CAPÍTULO 30
LA DECADENCIA DE LOS MAMELUCOS, 1399-1517
TAMERLÁN Y EL TUTOR: CIUDAD DE PEREGRINOS
El tutor del sultán era el erudito más célebre del mundo islámico. Ibn Jaldún, que ya tenía alrededor de setenta años, había servido al monarca de Marruecos, más tarde (tras un período en prisión) a los de Granada y de Túnez y, finalmente (tras otro período en prisión), al sultán mameluco. En los interludios entre el poder y la prisión, Ibn Jaldún escribió su obra maestra, la Muqaddimah, una historia universal que todavía conserva su brillo en la actualidad. El sultán, por lo tanto, lo había nombrado tutor de su hijo Faraj, quien le sucedió en el trono cuando todavía era un niño.
Ahora, y mientras el canoso tutor le enseñaba Jerusalén al sultán de diez años, Tamerlán puso asedio a la ciudad mameluca de Damasco. Timur el Cojo, conocido con el nombre de Tamerlán, había llegado al poder en el año 1370 alzándose como el caudillo de los guerreros de Asia central. En treinta y cinco años de guerras incesantes, este áspero genio de origen túrquico había conquistado buena parte de Oriente Próximo, al que gobernaba desde la silla de montar, y se había autoerigido en heredero de Gengis Kan. En Delhi, diez mil personas cayeron bajo su espada; en Ispahan, donde construyó 28 torres de 1500 cabezas cada una, fueron setenta mil; y nunca había conocido la derrota.
Sin embargo, Tamerlán era más que un guerrero. Sus palacios y jardines en Samarcanda dan fe de sus gustos sofisticados, era un campeón del ajedrez y un apasionado de la historia que disfrutaba debatiendo con los filósofos. No es de extrañar, entonces, que siempre hubiera querido conocer a Ibn Jaldún.
Entre los mamelucos había cundido el pánico; si Damasco caía, también lo harían Palestina y, tal vez, El Cairo. El viejo pedagogo y el niño-sultán se apresuraron a regresar a El Cairo, pero los mamelucos decidieron enviar a la pareja a Siria a negociar con Tamerlán, y a salvar el imperio. Al mismo tiempo, los jerosolimitanos discutían sobre lo que debían hacer: ¿cómo salvar la Ciudad Santa del invencible depredador al que se conocía con el nombre de «el azote de Dios»?
En enero de 1401, Tamerlán, acampado en las afueras de Damasco, se enteró de que el sultán Faraj e Ibn Jaldún esperaban ser recibidos. No tenía ningún interés por el chico, pero estaba fascinado por Ibn Jaldún, a quien convocó de inmediato. Como político, Ibn Jaldún representaba al sultán, pero, en su faceta de historiador, era natural que deseara conocer al hombre más destacado de la época, aunque no estuviera seguro de si saldría de la reunión vivo o muerto. Los dos tenían aproximadamente la misma edad: el canoso conquistador recibió al venerable historiador en su tienda palaciega.
A Ibn Jaldún le impresionó «el más grande y el más poderoso de los reyes», en su opinión, dotado «de gran inteligencia y perspicacia, adicto al debate y a la argumentación sobre lo que conoce y también sobre lo que no conoce». Ibn Jaldún convenció a Tamerlán de que liberara a algunos prisioneros, pero el «azote de Dios» no quiso negociar. Damasco fue atacada y saqueada en lo que Ibn Jaldún calificó de «una acción totalmente ruin y abominable». El camino a Jerusalén había quedado ahora despejado. El ulema decidió rendir la ciudad y le envió a Tamerlán una delegación con las llaves de la Cúpula de la Roca, pero, cuando los jerosolimitanos llegaron a Damasco, el conquistador se había marchado hacia el norte para aplastar a los turcos otomanos, la potencia en alza de Anatolia. Entonces, en febrero de 1405, mientras avanzaba hacia la conquista de China, Tamerlán murió y Jerusalén siguió siendo una ciudad mameluca. Ibn Jaldún, por su parte, que había regresado a El Cairo después de su reunión con Tamerlán, falleció en su cama un año más tarde. Su pupilo, el sultán Faraj, nunca olvidó aquel azaroso viaje cultural y solía regresar con frecuencia a Jerusalén, donde reunía a su corte en la Explanada de las Mezquitas, bajo el parasol real, y entregaba oro a los pobres rodeado por las enseñas amarillas del sultanato.
