CAPÍTULO 39
LA NUEVA RELIGIÓN, 1860-1870
EMPERADORES Y ARQUEÓLOGOS: INOCENTES EN EL EXTRANJERO
En abril de 1859, el hermano del emperador Alejandro II, el gran duque Konstantin Nikolaevich visitaba Jerusalén, el primero de los Romanov en hacerlo. «Por fin, mi entrada triunfal», anotó en su lacónico diario, «multitud y polvo»; cuando se dirigió a pie al Santo Sepulcro, «lágrimas y emociones»; y cuando dejó la ciudad, «no podíamos dejar de llorar». El emperador y el gran duque habían proyectado una ofensiva cultural rusa. «Debemos establecer nuestra presencia en Oriente, no por medio de la política, sino a través de la iglesia», recomendaba un informe del Ministerio de Asuntos Exteriores. «Jerusalén es el centro del mundo y nuestra misión debe ser estar allí». El gran duque fundó una Sociedad Palestina, y la Compañía Naviera Rusa para transportar peregrinos rusos desde Odessa. Inspeccionó las más de siete hectáreas del complejo ruso donde los Romanov empezaron a construir una pequeña ciudad moscovita.[*1] Al cabo de poco tiempo, los peregrinos rusos eran tantos que hubo que montar tiendas de campaña para alojarlos a todos.
Los británicos estaban igual de comprometidos que los rusos. El 1 de abril de 1862, Albert Edward, el rechoncho príncipe de Gales, de veintiún años (el futuro Eduardo VII), llegó a Jerusalén a caballo escoltado por un centenar de soldados de caballería otomanos.
El príncipe, que se alojó en un gran campamento en el exterior de la ciudad, tenía la ilusión de hacerse un tatuaje cruzado en el brazo, y su visita dejó una impresión imborrable tanto en Jerusalén como en el Reino Unido. Su presencia no sólo aceleró el regreso de Finn, acusado de irregularidades financieras después de veinte años de su dominante presencia, sino que intensificó también la sensación de que Jerusalén era, en cierto modo, una pequeña parte de Inglaterra. El guía del príncipe por los Santos Lugares fue el deán de Westminster, Arthur Stanley, cuyo influyente libro de historia bíblica, en el que hacía conjeturas arqueológicas, convenció a toda una generación de lectores británicos de que Jerusalén era «una tierra más importante para nosotros que incluso Inglaterra». A mediados del siglo XIX, la arqueología se convirtió de repente no sólo en una ciencia histórica para estudiar el pasado, sino además en un modo de controlar el futuro. No es de extrañar entonces que la arqueología se politizara de inmediato, fetiche cultural, moda social y pasatiempo de la monarquía por una parte, y por la otra, una manera de construir imperios por otros medios y una extensión del espionaje militar. La arqueología devino la religión laica de Jerusalén y también, a manos de cristianos imperialistas como el deán Stanley, una ciencia al servicio de Dios: si se confirmaba la verdad de la Biblia y de la Pasión, los cristianos podrían reclamar la Tierra Santa.
Los rusos y los británicos no estaban solos. A los cónsules de las grandes potencias, muchos de ellos ministros religiosos, también les gustaba creerse arqueólogos, pero fueron los cristianos estadounidenses los que realmente fundaron la arqueología moderna.[*2] Los franceses y alemanes no les iban a la zaga, a la caza de espectaculares hallazgos arqueológicos con un implacable espíritu nacional, y respaldadas sus excavaciones por sus emperadores y primeros ministros. Igual que la carrera espacial del siglo XX y sus heroicos astronautas, la arqueología se convirtió rápidamente en una proyección del poder nacional donde los arqueólogos más célebres parecían históricos conquistadores bravucones y cazadores de tesoros científicos. Un arqueólogo alemán lo llamó «la cruzada pacífica».
