CAPÍTULO 7

LOS MACEDONIOS, 323-166 a. C.

ALEJANDRO MAGNO

En menos de tres años desde el asesinato de su padre en el año 336 a. C., Alejandro había derrotado en dos ocasiones a Darío III, el rey de Persia, quien decidió retirarse hacia el este. Alejandro, al principio no le persiguió, sino que avanzó por la costa en dirección a Egipto y les ordenó a los ciudadanos de Jerusalén que le proporcionaran provisiones para su ejército. En un primer momento, el sumo sacerdote se negó, aunque no por mucho tiempo: Tiro se resistió, Alejandro puso asedio a la ciudad y, una vez conquistada, crucificó a todos los supervivientes.

Alejandro «se dirigió a toda prisa a Jerusalén», escribiría mucho más tarde el historiador judío Josefo, afirmando que el conquistador fue recibido a las puertas de la ciudad por el sumo sacerdote vestido con una túnica púrpura y escarlata, y por todos los jerosolimitanos vestidos de blanco. Alejandro fue conducido hasta el Templo en cuyo interior ofrecieron un sacrificio al Dios judío. Esta historia podría no ser más que una entelequia: es mucho más probable que el sumo sacerdote y los líderes de los samaritanos medio judíos fueran a bailarle el agua a Alejandro en Rosh Ha Ayim, en la costa, y que éste, siguiendo el ejemplo de Ciro, les reconociera el derecho a vivir según sus propias leyes.[*1] A continuación, Alejandro siguió su camino para conquistar Egipto, donde fundó la ciudad de Alejandría antes de regresar al este para no volver nunca más.

Tras desmantelar el imperio persa y expandir su hegemonía hasta Pakistán, Alejandro inició su gran proyecto, la unión de persas y macedonios en una única élite que gobernara su mundo. Aunque no lo consiguió del todo, cambió el mundo más que cualquier otro conquistador en la historia, difundiendo su propia versión de Hellenikon, la cultura griega, lengua, poesía, religión, deportes y la monarquía homérica, desde los desiertos de Libia hasta el pie de las montañas de Afganistán. El estilo de vida griego se universalizó, del mismo modo que lo harían más tarde el estilo de vida británico en el siglo XIX, o el estadounidense en la actualidad. A partir de aquel momento, ni siquiera los enemigos monoteístas judíos de la cultura politeísta griega pudieron evitar ver el mundo a través del prisma del helenismo.

El 13 de junio del año 323, ocho años después de conquistar todo el mundo conocido, Alejandro, de apenas treinta y tres años, yacía moribundo en Babilonia a causa de una fiebre, o tal vez de un envenenamiento. Sus fieles soldados, con los ojos empañados por las lágrimas, desfilaron ante el lecho de Alejandro y le preguntaron quién heredaría su imperio. «El más fuerte», contestó Alejandro.[1]

PTOLOMEO: EL SAQUEO DEL SABBAT

La pugna por encontrar al más fuerte se prolongó veinte años, dos décadas de guerras entre los generales de Alejandro en las que Jerusalén se vio zarandeada por los señores de la guerra macedonios que «multiplicaron los males en la tierra». En el duelo entre los dos principales contendientes, Jerusalén cambió de amos seis veces. Fue gobernada durante quince años por Antígono el Tuerto, hasta que en el año 301 murió en combate y el vencedor, Ptolomeo, se presentó a las puertas de la ciudad para reclamarla.

Ptolomeo era el primo de Alejandro, un general experimentado que había combatido desde Grecia hasta Pakistán, donde asumió el mando de la flota macedonia en el Indo. Justo después de la muerte de Alejandro, recibió el gobierno de Egipto. Cuando se enteró de que la comitiva de Alejandro Magno había emprendido el regreso a Grecia, se precipitó a través de Palestina con la intención de apropiarse de él y llevarlo a su capital, Alejandría, para que reposara allí. El guardián del último talismán griego, el cuerpo de Alejandro, se convirtió en el guardián y conservador de su llama. Ptolomeo era más que un guerrero: la fuerte barbilla y la nariz de boxeador no reflejan en absoluto su tacto y su sentido común.

