CAPÍTULO 10
LOS HERODES, 40 a. C. - 10 D. C.
LA CAÍDA DE ANTÍGONO: EL ÚLTIMO DE LOS MACABEOS
Herodes zarpó hacia Ptolemais, reunió un ejército e inició la conquista de su reino. Cuando los rebeldes resistieron, refugiados en unas cuevas inexpugnables de Galilea, hizo bajar a sus tropas en unos baúles sostenidos por cadenas y los soldados, armados de garfios, pescaron a sus enemigos y los arrojaron al precipicio. Herodes, no obstante, necesitaba el apoyo de Marco Antonio para tomar Jerusalén.
Los romanos estaban obligando a los partos a retirarse. En el año 38 a. C., mientras Marco Antonio asediaba una fortaleza parta en Samosata (al sureste de Turquía), Herodes se dirigió al norte para ofrecerle, y pedirle, ayuda. Marco Antonio había caído en una emboscada de los partos, Herodes contraatacó y salvó la caravana del equipaje. El campechano Marco Antonio recibió al joven rey de Judea como un viejo camarada, lo abrazó afectuosamente ante su ejército, organizó un desfile en su honor y, agradecido, envió treinta mil soldados de infantería y seis mil de caballería a poner sitio a Jerusalén en nombre de Herodes. Los romanos instalaron su campamento justo al norte del Templo, tras lo cual Herodes celebró su matrimonio con Mariana, de diecisiete años. Después de cuarenta días de asedio, los romanos tomaron al asalto la muralla exterior y dos semanas más tarde, forzaron su entrada en el Templo y arrasaron la ciudad «como una compañía de dementes», pasando a espada a los jerosolimitanos en sus estrechas calles. Herodes tuvo que sobornar a los romanos para que detuvieran la carnicería, y a continuación le envió el rey capturado, Antígono, a Marco Antonio, quien, siempre deseoso de complacer a su amigo, decapitó al último rey macabeo. El hombre fuerte de Roma se dispuso entonces a invadir Partia con cien mil soldados, una expedición que rozó la catástrofe y en la que perdió una tercera parte de su ejército. Los supervivientes se salvaron gracias a las provisiones enviadas por Cleopatra, y la reputación de Marco Antonio en Roma nunca se recuperó del todo.
El rey Herodes celebró la conquista de Jerusalén liquidando a cuarenta y cinco de los setenta y un miembros del Sanedrín. Destruyó la fortaleza de Baris al norte del Templo, y construyó una torre fortificada de base cuadrada con cuatro torreones, la fortaleza Antonia, nombrada en honor de su protector, y cuyo colosal tamaño dominaba la ciudad. Nada queda de la Antonia excepto algunos vestigios de su base de piedras talladas, pero sabemos el aspecto que podría haber tenido porque muchas de las fortalezas de Herodes todavía sobreviven: cada uno de sus baluartes de montaña estaba diseñado para ofrecer una seguridad inexpugnable con un lujo sin igual.[*1] Aun así, nunca se sentía seguro, y ahora, por añadidura, tenía que defender su reino de las intrigas de dos reinas, su propia esposa, Mariana, y Cleopatra.[1]
HERODES Y CLEOPATRA
Por muy temido que fuera Herodes, él desconfiaba de los macabeos, el más peligroso de los cuales dormía con él. No sólo se acostaba con el enemigo, sino que, además, se había enamorado de él.
El rey, ahora ya de treinta y seis años, se había enamorado de Mariana, una joven educada, culta, casta y altiva, cuya madre, Alejandra, la viva encarnación del estereotipo de la malvada suegra, empezó de inmediato a conspirar con Cleopatra para destruir a Herodes. Las mujeres macabeas se sentían orgullosas de su linaje y les irritaba haberse unido mediante lazos matrimoniales a la mestiza ralea herodiana. Alejandra, sin embargo, no supo darse cuenta de que, incluso según los siniestros estándares del siglo I, ella no podía competir con el psicótico Herodes.
Puesto que el mutilado Hircano ya no podía oficiar en el Templo, Alejandra quería que su hijo adolescente Jonatán, el hermano menor de Mariana, ocupara el puesto de sumo sacerdote, una posición inalcanzable para Herodes, el arribista idumeneo medio árabe. Jonatán no sólo era el rey por derecho, sino que además su belleza llamaba la atención en una época en la que se creía que la apariencia física reflejaba el favor divino. Dondequiera que fuera Jonatán, la gente siempre se apiñaba a su alrededor. Herodes temía al joven, un problema que solucionó ascendiendo al sumo sacerdocio a un desconocido judío babilonio. Alejandra apeló en secreto a Cleopatra. Marco Antonio había anexionado al reino de Cleopatra territorios en el Líbano, en Creta y en el norte de África, y le había entregado asimismo una de las posesiones más valiosas de Herodes: las plantaciones de dátiles y de bálsamo de Jericó.[*2] Herodes, para poder recuperarlas, se las había arrendado pero era evidente que Cleopatra codiciaba Judea, el territorio de sus antepasados.
Agitando la sabrosa zanahoria del hermoso Jonatán, Mariana y su madre Alejandra le enviaron un retrato del joven a Marco Antonio quien, lo mismo que la mayor parte de los hombres de su época, sabía apreciar la belleza femenina y la masculina por igual. Cleopatra prometió apoyar la reivindicación al trono de Jonatán, de modo que cuando Marco Antonio invitó al joven, a Herodes se le activaron todas las alarmas y se negó a dejarle marchar. Herodes puso a su suegra bajo estrecha vigilancia en Jerusalén, mientras Cleopatra les ofrecía asilo a ella y a su hijo. Alejandra ordenó construir dos ataúdes para sacarlos a ambos en secreto de palacio.
