CAPÍTULO 41

RUSOS, 1880-1890

EL GRAN DUQUE SERGUEI Y LA GRAN DUQUESA ELLA

Los campesinos rusos, muchos de ellos mujeres, solían caminar desde sus pueblos natales hacia el sur, en dirección a Odessa, para emprender el viaje a Sión. Llevaban «espesos abrigos acolchados, chaquetas forradas de piel y gorros de piel de oveja» y las mujeres superponían «cuatro o cinco enaguas y se ponían chales grises en la cabeza». Llevaban consigo sus sudarios fúnebres y sentían, según escribiría Stephen Graham, un periodista inglés que viajó con ellos, disfrazado con la barba desaliñada y una bata de campesino perfectamente rusas, «que después de visitar Jerusalén, las ocupaciones más serias de su vida han tocado a su fin. Porque el campesino va a Jerusalén para morir de una cierta manera en Rusia, exactamente igual que todas las preocupaciones de los protestantes se centran en la vida».

Navegaron en las «sucias y oscuras bodegas» de los buques financiados por las subvenciones gubernamentales: «Durante una tormenta, los mástiles se rompieron, y la bodega en la que los campesinos rodaban los unos sobre los otros como si fueran cadáveres, o se agarraban entre sí como dementes, era peor que cualquier pozo imaginable, ¡el hedor peor que cualquier fuego!». En Jerusalén, fueron recibidos por «un guía montenegrino gigante vestido del magnífico uniforme de la Sociedad Palestina Rusa, capa escarlata y crema, y pantalones de montar, y conducidos por las calles de Jerusalén» abarrotadas de «mendigos árabes, casi desnudos y feos más allá de las palabras, que aullaban pidiendo monedas», hasta el complejo ruso. Allí vivían en amplios y abarrotados dormitorios por «tres peniques al día», comían kasha, sopa de col, y bebían kvass, cerveza de raíz, en los refectorios. Tan numerosos eran los rusos que los «niños árabes corrían junto a ellos gritando en ruso “¡los moscovitas son buenos!”».

Los rumores se extendieron en el transcurso de la travesía: «Hay un pasajero misterioso a bordo». A su llegada, exclamaron «¡Gloria a Ti, oh Dios!», y decían «en Jerusalén hay un misterioso peregrino» y afirmaban haber visto a Jesús en la Puerta Dorada, o junto a la Muralla de Herodes. «Pasaron una noche en el Sepulcro de Cristo», explicaba Graham, «y al recibir el Fuego Sagrado, lo extinguieron con los gorros que llevarían en su ataúd». Sin embargo, la «Jerusalén terrenal, una zona de placer y ocio para los visitantes ricos», y en especial «la vasta, extraña, ruinosa, sucia y piojosa» iglesia del Santo Sepulcro, «la cuna de la muerte», les horrorizaba cada vez más. Se tranquilizaron a sí mismos con la reflexión «encontramos realmente a Jesús cuando dejamos de mirar a Jerusalén y permitimos que el Evangelio mire en nuestro interior». Sin embargo, la Santa Rusia estaba cambiando: la liberación de los siervos de Alejandro II alentó esperanzas de reforma que el zar no pudo satisfacer, y los terroristas anarquistas y socialistas le dieron caza en su propio imperio. Durante un ataque, el propio emperador tuvo incluso que desenfundar su pistola y disparar a aquellos que querían matarle. En 1881 sería finalmente asesinado en San Petersburgo por un grupo de radicales con una bomba que le arrancaría las piernas.

Los rumores según los cuales los judíos estaban implicados (en el círculo de los terroristas había una mujer judía, pero ninguno de los asesinos era judío) se extendieron rápidamente, y desencadenaron sangrientos ataques contra los judíos por toda Rusia, agresiones alentadas y, en ocasiones, organizadas por el propio estado. Estas depredaciones le dieron a Occidente una nueva palabra, pogromo, del ruso gromit, destruir. El nuevo emperador, Alejandro III, un gigante barbudo, estrecho de miras y de opiniones muy conservadoras, consideraba a los judíos un «cáncer social» y los culpó de su propia persecución a manos de los honrados rusos ortodoxos. Las leyes que promulgó en mayo de 1882 hicieron del antisemitismo[*1] una política de estado, aplicada por medio de la represión y de la policía secreta.

El emperador creía que la autocracia y la ortodoxia alentada por el culto de la peregrinación a Jerusalén salvarían a la Santa Rusia. En consecuencia, colocó a su hermano, el gran duque Serguei Alexandrovich, en la presidencia de la Sociedad Ortodoxa Palestina «para reforzar la fe ortodoxa en Tierra Santa».

