte Scopus, nombre derivado de la expresión griega «mirar», skopeo, era, en palabras de Plinio, «sin duda la ciudad más celebrada del este», una metrópoli próspera y vibrante construida alrededor de uno de los templos más extraordinarios del mundo antiguo, en sí mismo una exquisita obra de arte a una escala inmensa. Jerusalén existía desde hacía miles de años, pero esta ciudad de numerosas murallas y torres, situada a caballo entre dos montañas en medio de los áridos peñascos de Judea, nunca había sido tan populosa o tan imponente como en el siglo I d. C.: es más, hasta el siglo XX, Jerusalén nunca volvería a recuperar esa grandeza. Esta Jerusalén era el logro de Herodes el Grande, el brillante y psicótico rey de Judea cuyos palacios y fortalezas habían sido construidos a una escala tan monumental, y tan lujosa era su decoración, que el historiador judío Josefo afirma que no le es «posible declarar[lo] con palabras».
La portentosa gloria del propio Templo eclipsaba cualquier otra cosa. «Después de salido el sol, relucía con un resplandor como de fuego, de tal manera que los ojos de los que lo miraban no podían sostener la vista». Cuando los extranjeros, como por ejemplo Tito y sus legionarios, veían por primera vez este Templo, les parecía «una montaña blanca de nieve». Los judíos piadosos sabían que en el centro de los patios de esta ciudad, dentro de la ciudad, en la cumbre del monte Moria, había una minúscula sala de santidad suprema que contenía prácticamente nada. En ese espacio se concentraba el centro de lo más sagrado de los judíos: el Santo de los santos, la morada de Dios.
El Templo de Herodes era un santuario, pero también era una fortaleza casi inexpugnable en el interior de la ciudad amurallada. Los judíos, alentados por la debilidad romana en el año de los cuatro emperadores, y amparados por las alturas cortadas a pico de Jerusalén, sus fortificaciones y el propio laberíntico Templo, hicieron gala de una confianza presuntuosa al enfrentarse a Tito. Al fin y al cabo, llevaban desafiando a Roma casi cinco años. Tito, no obstante, poseía la autoridad, la ambición, los recursos y el talento necesarios para llevar a cabo la misión que le habían encomendado, y emprendió la tarea de reducir Jerusalén con eficiencia sistemática y una fuerza abrumadora. En los túneles junto a la muralla occidental del Templo se han encontrado proyectiles de ballesta, posiblemente disparados por el ejército de Tito, que dan testimonio de la intensidad del bombardeo romano. Los judíos defendieron cada palmo con un abandono casi suicida. Aun así, Tito, que disponía de un completo arsenal de armas de asedio, catapultas y la habilidad de los ingenieros romanos, superó la primera muralla en quince días, condujo a un millar de legionarios hasta el laberinto de los mercados de Jerusalén y tomó por asalto la segunda muralla. Los judíos, sin embargo, hicieron una salida y reconquistaron la muralla, que tuvo que ser asaltada de nuevo. Tito intentó a continuación intimidar a la ciudad haciendo desfilar a su ejército luciendo sus centelleantes corazas, cascos y espadas, banderas ondeando al viento, águilas refulgentes y «caballos muy adornados». Miles de jerosolimitanos congregados en almenas y bastiones pudieron admirar sobrecogidos «la gentileza de las armas». Los judíos persistieron en su desafío, o tal vez les tenían demasiado miedo a sus señores de la guerra, y obedecieron las órdenes: no rendirse.
Finalmente, Tito decidió rodear y sellar toda la ciudad construyendo una muralla de circunvalación. A finales de junio, los romanos se lanzaron al asalto contra la maciza fortaleza Antonia que dominaba en altura al Templo y la arrasó por completo, salvo por una torre en la que estableció su puesto de mando.