Al final, Herodes, incapaz de resistirse a la popularidad de los macabeos y a las súplicas de su esposa, durante la festividad de Tabernáculos nombró sumo sacerdote a Jonatán. Cuando éste subió al altar ataviado con su magnífica túnica y el regio tocado sacerdotal, los jerosolimitanos prorrumpieron en aclamaciones. Herodes resolvió su problema al más puro estilo de la casa: invitó al sumo sacerdote a acompañarle en su suntuoso palacio de Jericó donde hizo gala de una alarmante amabilidad: la noche era muy calurosa y el rey alentó a Jonatán a ir a nadar a las piscinas de recreo; allí los matones de Herodes lo mantuvieron bajo el agua y su cuerpo fue encontrado flotando a la mañana siguiente ante la gran desolación e indignación de Mariana y su madre. Jerusalén lloró la muerte de Jonatán e incluso Herodes rompió a llorar en el funeral.
Alejandra informó del asesinato a Cleopatra, cuyas condolencias, habida cuenta que ella había asesinado a dos, tal vez a tres, de sus propios hermanos, fueron puramente políticas. Convenció a Marco Antonio de que ordenara a Herodes acudir a Siria, de donde, si Cleopatra lograba sus propósitos, Herodes no regresaría a Judea. Herodes hizo sus preparativos antes de este peligroso encuentro, y demostró el amor que sentía hacia Mariana a su propia y siniestra manera: la colocó bajo la custodia de su tío José, virrey en su ausencia, y ordenó que si él moría a manos de Marco Antonio, Mariana debía ser ejecutada de inmediato. Tras la marcha de Herodes, José no dejó de repetirle a Mariana lo mucho que el rey la amaba, tanto, añadió, que prefería matarla antes que permitir que ella viviera sin él. Mariana se asustó. En Jerusalén corrieron rumores de que Herodes había muerto. Todo el tiempo que duró la ausencia de Herodes, Mariana se desahogó tratando despóticamente a la hermana del rey, Salomé, uno de los personajes más viciosos en una corte viperina.
En Laodicea, Herodes, un experto en manipular potentados romanos, sedujo a Marco Antonio y logró que éste le perdonara; ambos celebraron banquetes juntos día y noche. Al regreso de Herodes, Salomé acusó a su tío José de haber seducido a Mariana y le explicó que su suegra, en su ausencia, se había dedicado a planear una rebelión. Sea como fuere, Herodes y Mariana se reconciliaron y él declaró ahora su amor por ella. «Ambos se deshicieron en lágrimas y se abrazaron», hasta que ella le explicó que sabía que él había planeado ejecutarla. Herodes, atormentado por los celos, la puso en arresto domiciliario y ordenó la muerte de su tío José.
En el año 34 a. C., Marco Antonio después de su fracasada expedición anterior, reafirmó el poder de Roma e invadió la Armenia de los partos. Cleopatra le acompañó hasta el Éufrates y durante el camino de regreso a Egipto visitó a Herodes. Estos dos taimados monstruos de la persuasión pasaron días juntos, flirteando y estudiando cómo matarse el uno al otro. Herodes afirmaría que Cleopatra había intentado seducirlo, y si bien cabe la posibilidad de que no se tratara más que del modo que tenía la reina de actuar con cualquier hombre que podía serle útil, también era una artimaña que podía acarrearle consecuencias mortales. Herodes no cedió a sus proposiciones y decidió matar a la serpiente del viejo Nilo, pero sus consejeros le recomendaron encarecidamente que no lo hiciera.
La reina egipcia prosiguió su camino hacia Alejandría donde Marco Antonio, en el curso de una espectacular ceremonia, la erigió como «Reina de Reyes» y entronizó a Cesarión, el hijo de Cleopatra y César, que ahora ya tenía trece años, como cofaraón. Los tres hijos de la reina y de Marco Antonio, por su parte, ocuparían los tronos de Armenia, Finike y Cirene. En Roma, esta manera de actuar oriental pareció antirromana, poco masculina y poco acertada. Marco Antonio intentó justificar sus desenfrenos orientales con el único escrito que se le conoce, titulado «De sus borracheras», y le escribió a Octavio: «¿Qué te ha cambiado? ¿Qué me esté follando a la reina? ¿Acaso importa dónde o a quién le mete uno la polla?». Importaba. A Cleopatra se la tenía por «un monstruo mortal», y el poder de Octavio se iba reforzando a medida que su asociación con Marco Antonio se iba desintegrando. En el año 32 a. C., el Senado revocó el imperium de Marco Antonio y, acto seguido, Octavio le declaró la guerra a Cleopatra. Los dos bandos se enfrentaron en Grecia: Marco Antonio reunió su ejército y Cleopatra su flota egipcia y fenicia. Se trataba de una guerra por el mundo.[2]
AUGUSTO Y HERODES
Herodes debía apoyar al vencedor. Se ofreció a unirse a Marco Antonio en Grecia, pero éste, en cambio, le ordenó lanzar un ataque contra los árabes nabateos, en lo que hoy es Jordania. Al regreso de Herodes, Marco Antonio y Octavio se enfrentaban en Actium. Marco Agripa, el comandante de Octavio, superaba con gran diferencia a Antonio, la batalla naval fue una debacle, y Marco Antonio y Cleopatra huyeron a Egipto. ¿Destruiría también Octavio al rey judío de Marco Antonio?