Los jerosolimitanos eran seis mil, y de ellos solamente doscientas familias eran judías y cien cristianas, en una pequeña ciudad peligrosa e inestable y de pasiones sobredimensionadas. En 1405, los jerosolimitanos se rebelaron contra los exorbitantes impuestos y persiguieron al gobernador hasta expulsarlo de la ciudad. Los archivos del Haram nos permiten hacernos una idea de las dinastías de jueces religiosos y jeques sufíes de Jerusalén, y de sus emires mamelucos exiliados y ricos mercaderes en un mundo de estudio coránico, coleccionistas de libros, comercio en aceite de oliva y jabón, y prácticas de tiro y esgrima. Los cruzados, en cambio, ya no suponían una amenaza, y los peregrinos cristianos solían ser exprimidos; pese a constituir la principal fuente de ingresos, no eran bien recibidos: con frecuencia eran detenidos bajo acusaciones falsas hasta que pagaban multas arbitrarias. «Podéis elegir», les explicaba un intérprete a los prisioneros cristianos a su cargo, «o pagáis, o seréis azotados hasta morir».[1]
Resulta difícil determinar quiénes eran más peligrosos, si los corruptos mamelucos, los peregrinos de dudosa reputación, los peleones cristianos o los codiciosos jerosolimitanos. En su mayoría los peregrinos eran tan malvados que se solía advertir a residentes y a viajeros: «protegeos de cualquiera que viaje a Jerusalén», mientras que incluso a los musulmanes les gustaba decir que «nadie es tan corrupto como los residentes de las ciudades santas».
Los sultanes mamelucos, en ocasiones, se dejaban caer sobre la ciudad para reprimir a los judíos y cristianos que ya sufrían linchamientos periódicos por parte de la multitud en Jerusalén.
La corrupción y el desorden empezaban en la corte de El Cairo: los sultanes del Cáucaso todavía dominaban el imperio, de modo que, si bien los franciscanos católicos gozaban del apoyo de los europeos, la Jerusalén cristiana la dominaban los armenios y los georgianos, que se odiaban mutuamente y, por supuesto, ambos odiaban a los católicos. Los armenios, que estaban expandiendo su barrio de forma muy agresiva alrededor de la catedral de los Santiagos, lograron sobornar a los mamelucos para que les arrancaran el Calvario a los georgianos, quienes entonces ofrecieron más dinero y lo recuperaron, aunque no por mucho tiempo. En el curso de treinta años, el Calvario cambió de manos cinco veces.
Los sobornos y los beneficios eran enormes porque la peregrinación había adquirido una enorme popularidad en Europa. A los europeos no les parecía que las cruzadas hubiesen terminado; al fin y al cabo, la reconquista de la España musulmana era una cruzada; pero aunque no se organizaran expediciones para liberar Jerusalén, todos los cristianos sentían que conocían Jerusalén aunque nunca hubieran visitado la ciudad. Jerusalén aparecía en los sermones, en las pinturas y en los tapices. Muchas ciudades tenían capillas de Jerusalén, fundadas por las hermandades de antiguos peregrinos o por personas que no podían realizar el viaje. El palacio de Westminster tenía su Cámara de Jerusalén, y desde París, en el oeste, hasta Prusia y Livonia, en el este, muchos lugares tenían sus Jerusalenes locales. La única Jerusalén de Inglaterra, un minúsculo pueblo en Lincolnshire, tiene su origen en ese renacido entusiasmo. Por otra parte, miles de personas viajaban a la Ciudad Santa cada año,[*1] muchas de ellas, de una notoria falta de santidad: la picante esposa de Bath de Chaucer había visitado Jerusalén tres veces.
Los peregrinos tenían que pagar multas y peajes sólo para entrar en Jerusalén, y después también en la iglesia del Santo Sepulcro, donde los mamelucos también controlaban el Sepulcro en su interior. Sellaban la iglesia por la noche, de modo que los peregrinos, pagando, podían quedarse encerrados dentro durante días y noches si así lo deseaban. Los peregrinos descubrieron que la iglesia parecía un bazar-barbería con puestos, tiendas, camas y grandes cantidades de cabello humano: muchos creían que las enfermedades podían curarse si se afeitaban y colocaban el pelo en el sepulcro. Muchos de los peregrinos pasaron gran parte de su tiempo grabando sus iniciales en cada santuario que visitaban, mientras los musulmanes más artísticos proveían a la industria de las reliquias: los peregrinos explicarían que los niños musulmanes nacidos muertos eran embalsamados y, a continuación, vendidos a los europeos ricos haciéndoles creer que se trataba de víctimas de la masacre de los Santos Inocentes.