El 28 de septiembre de 1888, Serguei y su esposa Ella, de veintitrés años, la hermosa nieta de la reina Victoria, consagraron su iglesia de María Magdalena, construida en piedra caliza blanca y coronada por siete relucientes cúpulas bulbosas, en el monte de los Olivos. Jerusalén emocionó a la pareja. «No puedes imaginar la profunda impresión que produce», le informó Ella a la reina Victoria, «entrar en el Santo Sepulcro. Estar aquí me invade de un intenso gozo, y mis pensamientos siempre están contigo». Ella, nacida princesa protestante de la casa de Hesse-Darmstadt, había abrazado con pasión su conversión a la fe ortodoxa. «Qué feliz», le hacía, «ver todos estos santos lugares que una ha aprendido a amar desde la más tierna infancia». Serguei y el emperador habían supervisado minuciosamente el diseño de la iglesia, y Ella había encargado las pinturas de María Magdalena. Fascinada por la belleza del carácter ruso de la iglesia y por el maravilloso entorno, frente a la Puerta Dorada, la gran duquesa declaró que quería ser enterrada en ese lugar, para ser de las primeras en levantarse el día del Juicio Final. «Ver todos estos lugares donde Nuestro Señor sufrió por nosotros es como un sueño», le dijo Ella a Victoria, «y un consuelo muy intenso poder rezar aquí». Ella necesitaba consuelo.

Serguei, de treinta y un años, era un rigorista militar y un tirano doméstico perseguido por rumores que le atribuían una alegre vida sexual secreta que chocaba con su severa creencia en la autocracia y la ortodoxia. «Sin rasgos que lo redimieran, obstinado, arrogante y desagradable, alardeaba de sus peculiaridades», afirmaría uno de sus primos. Su matrimonio con Ella le había situado en el corazón de la realeza europea, y su hermana Alexandra estaba a punto de casarse con el futuro zar Nicolás II.

Antes de marcharse, los intereses de Serguei, el imperio, Dios y la arqueología, confluyeron en su nueva iglesia, la de San Alexandr Nevski, colindante con la iglesia del Santo Sepulcro. Tras comprar esa parcela privilegiada, Serguei y los constructores descubrieron murallas que databan de la época del templo de Adriano y de la basílica de Constantino, y al construir la iglesia, incorporaron estos hallazgos arqueológicos al edificio. En el complejo ruso, Serguei encargó la construcción de la Casa Serguei, un hostal de lujo con torretas neogóticas para alojar a los aristócratas rusos.[*2]

Aunque las vidas de Serguei y de Ella acabaría en tragedia, aparte de estos edificios y de los miles de peregrinos que atrajeron, la contribución que definiría a Serguei sería la de haber sido uno de los defensores del antisemitismo oficial que condujo a los judíos de Rusia hacia el santuario de Sión.

EL GRAN DUQUE SERGUEI: JUDÍOS RUSOS Y POGROMOS

En 1891, Alejandro III nombró gobernador general de Moscú a Serguei, quien, nada más ocupar su cargo, expulsó de la ciudad a veinte mil judíos y ordenó a cosacos y policías que rodearan su barrio en la primera noche de la celebración de la Pascua judía. «No puedo creer que no vayamos a ser juzgados por esto en el futuro», escribiría Ella, pero «Serguei está convencido de que se trata de nuestra seguridad. Yo, lo único que veo en ello es vergüenza.»[*3]

Los seis millones de judíos rusos siempre habían venerado Jerusalén, rezando en dirección a las paredes orientadas al este de sus casas. Sin embargo ahora, los pogromos los empujaron a la revolución, muchos de ellos abrazaron el socialismo, o huyeron. Y así se inició un inmenso éxodo, la primera aliyá, un término que significaba la huida hacia un lugar más alto, la Montaña Sagrada de Jerusalén. Dos millones de judíos abandonaron Rusia entre 1888 y 1914, aunque el 85 por 100 de ellos no se dirigieron a la tierra prometida sino a la tierra dorada de América. No obstante, miles de ellos fijaron su mirada en Jerusalén. Al llegar el año 1890, la inmigración judía rusa empezaba a cambiar la ciudad: de los 40 000 jerosolimitanos, 25 000 eran rusos. En 1882 el sultán prohibió la inmigración judía y en 1889 promulgó un decreto que prohibía a los judíos permanecer en Palestina más de tres meses, unas medidas que apenas fueron aplicadas. Las grandes familias árabes, lideradas por Yusuf Khalidi, solicitaron a Estambul que se tomaran más medidas contra la inmigración judía, pero los judíos siguieron llegando.

Desde que los escritores de la Biblia crearon la narración de Jerusalén, y desde que la biografía de la ciudad se había convertido en historia universal, su destino siempre había sido decidido en lugares lejanos, en Babilonia, Susa, Roma, La Meca, Estambul, Londres y San Petersburgo. En 1896, un periodista austríaco publicaba un libro que definiría la Jerusalén del siglo XX: El estado judío.[1]

Jerusalén: la biografía
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