La visita del príncipe de Gales alentó la expedición de un militar y arqueólogo británico, el capitán Charles Wilson quien, en los túneles cercanos al Muro de las Lamentaciones bajo la Puerta de la calle de la Cadena, descubrió el monumental arco de Herodes del gran puente que cruzaba el valle de Tyropoeon hasta el Templo, arco que todavía se conoce con el nombre de Arco de Wilson: este descubrimiento no era más que el principio.
En mayo de 1865, una serie de patricios, desde el conde Russell, el ministro de Asuntos Exteriores, hasta el duque de Argyll, financiaron el Palestine Exploration Fund (Fondo para la Exploración de Palestina), con contribuciones de la reina Victoria y de Montefiore. Shaftesbury sería más tarde nombrado presidente. La visita a Palestina del primer heredero al trono desde Eduardo I «abrió la totalidad de Siria a la investigación cristiana», explicaba el folleto informativo de la sociedad. En su primera sesión, el arzobispo de York, William Thompson, declaró que la Biblia le había proporcionado «las leyes según las que intento vivir» y «el mejor conocimiento que poseo». Fue incluso más lejos: «Este país de Palestina os pertenece a vosotros y a mí. Le fue entregado al Padre de Israel, es la tierra de donde llegan las noticias de nuestra redención. Es la tierra a la que miramos con el mismo auténtico patriotismo como el que sentimos hacia nuestra amada vieja Inglaterra».
En febrero de 1867, el teniente del real cuerpo de zapadores, Charles Warren, de veintiséis años, inició la exploración de Palestina para dicha sociedad. Los jerosolimitanos, no obstante, se oponían a la realización de cualquier excavación alrededor del monte del Templo. Warren alquiló entonces unos solares cercanos y perforó veintisiete profundos pozos en la roca. Descubrió los primeros artefactos auténticamente arqueológicos en Jerusalén: la cerámica de Ezequías con la inscripción «Propiedad del rey»; cuarenta y tres cisternas bajo la Explanada de las Mezquitas; el pozo de Warren en la colina Ophel, en su opinión, el pasadizo por el que el rey David entró en la ciudad; su Puerta de Warren, en los túneles junto al Muro de las Lamentaciones, una de las entradas principales al Templo de Herodes, y más tarde, la cueva judía. Este arqueólogo aventurero personificaba la fascinación que suscitaba la nueva ciencia. En una de sus hazañas subterráneas, descubrió la antigua piscina de Struthion y la cruzó navegando en una balsa construida con puertas. Entre las damas victorianas se puso de moda bajar en cestas y desmayarse al ver los lugares bíblicos mientras se desabrochaban el corsé.
Warren sentía compasión por los judíos, y los groseros turistas que se burlaban de su «reunión más solemne» en el Muro como si se tratara de una «farsa» provocaron su indignación. Por el contrario, el «país debe ser gobernado en su nombre», para que al final, «el principado judío pueda valerse por sí mismo como un reino independiente garantizado por las grandes potencias».[*3] Los franceses tenían aspiraciones arqueológicas igual de agresivas, aunque su arqueólogo jefe, Félicien de Saulcy, era un chapucero que declaró que la Tumba de los Reyes se hallaba justo al norte de las murallas del rey David. De hecho, se trataba de la tumba de la reina Adiabene, que databa de mil años más tarde.