Algunos peregrinos creían que los niños concebidos en el interior de la iglesia nacían especialmente bendecidos, y por supuesto, había alcohol, así que las horas nocturnas solían convertirse en una orgía a la luz de las velas, en la que se bebía en grandes cantidades y en la que los cánticos bienintencionados dejaban paso a feos alaridos. El Sepulcro, explicó un peregrino asqueado, era un «burdel total». Otro peregrino, Arnold von Harff, un malicioso caballero alemán, dedicó su tiempo a aprender frases en árabe que nos dan alguna pista sobre cuáles eran sus principales preocupaciones:
¿Cuánto me darás?
Te daré un gulden.
¿Eres judío?
Mujer, déjame dormir contigo esta noche.
Muy bien, señora, YA estoy en tu cama.
Los franciscanos guiaban y recibían a los visitantes católicos: su itinerario, que seguía los pasos de Cristo, empezaba en lo que se creía que había sido el Praetorium de Pilatos, en el lugar donde se encontraba la mansión del gobernador mameluco y que se convertiría en la primera estación del recorrido del Señor, más tarde, la Vía Dolorosa. A los peregrinos les impresionaba sobremanera ver que los lugares cristianos habían sido islamizados, como por ejemplo, la iglesia de Santa Ana, el lugar de nacimiento de la madre de la Virgen María, ocupado por la madrassa de Saladino. El fraile alemán Felix Fabri logró entrar a hurtadillas en este santuario; Harff, por su parte, se jugó la vida al penetrar disfrazado en la Explanada de las Mezquitas, y ambos dejaron constancia de sus aventuras. Sus entretenidos libros de viajes muestran un nuevo tono de ligereza inquisitiva, sin dejar de lado la reverencia.
Los cristianos y los judíos nunca estuvieron del todo a salvo de la caprichosa represión de los mamelucos, y la santidad en Jerusalén era tan contagiosa que cuando las dos religiones más antiguas empezaron a disputarse la tumba de David en el monte Sión, los sultanes la reclamaron entonces para los musulmanes.
En aquel momento, la comunidad judía estable se elevaba a alrededor de mil personas que vivían en lo que se convertiría más tarde en el barrio judío. Oraban en la sinagoga de Ramban, alrededor de las puertas del monte del Templo (en especial en su casa de estudio cerca del Muro de las Lamentaciones), y en el monte de los Olivos, donde empezaron a enterrar a sus muertos, dispuestos para el día del Juicio Final. Sin embargo, también veneraban ahora el santuario cristiano de la Tumba de David (que no tenía nada que ver con David, sino que databa de la época de las cruzadas), parte del Cenáculo, controlado por los franciscanos. Los cristianos intentaron restringirles el acceso, y los judíos se quejaron a El Cairo, con consecuencias desafortunadas para ambos. El sultán del día, Babsay, indignado al descubrir que los cristianos ocupaban un sitio así, viajó a Jerusalén, destruyó la capilla franciscana y en su lugar construyó una mezquita en el interior de la tumba de David. Unos pocos años más tarde, uno de sus sucesores, el sultán Jaqmaq, requisó todo el monte Sión para el islam. Y las cosas fueron a peor: se reforzaron las antiguas restricciones, y se crearon nuevas. Se limitó el tamaño de los turbantes de judíos y cristianos; los hombres, en los baños, debían llevar anillas al cuello, como el ganado; a las mujeres cristianas y judías se les impidió el acceso a los baños; y Jaqmaq prohibió que los médicos judíos trataran a pacientes musulmanes.[*2] Después del derrumbe de la sinagoga de Ramban durante una tormenta, el cadí prohibió su reconstrucción, afirmando que pertenecía a la vecina mezquita. Cuando los sobornos de los judíos lograron revocar su decisión, el ulema local la derribó.