Ptolomeo les dijo entonces a los jerosolimitanos que deseaba entrar en su ciudad en el día del Sabbat y ofrecerle un sacrificio al Dios de los judíos. Los judíos cayeron en la trampa y Ptolomeo capturó la ciudad en su día de descanso, lo que deja patente el fanatismo de la observancia religiosa judía. Ahora bien, una vez el sol se hubo puesto en el Sabbat, los judíos contraatacaron. Las tropas de Ptolomeo se desmandaron entonces por toda la ciudad, «saquearon las casas, raptaron a las mujeres, y redujeron media ciudad a la cautividad». Ptolomeo probablemente instalara guarniciones macedonias en la fortaleza de Baris, construida por Nehemías, justo al norte del Templo, y deportó a Egipto a miles de judíos que fundarían la comunidad judía de habla griega en Alejandría, la espléndida capital de Ptolomeo. En Egipto, Ptolomeo y sus sucesores se convirtieron en faraones, y en Alejandría y en el Mediterráneo, eran reyes griegos. Ptolomeo Sóter, al que se conocía como «el Salvador», adoptó las divinidades locales, Isis y Osiris, y las tradiciones de la monarquía egipcia, promocionando su dinastía como una nueva síntesis de los dioses-reyes egipcios y de los monarcas griegos semidivinos. Él y sus hijos conquistaron Chipre, Cirenaica y, más tarde, una amplia franja de Anatolia y las islas griegas. Comprendió que no sólo la magnificencia, sino también la cultura, le daría legitimidad y grandeza, y, en consecuencia, hizo de Alejandría la ciudad griega suprema, opulenta y sofisticada, fundó el Museo y la Biblioteca, contrató eruditos griegos y encargó la construcción del Faro, una de las maravillas del mundo. Su imperio duró tres siglos, y desapareció con el último monarca de la familia, Cleopatra.

Ptolomeo vivió hasta los ochenta años y escribió una historia de Alejandro.[2] Ptolomeo II Filadelfos favoreció a los judíos, liberó a 120 000 esclavos y envió oro para adornar el Templo. Comprendió el poder del boato y del espectáculo. En el año 275 organizó una cabalgata para un pequeño número de invitados muy especiales en honor de Dionisos, el dios del vino y de la abundancia, en la cual se hicieron desfilar un enorme odre de vino confeccionado con pieles de leopardo que contenía casi un millón de litros de vino y un falo de 55 metros de largo y tres de ancho, acompañados por un séquito de elefantes y súbditos procedentes de todos los rincones del imperio. También era un insaciable coleccionista de libros. Cuando el sumo sacerdote le envió los alrededor de veinte libros del Tanakh[*2] judío a Alejandría, el rey ordenó que fueran traducidos al griego. Ptolomeo II respetaba la erudición de los judíos alejandrinos y les invitó a cenar para comentar la traducción: «todo», prometió el rey, «os será servido según vuestras costumbres, también a mí». Al parecer, cada uno de los setenta eruditos produjo en setenta días una traducción idéntica. La Biblia Septuaginta cambiaría la historia de Jerusalén y, más tarde, haría posible la difusión del cristianismo. Gracias a Alejandro, el griego se había convertido en la lengua internacional, y ahora, por primera vez, la Biblia podía ser leída prácticamente por cualquiera.[3]

JOSÉ EL TOBITA

Jerusalén se mantuvo como un pequeño estado semiindependiente en el seno del imperio de Ptolomeo, y Judá acuñó su propia moneda, que llevaba la inscripción «Yehud». No era sólo una entidad política, sino la ciudad de Dios gobernada por los sumos sacerdotes, los vástagos de la familia de Onías, que afirmaban ser descendientes del sacerdote bíblico Sadoc, y que gozaron de la oportunidad de amasar fortuna y poder, siempre y cuando le pagaran el tributo a los ptolomeos. En la década de 240, el sumo sacerdote Onías II intentó dejar de pagar los veinte talentos de plata que le debía a Ptolomeo III Evergetes, una oportunidad que supo aprovechar un joven judío bien relacionado y que decidió pujar más alto que el sumo sacerdote, no sólo por Jerusalén, sino por todo el territorio.

Este aventurero era José,[*3] el sobrino del sumo sacerdote, que viajó a Alejandría, donde el rey estaba celebrando una subasta: los mejores postores que prometieran el tributo más alto se llevarían a cambio el poder de gobernar y de recaudar los impuestos en sus territorios. Los grandes nobles de Siria se burlaron del joven José, que supo jugar bien sus cartas y superarlos con una desfachatez escandalosa. Consiguió ser el primero en ver al rey y lo cautivó. Cuando Ptolomeo III le preguntó por su oferta, el arrogante José le ofreció más que todos sus rivales de Celesiria, Fenicia, Judá y Samaria juntos. El rey le pidió entonces los rehenes habituales que garantizaran el tributo prometido. «No te doy a nadie más, oh rey», contestó el petulante jerosolimitano, «que tu persona y la de tu esposa». La desvergüenza de José podría haberle llevado al cadalso, pero Ptolomeo estalló en carcajadas y aceptó.