Herodes se preparó una vez más para la muerte, dejó a su hermano Feroras a cargo del gobierno y, para mayor seguridad, ahorcó al viejo Hircano. Instaló a su madre y a su hermana en Masada mientras Mariana y Alejandra permanecían bajo vigilancia en Alejandrión, otra fortaleza de montaña. Después de ordenar por segunda vez que si le ocurría cualquier cosa a él Mariana debía morir, zarpó hacia la reunión más importante de su vida.
Octavio lo recibió en Rodas donde Herodes manejó la reunión con habilidad y franqueza. Con gran humildad, depositó su diadema a los pies de Octavio y, en lugar de repudiar su amistad con Marco Antonio, le pidió a Octavio que no tuviera en cuenta de quién había sido amigo sino que, más bien, tuviese en cuenta «qué clase de amigo soy». Octavio le devolvió la corona, Herodes regresó triunfal a Jerusalén y a continuación siguió a Octavio a Egipto, llegando a Alejandría justo después del suicidio de Marco Antonio y Cleopatra, él dejándose caer sobre su espada, ella dejándose morder por una serpiente.
Octavio se erigió ahora en el primer emperador romano, y adoptó el nombre «Augusto». De apenas treinta y tres años, este gestor puntilloso, delicado, hipercrítico y nada emocional se convirtió en el protector más leal de Herodes. Es más, el emperador y su lugarteniente, prácticamente su socio de poder, el espontáneo Marco Agripa, trabaron una amistad tan estrecha con Herodes que, en palabras de Josefo, «César sólo prefería estar con Herodes, además de Agripa, y nadie era mejor amigo de Agripa que Herodes, aparte de César».
Augusto amplió el reino de Herodes incorporando territorios que hoy forman parte de Israel, Jordania, Siria y Líbano. Herodes, un gestor competente, hizo gala de una fría eficacia cuando la hambruna asoló su reino: vendió su propio oro e importó grano egipcio, salvando así a los judíos de la muerte por inanición. Presidió una corte medio griega, medio judía, servida por bellos eunucos y concubinas. Buena parte de su séquito había sido heredado de Cleopatra. Su secretario, Nicolás de Damasco, había sido el tutor de los hijos de Cleopatra,[*3] y su guardia personal de cuatrocientos gálatas, también lo había sido de la reina; se los había regalado Augusto, y Herodes los incorporó a su propia guardia de soldados germanos y tracios. Estos rubios bárbaros se ocupaban de las torturas y asesinatos de su muy cosmopolita rey: «Herodes era de ascendencia fenicia, helenizado de cultura, idumeo de nacimiento, judío de religión, jerosolimitano por residencia y romano de nacionalidad».
En Jerusalén, él y Mariana instalaron su residencia en la fortaleza Antonia. En la capital del reino, Herodes era un rey judío que leía el Deuteronomio cada siete años en el Templo y que nombraba al sumo sacerdote, cuya túnica conservaba en la fortaleza Antonia. Sin embargo, fuera de Jerusalén, se transformaba en un munificente monarca griego cuyas nuevas ciudades paganas, principalmente Cesarea en la costa y Sebastia (la versión griega de «Augustus») en Samaria, constituían opulentos complejos de templos, hipódromos y palacios. Llegó incluso a construir en Jerusalén un teatro al estilo griego y un hipódromo en el que presentó sus Juegos Actos en conmemoración de la victoria de Augusto, un espectáculo pagano que dio pie a una conspiración judía y cuyos implicados fueron ejecutados. Su amada esposa, sin embargo, no celebró su triunfo. La corte había sido envenenada por las luchas entre las princesas macabeas y herodianas.[3]
MARIANA Y HERODES: AMOR Y ODIO
Durante la nueva ausencia de Herodes, Mariana, una vez más, había seducido a su guardián y logrado que le revelara los macabros planes que su marido tenía para ella si acaso él no regresaba. Herodes la encontraba personalmente irresistible, aunque políticamente tóxica: ella le acusó sin vacilar de haber asesinado a su hermano. En algunas ocasiones, lo humillaba ante toda la corte dejando claro que ella le negaba el sexo; en otras, se reconciliaban apasionadamente. Era la madre de sus dos hijos, pese a lo cual, también planeaba su destrucción. Le gustaba ridiculizar la vulgaridad de la hermana de Herodes, Salomé. Herodes estaba «dividido entre el odio y el amor», y su obsesión era más apasionada porque se entretejía con su otro gran amor: el poder.
Su hermana Salomé achacaba el poder que Mariana tenía sobre Herodes a la hechicería, y le presentó pruebas de que la macabea le había seducido gracias a un filtro de amor. Los eunucos de Mariana fueron sometidos a torturas hasta que confesaron la culpa de la reina. El guardián de Mariana durante la ausencia del rey fue ejecutado y la propia Mariana encarcelada en la fortaleza Antonia a la espera de ser sometida a juicio. Salomé sostuvo el ritmo de revelaciones decidida a lograr la muerte de la reina macabea.
