CAPÍTULO 35
LOS NUEVOS ROMÁNTICOS: CHATEAUBRIAND Y DISRAELI, 1806-1830
EL VIZCONDE DE LA ORDEN DEL SANTO SEPULCRO
«Jerusalén me intimida», declararía François-René, vizconde de Chateaubriand, aun cuando esta «ciudad deicida» no fuera más que «una montaña de escombros» con los «monumentos confusos de un cementerio en medio de un desierto». Este católico monárquico de cabello encrespado abrazó la visión romántica de una Jerusalén gótica y desvencijada que esperaba ser rescatada por el «genio del cristianismo». En su opinión, cuanto más miserable fuera Jerusalén, tanto más se intensificaba su santidad y poesía, y la ciudad, en aquel momento, estaba sumida en la desesperación.
Los pachás rebeldes y hordas de campesinos palestinos se habían rebelado en repetidas ocasiones y se habían apoderado de una Jerusalén dejada de la mano de Dios que tuvo que ser tomada al asalto por los gobernadores de Damasco que cada año marchaban sobre ella con un ejército y trataban a la ciudad como territorio enemigo conquistado. A su llegada, el vizconde encontró al gobernador de Damasco acampado fuera de la ciudad, frente a la Puerta de Jaffa, mientras sus tres mil soldados amenazaban a los jerosolimitanos. Chateaubriand se instaló en el monasterio de San Salvador, que fue ocupado por esos rufianes que extorsionaban a los frailes para sacarles dinero. Solía pasear por las calles, altanero y armado con varias pistolas, pese a lo cual, uno de ellos le pilló desprevenido en el monasterio e intentó matarle: sólo consiguió sobrevivir gracias a que casi estranguló al turco. En las calles, «¡no vimos a ninguna criatura! ¡Cuánta miseria, cuánta desolación! La mayor parte de sus habitantes había huido a las montañas. Los comercios están cerrados, la gente se oculta en sótanos o se retira a las montañas». Tras la marcha del pachá, la guarnición en la Torre de David apenas alcanzaba una docena de soldados, y la ciudad parecía aún más fantasmal: «El único ruido que se oye es el galope de un alazán en el desierto, un jenízaro que lleva la cabeza de algún beduino o que regresa de saquear a los infelices campesinos».
Ahora, el francés podía gozar de los sagrados y miserables misterios de los santuarios. Con todo, este glotón entusiástico, que le daría su nombre a una receta de solomillo, disfrutaba con los banquetes que compartía con sus anfitriones franciscanos, notorios por su gordura, y se regalaba con «sopa de lentejas, ternera con pepinos y cebolla, cordero lechal asado con arroz, pichones, perdices, caza, y excelente vino». Armado de varias pistolas, recorrió el camino de los pasos de Jesús burlándose de los monumentos otomanos (no merece la pena que se les preste atención) y de los judíos, «vestidos de harapos, cubiertos por el polvo de Sión y devorados por los parásitos». Chateaubriand no pudo evitar asombrarse al «ver que los señores de Judea por derecho vivían como esclavos y extranjeros en su propio país».
En el Sepulcro, oró arrodillado durante media hora, con la mirada «clavada en la piedra» de la tumba de Jesús, aturdido por el incienso, por el estruendo de los címbalos etíopes y por los cánticos de los griegos, antes de arrodillarse ante las tumbas de Godofredo y Balduino, los paladines franceses que habían derrotado al islam, «una religión hostil a la civilización y que sistemáticamente favorecía la ignorancia, el despotismo y la esclavitud».