A mediados de verano, mientras los bosques de cadáveres crucificados cubiertos de moscas seguían brotando en las áridas y rocosas colinas, una sensación de desastre inminente, el fanatismo intransigente, el sadismo caprichoso y una hambruna aguda asolaban el interior de la ciudad. Bandas armadas merodeaban en busca de comida. Los niños comían de las manos de sus padres y las madres les robaban las migajas a sus propios hijos. Las puertas cerradas sugerían provisiones ocultas y los guerreros forzaban la entrada y empalaban a sus víctimas para obligarlas a revelar los escondites del grano. Si no encontraban nada, se comportaban con una «crueldad aún más bárbara», como si les hubieran «estafado». Aun cuando los propios combatientes todavía tuvieran comida, mataban y torturaban por costumbre, «prosiguiendo su locura desenfrenadamente». Jerusalén estaba desgarrada por las cazas de brujas, sus habitantes se denunciaban los unos a los otros acusándose de acaparador o traidor. Ninguna otra ciudad, reflexionaba Josefo, testigo presencial de los hechos, «hubo que tal sufriese, ni creo que hubo nación en el mundo tan feroz y tan dispuesta para toda maldad y bellaquería».[4]
Los jóvenes recorrían las calles «igual que sombras, todos hinchados por el hambre, y caían muertos allá donde les encontraba su miseria». Había quien moría intentando dar sepultura a sus familiares, y a otros, por descuido, los enterraban mientras todavía respiraban. El hambre devoró a familias enteras en sus hogares. Los jerosolimitanos vieron morir a sus seres queridos «con los ojos secos y la boca abierta, un profundo silencio y una especie de noche mortal invadió la ciudad», pero todos los que perecieron lo hicieron «con la vista fija en el Templo». Los cadáveres se amontonaban en las calles y al cabo de poco tiempo, contraviniendo la ley judía, nadie enterraba ya a los muertos en esta enorme sepultura. Tal vez Jesucristo había presentido esto cuando vaticinó el Apocalipsis futuro diciendo «deja que los muertos entierren a sus muertos». En ocasiones, los rebeldes se limitaban a arrojar los cuerpos por encima de las murallas y los romanos los dejaban que se pudrieran en hediondos montones. Y pese a todo ello, los rebeldes seguían luchando.
Tito, un soldado romano muy poco remilgado que había matado doce judíos con su propio arco en su primera escaramuza, quedó horrorizado y estupefacto: sólo pudo lamentarse ante los dioses de que eso no era obra suya. El «querido… y el placer para la raza humana» era conocido por su generosidad. «Amigos, he perdido un día», solía decir cuando no había encontrado el tiempo de entregarles regalos a sus camaradas. Robusto y franco y con la barbilla partida, labios generosos y rostro redondo, Tito estaba demostrando su competencia militar, y que era un hijo popular del nuevo emperador Vespasiano: la consolidación de su dinastía dependía de su victoria sobre los rebeldes judíos.
Numerosos renegados judíos formaban parte del entorno de Tito, entre ellos tres jerosolimitanos: un historiador, un rey y (según parece) una reina por partida doble, que compartía la cama del César. El historiador, y consejero de Tito, era Josefo, un comandante judío rebelde que había desertado para unirse a los romanos, y la única fuente de esta crónica. El rey era Herodes Agripa II, un judío muy romano educado en la corte del emperador Claudio y antiguo supervisor del Templo judío construido por su abuelo Herodes el Grande que solía residir en su palacio de Jerusalén, aunque gobernara territorios dispares al norte de lo que hoy son Israel, Siria y Líbano.
Era casi seguro que al rey le acompañaba su hermana Berenice, hija de un monarca judío, dos veces reina por matrimonio, y la amante de Tito desde hacía poco tiempo. Los enemigos romanos de Berenice la acusarían más tarde de ser «la Cleopatra judía». Tenía alrededor de cuarenta años pero «estaba en lo mejor de su vida y en el apogeo de su belleza», apuntaba Josefo. Al principio de la rebelión, ella y su hermano, que vivían juntos (una relación incestuosa, afirmaban sus enemigos), habían intentado enfrentarse a los rebeldes en un último intento de hacerles entrar en razón. Ahora estos tres judíos, Berenice desde la cama del artífice de su destrucción, observaban impotentes la «agonía mortal de una famosa ciudad».