Mariana fue condenada a muerte, momento en el cual, Alejandra, su madre, la denunció esperando así salvar su propio cuello. El pueblo reaccionó y le dedicó un sonoro abucheo. En el recorrido hasta el cadalso, Mariana se comportó con una impresionante «grandeza de espíritu», afirmando que era una vergüenza que su madre se expusiera de ese modo. Mariana, tal vez ejecutada al garrote vil, murió como una auténtica macabea, «sin que le cambiara el color del rostro», y exhibiendo una gracia que «revelaba su noble ascendencia a todos los espectadores». Herodes, desquiciado por el dolor, llegó hasta el punto de creer que el amor que sentía por Mariana era una venganza de los dioses para destruirle. La buscó a gritos por palacio, ordenó a sus sirvientes que la encontraran e intentó distraerse organizando banquetes. Sin embargo, en estas fiestas, Herodes acababa siempre rompiendo a llorar por Mariana. Cayó enfermo y el cuerpo se le cubrió de forúnculos, momento que eligió Alejandra para llevar a cabo un último intento de hacerse con el poder. Herodes ordenó ejecutar a su suegra y a cuatro de sus más íntimos amigos quienes, tal vez, habían sido también amigos de la encantadora reina. Nunca se recuperó del todo de la pérdida de Mariana, una maldición que regresaría y destruiría otra generación. El Talmud afirmaría más tarde que Herodes conservó el cuerpo de Mariana en miel, y es posible que fuera cierto, puesto que era apropiadamente dulce, y adecuadamente macabro.
Al poco tiempo de la muerte de Mariana, Herodes empezó a trabajar en su obra maestra: Jerusalén. El palacio macabeo frente al Templo no era lo bastante majestuoso para él: sin duda el fantasma de Mariana debía de andar rondando la fortaleza Antonia. En el año 23 a. C. amplió las fortificaciones occidentales de la ciudad construyendo una nueva ciudadela y un complejo palaciego, una Jerusalén en el interior de Jerusalén. Rodeado por una muralla de quince metros de altura, el complejo poseía tres torres que recibieron un sentimental nombre; la más alta, la torre Hípico (nombrada en honor de un joven amigo muerto en combate), de cuarenta metros de alto, y una base cuadrada de cuatro metros de lado; la torre Fasael (nombrada por su hermano muerto) y la torre Mariana.[*4] Si la Antonia dominaba el Templo, ahora esta nueva fortaleza gobernaba la ciudad.
Herodes edificó su palacio al sur de la ciudadela, una residencia de lujo que contenía dos suntuosos apartamentos que llevaban el nombre de sus protectores, Augusto y Agripa, con paredes de mármol, vigas de madera de cedro, elaborados mosaicos, y decoraciones en oro y plata. Alrededor del palacio se construyeron patios, pórticos y columnatas, y jardines cubiertos de césped, frondosos bosquecillos, canales que nacían de cascadas, y palomares (Herodes se comunicaba con sus provincias por medio de palomas mensajeras) rodeaban el complejo. Todo ello financiado con toda probabilidad por su inmensa fortuna: al fin y al cabo, después del emperador, era el hombre más rico del Mediterráneo.[*5] El ajetreo de su palacio, desde donde se oían las trompetas del Templo y el distante bullicio de la ciudad, debía de verse pacificado por el piar de los pájaros y el tintineo del agua de las fuentes.
Su corte, no obstante, era cualquier cosa menos tranquila. Sus hermanos eran unos intrigantes despiadados: a su hermana Salomé se la considera un monstruo sin igual, y, al parecer, las mujeres de su propio harén eran todas igual de ambiciosas y paranoicas que el propio rey. Los gustos sexuales de Herodes complicaban la política; era, escribiría Josefo, «un hombre de apetitos». Antes de Mariana, había contraído matrimonio con Doris; y después de Mariana, se casaría con otras ocho esposas, bellezas elegidas por amor o por lujuria, pero nunca más por su linaje. Además de su harén de más de quinientas mujeres, sus gustos griegos incluían también a los pajes y a los eunucos a su servicio. Sus hijos, a quienes por una parte mimaba, y por la otra, no hacía gran caso, aumentaban en número, cada uno de ellos respaldado por una madre sedienta de poder, y se convirtieron en las crías del diablo. Incluso el maestro en el arte de maniobrar las cuerdas de las marionetas tuvo problemas para gestionar todo ese odio y celos. Aun así, la corte no le distrajo de su proyecto más querido. Sabiendo que el prestigio de Jerusalén estaba ligado al suyo propio, Herodes decidió igualar a Salomón.[4]
HERODES: EL TEMPLO
Herodes hizo demoler el segundo Templo y construyó en su lugar una de las maravillas del mundo. Los judíos temían que, tras destruir el antiguo Templo, nunca terminara el nuevo, así que el rey convocó una reunión de ciudadanos para convencerles, y preparó de antemano todos y cada uno de los detalles. Mil sacerdotes fueron formados como constructores. Se talaron bosques de cedros del Líbano, cuyos troncos fueron transportados en balsas a lo largo de la costa. En las canteras cercanas a Jerusalén, se marcaron y cortaron los grandes sillares de reluciente piedra caliza amarilla, casi blanca, unas gigantescas piedras que se cargaron en mil vagones. En los túneles a lo largo del monte del Templo, hay una piedra de casi trece metros de longitud que pesa quinientas toneladas.[*6] Ningún escándalo, ningún martillazo había contaminado el Templo de Salomón, así que Herodes se aseguró de que todo llegara preparado de otro lugar y pudiera colocarse en su sitio en silencio. El Santo de los santos quedó acabado en dos años, pero el complejo en su totalidad no quedaría acabado hasta pasados ochenta años.