Los franciscanos nombraron a Chateaubriand caballero de la orden del Santo Sepulcro en una solemne ceremonia en la que los frailes rodearon al vizconde arrodillado, le colocaron las espuelas de Godofredo en los tobillos y lo armaron caballero con la espada de los cruzados, mientras Chateaubriand experimentaba un gozo casi extático:
Me hallaba en Jerusalén, en la iglesia del Calvario, a apenas una docena de pasos de la tumba de Jesús y a unos treinta de la de Godofredo de Bouillon, llevaba calzadas las espuelas de liberador del Santo Sepulcro, y había tocado esa espada, larga y ancha, que tan noble y valiente mano había empuñado antes, y no pude evitar conmoverme.[1]
El 12 de octubre de 1808, un sacristán armenio se durmió junto a la estufa de la galería armenia, en el segundo piso de la iglesia del Santo Sepulcro. La estufa se incendió, abrasó al fraile hasta la muerte y el fuego se extendió, destruyendo la tumba de Jesús. En el caos subsiguiente, los cristianos, para impedir el saqueo, invitaron a Hassan al-Husseini, el muftí, a acampar en el patio de la iglesia. Los griegos acusaron a los armenios de provocar el incendio. Gran Bretaña y Austria, en aquel momento, estaban luchando para contener al aparentemente invencible emperador Napoleón, así que los griegos, apoyados por Rusia, pudieron entonces consolidar su control sobre el Santo Sepulcro y construyeron el edículo rococó que se alza en la actualidad alrededor de la tumba. Celebraron también que los sarcófagos bellamente decorados de los reyes cruzados habían sido destruidos: Chateaubriand, que ya se encontraba de regreso en Francia, había sido el último extranjero en verlas.[*1] Una turba de musulmanes se lanzó contra los constructores que reconstruían la iglesia, la guarnición se amotinó y el sucesor y yerno del Carnicero, Solimán Pachá, conocido como el Justo (aunque cualquiera parecía clemente en comparación con su predecesor), tomó la ciudad: 46 rebeldes fueron ejecutados y sus cabezas adornaron las puertas.[2]
Mientras la Jerusalén terrenal se sumía en la decadencia, en Occidente, la Jerusalén imaginaria encendía sueños alentados por la pequeña y fea guerra de Napoleón en Oriente Medio, por el declive de los otomanos, y, también, por el libro que escribió Chateaubriand a su regreso a Francia. Su Itinerario de París a Jerusalén marcó el tono de la actitud europea hacia ese Oriente de crueles e ineptos turcos, judíos llorones y árabes feroces pero primitivos, que tendían a congregarse en poses bíblicas y pintorescas. El libro alcanzó tal éxito, que lanzó incluso un nuevo género literario, y hasta su mayordomo Julien escribiría sus memorias de ese viaje.[*2] En Londres, los alardes de sir Sidney Smith acerca de sus hazañas levantinas despertaron la imaginación de su regia amante, e inspiraron el más absurdo de los viajes de la monarquía.
CAROLINA DE BRUNSWICK Y HESTER STANHOPE, REINA DE INGLATERRA Y REINA DEL DESIERTO
La princesa Carolina, la aislada esposa del príncipe regente (más tarde el rey Jorge V), se sintió muy atraída por el fascinante Smith, y solía invitar con regularidad a la prima de sir Sidney, lady Hester Stanhope, sobrina del primer ministro William Pitt, el Joven, para encubrir su apasionado romance.
Lady Hester odiaba a la poco refinada, ilusa y lasciva princesa Carolina, que se presentaba ante Smith «bailando por ahí, exhibiéndose igual que una corista» e incluso colocándose ligas bajo la rodilla: «¡Una mujer impúdica, una zorra descarada! ¡Tan baja! ¡Tan vulgar!». El matrimonio de Carolina con el príncipe regente había sido un desastre, y lo que se dio en llamar «delicada investigación» sobre su vida amorosa en aquel momento revelaría más tarde al menos cinco amantes, entre ellos Smith, lord Hood, el pintor Thomas Lawrence y varios sirvientes. Las historias de Smith sobre Acre y Jerusalén dieron por fin en la diana: ambas mujeres, cada una por su lado, decidieron viajar al este.
Lady Hester tenía su propio destino jerosolimitano. Richard Brothers era un antiguo marino y calvinista radical que se había autoerigido en el descendiente del rey David que gobernaría el mundo hasta la Segunda Venida de Cristo. En su libro, Plan for New Jerusalem, declaraba que Dios «había dispuesto que yo sería el rey y restaurador de los judíos», y añadía que el pueblo británico descendía de las Tribus Perdidas y que él les conduciría de regreso a Jerusalén. Diseñó jardines y palacios para el monte del Templo, y uniformes y banderas para sus nuevos israelitas, pero acabaría arrojado en prisión por lunático. Su visión angloisraelita era sin duda una visión excéntrica y, sin embargo, treinta años más tarde, la creencia en el sagrado retorno de los judíos para acelerar la Segunda Venida se había casi convertido en política del gobierno británico.
Brothers esperaba una dama celestial que le ayudara en su empresa, y seleccionó a lady Hester Stanhope para que fuera su «reina de los judíos». Cuando lady Hester lo visitó en la prisión de Newgate, Brothers predijo que «ella iría un día a Jerusalén y conduciría al pueblo elegido». Stanhope, en efecto, visitó Jerusalén, y lo hizo en 1812, vestida con atractivas ropas otomanas, aunque las predicciones de Brothers no se materializaron. Lady Stanhope se quedó en Oriente, y su fama contribuyó a fomentar el interés de los europeos. Más satisfactorio aún, se adelantó tres años a su despreciada Carolina.
