CAPÍTULO 15
EL APOGEO DE BIZANCIO, 318-518 D. C.
CONSTANTINO EL GRANDE: CRISTO, DIOS DE LA VICTORIA
En el año 312, Constantino invadió Italia y atacó a su rival, Majencio, a las puertas de Roma. La víspera de la batalla, Constantino vio ante él «en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz y una inscripción que rezaba “con éste vencerás”». Grabó entonces en los escudos de sus soldados el blasón con el símbolo ji-ro, las dos primeras letras de «Cristo» en griego y al día siguiente, en la batalla del puente Milvio, conquistaba Occidente. En aquella época de augurios y visiones, Constantino estaba convencido de que le debía su poder al «Dios supremo» cristiano.
Constantino era un soldado curtido, un santo visionario, un autócrata asesino y un artista del espectáculo político que se abrió paso a golpe de espada hasta la cumbre del poder pero que, una vez en la cima de la supremacía humana, concibió un imperio unificado bajo una religión, y un emperador. Constantino era una fuente de contradicciones, tenía el cuello ancho, la nariz aguileña, y súbitos estallidos de paranoia que solían traducirse en asesinatos de amigos y familiares. Llevaba el cabello largo hasta el hombro, lucía llamativos brazaletes, vestía túnicas enjoyadas, y disfrutaba con el espectáculo y la representación del poder, los debates de filósofos y obispos, la belleza arquitectónica y la audacia religiosa. Nadie sabe por qué abrazó el cristianismo en aquel momento, aunque, igual que muchos hombres de brutal confianza en sí mismos, adoraba a su madre, Helena, una de las primeras conversas. Si la conversión personal de Constantino fue igual de espectacular que la de Pablo en el camino de Damasco, su adopción del cristianismo fue más gradual. Más importante aún, Cristo le había dado la victoria en una batalla, y ése era un lenguaje que Constantino podía comprender: Cristo, el Cordero de Dios, se convirtió en el Dios de la victoria. Constantino, por su parte, tenía poco de cordero y, al cabo de poco tiempo, se presentó a sí mismo como el igual de los apóstoles. Su ascenso a la categoría de comandante militar bajo la protección divina no tenía nada extraordinario puesto que los emperadores romanos, igual que los reyes griegos, siempre se habían identificado a sí mismos con algún protector divino. El propio padre de Constantino veneraba al invencible dios Sol, un paso hacia el monoteísmo; ahora bien, la elección de Cristo no era inevitable sino que se debió únicamente al antojo personal de Constantino. En el año 312, el maniqueísmo y el mitraísmo gozaban de la misma popularidad que el cristianismo. Constantino habría podido haber elegido con la misma facilidad cualquiera de esas creencias, en cuyo caso, Europa sería en la actualidad mitraica o maniquea.[*1]
En el año 313, con el edicto de Milán, Constantino y Licinio, el emperador oriental, demostraban tolerancia hacia los cristianos y les concedían privilegios. Habría que esperar, sin embargo, hasta el año 324 para que Constantino, ya de cincuenta y un años de edad, derrotara a Licinio y unificara el imperio. Constantino intentó imponer la castidad cristiana a lo largo y ancho de sus dominios y prohibió los sacrificios paganos, la prostitución sagrada, las orgías religiosas y los espectáculos de gladiadores, sustituyendo estos últimos por carreras de carros. Aquel año, trasladó su capital al este, y fundó su segunda Roma en el lugar en el que se había alzado una ciudad griega llamada Bizancio, en el Bósforo, una puerta entre Europa y Asia. La ciudad pronto sería conocida con el nombre de Constantinopla, y tenía su propio patriarca que ahora se unía al obispo de Roma y a los patriarcas de Alejandría y de Antioquía en el ejercicio del poder que regía los destinos del cristianismo. La nueva fe convenía al nuevo estilo de monarquía de Constantino. El cristianismo, desde los primeros tiempos de Santiago, obispo de Jerusalén, había evolucionado hasta establecer una jerarquía de ancianos (presbyteroi) y de obispos y supervisores (episkopoi) responsables de las diócesis regionales. Constantino se preocupó de que la jerarquía del cristianismo fuera en paralelo a la organización del imperio romano: habría un emperador, un estado y una fe.
No obstante, apenas acababa de vincular su supremacía a su religión imperial, cuando Constantino descubrió que el cristianismo estaba dividido: los evangelios eran imprecisos acerca de la naturaleza de Jesús y su relación con Dios. ¿Era Jesús un hombre con algunas características divinas que residían en el cuerpo de un hombre? Ahora que la iglesia había quedado consolidada, la cristología se convirtió en una cuestión primordial, más importante que la vida misma, puesto que la correcta definición de Cristo era la que decidía si un hombre lograría encontrar la salvación y entrar en el reino de los cielos. En nuestra época laica, las cuestiones sobre el desarme nuclear o el calentamiento global son los equivalentes más cercanos en cuanto a la pasión e intensidad de los debates que generan. El cristianismo se convirtió en aquel momento en una doctrina de masas en una época de fanatismo religioso, y estas cuestiones se debatían tanto en las calles como en los palacios de todo el imperio. Arrio, un sacerdote de Alejandría que predicaba ante grandes multitudes utilizando rimas populares, argumentó que Jesús estaba subordinado a Dios y que, por lo tanto, era más humano que divino, lo que provocó la indignación de muchos que consideraban que Cristo era más Dios que hombre. Cuando el gobernador local intentó acallar a Arrio, sus seguidores provocaron disturbios en Alejandría.