El 10 de julio de 1452, los jerosolimitanos lanzaron un pogromo contra los cristianos, desenterraron los huesos de los monjes cristianos y arrancaron una nueva balaustrada del Sepulcro que fue llevada a hombros en triunfo hasta la mezquita de al-Aqsa. A veces, la provocación de los cristianos rozaba la demencia. En 1391, cuatro monjes franciscanos gritaron en al-Aqsa que «Mahoma era un libertino, un asesino y un glotón» y creía en «¡putear!». El cadí les ofreció la posibilidad de retirar sus palabras, los monjes se negaron a hacerlo, y el cadí los hizo torturar y azotar casi hasta la muerte. La muchedumbre encendió una hoguera en el patio de la iglesia donde «casi borrachos de rabia», la turba los despedazó «para que no quedara ni un trozo de forma humana» e hizo pinchos morunos con ellos que asaron al fuego.[2]
Ahora bien, la liberación estaba cerca y, tras el acceso al trono de un sultán más tolerante, la cocina francesa cambiaría el destino de Jerusalén.
EL SULTÁN Y LAS TORTILLAS CRISTIANAS
Qaitbay, un niño-esclavo circasiano que llegó a convertirse en un general mameluco, había pasado años de exilio en Jerusalén. Al tener prohibida la entrada en cualquier casa musulmana, trabó amistad con los franciscanos, que le hicieron conocer un plato francés. Parece ser que después de su ascenso al trono mameluco en 1486, al sentir nostalgia por las tortillas de verduras de los frailes, los acogió en El Cairo, les permitió construir en la iglesia del Santo Sepulcro, y les devolvió el monte Sión. Los franciscanos querían venganza y, en consecuencia, Qaitbay les prohibió a los judíos acercarse al Sepulcro o al convento en el monte Sión: si por descuido, los judíos pasaban junto a la iglesia del Santo Sepulcro, solían ser linchados y a menudo asesinados, una situación que se mantuvo hasta 1917. El sultán, no obstante, les permitió a los judíos reconstruir su sinagoga de Ramban. Y tampoco se olvidó de la Explanada de las Mezquitas: cuando la visitó en 1475, encargó la construcción de su madrassa Ashrafiyah, tan hermosa que fue descrita como «la tercera joya de Jerusalén», y su fuente, una cúpula en forma de campana, resplandeciente en ablaq rojo y crema, sigue siendo la más espléndida de toda la ciudad.
Sin embargo, y pese a todo el interés de Qaitbay, los mamelucos estaban perdiendo el control. El cadí de la ciudad, Mujir al-Din, observó el desfile diario del atardecer en la Torre de David, y opinó que «estaba completamente descuidado y desorganizado». En el año 1480, los beduinos atacaron Jerusalén y poco les faltó para capturar al gobernador, que escapó cruzando al galope la Explanada de las Mezquitas y salió huyendo por la Puerta de Jaffa. «Jerusalén está en su mayor parte desolada», observaría el rabino Obadiah de Bertinoro justo después del ataque beduino. Desde la distancia, «vi una ciudad en ruinas», corroboró uno de sus discípulos, y los chacales y los leones merodeaban por las colinas. Aun así, Jerusalén seguía siendo fascinante. Cuando el discípulo de Obadiah vio la ciudad desde el monte de los Olivos, «mi espíritu se desbordó, mi corazón se lamentó, y me senté, lloré y me rasgué las vestiduras». Mujir al-Din, que adoraba su ciudad, pensaba que estaba «llena de brillo y belleza, una de sus famosas maravillas».[*3]
En 1453, los otomanos conquistaban por fin Constantinopla, y heredaban el esplendor y la ideología del imperio romano universal. Generación tras generación, los otomanos se enfrentaron a las guerras de sucesión y a la amenaza del resurgir de Persia. En 1481, Qaitbay acogió al príncipe fugitivo otomano Jem Sultan. Confiando en que un reino otomano disidente dividiera a la dinastía, Qaitbay le ofreció a Jem Sultan el reino de Jerusalén. El gambito condujo a diez años de inútiles guerras durante los cuales ambos imperios se vieron amenazados por las potencias en alza: los mamelucos por los avances portugueses en el océano índico, y los otomanos por el nuevo sah de Persia, Ismail, que uniría a su país imponiendo el chiismo duodecimano que todavía se venera en aquel país. Una situación que empujó a los otomanos y a los mamelucos a unirse en un pragmático abrazo de corta vida que resultaría ser el beso de la muerte.[3]