Desertores y prisioneros trajeron noticias del interior de la ciudad que provocaron la especial indignación de Josefo, cuyos padres habían quedado atrapados dentro. La comida empezaba a escasear incluso entre los combatientes, quienes también empezaron a investigar, «con el hambre grande que como perros parecían» y a diseccionar a los vivos y a los muertos en busca de oro, migas, o simplemente semillas, «como si estuvieran borrachos». Comieron excrementos de vaca, cuero, fajas, zapatos y heno viejo. Una rica mujer llamada María, que había perdido todo su dinero y toda su comida, perdió además la cordura hasta el punto de matar y asar a su propio hijo, y se comió primero la mitad guardándose el resto para más tarde. El delicioso aroma se esparció por la ciudad y los rebeldes, atraídos por el olor, buscaron su origen y asaltaron la casa, pero ni siquiera esos matachines dementes fueron capaces de soportar la visión del cuerpo medio comido del niño y «saliéronse temblando».[5]
La manía persecutoria y la paranoia gobernaban la Santa Jerusalén, como la llamaban las monedas judías. Charlatanes chalados y hierofantes predicadores invadían las calles prometiendo la liberación y la salvación. Josefo observaría que Jerusalén era «como una bestia salvaje que se ha vuelto loca y a la que, por falta de alimentos, ahora no le queda más remedio que comerse la carne de su propio cuerpo».
Aquella noche del 8 de Ab, cuando Tito se hubo retirado a descansar, los soldados romanos, obedeciendo las órdenes de su comandante, intentaron apagar el incendio que la plata fundida había extendido. Los rebeldes, sin embargo, lanzaron un ataque contra los legionarios que combatían el fuego. Los romanos se defendieron y empujaron a los judíos al interior del Templo. Un legionario, «movido de furor e ímpetu divino», cogió algunos materiales incandescentes y, alzado en volandas por otro soldado, prendió fuego a las cortinas y el marco de una «ventana de oro» que daba a las habitaciones que bordeaban el Templo en sí. Al llegar la mañana, el fuego se había extendido hasta el mismo centro de la santidad. Los judíos, al ver las llamas lamiendo el Santo de los santos y amenazando destruirlo, «alzaron un llanto clamoroso y venían con prisa a socorrerlo», pero era demasiado tarde. Se parapetaron en el patio interior y desde allí observaron en medio de un horrorizado silencio.
Apenas a unos pocos metros de distancia, entre las ruinas de la fortaleza Antonia, Tito se despertó; saltó de la cama y «saltó a caballo y vino corriendo al templo para prohibir el incendio». Su séquito, entre el que se encontraban Josefo y probablemente también el rey Herodes Agripa y Berenice, corrió tras él, seguido por miles de soldados romanos, todos «muy amedrentados». Los combates fueron frenéticos. Josefo afirma que Tito volvió a ordenar extinguir el fuego; ahora bien, este colaboracionista de los romanos tenía buenas razones para defender a su protector. Todo el mundo gritaba, el fuego arreciaba y los soldados romanos sabían que, de acuerdo con las leyes de la guerra, estaba previsto que una ciudad que había resistido de forma tan obstinada fuera saqueada.
Los soldados fingieron no oír a Tito e incluso les gritaron a sus camaradas que arrojaran más tizones al fuego. El ímpetu de los legionarios, su sed de sangre y su ansia de oro provocaron una estampida en la que muchos de ellos murieron aplastados o abrasados. El saqueo fue tal que, al cabo de poco tiempo, el precio del oro bajó por todo Oriente. Tito, viéndose incapaz de detener el fuego, y sin duda aliviado ante la perspectiva de lograr la victoria final, avanzó a través del Templo en llamas hasta llegar al Santo de los santos. Ni siquiera al sumo sacerdote se le permitía entrar más de una vez al año en esa sala, y ningún extranjero había mancillado su pureza desde que lo hiciera Pompeyo, el soldado y estadista romano, en el año 63 a. C. Tito miró en el interior y «ciertamente excedía la fama que tenía», escribiría Josefo, «y no menos que la gloria y las alabanzas que los judíos por ello se daban, merecía». Entonces, ordenó a sus centuriones que azotaran a los soldados que extendían el fuego, pero la fuerza e ímpetu tan grande que tenían «eran demasiado fuertes». El incendio alcanzó el Santo de los santos y los ayudantes de Tito lo sacaron de aquel infierno y lo llevaron a un lugar seguro. Y nadie «hizo más fuerza a los que por fuera ponían el fuego».