José regresó a Jerusalén al mando de dos mil soldados de infantería. Tenía mucho que demostrar. Cuando Ascalón se negó a pagar los impuestos, asesinó a veinte de sus ciudadanos más notables. Ascalón pagó.

José, igual que su homónimo del Génesis, había apostado muy alto en Egipto, y había ganado. En Alejandría, donde se codeaba con el rey, se enamoró de una actriz. Cuando preparó la escena de seducción, su hermano sustituyó a la actriz por su propia hija. En el transcurso de la noche, José estaba demasiado borracho para darse cuenta del engaño y, una vez sobrio, se enamoró de su sobrina, un matrimonio que fortaleció la dinastía. Sin embargo, su hijo Hircano, al crecer se convirtió en un granuja igual que su padre. Aunque José vivía de forma ostentosa y gobernaba con severidad, gravando a los ciudadanos con impuestos exorbitantes, era, no obstante, «un hombre bueno de gran magnanimidad», según Josefo, «admirado por su seriedad, sabiduría y justicia. Sacó a los judíos de un estado de pobreza y humildad y los llevó a un estado más espléndido».

José el Tobita fue importante para los reyes de Egipto en una época de constantes luchas contra una dinastía macedonia rival, los seléucidas, por el control de Oriente Medio. Alrededor del año 241, tras una victoria sobre sus enemigos, Ptolomeo III demostró su gratitud visitando Jerusalén, donde ofreció un respetuoso sacrificio en el Templo, un acto en el que sin duda José ejercería de anfitrión. A la muerte del rey, sin embargo, un adolescente rey seléucida de ambición incontrolable amenazaba Egipto.

ANTÍOCO EL GRANDE: FURIA DE ELEFANTES

Quien desafiaba a los egipcios era el rey macedonio de Asia, Antíoco III. En el año 223, este peripatético joven de dieciocho años heredó un título grandioso y un imperio en vías de desintegración,[*4] pero tenía las cualidades necesarias para invertir ese proceso de decadencia. Antíoco se consideraba el heredero de Alejandro e, igual que todos los reyes de Macedonia, se asociaba a sí mismo con Apolo, Hércules, Aquiles y, por encima de todo, con Zeus. En una vertiginosa sucesión de campañas, Antíoco reconquistó el imperio oriental de Alejandro, llegando incluso hasta la India y ganándose el apodo de Magno, «el Grande». Atacó Palestina en repetidas ocasiones, pero los ptolomeos rechazaron sus intentos de invasión y el anciano José el Tobita siguió gobernando Jerusalén. Su hijo Hircano, sin embargo, le traicionó y se lanzó contra la ciudad. Poco tiempo antes de su muerte, José derrotó a su hijo que marchó a crear su propio principado en la actual Jordania.

En el año 201, Antíoco el Grande, ahora ya con cuarenta años, regresó de sus triunfos en Oriente. Jerusalén «fue sacudida como un barco en una tormenta por los dos lados». Finalmente, Antíoco hizo huir en desbandada a los egipcios y Jerusalén recibió a un nuevo señor. «Cuando entramos en su ciudad», declaró Antíoco, «los judíos y su senado, nos dieron una espléndida bienvenida y también nos ayudaron a expulsar la guarnición egipcia». Un rey seléucida y su ejército eran una imagen impresionante. Es posible que Antíoco luciera la diadema símbolo de la realeza, botas de tiras carmesí bordadas en oro, un sombrero de ala ancha y un manto azul oscuro cubierto de estrellas de oro y abrochado con carmesí en el cuello. Los jerosolimitanos abastecieron de alimentos a su ejército multinacional, compuesto por falanges de soldados macedonios armados de lanzas sarissa, combatientes de montaña cretenses, infantería ligera cilicia, honderos tracios, arqueros misios, lanceros lidios, arqueros persas, infantería kurda, caballería pesada iraní, catafractos montados sobre caballos de guerra y, lo más prestigioso de todo, elefantes, probablemente los primeros jamás vistos en Jerusalén.[*5]