Herodes cavó hasta encontrar la piedra fundacional y construyó a partir de ahí, por lo tanto, lo más probable es que destruyera los restos de los templos de Salomón y de Zorobabel. Aunque limitado en el este por el escarpado valle de Kidron, amplió la explanada del monte del Templo hacia el sur rellenando el espacio con una subestructura sostenida por 88 pilares y doce arcos abovedados, ahora llamados establos de Salomón, para crear una plataforma de más de doce mil metros cuadrados de superficie, el doble de la del foro romano. En la actualidad, es fácil observar la junta en la muralla oriental, visible a treinta metros desde el rincón suroccidental de la ciudad, con los sillares de Herodes a la izquierda y las piedras macabeas, más pequeñas, a la derecha.
El tamaño de los patios del Templo iba disminuyendo a medida que se acercaban a una mayor santidad. Tanto gentiles como judíos podían entrar en el inmenso patio de los gentiles, pero un muro rodeaba el patio de las mujeres, con esta inscripción de advertencia:
¡EXTRANJERO! NO CRUCES ESTA VERJA
Y NO ENTRES EN ESTE RECINTO.
AQUEL QUE SEA CAPTURADO
TAN SÓLO PODRÁ CULPARSE A SÍ MISMO
DE LA MUERTE QUE SEGUIRÁ.
Cincuenta escalones conducían a una puerta que se abría al patio de Israel, accesible a cualquier varón judío y que llevaba al exclusivo patio de los Sacerdotes. Dentro se alzaba el santuario, el Hekhal, en cuyo interior se encontraba el Santo de los santos, que descansaba sobre la roca en la que, según la tradición, Abraham había estado a punto de sacrificar a su hijo Isaac, y donde David había construido su altar. En aquel lugar, los sacrificios se llevaban a cabo sobre el altar de los Holocaustos, orientado al patio de las mujeres y al monte de los Olivos.
Desde la fortaleza Antonia de Herodes, que velaba por el monte del Templo desde el norte, Herodes construyó su propio túnel secreto de acceso. Desde el sur, se llegaba al Templo por unas escaleras monumentales que cruzaban las puertas Doble y Triple y por pasos subterráneos decorados con palomas y flores y que llevaban a su interior. Por el oeste, un puente monumental, que también hacía las veces de acueducto transportando el agua hasta unas inmensas cisternas ocultas, cruzaba el valle y se internaba en el Templo. En su muralla oriental se alzaba la Puerta de Shushan, utilizada exclusivamente por el sumo sacerdote para dirigirse al monte de los Olivos a santificar la luna llena, o para sacrificar la víctima más rara y sagrada, la vaca roja sin ningún defecto ni imperfección.[*7]
Pórticos de columnas bordeaban los cuatro lados, el mayor de ellos, el Pórtico Real, una amplia basílica que dominaba toda la montaña. Alrededor de setenta mil personas vivían en la ciudad de Herodes, aunque con ocasión del gran festival, cientos de miles llegaron en peregrinación. Igual que cualquier otro ajetreado santuario, incluso en la actualidad, el Templo necesitaba un lugar de reunión para que los amigos pudieran encontrarse y en el que se pudieran organizar los rituales. Este lugar era el Pórtico Real. A su llegada, los visitantes podían realizar sus compras en la dinámica calle comercial que circulaba bajo los arcos monumentales a lo largo de las murallas occidentales. Cuando llegaba el momento de visitar el Templo, los peregrinos tomaban su baño purificador en las numerosas piscinas rituales, los mikvahs, que se han encontrado alrededor de las entradas del sur, y antes de la hora de la oración, subían las monumentales escaleras que conducían al Pórtico Real desde donde podían admirar las vistas de la ciudad.
En el extremo sureste, las altas murallas y el acantilado del valle de Kidron creaban una cima cortada a pico, el Pináculo, el lugar en el que, según los evangelios, el diablo tentó a Jesús. En el extremo suroeste, frente a la próspera parte alta de la ciudad, los viernes por la noche los sacerdotes anunciaban el inicio del Sabbat y de las celebraciones haciendo sonar las trompetas, un sonido que sin duda resonaría por los desolados desfiladeros. Una piedra, arrojada al fondo por Tito en el año 70 d. C., proclama «el lugar del bramido de las trompetas».
El diseño del Templo, supervisado por el rey y por sus anónimos arquitectos (se ha encontrado un osario con la siguiente inscripción: «Simón, constructor del Templo»), indicaba una brillante comprensión del espacio y del sentido teatral. Deslumbrante e impresionante, el Templo de Herodes, además de provocar la veneración, estaba «todo cubierto por unas planchas de oro muy pesadas, y después de salido el sol relucía con un resplandor como de fuego», tan brillante que los visitantes se veían obligados a desviar la mirada. Al llegar a Jerusalén desde el monte de los Olivos, «se alzaba como una montaña cubierta de nieve». Ése fue el Templo que conoció Jesús y que Tito destruyó. La explanada de Herodes sobrevive en la actualidad como el Haram al-Sharif islámico, la Explanada de las Mezquitas, sostenida en tres de sus lados por los sillares de Herodes que todavía hoy siguen brillando, en especial en la muralla occidental, el Muro de las Lamentaciones tan reverenciado por los judíos.
Una vez terminados el Santuario y la explanada (se dijo que no llovía durante el día y así las obras no se retrasaron), Herodes, que al no ser sacerdote no podía acceder al Santo de los santos, celebró la ocasión sacrificando trescientos bueyes.[5] Había alcanzado su apogeo, pero esta grandeza innegable iba a ser cuestionada por sus propios hijos cuando los crímenes del pasado regresaron para hostigar a los herederos del futuro.