En el año 325, Constantino, enfurecido y estupefacto por este alboroto doctrinal, convocó a los obispos al concilio de Nicea e intentó imponer su solución: Jesús era divino y humano, «consustancial» con el Padre. Fue en Nicea (la actual Isnik, en Turquía) donde Macario, el obispo de Aelia Capitolina (antes llamada Jerusalén), atrajo la atención de Constantino sobre el destino de esa pequeña y desatendida ciudad. Constantino conocía Aelia, probablemente la hubiera visitado a los ocho años en la época en la que formaba parte del séquito de Diocleciano. Ahora, ansioso por celebrar su éxito en Nicea y proyectar la sagrada gloria de su imperio, decidió restaurar la ciudad y crear lo que Eusebio (obispo de Cesarea y biógrafo del emperador) denominaría «la nueva Jerusalén, réplica de aquella, ya de antiguo celebérrima». Constantino encargó la construcción de una iglesia acorde a Jerusalén, la ciudad cuna de la Buena Nueva. Sin embargo, los sanguinarios problemas domésticos del emperador aceleraron las obras.
CONSTANTINO EL GRANDE: ASESINATOS FAMILIARES
Poco tiempo después de la victoria de Constantino, su esposa Fausta acusó al hijo mayor del emperador (de un anterior matrimonio), Crispo César, de agresión sexual. ¿Se aprovechó Fausta de la nueva castidad cristiana de Constantino al declarar que Crispo había intentado seducirla, o que era un violador? ¿Se trataba en realidad de un asunto de faldas que había acabado mal? Crispo no sería el primer joven en mantener una relación sexual con su madrastra, ni tampoco el último en desearla, pero es posible que también el emperador ya sintiera celos de los triunfos militares de Crispo. Fausta, por su parte, tenía sin duda todas las razones para sentir antipatía hacia ese obstáculo al ascenso de sus propios hijos.
Cualquiera que fuera la verdad, Constantino, indignado por la inmoralidad de su hijo, y ante el disgusto de sus consejeros cristianos, ordenó la ejecución de Crispo, e incluso la mujer más importante de su vida, su madre Helena, intervino. Helena había sido una camarera bitinia y posiblemente nunca se casara con el padre del emperador, pero era una de las primeras conversas al cristianismo y ahora era Augusta, emperatriz, por derecho propio.
Helena convenció a Constantino de que había sido manipulado. Quizá le hiciera ver que había sido Fausta la que en realidad había intentado seducir a Crispo, y no al contrario. Redimiendo un pecado imperdonable con otro, Constantino ordenó la ejecución de su esposa Fausta, acusada de adulterio: fue o bien escaldada hasta la muerte en un caldero de agua hirviendo, o bien asfixiada al vapor en una sala sobrecalentada, una solución muy poco cristiana a un también muy poco cristiano dilema. Sin embargo, Jerusalén se beneficiaría de este doble asesinato,[*2] un asunto embarazoso que los panegiristas cristianos apenas mencionan.
Poco tiempo después, Helena, tras asegurarse de tener carta blanca para embellecer la ciudad de Cristo, emprendía el viaje a Jerusalén.[*3] Su gloria sería la penitencia de Constantino.[1]
HELENA, LA PRIMERA ARQUEÓLOGA
Helena, emperatriz septuagenaria, cuyo rostro afilado aparece en las monedas con el cabello trenzado y tiara, llegó a Aelia «con presteza juvenil» y generosos fondos, para convertirse en la constructora más monumental de Jerusalén y en una arqueóloga de extraordinario éxito.
Constantino sabía que el lugar donde Jesús había sido crucificado y enterrado se encontraba bajo el templo de Adriano, «un sepulcro espeluznante dedicado a las almas de sus ídolos, que son cadáveres, y al disoluto espíritu de Afrodita», en descripción de Eusebio. Le había ordenado al obispo Macario que purificara el lugar, demoliera el templo pagano, excavara la tumba original en su interior y construyera allí una basílica, «mejor que las de otro sitio», con «las estructuras más hermosas, columnas y mármoles, los más preciosos y útiles, adornados con oro».
Helena llegó decidida a encontrar la tumba. El templo pagano tuvo que ser derruido, las piedras del pavimento levantadas, la tierra retirada y el lugar localizado. Sin duda, en la pequeña Aelia, la investigación de la emperatriz debió de crear una entusiasta y lucrativa búsqueda. Un judío, quizá uno de los pocos judíos cristianos que quedaban, produjo documentos que condujeron al descubrimiento de una cueva que fue declarada la tumba de Jesús. Helena también buscó el lugar de la crucifixión e incluso la propia cruz.