Los combates arreciaban alrededor del fuego: los jerosolimitanos, aturdidos y hambrientos, caminaban perdidos de un lado a otro y cruzaron los soportales en llamas. Miles de civiles y de rebeldes se congregaron al pie del altar, esperando luchar hasta el último hombre o morir en el intento. Los eufóricos romanos los degollaron a todos, como si se tratara de un sacrificio humano en masa, hasta que «alrededor del altar los cuerpos de los muertos se amontonaron los unos sobre los otros» mientras la sangre corría escaleras abajo. Diez mil judíos murieron en el incendio del Templo.
Los crujidos de las enormes piedras y de las vigas eran atronadores. Josefo vio la muerte del Templo:
El ruido del fuego, [se mezclaba] con los gemidos y llantos de los que morían; pues por ser aquel collado muy alto, y la otra que se quemaba muy grande, parecía que toda la ciudad ardía. Y no hay clamor ni voces tan espantosas como aquí se oían. Las legiones de los romanos levantaban gran ruido, y las voces de los sediciosos que estaban cercados de fuego y de armas, subían al cielo: huía el pueblo que de fuera hallaban a los enemigos con miedo grande, y las quejas que daban por tal destrucción llegaban al cielo. Resonaba con el ruido toda la región que estaba a la otra parte del río; y los montes que alrededor había hacían retumbar más los alaridos. Quien lo viera pensara que el collado en el cual estaba edificado el templo, se abrasaba de raíz, tan lleno estaba por todas partes de fuego.
En el monte Moria, una de las dos montañas de Jerusalén, donde el rey David había colocado el Arca de la Alianza y donde su hijo Salomón había construido el primer Templo, todo «estaba hecho una brasa», mientras en el interior los cuerpos de los muertos cubrían el suelo, cadáveres que los soldados pisotearon. Los sacerdotes se defendieron y algunos de ellos se arrojaron al fuego. Los desmandados romanos, al ver que el recinto más interior del Templo había quedado destruido, se apoderaron del oro y de los adornos, llevándose su botín al exterior antes de incendiar el resto del complejo.[6]
Mientras el patio interior se consumía pasto de las llamas, y despuntaba el alba del siguiente día, los rebeldes supervivientes abrieron una brecha en las líneas romanas a través de la cual se dirigieron hacia los laberínticos patios exteriores; algunos de ellos lograron escapar hacia la ciudad. Los romanos lanzaron su caballería al contraataque, dispersaron a los insurgentes y, a continuación, incendiaron las cámaras del tesoro, que estaban repletas de riquezas procedentes de los impuestos que todos los judíos, desde Alejandría hasta Babilonia, pagaban al Templo. Allí encontraron a seis mil mujeres y niños apiñados a la espera del Apocalipsis. Un «falso profeta» había proclamado tiempo antes que debían esperar en el Templo la «señal milagrosa de su liberación». Los legionarios se limitaron a incendiar los corredores quemando viva a toda esa gente.
Los romanos llevaron sus águilas hasta el monte sagrado, ofrecieron sacrificios a sus dioses y aclamaron a Tito como su imperator, comandante en jefe. Los sacerdotes todavía seguían ocultos en las cercanías del Santo de los santos. Dos de ellos se arrojaron a las llamas y otro logró sacar los tesoros del Templo, las vestiduras de los sumos sacerdotes, los dos candelabros de oro y enormes cantidades de canela y de casia, especias que se quemaban cada día en el santuario. El resto se rindió y Tito los ejecutó puesto que «convenía que los sacerdotes pereciesen con el Templo».
Jerusalén era, y sigue siendo, una ciudad de túneles. Los rebeldes desaparecieron bajo tierra, pero conservaron el control de la Ciudadela y de la zona alta occidental de la ciudad. A Tito le costó otro mes conquistar el resto de Jerusalén y cuando cayó, los romanos y sus tropas auxiliares sirias y griegas «escampadas pues por las estrechuras de las calles y plazas, con las espadas desenvainadas, mataban sin hacer diferencia alguna a cuantos hallaban». Por la noche, «cesaba el matar, y crecía el fuego».