LOS PRÍNCIPES DE HERODES: LA TRAGEDIA FAMILIAR
Herodes tenía ahora al menos doce hijos de sus diez esposas y parecía haberse desentendido de casi todos ellos salvo de dos, los que había tenido con Mariana, Alejandro y Aristóbulo, sus sucesores medio macabeos y medio herodianos, a quienes envió a Roma donde el propio Augusto supervisó su educación. Pasados cinco años, Herodes hizo regresar a Judea a los dos príncipes para que se casaran: Alejandro con la hija del rey de Capadocia y Aristóbulo con la sobrina de Herodes.[*8]
En el año 15 a. C., Marco Agripa, acompañado por su nueva esposa Julia, la hija ninfómana de Augusto, llegó para inspeccionar la Jerusalén de Herodes. Agripa, el socio de Augusto y vencedor de la batalla de Actium, ya era amigo de Herodes, quien, orgulloso, le enseñó Jerusalén. Agripa se alojó en las estancias que llevaban su nombre en la ciudadela, y allí celebró banquetes en honor de Herodes. Augusto ya había pagado por un sacrificio diario a Yavé en el templo, pero ahora Agripa sacrificó cien bueyes. Consiguió comportarse con tanto tacto que incluso los judíos más quisquillosos le hicieron el honor de colocar hojas de palma en el suelo en su camino y los miembros de la familia de Herodes le dieron su nombre a sus hijos. Más tarde, Herodes y Marco Agripa viajaron por Grecia con sus respectivas flotas. Cuando los judíos locales le presentaron sus quejas por la represión que sufrían a manos de los griegos, Agripa apoyó los derechos de los judíos, un gesto que Herodes agradeció y los dos se abrazaron como iguales.[6] Sin embargo, al regreso de su excursión junto al potentado romano, Herodes se vio desafiado por sus propios hijos.
Los príncipes Alejandro y Aristóbulo, cuya educación romana había refinado, habían heredado el físico y la arrogancia de sus dos progenitores, y no tardaron en culpar a su padre por el destino de su madre. Igual que ella, manifestaron su desdén por los orígenes mestizos de la familia de Herodes. Alejandro, casado con la hija de un rey, se mostró especialmente desdeñoso y ambos se burlaron de la esposa herodiana de Aristóbulo, insultando así a la madre de ésta, su peligrosa tía Salomé. Anunciaron asimismo que cuando fueran reyes, enviarían a las esposas de Herodes a trabajar junto a los esclavos, y que utilizarían al resto de sus hijos como escribas.
Salomé informó de todo esto a Herodes, a quien, indignado por la ingratitud de sus hijos, se le activaron todas las alarmas ante la actitud de esos principitos mimados. Durante mucho tiempo se había desentendido de su hijo mayor con su primera esposa Doris, Antípater, pero ahora, en el año 13 a. C., Herodes se acordó de él y le pidió a Agripa que se lo llevara a Roma, y también un documento sellado dirigido al emperador: se trataba de su testamento, en el que desheredaba a sus dos hijos y le legaba el reino a Antípater. Ahora bien, su nuevo heredero, que tendría unos veinticinco años de edad, amargado por la falta de atención de su padre y la envidia hacia sus hermanos, se dedicó junto a su madre a conspirar para destruir a los príncipes desheredados a quienes acusaron de traición.
Herodes le pidió a Augusto, que en aquel momento se encontraba en Aquilea, en el Adriático, que juzgara a los dos príncipes. Augusto reconcilió al padre con sus dos hijos, a resultas de lo cual, Herodes zarpó de regreso a Judea y, a su llegada, convocó a la corte en el Templo y anunció que sus tres hijos compartirían el reino. Doris, Antípater y Salomé emprendieron entonces la tarea de deshacer esa reconciliación a fin de lograr sus propios objetivos. Sin duda la arrogancia de los jóvenes contribuyó a ello: el príncipe Alejandro explicaba a quien le quisiera escuchar que Herodes se teñía el pelo para parecer más joven, y confesó que él, cuando salían a cazar, fallaba el tiro deliberadamente para que su padre se sintiera mejor. También sedujo a tres de los eunucos del rey, accediendo de este modo a los secretos de su padre. Herodes hizo detener y torturar a los sirvientes de Alejandro hasta que uno de ellos confesó que su señor planeaba asesinar al rey en el transcurso de una cacería. El suegro de Alejandro, el rey de Capadocia, que en aquel momento estaba visitando a su hija, consiguió reconciliar de nuevo a padre e hijo, y Herodes le expresó su gratitud regalándole al capadocio un regalo muy al estilo de la casa: una cortesana que llevaba el glorioso nombre de Pannychis, «Toda la Noche».
La paz duró poco: la tortura de los sirvientes condujo al hallazgo de una carta escrita por Alejandro y dirigida al comandante de la fortaleza de Alejandrión que decía: «Cuando hayamos logrado todos nuestros objetivos, vendremos a ti». Herodes soñó que Alejandro empuñaba una daga contra él, una pesadilla tan real que hizo detener a los dos jóvenes, quienes reconocieron que estaban planeando darse a la fuga. Herodes se vio obligado a consultar a Augusto, que ya empezaba a cansarse de los excesos de su viejo amigo, aunque el emperador tampoco era ajeno a hijos desobedientes y sucesiones enrevesadas. Augusto decretó que si los jóvenes habían conspirado en contra de Herodes, éste tenía todo el derecho de castigarlos.