Ningún arqueólogo ha igualado nunca su éxito. Descubrió tres cruces de madera, una placa de madera en la que se leía «Jesús de Nazaret, rey de los judíos» y los clavos. ¿Pero cuál de esas cruces era la buena? Cuentan las fuentes que la emperatriz y el obispo llevaron esos trozos de madera junto a la cama de una moribunda. Cuando la tercera cruz fue colocada junto a la enferma, la inválida «de repente abrió los ojos, recuperó las fuerzas y se levantó de un salto de la cama». Helena «envió una parte a su hijo Constantino, junto con los clavos» que el emperador hizo insertar en las bridas de su caballo. A partir de aquel momento, toda la cristiandad ansió tener las sagradas reliquias que solían tener su origen en Jerusalén, y ese Árbol de la Vida engendró un bosque de astillas de la Vera Cruz, que empezó a sustituir al anterior ji-ro como el símbolo del cristianismo.
Es posible que el descubrimiento de la Vera Cruz de Helena fuera una invención posterior, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que Helena cambió la ciudad para siempre. Construyó las iglesias de la Ascensión y de Eleona en el monte de los Olivos. Su tercera iglesia, la del Santo Sepulcro, que tardó diez años en terminarse, no era un único edificio sino un complejo de cuatro secciones, cuya fachada estaba orientada al este, y a la cual se entraba desde la calle principal romana, el Cardo. (La iglesia actual está orientada al sur). El visitante debía subir unas escaleras hasta llegar al atrio que conducía, a través de tres entradas, al interior de la basílica, o Martyrium, una enorme «iglesia de extraordinaria belleza» con cinco pasillos e hileras de pilares, que llevaban a su vez, a través del ábside, hasta el Jardín Sagrado, un patio rodeado de una columnata en cuyo extremo suroriental se alzaba la colina del Gólgota rodeada de una capilla abierta. La Rotonda (la Anastasis) de cúpula dorada se abría al cielo de modo que la luz iluminara la tumba de Jesús. Su esplendor dominaba el espacio sagrado de Jerusalén, a imitación del monte del Templo, donde Helena arrasó con todos los templos paganos y ordenó «arrojar basura en su lugar» para demostrar el fracaso del Dios judío.[*4]
Apenas unos pocos años más tarde, en el 333, uno de los primeros nuevos peregrinos, un anónimo visitante de Burdeos, encontró Aelia ya transformada en una animada ciudad-templo cristiana. La «maravillosa» iglesia no estaba terminada, aunque las obras avanzaban deprisa, y sin embargo, la estatua de Adriano seguía todavía en pie entre las ruinas del monte del Templo.
La emperatriz Helena visitó todos los lugares en los que había transcurrido la vida de Jesús, y creó el primer mapa para peregrinos, que poco a poco empezaron a llegar a Jerusalén a vivir la experiencia de su especial santidad. Helena tenía ya casi ochenta años cuando regresó a Constantinopla donde su hijo conservaba trozos de la cruz, y envió otra astilla más y la placa a su iglesia romana que llevaba el muy apropiado nombre de Santa Croce in Gerusalemme.
Eusebio, obispo de Cesarea, sintió celos de la nueva importancia que estaba cobrando Jerusalén y puso en duda que esta ciudad judía «que, tras el sanguinario asesinato del Señor, cumplía la condena de sus malvados habitantes», pudiera ser la ciudad de Dios. Al fin y al cabo, durante más de tres siglos los cristianos apenas habían prestado atención a Jerusalén. Sin embargo, Eusebio tenía razón en una cosa: Constantino debía enfrentarse al legado de los judíos justo cuando el creador de la nueva Jerusalén debía desviar la santidad de los lugares judíos hacia sus nuevos santuarios.
Mientras los romanos adoraron a muchos dioses, toleraron otras divinidades a condición de que no constituyeran una amenaza al estado; ahora bien, una religión monoteísta exigía el reconocimiento de una verdad y de un Dios. La persecución de los judíos asesinos de Cristo cuya maldad constituía la demostración de la verdad cristiana se convirtió por tanto en algo primordial. Constantino ordenó que cualquier judío que intentara impedir que alguno de sus hermanos de fe se convirtiera al cristianismo debía ser quemado en la hoguera de inmediato.[*5] Aun así, durante más de un siglo, una pequeña comunidad judía había seguido viviendo en Jerusalén, orando en una sinagoga en el monte Sión, y los miembros de esa comunidad acudían a rezar con discreción al abandonado monte del Templo. Ahora, a «esa detestable pandilla de judíos», en palabras de Constantino, se le prohibió la entrada en Jerusalén, salvo una vez al año en la que se les permitía acceder al monte del Templo, donde el peregrino de Burdeos los vio «lamentarse y desgarrarse las vestiduras» sobre la «piedra perforada», la piedra fundacional del Templo, en la actualidad encerrada bajo la Cúpula de la Roca.