Antíoco prometió reparar el Templo y las murallas y repoblar la ciudad; además reafirmó el derecho de los judíos a gobernarse a sí mismos «según las leyes de sus antepasados». Incluso prohibió la entrada de extranjeros en el Templo, o llevar «a la ciudad la carne de caballos y de mulas, o asnos, leopardos, zorros y liebres salvajes o domesticados». No cabe duda de que Simón, el sumo sacerdote, había dado su apoyo al bando adecuado: nunca antes Jerusalén había disfrutado de un conquistador tan indulgente. Los jerosolimitanos vieron en esa época una edad de oro gobernada por el sumo sacerdote ideal quien, dijeron, parecía «el lucero del alba en medio de una nube».[4]

SIMÓN EL JUSTO: EL LUCERO DEL ALBA

En el Día de la Expiación, el sumo sacerdote Simón[*6] salió del Santo de los santos, «vestido en la perfección de la gloria, cuando ascendió hacia el altar sagrado». Simón era el parangón de los sumos sacerdotes que gobernaron Judá como príncipes ungidos, una combinación de monarca, papa y ayatolá: vestía túnicas doradas, un reluciente peto y un turbante a modo de corona sobre el que llevaba el nezer, una flor dorada, símbolo de la vida y de la salvación, un vestigio del tocado de los reyes de Judá. Jesús ben Sira, el autor del Eclesiástico y el primer escritor en percibir el drama sagrado de la próspera ciudad, describe a Simón «como ciprés que se eleva hasta las nubes».

Jerusalén se había convertido en una teocracia, un término acuñado por el historiador Josefo para describir ese pequeño estado cuya «total soberanía y autoridad se encontraban en manos de Dios». Severas normas regulaban todos los detalles de la vida, puesto que no existía distinción entre política y religión. En Jerusalén no había estatuas ni ídolos, la observancia del Sabbat era una obsesión y todos los crímenes contra la religión se castigaban con la muerte. Cuatro eran las formas de ejecución: lapidación, quema en la hoguera, decapitación y estrangulación. Los adúlteros eran lapidados, un castigo que aplicaba toda la comunidad (aunque antes los condenados eran arrojados desde un acantilado, por lo que llegaban inconscientes a la lapidación); a un hijo que golpeara a su padre se le aplicaba el garrote; y un hombre que fornicara con una madre y su hija era condenado a la hoguera.

El Templo constituía el centro de la vida judía y allí se reunían el sumo sacerdote y su consejo, el Sanedrín. Cada mañana, las trompetas anunciaban la primera oración, igual que hacía el muecín musulmán. Cuatro veces al día, el clamor de las siete trompetas de plata llamaba a los creyentes a postrarse en el Templo. Los dos sacrificios diarios en el altar del Templo, por la mañana y por la tarde, donde la víctima era un animal macho o una paloma sin mancha, siempre acompañados por una ofrenda de incienso en el altar de los perfumes, constituían los actos principales de la liturgia judía. La palabra «holocausto», derivada del hebreo olah que significa «ascender», hace referencia a la cremación de una víctima entera, cuyo humo «asciende» hacia Dios. La ciudad sin duda estaría impregnada del olor del altar del Templo, donde el delicioso perfume del incienso quemando en los incensarios se mezclaba con el hedor de la carne chamuscada. Así, no es de extrañar que la gente se perfumara tanto con mirra, nardos y bálsamos.

Los peregrinos llegaban a la ciudad en masa con ocasión de las celebraciones y festivales. Los corderos y los bueyes eran conducidos hasta unos corrales en la Puerta de las Ovejas, al norte del Templo, a punto para el sacrificio. Durante la celebración de la Pascua, se sacrificaban doscientos mil corderos. Ahora bien, la semana más sagrada y exuberante del año en Jerusalén era la de los Tabernáculos, cuando hombres y mujeres jóvenes vestidos de blanco bailaban, cantaban, agitaban antorchas encendidas y celebraban festines en los atrios del Templo. Recogían ramas y hojas de palmera con las que construían cabañas en el tejado de su casa o en los patios del Templo.[*7]