El juicio se celebró en Berytus (Beirut), fuera de los límites de la jurisdicción formal de Herodes y, por lo tanto, un lugar supuestamente neutral. Los jóvenes fueron condenados a muerte, la sentencia que deseaba Herodes; un desenlace, desde luego, nada sorprendente puesto que el rey había financiado con gran generosidad el embellecimiento de la ciudad. Los consejeros de Herodes le recomendaron clemencia, pero cuando uno de ellos insinuó que los jóvenes estaban sobornando al ejército, Herodes liquidó a trescientos oficiales. Los príncipes fueron trasladados a Judea y ejecutados con el garrote vil. Se había cerrado el círculo de la tragedia de su madre, Mariana, la maldición de los macabeos. A Augusto no le hizo ninguna gracia. Sabiendo que los judíos no comían cerdo, comentó secamente: «Preferiría ser el cerdo de Herodes que su hijo». Acababa de dar comienzo la gran pantomima de la decadencia de Herodes el Grande.
HERODES: LA PUTREFACCIÓN VIVIENTE
El rey tenía ya sesenta años, sufría achaques y estaba paranoico. Antípater era su único heredero, aunque tenía muchos otros hijos disponibles para heredar su reino. Por ese motivo, Salomé, la hermana de Herodes, empezó a conspirar contra él; descubrió a un sirviente que afirmaba que Antípater planeaba envenenar a Herodes con una misteriosa droga. Antípater, que se hallaba en Roma reunido con Augusto, regresó precipitadamente y cabalgó a toda velocidad hasta Jerusalén donde fue detenido antes de poder ver a su padre. Durante su juicio, le administraron la droga sospechosa a un preso, que cayó muerto. Más torturas revelaron que una esclava judía propiedad de la emperatriz Livia, la esposa de Augusto y ella misma una experta en venenos, había falsificado unas cartas con las que pretendían incriminar a Salomé antes de que ésta pudiera descubrir la conspiración de Antípater.
Herodes le envió las pruebas a Augusto y redactó su tercer testamento en el que le dejaba el reino a otro de sus hijos, Antipas, aquel Herodes que más tarde se cruzaría en el camino de Juan el Bautista y de Jesús. La enfermedad de Herodes alteraba su capacidad de juicio y debilitaba el férreo control que ejercía sobre la oposición judía. Hizo instalar un águila dorada sobre la gran puerta del Templo. Algunos estudiantes se encaramaron al tejado, bajaron por una cuerda haciendo rappel frente al patio abarrotado de gente y retiraron el águila. Las tropas de la fortaleza Antonia se precipitaron al interior del Templo, los detuvieron y los llevaron ante Herodes, que yacía enfermo en su lecho. Ante el rey, los estudiantes insistieron en que estaban obedeciendo a la Torá. Los culpables fueron quemados vivos.
Herodes se derrumbó. Padecía una horrible y atroz putrefacción: comenzó en forma de un picor que le cubrió todo el cuerpo acompañado por una sensación de quemazón en los intestinos; los pies y el vientre se le hincharon, y la enfermedad se complicó con una ulceración del colon. Su cuerpo empezó a supurar un fluido translúcido, apenas podía respirar, emanaba un hedor insoportable y ponzoñoso, y los genitales se le hincharon hasta un punto grotesco, hasta que el pene y el escroto reventaron en una gangrena supurante de la que después nació una masa de gusanos.
El rey que se pudría imaginó que su salud mejoraría en el cálido ambiente de su palacio de Jericó. Sin embargo, su sufrimiento se intensificó y se hizo llevar a los baños sulfurosos de Calírroe que todavía existen en el mar Muerto, pero el azufre no hizo sino agravar su dolor.[*9] Le aplicaron un tratamiento con aceite caliente y se desmayó. Entonces fue llevado a Jericó donde ordenó convocar a la élite del Templo de Jerusalén a la que encerró en el hipódromo. No parece probable que tuviera la intención de ejecutarlos a todos, sino que parece más bien que quisiera abordar la cuestión de la sucesión con delicadeza, manteniendo bajo custodia a todos los notables problemáticos.
Alrededor de la misma época, nacía un niño llamado Josué ben José, o (en arameo). Jesús, hijo de un carpintero, José, y de su adolescente prometida María (Mariamna en hebreo), residentes en Nazaret, en Galilea. No eran más ricos que cualquier otro campesino, pero se dijo que descendían de la antigua casa de David. Viajaron hasta Belén donde nació un niño, Jesús, «que será el Pastor de mi pueblo, Israel». Después de ser circuncidado en el octavo día, según san Lucas, «llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor» y ofrecer el tradicional sacrificio en el Templo. Una familia próspera solía sacrificar una cabra o incluso una vaca, pero José sólo se podía permitir un par de tórtolas o de pichones de paloma.