El 9 de agosto de 1814, la princesa, de cuarenta y seis años, iniciaba un escandaloso viaje por el Mediterráneo. Inspirada por Smith, Stanhope y los peregrinajes de varios antepasados cruzados, Carolina declaró que «Jerusalén es mi gran ambición».
En Acre, la princesa fue recibida por el primer ministro de Solimán el Justo, «un judío al que le falta un ojo, una nariz y una oreja»: el pachá había heredado no sólo el feudo, sino también el consejero del Carnicero, el judío Haim Farhi. Diez años después de la muerte del Carnicero, los cortesanos de Carolina no salían de su asombro al ver la cantidad de «personas sin nariz que se ven por la calles». La princesa, no obstante, disfrutaba de las «bárbaras pompas de las costumbres orientales». Llego con un séquito de veintiséis personas, entre ellos un niño objeto de su adoración al que había adoptado, Willie Austin (aunque es posible que fuera su propio hijo), y su amante más reciente, un soldado italiano llamado Bartolomeo Pergami, dieciséis años menor que ella. Ascendido a noble, y su chambelán, era un hombre de «un metro ochenta con una magnífica cabellera negra, tez pálida y unos mostachos que llegan de aquí a Londres», en descripción de una apasionada dama. Al inicio de su viaje a Jerusalén, el séquito de doscientas personas de Carolina «parecía un ejército».
Entró en Jerusalén a lomos de un asno, igual que Jesús, pero estaba tan gorda que necesitó un sirviente a cada lado que la ayudara a montar. Los franciscanos la escoltaron, a ella y a su asno, hasta sus habitaciones en San Salvador. «Sería imposible pintar la escena», recordaba uno de los cortesanos de Carolina, «hombres, mujeres y niños, judíos, árabes, armenios, griegos, católicos e infieles, todos nos recibieron, “¡Ben venute!”, gritaron». Iluminados por antorchas encendidas, «muchos dedos señalaban a la peregrina real» con gritos de «¡es ella, es ella!». No es de extrañar: Carolina solía llevar «una peluca (cuyos rizos laterales eran casi tan altos como su bonete), cejas postizas (la naturaleza le había negado las suyas propias), y dientes también postizos», un vestido escarlata demasiado corto, con un profundo escote delante y detrás, que apenas podía ocultar la «inmensa protuberancia de su vientre». Un cortesano tuvo que reconocer que su entrada fue, al mismo tiempo, «solemne e indudablemente cómica».
Orgullosa de ser la primera princesa cristiana en visitar Jerusalén en seis siglos, Carolina deseaba sinceramente dejar «una impresión adecuada de su elevada condición», y, por lo tanto, fundó la orden de Santa Carolina con su propia enseña, una cruz roja con un galón lila y plata. Su amante Pergami fue el primer (y último) gran maestre de la orden. A su regreso, Carolina encargó una pintura de su peregrinación: The Entry Queen Caroline into Jerusalem.
La futura reina de Inglaterra hizo generosas donaciones a los franciscanos, y el 17 de julio de 1815 (cuatro semanas después de la derrota final de Napoleón en Waterloo) «salió de Jerusalén entre los agradecimientos y los lamentos de las personas de todos los rangos y grados», nada sorprendente, habida cuenta del estado del lugar.
En el año 1819, Damasco triplicó los impuestos y la ciudad se rebeló de nuevo. Esta vez, Abdalá Pachá,[*3] el hombre fuerte de Palestina y nieto del Carnicero, atacó Jerusalén, y después de capturar la ciudad, el gobernador de la ciudad estranguló con sus propias manos a 28 rebeldes; el resto fue decapitado al día siguiente y todos los cadáveres alineados en el exterior de la Puerta de Jaffa. En 1824, las salvajes depredaciones del pachá otomano conocido con el nombre de Mustafá el Criminal provocaron una revuelta campesina y Jerusalén logró la independencia durante algunos meses, hasta que Abdalá Pachá bombardeó la ciudad desde el monte de los Olivos. A finales de la década de 1820, Jerusalén había «caído, desolada y abyecta», escribió una valiente viajera inglesa, Judith Montefiore, que visitaba la región en compañía de su esposo, Moses. «Ni una sola reliquia», dijo, quedaba de la ciudad «que había sido el gozo de toda la tierra».
Los Montefiore fueron los primeros de una nueva raza de poderosos y orgullosos judíos europeos decididos a ayudar a sus descuidados hermanos en Jerusalén. Fueron recibidos con honores por el gobernador de la ciudad y se alojaron en casa de un antiguo comerciante de esclavos marroquí en el interior de las murallas. Iniciaron su obra filantrópica restaurando la tumba de Raquel, cerca de Belén, el tercer santuario más sagrado del judaísmo después del Templo y de las tumbas de los patriarcas en Hebrón, pero, igual que éstos, también sagrada para el islam. Los Montefiore no tenían hijos y se decía que la tumba de Raquel ayudaba a las mujeres a concebir. Los judíos de Jerusalén los recibieron «casi como a la venida del Mesías», pero les suplicaron que no dieran demasiado porque los turcos los abrumarían con impuestos más altos después de su marcha.