Incluso bajo el puro Simón, muchos judíos sofisticados probablemente parecían ricos griegos que vivían en sus nuevos palacios de estilo griego en la ladera occidental de la montaña, en lo que se conoce como la zona alta de la ciudad. Lo que los fanáticos judíos conservadores consideraban polución pagana, estos cosmopolitas lo entendían como civilización, una contradicción que marcó nuevas pautas en Jerusalén: cuanto más sagrada era la ciudad, tanto más dividida estaba. En ella coexistían dos tipos de vida en la proximidad más cercana, con todo el visceral odio de una enemistad familiar. Ése fue el momento en el que la ciudad, y la misma existencia de los judíos, se vio amenazada por el monstruo más infame desde la época de Nabucodonosor.[5]

ANTÍOCO EPÍFANES: EL DIOS DEMENTE

El benefactor de Jerusalén, Antíoco el Grande, no sabía descansar: una vez terminada su visita a Jerusalén, marchó a conquistar Asia Menor y Grecia. El confiado rey de Asia, sin embargo, subestimó el creciente poder de la república de Roma, que acababa de derrotar a Aníbal y Cartago y dominaba el Mediterráneo occidental. Roma detuvo el intento de Antíoco de conquistar Grecia, y obligó al Gran Rey a rendir su flota y su ejército de elefantes y a enviar a su hijo a Roma como rehén. Antíoco puso rumbo al este para reponer su tesorería, pero fue asesinado mientras saqueaba un templo persa.

Los judíos, desde Babilonia a Alejandría, pagaban un tributo anual al Templo y Jerusalén se había enriquecido tanto que sus tesoros intensificaron las luchas de poder entre los líderes judíos y empezaron a atraer a los reyes macedonios que andaban un poco escasos de efectivo. El nuevo rey de Asia, llamado Antíoco igual que su padre, se precipitó a la capital, Antioquía, y se hizo con el trono, matando a cualquier otro pretendiente de la familia. Educado en Roma y en Atenas, Antíoco IV había heredado el talento brillante e irresistible de su padre, aunque sus estridentes amenazas y sus extravagantes manías eran más parecidas al exhibicionismo demente de Calígula o de Nerón.

Antíoco, el hijo de un Gran Rey caído, tenía mucho que demostrar. Tan hermoso como desinhibido, se recreaba en el boato de los rituales de la corte, al mismo tiempo que le aburrían sus restricciones, y presumía de su derecho absoluto a sorprender. En una ocasión, en Antioquía, el joven exhibicionista se emborrachó en la plaza Mayor de la ciudad, donde se dio un baño y se hizo dar un masaje en público con costoso ungüentos, mostrándose muy afable con los mozos de los baños. Un espectador protestó por el uso extravagante que se hacía de la mirra, y Antíoco ordenó que le rompieran el tarro en la cabeza, lo que provocó un tumulto cuando la muchedumbre intentó salvar esa carísima loción mientras el rey se limitaba a reír histéricamente. Le divertía engalanarse y aparecer en la calle con una corona de rosas y una capa dorada, pero si sus súbditos le miraban, los apedreaba. Por la noche, se disfrazaba y salía a la calle a visitar los burdeles de los barrios bajos de Antioquía. Se mostraba espontáneo y simpático con los desconocidos, pero sus caricias eran felinas: de repente, podía volverse cruel, tan despiadado como genial.

Los potentados de la era helénica solían declararse descendientes de Hércules y de otros dioses, pero Antíoco fue más lejos aún. Se llamó a sí mismo Epífanes, el dios manifiesto, aunque sus súbditos lo apodaron Epumanes, el Demente. Sin embargo, su locura tenía un método, puesto que esperaba poder unir a su imperio alrededor de la adoración a un rey y de una religión, y pretendía que sus súbditos veneraran a sus dioses locales, que quería incorporar al panteón griego y fusionarlos todos con el culto a sí mismo. Sin embargo, para los judíos era diferente, a causa de la relación de amor y odio que mantenían con la cultura griega. Deseaban fervientemente esa civilización, pero les mortificaba su hegemonía. Josefo explica que tenían a los griegos por irresponsables, promiscuos e insustanciales, pese a lo cual, muchos jerosolimitanos habían adoptado el estilo de vida griego, y utilizaban nombres griegos y judíos para demostrar que podían ser ambas cosas. Los judíos conservadores, sin embargo, no estaban de acuerdo. En su opinión, los griegos no eran más que unos idólatras, y les repugnaba su costumbre de hacer deporte desnudos.