En 1860, los musulmanes masacraron a los cristianos en Siria y Líbano, furiosos por las leyes del sultán en favor de cristianos y judíos, pero eso no hizo más que dar pie a más avances de los occidentales: Napoleón III envió tropas para salvar a los cristianos maronitas del Líbano, renovando las reivindicaciones de los franceses sobre la zona que había sobrevivido desde los tiempos de Carlomagno, de las cruzadas y del rey Francisco I en el siglo XVI. En 1869, Egipto, con el apoyo de capitales franceses, abrió el canal de Suez, una ceremonia a la que asistieron la emperatriz francesa Eugenia, el príncipe heredero de Prusia, Federico, y el emperador de Austria, Francisco José. El príncipe prusiano Federico (el padre del futuro káiser Guillermo II), para no ser menos que los británicos o que los rusos, embarcó hasta el puerto de Jaffa y luego se dirigió a Jerusalén a caballo, donde patrocinó con energía la presencia prusiana en la carrera por las iglesias y los trofeos arqueológicos: compró la parcela de la iglesia latina cruzada de Santa María, cercana a la iglesia del Santo Sepulcro, y le dio su respaldo al agresivo arqueólogo Titus Tobler, quien declaró: «Jerusalén debe ser nuestra». Por el camino de regreso a Jaffa, casi chocó con Francisco José, el emperador de Austria y rey titular de Jerusalén, que hacía poco tiempo había sufrido una derrota a manos de los prusianos en la batalla de Sadowa. Se saludaron con frialdad.
Francisco José galopó hasta Jerusalén escoltado por mil guardias otomanos, entre ellos lanceros beduinos, fusileros drusos y camelleros, y acompañado por una enorme cama de plata regalo del sultán. «Desmontamos», anotó el emperador, «me arrodillé en el camino y besé la tierra» mientras el cañón de la Torre de David lanzaba una salva de saludo. A Francisco José le abrumó «cómo todo parecía ser exactamente igual que había imaginado a partir de las historias de mi niñez y de la Biblia».[1] Sin embargo, los austríacos, igual que el resto de los europeos, estaban comprando inmuebles a fin de potenciar una nueva ciudad cristiana: el emperador inspeccionó los grandes movimientos de tierra que se estaban realizando para construir un hospicio austríaco junto a la Vía Dolorosa.
«¡Nunca admitiré que estos cristianos locos hagan mejoras en las carreteras!», le escribió el gran visir otomano a Fuad Pasha, «puesto que transformarían Jerusalén en un manicomio cristiano». Sin embargo, los otomanos sí construyeron una nueva carretera a Jaffa especialmente para Francisco José. El impulso del «manicomio cristiano» era imparable.
MARK TWAIN Y EL «PUEBLO INDIGENTE».
En una ocasión en la que el capitán Charles Warren, el joven arqueólogo, cruzaba la Puerta de Jaffa, fue testigo de una decapitación que lo dejó asombrado. La ejecución había sido una auténtica chapuza, llevada a cabo por un verdugo muy patoso. «¡Me estás haciendo daño!», gritó la víctima mientras el matarife le asestaba dieciséis golpes de hacha; al final, se encaramó sobre la espalda del condenado y le serró la médula espinal como si estuviera sacrificando una oveja. Jerusalén tenía al menos dos caras y un trastorno de identidad disociativo: los relucientes edificios imperiales construidos en el curso de la rápida cristianización del barrio musulmán por europeos tocados con salacot, el casco colonial, y vestidos con casacas rojas, existían junto a la antigua ciudad otomana donde los guardias sudaneses negros protegían el Haram y custodiaban a los prisioneros condenados cuyas cabezas seguían rodando en las ejecuciones públicas. Las puertas seguían cerrándose cada día después de la caída del sol; los beduinos entregaban sus lanzas y espadas cuando entraban en la ciudad. Una tercera parte de la ciudad era un desierto y una fotografía (tomada, nada más y nada menos, que por el patriarca armenio) mostraba la iglesia del Santo Sepulcro rodeada por campo abierto en medio de la ciudad. Los dos mundos solían chocar con frecuencia: cuando en 1865 se abrió la primera línea de telégrafos entre Jerusalén y Estambul, el jinete árabe que cargó contra el poste del telégrafo fue detenido y colgado de ese mismo poste.