Constantino decidió celebrar el trigésimo aniversario de su entronización en Jerusalén, pero todavía pugnaba por controlar la controversia levantada por el problemático Arrio, pese a que éste, tras un explosivo incidente fecal,[*6] ya había dejado este mundo. Cuando Constantino ordenó un sínodo para que «libere a la Iglesia de blasfemias y me descargue de preocupaciones», los arrianos le plantaron cara de nuevo, ensombreciendo la primera celebración cristiana en Jerusalén, una reunión de obispos procedentes de todo el mundo. El emperador, no obstante, estaba demasiado enfermo y no pudo acudir. Bautizado por fin en su lecho de muerte en el año 337, dividió el imperio entre sus tres hijos y dos sobrinos. En lo único en lo que éstos coincidieron fue en el mantenimiento del imperio cristiano y en la promulgación de más leyes en contra de los judíos: en el 339, prohibieron los matrimonios mixtos con judíos, a quienes calificaron de «abominable y salvaje vergüenza».
Los herederos de Constantino lucharon entre ellos durante veinte años, una guerra civil en la que finalmente venció su segundo hijo, Constancio II. Esta turbulencia desestabilizó Palestina. En el año 351, un terremoto en Jerusalén impulsó a todos los cristianos, «presa del pánico», a precipitarse a la iglesia del Santo Sepulcro. Cuando los judíos de Galilea se rebelaron, liderados por un rey mesiánico, el primo del emperador, Galo César, desencadenó una carnicería tan gratuita que incluso asqueó a los romanos. Con todo, los judíos encontraron compasión en un lugar, cuando menos, sorprendente: el emperador decidió derogar el cristianismo y reconstruir el templo judío.[2]
JULIANO EL APÓSTATA: LA RESTAURACIÓN DE JERUSALÉN
El 19 de julio del 362, el nuevo emperador Juliano, sobrino de Constantino, que se encontraba en Antioquía de paso hacia la invasión de Persia, le preguntó a una delegación de judíos: «¿Por qué no realizáis sacrificios?».
«No nos está permitido», respondieron los judíos. «Devuélvenos la ciudad, reconstruye el Templo y el altar».
«Intentaré con el máximo celo», respondió Juliano, «construir un templo al Altísimo». La asombrosa respuesta del emperador fue recibida con tal entusiasmo por los judíos que fue como «si los días del reino de los judíos ya hubieran llegado».
Juliano revocó las persecuciones de Adriano y de Constantino, devolvió Jerusalén a los judíos, les reintegró sus propiedades, derogó los impuestos antijudíos, les concedió el poder de recaudar tributos y otorgó el título de prefecto pretoriano a su patriarca, Hillel. Sin duda, los judíos debieron de llegar en masa a Jerusalén desde todo el mundo romano y persa para celebrar ese milagro. Recuperaron el monte del Templo, y posiblemente retiraran las estatuas de Adriano y de Antonino para construir una sinagoga provisional, tal vez alrededor de las piedras que el peregrino de Burdeos había llamado la Casa del Rey Ezequías.
Juliano era tímido, cerebral y poco práctico. Un cristiano poco objetivo recordaba su «cuello extrañamente torcido, sus hombros encogidos y espasmódicos, su mirada esquiva, sus andares vacilantes, su manera altanera de respirar bajo la nariz prominente, su risa descontrolada y nerviosa, el continuo movimiento de la cabeza y su manera entrecortada de hablar». Sin embargo, el barbudo y fornido emperador también era resuelto y firme. Reinstauró el paganismo, favoreciendo la antigua divinidad protectora de la familia, el Sol, alentando los sacrificios tradicionales en los templos paganos y despidiendo a los maestros galileos (así llamaba a los cristianos) a fin de debilitar sus valores endebles y poco romanos.
Juliano nunca había imaginado que llegaría a gobernar el imperio. Apenas tenía cinco años cuando Constancio asesinó a su padre y a la mayor parte de su familia, de la que sólo quedaron dos supervivientes, Galo y Juliano. En el año 349, Constancio nombró César a Galo, para acto seguido, decapitarlo, en parte a causa de su ineptitud en la supresión de la revuelta judía, pero necesitaba un césar en Occidente, y sólo le quedaba un candidato. Juliano, estudiante de filosofía en Atenas, se convirtió así en César, gobernando desde París. Era comprensible que, cuando el inestable emperador lo convocó, se sintiera algo nervioso. Inspirado por un sueño en el que se le había aparecido Zeus, aceptó la corona imperial que le ofrecieron sus tropas. En el curso de su viaje hacia el este, Constancio murió y Juliano se encontró entonces que se había convertido en el monarca de todo el imperio.