El primer reflejo de los notables judíos fue el de competir entre ellos por ver quién llegaba antes a Antioquía para pujar por el poder en Jerusalén. La crisis empezó con una rencilla familiar por dinero e influencia. Cuando el sumo sacerdote Onías III hizo su puja ante el rey, su hermano Jasón ofreció ochenta talentos más y regresó como sumo sacerdote con un programa para remodelar Jerusalén y convertirla en una polis griega a la que rebautizó Antioquía-Hyerosolima (Antioquía-en-Jerusalén), en honor al rey, degradó la Torá y construyó un gimnasio griego, quizá en la colina occidental frente al Templo. Las reformas de Jasón fueron bastante bien acogidas. Los jóvenes judíos, en el gimnasio, realizaban dolorosos esfuerzos por parecer modernos: hacían deporte desnudos, salvo por un sombrero griego, y de algún modo consiguieron deshacer su circuncisión, la marca de su compromiso con Dios, lo que daba la apariencia de que habían restaurado su prepucio, sin duda un triunfo de la moda sobre la comodidad. Ahora bien, también la puja de Jasón por Jerusalén fue superada: envió a su subordinado Menelao a Antioquía a entregar su tributo, pero el canalla de Menelao, en lugar de cumplir su misión, robó los fondos del Templo, pujó más alto que Jasón, compró el sumo sacerdocio, pese a no cumplir el exigido requisito de pertenecer al linaje de Sadoc y se hizo con el gobierno de Jerusalén. Los jerosolimitanos enviaron entonces unos delegados a la corte para protestar. Antíoco los ejecutó y permitió incluso que Menelao organizara el asesinato del antiguo sumo sacerdote Onías.

La principal preocupación de Antíoco era la de recaudar los fondos necesarios para reconquistar su imperio, y estaba a punto de conseguir un golpe extraordinario: la unión de los imperios ptolemaico y seléucida. En el año 170 a. C., Antíoco conquistó Egipto, pero los jerosolimitanos, al mando del depuesto Jasón, se rebelaron, empañando así su triunfo. El Demente cruzó a toda velocidad el Sinaí, entró a saco en Jerusalén y deportó a cien mil judíos.[*8] Acompañado por su secuaz Menelao, entró en el Santo de los santos, un sacrilegio imperdonable, y robó sus valiosos artefactos, el altar de oro, el candelabro de luz y la mesa del pan de ofrenda. Aún peor, Antíoco ordenó a los judíos que celebraran un sacrificio en su honor, el dios manifiesto, poniendo así a prueba la lealtad de muchos de los judíos que quizá se sintieran atraídos por la cultura griega. Después, y una vez sus cofres repletos con el oro del Templo, regresó de inmediato a Egipto para aplastar cualquier resistencia.

A Antíoco le gustaba jugar a romanos: lucía una toga y celebró elecciones ficticias en Antioquía, mientras en secreto reconstruía su flota prohibida y el ejército de elefantes. Sin embargo, Roma, decidida a dominar el Mediterráneo oriental, no podía tolerar el nuevo imperio de Antíoco. Cuando el enviado romano, Popilio Laena se reunió con el rey en Alejandría, dibujó, sin ningún recato, un círculo en la arena alrededor de Antíoco y le exigió que aceptara retirarse de Egipto antes de salir del círculo. Antíoco, «gruñendo y con la amargura en el corazón», se inclinó ante el poder romano.

Mientras tanto, los judíos se negaron a ofrecer un sacrifico a Antíoco, el dios. Para garantizar que Jerusalén no se rebelaba por tercera vez, el Demente decidió erradicar la religión judía.

ANTÍOCO EPÍFANES: SEGUNDA ABOMINACIÓN DE LA DESOLACIÓN

En el año 167, gracias a una artimaña en el día del Sabbat, Antíoco conquistó Jerusalén, asesinó a miles de personas, destruyó sus murallas, construyó una nueva ciudadela, Acra, y entregó la ciudad a un gobernador griego y al colaboracionista Menelao.

A continuación, Antíoco vetó cualquier sacrificio o servicio religioso en el Templo, prohibió el Sabbat, la Ley y la circuncisión bajo pena de muerte y ordenó mancillar el Templo con carne de cerdo. El 6 de diciembre, el Templo fue consagrado como santuario al dios estatal, Zeus Olímpico, la abominación de la desolación suprema, y en el altar junto al Santo de los santos se ofreció un sacrificio a Antíoco el rey-dios, posiblemente en su presencia. «El Templo se llenó del desenfreno y las orgías de los paganos, que se divertían con prostitutas y tenían relaciones con mujeres en los atrios sagrados», todo ello consentido por Menelao; la gente entraba en el Templo con la cabeza adornada por guirnaldas de vid y, después de las oraciones, incluso muchos de los sacerdotes bajaron al gimnasio para asistir, desnudos, a los juegos.