En marzo de 1866, Montefiore, ahora un viudo de ochenta y un años, llegó en su sexta visita y no podía creer los cambios que veía. Al descubrir que los judíos en el Muro de las Lamentaciones estaban expuestos no sólo a la lluvia caída del cielo, sino también a las ocasionales lluvias de proyectiles que caían de la Explanada de las Mezquitas, obtuvo permiso para construir un toldo en aquel lugar, e intentó sin ningún éxito comprar el Muro, uno de los muchos intentos de los judíos de obtener la propiedad de sus santos lugares. Cuando salió de Jerusalén, se sintió «más profundamente impresionado que nunca». No sería su último viaje. Regresó en 1875 a la edad de noventa y un años: «Vi casi una nueva Jerusalén en la que habían crecido los edificios, algunos de ellos igual de elegantes que los europeos». Cuando salió de Jerusalén por última vez, no pudo evitar reflexionar que «seguramente nos estamos acercando al momento en el que asistiremos a la realización de las sagradas promesas que Dios le hizo a Sión».[*4]
Las guías turísticas advertían en contra de los «viles judíos polacos» y de la «miasma de la inmundicia», pero, en opinión de algunos, eran los protestantes los que contaminaban el lugar.[2] «Leprosos, mutilados, ciegos e idiotas, todos te agreden en cualquier lugar», observaría Samuel Clemens, el periodista de Missouri que escribía bajo el pseudónimo «Mark Twain». Twain, el célebre «humorista salvaje» que viajaba por el Mediterráneo a bordo del Quaker City, realizaba un crucero de peregrinación llamado Grand Holy Land Pleasure Expedition (Grandiosa expedición de placer a Tierra Santa) que él rebautizó Grand Holy Land Funeral Expedition (Grandiosa expedición funeraria a Tierra Santa). Trató la peregrinación como un sainete, burlándose de la sinceridad de los peregrinos estadounidenses a quienes él llamaba «los inocentes en el extranjero». «Es un alivio poder salir a dar un paseo de cien metros», escribió, y no encontrar otro «lugar». Le divirtió mucho descubrir que en la iglesia del Santo Sepulcro la columna que era el centro del mundo estaba construida con el polvo con el que Dios había hecho el conjuro que creó a Adán. «Ningún hombre ha sido capaz de demostrar que la tierra NO procede de aquí». En general, odiaba «el oropel, las baratijas y los adornos chabacanos» del Santo Sepulcro, y también la ciudad: «Afamada Jerusalén, el nombre más majestuoso de la historia se ha transformado en un pueblo indigente, inhóspito, lúgubre y sin vida, no me gustaría vivir aquí».[*5] Aun así, incluso el humorista salvaje le compró una Biblia de Jerusalén a su madre, eso sí, con la máxima discreción, y en ocasiones comentó, «estoy sentado en el mismo sitio que ha pisado un dios».
Los turistas, religiosos o seglares, cristianos o judíos, Chateaubriand, Montefiore o Twain, sabían ver los lugares en los que Dios había estado, pero eran prácticamente ciegos cuando se trataba de ver a la gente real que vivía en la ciudad. Jerusalén, a lo largo de toda su historia, había existido en la imaginación de los devotos que vivían lejos, en Estados Unidos, o en Europa. Ahora que estos visitantes llegaban a miles a bordo de los buques de vapor, esperaban encontrar las imágenes exóticas y peligrosas, pintorescas y auténticas que habían imaginado con la ayuda de sus Biblias y de sus estereotipos racistas victorianos, y a su llegada encontraban también sus traductores y sus guías. Sólo vieron la diversidad de vestimentas en las calles, y desestimaron las imágenes que no les gustaban, calificándolas de basura oriental, y de lo que Baedeker denominó «superstición y fanatismo salvajes». Construyeron en su lugar la «auténtica» y grandiosa Ciudad Santa que habían esperado encontrar, y serían estas visiones las que guiarían el interés imperial por Jerusalén. En cuanto al resto, el antiguo y vibrante mundo, parcialmente velado, de los árabes y de los judíos sefardíes, apenas podían verlo. Y sin embargo, ahí estaba.[3]