Que Juliano reconstruyera el Templo judío no era sólo un indicador de su tolerancia, sino la invalidación de la reivindicación cristiana según la cual los cristianos habían heredado Jerusalén, una inversión de las profecías de Daniel y de Jesús que vaticinaban la caída del Templo, y un indicador de que Juliano se tomaba en serio la invalidación del trabajo de su tío. Por otra parte, los judíos babilonios le darían su apoyo durante la guerra contra los persas que planeaba. Juliano no vio ninguna contradicción entre el paganismo griego y el monoteísmo judío, y creía que los griegos adoraban al «Altísimo» judío como Zeus: Yavé no era exclusivo de los judíos.
Juliano le encargó a Alipio, su representante en Britania, la reconstrucción del Templo judío. Los miembros del Sanedrín estaban nerviosos: ¿acaso no era demasiado bueno para ser verdad? Para tranquilizarles, Juliano, a punto de marchar hacia el frente persa, escribió una carta «a la comunidad de judíos» en la que reiteraba su promesa. En Jerusalén, los regocijados judíos «buscaron los artesanos más hábiles, reunieron materiales, despejaron el terreno y se embarcaron en la tarea con tanto entusiasmo, que incluso las mujeres cargaban la tierra, y entregaron sus collares para contribuir a los gastos». Los materiales de construcción se almacenaron en lo que se conoce con el nombre de establos de Salomón. «Una vez hubieron retirado los restos del antiguo edificio, despejaron los cimientos».
Cuando los judíos tomaron el control de Jerusalén, Juliano invadió Persia con 65 000 soldados, pero, el 27 de mayo del 363, un terremoto asoló Jerusalén y, de algún modo, incendió los materiales de construcción.
Los cristianos asistieron encantados a «este maravilloso fenómeno», al que es muy posible que contribuyeran encendiendo algún fuego. Alipio podría haber continuado las obras, pero Juliano había cruzado el Tigris y llegado a Iraq. Ante la tensión reinante en Jerusalén, Alipio decidió esperar el regreso de Juliano, quien, no obstante, ya había emprendido la retirada. El 26 de junio, en el curso de una confusa escaramuza cerca de Samara, un soldado árabe (posiblemente cristiano) le clavó una lanza en el costado, perforándole el hígado. Juliano, al intentar arrancársela, se desgarró los músculos y tendones de la mano. Los escritores cristianos afirmaron que había muerto exclamando «Vicisti Galilaee!» (¡Venciste, galileo!). Le sucedió el comandante de su guardia, que restauró el cristianismo, derogó todas las leyes de Juliano y, una vez más, expulsó a los judíos de Jerusalén: a partir de entonces, otra vez, sólo habría una religión, y una verdad. En los años 391 y 392, Teodosio I convertiría el cristianismo en la religión oficial del imperio e iniciaría su imposición.[*7] [3]
JERÓNIMO Y PAULA: SANTIDAD Y SEXO EN JERUSALÉN
En el año 384, un iracundo erudito romano que respondía al nombre de Jerónimo llegó a Jerusalén acompañado de un séquito de ricas mujeres cristianas. Durante su viaje, no obstante, y pese a su piedad obsesiva, planeó sobre ellos la sospecha del escándalo sexual.
Jerónimo, que ya rondaba los cuarenta años, era un ilirio que había vivido como un ermitaño en el desierto sirio, siempre atormentado por deseos sexuales: «compañero sólo de escorpiones y fieras, me hallaba a menudo metido entre las danzas de las muchachas… ardía de deseo». Jerónimo ocupaba entonces el cargo de secretario de Dámaso I, el obispo de Roma, ciudad en la que la nobleza había abrazado el cristianismo. Dámaso se sintió con la seguridad necesaria para declarar que los obispos de Roma, sucesores directos de san Pedro, realizaban su labor apostólica con la bendición divina, un gran paso en su evolución hacia los pontífices supremos e infalibles de épocas posteriores. La iglesia, en aquel momento, contaba con el deseado apoyo de los patricios, y Dámaso y Jerónimo se encontraron mezclados en algunos escándalos muy prosaicos: Dámaso fue acusado de adulterio y apodado «el que hace cosquillas en las orejas a las damas de mediana edad», mientras que se dijo de Jerónimo que había tenido una aventura con la rica viuda Paula, una de las muchas damas de Roma que habían abrazado el cristianismo. Jerónimo y Paula fueron eximidos de culpa, pero se vieron obligados a abandonar Roma, y así, emprendieron el camino de Jerusalén, acompañados por la hija de Paula, Eustoquio.