Tito parlamentó con los dos caudillos desde el otro lado del puente que se extendía sobre el valle, entre el Templo y la ciudad, y les ofreció perdonarles la vida a cambio de su rendición, pero ellos rechazaron de nuevo la propuesta. Tito ordenó saquear e incendiar la zona baja de la ciudad, donde prácticamente cada casa estaba llena de cadáveres. Los cabecillas jerosolimitanos se retiraron entonces al palacio de Herodes y a la Ciudadela. Tito construyó torres de asedio para debilitarlos y el 7 de Elul, a mediados de agosto, los romanos tomaron por asalto las fortificaciones. Los insurgentes combatieron en los túneles hasta que uno de sus líderes, Juan de Giscala, se rindió (le fue perdonada la vida, aunque pasó el resto de sus días en la cárcel). El otro cabecilla, Simón ben Giora emergió de un túnel bajo el Templo vestido con una túnica blanca, y se le asignó un papel protagonista en el Triunfo de Tito, la celebración de la victoria en Roma.
El caos y la destrucción metódica que siguieron hicieron desaparecer un mundo, dejando unos pocos momentos congelados en el tiempo. Los romanos llevaron a cabo una auténtica carnicería entre los ancianos y los enfermos: el esqueleto de una mano de mujer encontrada en la puerta de entrada de su casa calcinada pone de manifiesto el pánico y el terror; las cenizas de las mansiones del barrio judío hablan de un auténtico infierno. Doscientas monedas de bronce han sido encontradas en el interior de una tienda situada en una calle que circulaba bajo la escalera monumental que daba entrada al Templo, una reserva secreta posiblemente ocultada en las últimas horas de la caída de la ciudad. Los romanos se cansaron pronto de la carnicería. Reunieron a los jerosolimitanos en unos campos de concentración que instalaron en el patio de las mujeres del Templo donde procedieron a filtrarlos: los combatientes fueron ejecutados; los hombres fuertes, enviados a trabajar en las minas egipcias. A los jóvenes y atractivos los vendieron como esclavos, los seleccionaron para morir luchando contra los leones del circo o bien para ser exhibidos en el Triunfo de Tito.
Josefo buscó entre los desdichados prisioneros en los patios del Templo y encontró a su hermano y a cincuenta amigos que Tito le permitió liberar. Supuso que sus padres habían muerto, pero entre los crucificados pudo ver a tres de sus amigos. «Se me rompió el corazón, y se lo dije a Tito», quien ordenó bajarlos y que fueran asistidos por los médicos. Sólo uno de ellos sobrevivió.
Tito, igual que había hecho antes Nabucodonosor, decidió erradicar Jerusalén, una decisión de la que Josefo culpó a los rebeldes: «La rebelión destruyó la ciudad y los romanos destruyeron la rebelión». La demolición del monumento más impresionante de Herodes el Grande, el Templo, significó sin duda un auténtico desafío de ingeniería. Los gigantescos sillares del Pórtico Real cayeron sobre el nuevo pavimento que había debajo, y allí fueron encontrados casi dos mil años más tarde, en un colosal montón, en el mismo sitio en el que habían caído, ocultos bajo siglos de cascotes. Los escombros fueron arrojados al valle junto al Templo donde empezaron a rellenar la quebrada, ahora casi invisible, entre la Explanada de las Mezquitas y la parte alta de la ciudad, pero los muros de soporte de la Explanada, incluyendo el actual Muro Occidental, o de las Lamentaciones, sobrevivieron. Los spolia, las piedras caídas del Templo y de la ciudad de Herodes pueden encontrarse por toda la ciudad, utilizadas y reutilizadas por todos los conquistadores y constructores de Jerusalén, desde los romanos hasta los árabes, y desde los cruzados hasta los otomanos, en el curso de los más de mil años posteriores.
Nadie sabe cuánta gente murió en Jerusalén, y los historiadores antiguos suelen ser algo temerarios con las cifras. Tácito afirma que seiscientas mil personas se encontraban en la ciudad asediada, mientras que Josefo menciona más de un millón. Sea cual sea la cifra real, lo cierto es que fue muy elevada, y toda esas personas murieron de inanición o asesinadas, o fueron vendidas como esclavos.