El Evangelio según san Mateo explica que Herodes, mientras yacía moribundo en su lecho, ordenó a sus tropas que liquidaran a este niño davídico matando a todos los recién nacidos, pero que José se refugió en Egipto hasta enterarse de la muerte de Herodes. Es indudable que circulaban numerosos rumores mesiánicos, y es muy posible que Herodes temiera un pretendiente al trono del linaje de la casa de David, pero no existe ninguna prueba que demuestre que el rey había oído hablar de Jesús, ni tampoco de que ordenara una matanza de inocentes. No deja de ser irónico que a este monstruo se le recuerde sobre todo por el único crimen que no cometió. En cuanto al niño de Nazaret, no se vuelve a oír hablar de él hasta pasados unos treinta años.[*10]
ARQUELAO: MESÍAS Y MATANZAS
El emperador Augusto le envió su respuesta a Herodes: había ordenado azotar hasta la muerte a la esclava de Livia, y Herodes tenía permiso para castigar a Antípater. Herodes, mientras tanto, sufría tal tormento que cogió una daga para intentar suicidarse. El escándalo convenció a Antípater, encerrado en una celda cercana, de que el viejo tirano estaba muerto. Eufórico, llamó a su carcelero y le ordenó que abriera la puerta de la celda. ¿Acaso no era Antípater, por fin, el rey indudable de los judíos? El carcelero, que también había oído los gritos, se precipitó a la corte y descubrió que Herodes no había muerto, sólo había perdido la razón. Sus sirvientes habían logrado quitarle la daga. El carcelero le informó de la traición de Antípater y la carcasa viviente cubierta de pústulas que era el rey se golpeó la cabeza, se puso a aullar y ordenó a sus guardias que mataran de inmediato al odiado hijo, tras lo cual, redactó un nuevo testamento en el que dividía su reino entre sus tres hijos adolescentes y le concedía a Arquelao Jerusalén y Judea.
Cinco días más tarde, en el mes de marzo del año 4 a. C., tras un reinado de treinta y siete años, moría Herodes el Grande, el que había sobrevivido a «diez mil peligros». El joven Arquelao, de dieciocho años, bailó, cantó y celebró como si fuera un enemigo, y no su padre, el que había muerto, una actitud que ni siquiera sorprendió a la grotesca familia de Herodes. El cuerpo del rey, tocado con la corona y sujetando el cetro, fue transportado en un catafalco envuelto en telas rojas y adornado con joyas de oro que desfiló en una cabalgata encabezada por Arquelao, seguido por los guardias germánicos y tracios y quinientos sirvientes llevando especias (sin duda emanando un perfume, cuando menos, picante) en un recorrido de casi cuarenta kilómetros hasta la fortaleza de Herodión, en las montañas. Allí Herodes fue enterrado en una tumba[*11] que se perdió durante dos mil años.[7]
Arquelao regresó para asegurarse Jerusalén y ascendió al trono de oro en el Templo, desde donde anunció su intención de moderar la severidad de su padre. La ciudad estaba llena de peregrinos llegados para celebrar la Pascua, muchos de los cuales, convencidos de que la muerte de Herodes anunciaba una liberación apocalíptica, provocaron graves disturbios en el Templo. Los guardias de Arquelao fueron lapidados. Arquelao, pese a su muy reciente promesa de suavizar las medidas represivas, envió a la caballería: tres mil personas encontraron la muerte en el Templo.
Este déspota adolescente dejó el gobierno en manos de su estable hermano Filipo y zarpó hacia Roma para que Augusto ratificara su sucesión. También su hermano menor, Antipas, se precipitó a Roma, con la esperanza de poder hacerse él con el reino. Tan pronto como Arquelao se hubo marchado, el representante local de Augusto, Sabino, saqueó el palacio de Herodes en Jerusalén en busca de su fortuna oculta, lo que desencadenó más disturbios. Varo, el gobernador de Siria, acudió con sus tropas a restaurar el orden pero bandadas de galileos e idumeneos, llegados para celebrar la fiesta de Pentecostés, tomaron el control del Templo y mataron a todos los romanos que encontraron mientras Sabino, acobardado, se refugiaba en la torre Fasael.
Fuera de Jerusalén, tres rebeldes y ex esclavos, se declararon a sí mismos rey, incendiaron los palacios de Herodes y merodearon por la ciudad con una «furia salvaje». Estos reyes autoentronizados eran pseudoprofetas que demostraron que Jesús había nacido, en efecto, en una época de intensas conjeturas religiosas. Los judíos habían pasado todo el reinado de Herodes esperando en vano a este tipo de dirigentes, y ahora descubrían que tres de ellos habían llegado al mismo tiempo. Varo derrotó y mató a los tres pretendientes,[*12] pero a partir de aquel momento, los pseudoprofetas no dejaron de llegar a Jerusalén, y los romanos no dejaron de matarlos. Varo crucificó a dos mil rebeldes alrededor de Jerusalén, aunque no hubo ninguna matanza en el interior de la ciudad.
En Roma, Augusto, que ya tenía sesenta años, prestó oído a las disputas de los hijos de Herodes y ratificó el testamento, reservándose, sin embargo, el título de rey. Nombró a Arquelao etnarca de Judea, Samaria e Idumea, a Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea (partes de la actual Jordania) y a su hermanastro Filipo, tetrarca del resto.[*13] Arquelao resultó ser tan vicioso, inepto y extravagante que, después de diez años, Augusto lo destituyó y lo desterró a la Galia. Judea se convirtió en una provincia romana y una serie de prefectos de baja jerarquía se encargaron de gobernar Jerusalén desde Cesarea, en la costa. Fue en ese momento cuando los romanos llevaron a cabo el censo de los contribuyentes, una humillante sumisión al poder de Roma que bastó para provocar una pequeña rebelión judía. Quizá éste fuera el censo mencionado erróneamente por Lucas como la razón por la que la familia de Jesús se desplazó hasta Belén.
Herodes Antipas gobernó Galilea durante treinta años, soñando con el reino de su padre que estuvo a punto de heredar, hasta que Juan el Bautista, un carismático nuevo profeta, apareció procedente del desierto para burlarse de él y plantarle cara.[8]