La sola presencia de esta virgen adolescente parecía inflamar a Jerónimo, que olía sexo por todas partes y pasó la mayor parte del viaje escribiendo panfletos que advertían de sus peligros. «La lujuria», escribió, «cosquillea los sentidos y el suave fuego del placer sensual derrama su placentero resplandor». Una vez en Jerusalén, Jerónimo y su piadosa millonaria encontraron una nueva ciudad que era un almacén de santidad, comercio, redes sociales y sexo. La piedad era intensa, y la más rica de esas damas, Melania (que disfrutaba de una renta anual de 120 000 libras de oro) fundó su propio monasterio en el monte de los Olivos. Jerónimo, no obstante, quedó horrorizado por las oportunidades sexuales que ofrecía la mezcla de tantos hombres y mujeres extraños apiñados en ese parque temático de pasión religiosa y de excitación sensorial: «Todas las tentaciones están reunidas aquí», escribió, mostrando su lado más humano, «prostitutas, actores y payasos». En efecto, «no hay ningún tipo de práctica vergonzosa en la que no se complazcan», observaría otro santo peregrino de aguda vista, Gregorio de Nisa. «Engaños, adulterio, robo, idolatría, envenenamientos, peleas y asesinatos son cosas que ocurren a diario».
La protección imperial, los edificios monumentales y la riada de peregrinos crearon un nuevo calendario de festivales y rituales por toda la ciudad que alcanzaban su clímax en Pascua, y también una nueva geografía espiritual de Jerusalén basada en los lugares de la Pasión de Jesús. Se cambiaron nombres[*8] y se confundieron tradiciones, pero lo único que importa en Jerusalén es lo que se cree que es verdad. Otra pionera, Egeria, una religiosa española que visitó la ciudad en la década de 380, describió la siempre creciente panoplia de reliquias en el Santo Sepulcro,[*9] que ahora incluía el anillo del rey Salomón, y el cuerno del aceite que había ungido a David, que se unieron a la corona de espinas de Jesús y a la lanza que le había perforado el costado.
El teatro y la santidad condujeron a algunos peregrinos a un delirio particular en Jerusalén: la Vera Cruz tuvo que ser protegida porque los peregrinos intentaban arrancar trozos a mordiscos cuando la besaban. El cascarrabias Jerónimo no pudo soportar todo ese griterío tan teatral y se instaló en Belén a escribir su obra maestra, la traducción al latín de la Biblia hebrea. Sin embargo, realizó numerosas visitas a la ciudad y siempre expresó su opinión sin ningún reparo. «Es igual de fácil encontrar el paraíso en Britania como en Jerusalén», gruñó, haciendo referencia a las masas de vulgares peregrinos britanos. Al presenciar las emotivas oraciones de su amiga Paula ante la cruz en el Jardín de los Olivos, exclamó maliciosamente que parecía «que lo estuviera viendo colgado de ella», y que besaba la tumba «como un sediento que ha hallado las aguas deseadas». Sus «lágrimas y lamentos» eran tan sonoros que «testigo es toda Jerusalén, testigo el Señor mismo a quien rogaba».
En el monte del Templo, mantenido en la desolación para confirmar las profecías de Jesús, se solía desarrollar un espectáculo que sí supo disfrutar. Cada 9 de Ab, Jerónimo observaba regocijado cómo los judíos conmemoraban la destrucción del Templo: «Esas personas sin fe que asesinaron al servidor de Dios, esa turba de miserables se congrega y, mientras la iglesia de la Resurrección resplandece y brilla la enseña de su cruz desde el monte de los Olivos, estas gentes miserables se lamentan y gimen por las ruinas del Templo. Un soldado les pide dinero para permitirles llorar un rato más». Pese a dominar el idioma hebreo, Jerónimo odiaba a los judíos, que criaban a los niños «como gusanos», y disfrutaba con este peregrino espectáculo que confirmaba la verdad victoriosa de Cristo: «¿Puede acaso alguien albergar alguna duda, al ver esta escena, sobre el día de las tribulaciones y del sufrimiento?». La tragedia de la lamentable situación de los judíos redobló su amor por Jerusalén. En opinión del rabino Bereká, la escena era igual de ritual que conmovedora: «Llegan en silencio y se van en silencio, llegan llorando y se van llorando, llegan en la oscuridad de la noche y se van en la oscuridad».
Entonces, la emperatriz que llegó para gobernar Jerusalén hizo renacer las esperanzas de los judíos.[4]
BARSOMA Y LOS MONJES PARAMILITARES
Los historiadores misóginos solían tener la tendencia de describir a las emperatrices como putas viciosas y terribles, o como serenas santas; sin embargo, la emperatriz Eudocia fue especial, e insólitamente, alabada por su exquisito aspecto y naturaleza artística. En el año 438, la hermosa esposa del emperador Teodosio II llegó a Jerusalén y suavizó las normas contra los judíos. Su llegada coincidió con la de un ascético pirómano de sinagogas, Barsoma de Nisibis, que realizaba una de sus habituales peregrinaciones acompañado de un canallesco séquito de monjes paramilitares.