Los que practicaban el Sabbat eran quemados vivos o sometidos a una truculenta importación griega: la crucifixión. Un anciano murió antes que verse obligado a comer cerdo y las mujeres que circuncidaban a sus hijos eran arrojadas con sus bebés desde lo alto de las murallas de Jerusalén. La Torá fue hecha pedazos y quemada en público y cualquiera que fuera descubierto en posesión de un ejemplar era ejecutado. La Torá, sin embargo, igual que el Templo, tenía más valor que la vida. Estas muertes crearon un nuevo culto al martirio y alimentaron las esperanzas del Apocalipsis. «Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán… para la vida eterna» en Jerusalén, el mal fracasaría y la bondad triunfaría con la llegada del Mesías, y también el Hijo del Hombre ungido con la gloria eterna.[*9]

Antíoco emprendió el camino de regreso a Antioquía donde celebró sus monstruosas victorias con un festival. Jinetes escitios protegidos por armaduras de oro, elefantes indios, gladiadores y caballos de Nisea enjaezados de oro desfilaron por la capital, seguidos de jóvenes atletas tocados de coronas doradas, mil bueyes para el sacrificio, carrozas que transportaban estatuas, y mujeres rociando a la muchedumbre con perfume. Los gladiadores combatieron en los circos y de las fuentes manaba vino mientras el rey celebraba una fiesta con miles de invitados en su palacio. El Demente lo supervisó todo, cabalgando arriba y abajo por toda la procesión, haciendo pasar a sus invitados y bromeando con los cómicos. Al final del banquete, los actores hicieron entrar una figura envuelta en tela como si fuera un regalo, la depositaron en el suelo donde, al sonar las primeras notas de una sinfonía, la figura de repente se liberó de sus envolturas y el rey apareció desnudo y bailando.

Mucho más al sur de toda esta depravación delirante, los generales de Antíoco intensificaban sus persecuciones. En el pueblo de Modin, cerca de Jerusalén, un anciano sacerdote llamado Matatías, padre de cinco hijos, recibió la orden de ofrecerle un sacrificio a Antíoco para demostrar que ya no era judío, a lo que contestó: «Aunque todas las naciones que están bajo el dominio del rey obedezcan y abandonen el culto de sus antepasados para someterse a sus órdenes, yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos fieles a la Alianza de nuestros padres». Cuando otro judío se ofreció a hacer el sacrificio, «Matatías se enardeció de celo y se estremecieron sus entrañas». Desenvainó su espada, mató al traidor, después, al general de Antíoco, y destruyó el altar. «Todo el que sienta celo por la Ley y quiera mantenerse fiel a la Alianza», dijo, «que me siga». El anciano y sus cinco hijos huyeron a las montañas donde se unieron a los muy piadosos judíos conocidos como los «Justos», los hasidim. Al principio, eran tan piadosos que observaban el Sabbat (con resultados desastrosos) incluso en combate, así que suponemos que los griegos intentarían librar todas sus batallas los sábados.

Matatías murió al cabo de poco tiempo, pero su tercer hijo, Judas, asumió el mando en las colinas que rodeaban Jerusalén y derrotó a tres ejércitos sirios uno tras otro. Al parecer, Antíoco, en un primer momento, no se tomó en serio la sublevación judía, puesto que se dirigió al este a conquistar Irán y Persia, tras ordenar a su virrey Lisias que aplastara a los rebeldes. Judas, no obstante, también derrotó a Lisias.

Antíoco, en campaña en la lejana Persia, cayó entonces en la cuenta de que las victorias de Judas ponían en peligro su imperio y decidió poner fin al terror. Los judíos, les escribió a los miembros más helenizados del Sanedrín, «podrán gobernarse según sus leyes, como lo hacían antes, especialmente en lo que se refiere a los alimentos». Sin embargo, ya era demasiado tarde y poco tiempo después, Antíoco Epífanes sufrió un ataque de epilepsia y cayó muerto de su carro.[6] Judas ya se había ganado el apodo heroico que daría nombre a una dinastía: el Martillo.

Jerusalén: la biografía
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