Tito se embarcó en una macabra gira para celebrar su victoria. Su amante Berenice y el hermano de ésta lo recibieron y agasajaron en su capital, Cesarea de Filipo, en lo que hoy son los Altos del Golán, desde donde vio a miles de prisioneros judíos pelear entre sí y contra animales salvajes en combates a muerte. Unos días después asistió a la muerte de otros dos mil quinientos en el circo de Cesarea Marítima y días más tarde, en Beirut, presenció la alegre carnicería de otros miles más, antes de regresar a Roma a celebrar su triunfo.
Las legiones «demolieron por completo el resto de la ciudad, y echaron abajo las murallas» y Tito sólo dejó en pie las torres de la ciudadela de Herodes «como monumento a su buena fortuna». Allí instaló su cuartel general la Décima Legión. «Ése fue el final al que llegó Jerusalén» escribiría Josefo, «una ciudad de gran magnificencia y de inmensa fama entre toda la humanidad».
Seis siglos antes, Nabucodonosor, rey de Babilonia había destruido por completo Jerusalén. Menos de cincuenta años después de esa destrucción, el Templo había sido reconstruido y los judíos habían regresado. Sin embargo, en esta ocasión, en el año 70 d. C., el Templo nunca se reconstruyó y, excepto algunos breves interludios, pasarían casi dos mil años antes de que los judíos volvieran a gobernar Jerusalén. Aun así, no sólo el judaísmo moderno, sino también la santidad de Jerusalén, tanto para el cristianismo como para el islam, nacieron de las semillas enterradas en las cenizas de esa calamidad.
Según las leyendas rabínicas muy posteriores, en los primeros tiempos del asedio, Yohanan ben Zakkai, un respetado rabino, había ordenado a sus discípulos que le sacaran de la ciudad condenada en el interior de un ataúd, una metáfora de la fundación de un nuevo judaísmo cuyo culto ya no se fundamentaba en los sacrificios en el Templo.[7]
Los judíos, que siguieron viviendo en las zonas rurales de Judea y de Galilea, y también en extensas comunidades en los imperios persa y romano, lloraron la muerte de Jerusalén y desde entonces nunca dejaron de venerar la ciudad. La Biblia y las tradiciones orales sustituyeron al Templo, aunque se dijo que la providencia, antes de ascender al cielo, había esperado tres años y medio en el monte de los Olivos para ver si el Templo se reconstruía. La destrucción también sería decisiva para los cristianos.
La pequeña comunidad cristiana de Jerusalén, guiada por Simón, el primo de Jesús, había huido de la ciudad antes de la llegada de los romanos. Aunque en el imperio romano vivían muchos cristianos no judíos, estos jerosolimitanos nunca dejaron de ser una secta judía que oraba en el Templo. Sin embargo, ahora que el Templo había sido destruido, los cristianos creyeron que los judíos habían perdido el favor de Dios y los seguidores de Jesús se apartaron para siempre de la madre fe reivindicándose como los herederos de pleno derecho de la herencia judía. Los cristianos imaginaron una nueva Jerusalén, una Jerusalén celestial, en lugar de la ciudad judía destrozada. Los primeros evangelios, posiblemente escritos justo después de la destrucción, relataban que Jesús había profetizado el asedio de la ciudad, «cuando veáis a Jerusalén sitiada por los ejércitos», y la destrucción del Templo, «de todo esto no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido». El santuario destruido y la caída de los judíos constituían la demostración de la nueva revelación. En la década de 620, cuando Mahoma fundó su nueva religión, adoptó primero las tradiciones judías, orando en dirección a Jerusalén y venerando a los profetas judíos, porque él también creía que la destrucción del Templo demostraba que Dios les había retirado su bendición a los judíos para concedérsela al islam.
Resulta irónico que la decisión de Tito de destruir Jerusalén contribuyera a hacer de la ciudad el auténtico modelo de santidad para los otros dos Pueblos del Libro. Desde el primer momento, la santidad de Jerusalén no se limitó a evolucionar, sino que fue alentada y fomentada por las decisiones de unos pocos hombres. Alrededor del año 1000 a. C., mil años antes de Tito, el primero de esos hombres conquistaba Jerusalén: el rey David.