Eudocia protegía a paganos y judíos porque ella misma había sido pagana. Hija de un sofista ateniense, de extraordinaria belleza y educada en retórica y literatura, había llegado a Constantinopla para pedirle ayuda al emperador porque sus hermanos le habían robado su herencia. Teodosio II era un joven maleable dominado por su piadosa y poco agraciada hermana, Pulqueria, quien llevó a Eudocia ante su hermano y se la presentó. Teodosio se enamoró de inmediato y se casó con ella. Pulqueria, que controlaba el gobierno de su hermano, intensificó la persecución de los judíos, excluyéndolos del ejército y de la vida pública, y los condenó a ser ciudadanos de segunda clase. En el año 425, Teodosio ordenó la ejecución de Gamaliel IV, el último patriarca judío, como castigo por construir más sinagogas, y abolió ese cargo para siempre. Eudocia fue adquiriendo poder de forma gradual y Teodosio la ascendió a Augusta, igualándola en rango a Pulqueria. Un grabado sobre piedra y en colores en una iglesia de Constantinopla muestra su regia imagen, con el cabello negro, esbelta elegancia y nariz delicada.
En Jerusalén, los judíos, frente a la represión intensificada de Constantinopla, le suplicaron a Eudocia que les concediera un mayor acceso a la Ciudad Santa, y Eudocia aceptó que pudieran visitar abiertamente el monte del Templo durante sus celebraciones más importantes. Se trataba de excelentes noticias, y los judíos declararon que todos ellos debían «apresurarse a llegar a Jerusalén para la celebración de Tabernáculos puesto que nuestro reino será instaurado».
No obstante, la alegría de los judíos disgustó a ese otro visitante en Jerusalén, Barsoma de Nisibis, un monje sirio que pertenecía a la nueva generación de líderes monásticos combatientes. Durante el siglo IV, algunos ascetas iniciaron una reacción contra los valores terrenales de la sociedad y el esplendor de los jerarcas clericales, y fundaron monasterios en el desierto a fin de regresar a los valores de los primeros cristianos. Los ermitaños, palabra de origen griego que significa «desierto», creían que no bastaba con conocer la fórmula correcta de la naturaleza de Cristo, sino que además era necesario llevar una vida recta, así que ellos vivían una sencilla y austera vida de celibato en los desiertos de Egipto y Siria.[*10] Sus hazañas de autoflagelación y ostentosa santidad fueron objeto de elogio, se escribieron sus biografías (las primeras hagiografías), sus ermitas fueron visitadas y sus incomodidades se convirtieron en motivo de maravilla y asombro. Los dos santos Simeón vivieron durante décadas a diez metros de altura sobre una columna y fueron conocidos como los estilitas (del griego stylos, columna). A Daniel, un estilita, le preguntaron cómo defecaban; «en seco, igual que una oveja» contestó. Jerónimo, cómo no, opinaba que estaban más interesados en la porquería que en la santidad. Sin embargo estos monjes distaban mucho de ser pacíficos. Jerusalén, que había quedado rodeada por nuevos monasterios y con muchos más en el interior de la ciudad, estaba a la merced de esos escuadrones de fanáticos camorristas callejeros.
Barsoma, a quien se le atribuía tal santidad que se decía de él que nunca se sentaba ni se echaba a descansar, se sintió ofendido por la supervivencia de los «idólatras» samaritanos y judíos, y decidió limpiar Palestina. Él y sus monjes mataron judíos e incendiaron sinagogas. El emperador, aduciendo razones de orden público, prohibió la violencia, pero Barsoma hizo caso omiso. En Jerusalén, los monjes de asalto cenobitas de Barsoma, armados de porras y espadas que ocultaban bajo las túnicas monacales, tendieron emboscadas a los judíos en el monte del Templo, lapidaron y asesinaron a muchos de ellos, y arrojaron sus cadáveres a las cisternas de agua y a los patios de las casas. Los judíos se defendieron, detuvieron a 18 agresores y se los entregaron al gobernador bizantino que los acusó de asesinato. «Esos bandidos que vestían las túnicas de monjes respetables» fueron llevados ante Eudocia, la emperatriz peregrina. Eran culpables de asesinato, pero cuando implicaron a Barsoma, éste difundió rumores según los cuales algunos nobles cristianos habían sido quemados vivos. La turba se puso entonces del lado de Barsoma, en especial después de citar un oportuno terremoto como señal de la aprobación divina.
Si la emperatriz tenía la intención de ejecutar a Barsoma, amenazaron los seguidores de éste a voz en grito, entonces «quemaremos a la emperatriz y a todos sus acompañantes». Barsoma sembró el terror entre los funcionarios y declaró que las víctimas judías no tenían heridas y que habían fallecido de muerte natural. Otro terremoto intensificó el temor generalizado. La ciudad estaba empezando a descontrolarse y a Eudocia no le quedó más elección que doblegarse. «Quinientos grupos» de monjes paramilitares patrullaron las calles y Barsoma proclamó que «la Cruz ha triunfado», un grito repetido a lo largo y ancho de la ciudad «igual que el rugido de una ola» mientras sus seguidores lo ungían de costosos perfumes y los asesinos eran liberados.
Pese a toda esta violencia, Eudocia sentía cariño por Jerusalén y encargó la construcción de toda una serie de nuevas iglesias antes de regresar a Constantinopla cargada de nuevas reliquias mientras su cuñada Pulqueria planeaba su destrucción.
EUDOCIA, EMPERATRIZ DE JERUSALÉN
Teodosio le envió a Eudocia una manzana frigia que ella entregó a su protegido, Paulino, magister officiorum, el responsable de la secretaría imperial, quien, a su vez, se la regaló al emperador. Teodosio, dolido, confrontó a su esposa con este hecho, ante lo cual, ella mintió e insistió en que no le había dado su regalo a nadie, sino que ella se lo había comido. El emperador entonces le enseñó la manzana. Esta mentira piadosa indujo a Teodosio a pensar que las murmuraciones de su hermana eran ciertas, que Eudocia tenía una relación con Paulino. La anécdota es un mito, las manzanas simbolizan la vida y la castidad, pero sus detalles tan humanos hacen de ella una crónica de, precisamente, el tipo de cadena de acontecimientos fortuitos que en la atmósfera enrarecida de las cortes de rígidas autocracias puede tener un final muy poco feliz. Paulino fue ejecutado en el año 440 y la pareja imperial negoció una honrosa salida de Eudocia. Tres años más tarde, la emperatriz abandonaba la capital y llegaba a Jerusalén para gobernar Palestina por derecho propio.
Incluso entonces, Pulqueria intentaría destruirla, enviando a Saturno, conde de la guardia imperial, a ejecutar a dos miembros de su séquito. Eudocia hizo asesinar de inmediato a Saturno. Una vez acabados esos tejemanejes imperiales, Eudocia quedó por fin dueña de sí misma: construyó palacios para ella y para el obispo de la ciudad, y un hospicio próximo al Santo Sepulcro que sobreviviría varios siglos. Construyó la primera muralla desde la época de Tito, que rodeaba el monte Sión y la Ciudad de David; algunas secciones de la muralla de Eudocia pueden verse todavía en ambos lugares. Los pilares de su iglesia, un edificio en varios niveles alrededor de la piscina de Siloé, todavía permanecen en pie sobre el agua.[*11]
El resurgimiento de las disputas cristológicas estaba causando ahora disturbios en el imperio. Si Jesús y el Padre eran «consustanciales», ¿cómo podía Cristo combinar la naturaleza divina y humana? En el año 428, Nestorio, el nuevo patriarca de Constantinopla, insistió, carente de todo tacto, en el aspecto humano y la doble naturaleza de Jesús, afirmando además que la Virgen María no debía ser considerada Theotokos, madre de Dios, sino Christokos, madre de Cristo. Sus enemigos, los monofisitas, insistían en que Cristo tenía una sola naturaleza humana y divina al mismo tiempo. Los difisitas lucharon contra sus antagonistas monofisitas en los palacios imperiales y en las calles de Jerusalén y de Constantinopla con toda la violencia y el odio de los hooligans futboleros cristológicos. Todo el mundo, observó Gregorio de Nisa, tenía su opinión: «Le pides cambio a un hombre, y te da un poco de filosofía con respecto al Nacido y al No nacido; si le preguntas el precio de una barra de pan, te responde “el Padre es más grande y el Hijo es inferior”; y si preguntas si el baño está listo, la respuesta que recibes es que el Hijo fue hecho de la nada».
Tras la muerte de Teodosio, sus dos emperatrices se enfrentaron la una a la otra desde ambos lados de la brecha cristológica. Pulqueria, respaldada por los difisitas, se había hecho con el poder en Constantinopla; Eudocia, igual que la mayor parte de los cristianos, era monofisita; y Pulqueria, como era de esperar, la expulsó de la iglesia. Cuando Juvenal, el obispo de Jerusalén, apoyó a Pulqueria, los monofisitas jerosolimitanos movilizaron sus tropas de asalto monásticas y le expulsaron de la ciudad, una agresión que Juvanal supo explotar. Hacía tiempo que los cuatro grandes obispados metropolitanos, Roma y los patriarcados orientales, regían los destinos del cristianismo y los obispos de Jerusalén habían hecho campaña para que se les ascendiera al grado de patriarcas. Juvenal, en recompensa por la lealtad que casi le costó la vida, logró así su promoción. Finalmente, en el año 451, en el concilio de Calcedonia, Pulqueria impuso un compromiso: en la unión de las dos naturalezas, Jesús era «perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad». Eudocia lo aceptó y se reconcilió con Pulqueria. El compromiso de Calcedonia, aunque ha perdurado hasta la actualidad en las iglesias Ortodoxa, Católica y Protestante, tenía sus defectos: los monofisitas y los nestorianos, por razones opuestas, lo rechazaron y se escindieron de la ortodoxia para siempre.[*12]
En una época en la que el imperio occidental romano estaba siendo aterrorizado por Atila el huno y cayendo en picado hacia su destrucción, la anciana Eudocia escribía poesía griega y construía la basílica de San Esteban, ahora desaparecida, justo al norte de la Puerta de Damasco, donde en el año 460, fue enterrada junto a las reliquias del primer mártir.[5]