Moses Montefiore, que no era especialmente religioso, llegó como un caballero inglés nacido en Italia, un financiero internacional hecho a sí mismo, cuñado de Nathaniel Rothschild. El viaje a Jerusalén le cambió la vida. Salió de la ciudad como un judío renacido, después de pasar la última noche en la ciudad rezando. Para él, Jerusalén era sencillamente «la ciudad de nuestros antepasados, el gran y tan deseado objeto de nuestros deseos y el objetivo de nuestro viaje». Creía que era el deber de cada judío realizar la peregrinación: «Rezo con humildad al Dios de mis antepasados para que a partir de ahora pueda convertirme en un hombre mejor y más recto, además de en un mejor judío».[*4] Regresaría con frecuencia a la Ciudad Santa y a partir de aquel viaje se esforzaría por combinar la vida de un noble inglés con la de un judío ortodoxo.[3]
Apenas Montefiore dejó la ciudad, cuando un personaje byroniano y afectado llegaba cabalgando a la ciudad. Ambos eran judíos sefardíes ingleses de origen italiano y, sin embargo, ninguno de ellos conocía la existencia del otro, aunque uno de ellos impulsaría un día el avance británico en Oriente Medio.
DISRAELI: LO SAGRADO Y LO ROMÁNTICO
«Deberías verme vestido igual que un pirata griego. Una camisa rojo sangre con tachones de plata del tamaño de un chelín, un inmenso pañuelo, una faja llena de pistolas, gorro rojo, zapatillas rojas, una amplia chaqueta azul de rayas y pantalones. ¡Fantástico!». Así se vestía en su viaje por Oriente Benjamin Disraeli, de veintiséis años, el novelista de moda (ya había publicado The Young Duke), especulador fracasado y aspirante a político. Este tipo de excursiones equivalía a la nueva versión del grand tour del siglo XVIII, y combinaban la pose romántica, las visitas a los lugares clásicos, fumar con un narguile, el ávido consumo de prostitutas y las visitas a Estambul y Jerusalén.
Disraeli había sido educado como un judío, pero fue bautizado a los doce años. Se consideraba a sí mismo, y así se lo explicaría más tarde a la reina Victoria, «la página en blanco entre el Antiguo y el Nuevo Testamento». Y lo parecía. Pálido y delgado y con el cabello oscuro y rizado, Disraeli cabalgó por las colinas de Judea «bien montado y bien armado». Cuando vio las murallas:
Quedé estupefacto. Lo que tenía ante los ojos era, en apariencia, una ciudad hermosa. En la parte delantera está la magnífica mezquita construida en el lugar en el que estuvo el Templo, con su hermoso jardín y sus fantásticas puertas, y de la que se elevan una variedad de cúpulas y torres. Nada puede concebirse más salvaje, terrible y desierto que el paisaje que la rodea. Nunca vi antes nada más esencialmente impresionante.
Cenando en el tejado del monasterio armenio donde se alojaba, Disraeli, mientras miraba la «capital perdida de Jehová», se sintió fascinado por el romanticismo de la historia judía e intrigado al mismo tiempo por la del islam: no pudo resistir la tentación de intentar visitar la Explanada de las Mezquitas. Un médico escocés y una mujer inglesa habían logrado, en momentos diferentes, penetrar en la Explanada, pero sólo ocultos bajo un estricto disfraz. Disraeli no fue tan hábil: «Fui detectado y rodeado por una multitud de fanáticos con turbante, y no sin algunas dificultades logré escapar». Consideraba que judíos y árabes eran el mismo pueblo, los árabes eran sin duda «judíos a caballo», y les preguntó a los cristianos: «¿Dónde está vuestro cristianismo si no creéis en su judaísmo?».
Durante su estancia en Jerusalén, empezó a escribir su siguiente novela, Alroy, que trataba de un «mesías» condenado del siglo XII cuyo levantamiento describió así: un «hermoso incidente en los anales de este sagrado y romántico pueblo del que se derivan mi sangre y mi nombre».
Su visita a Jerusalén le ayudó a refinar su mística híbrida y única como aristócrata conservador y exótico mandamás judío,[*5] le convenció de que Gran Bretaña debía desempeñar algún papel en Oriente Medio, y le permitió soñar en un regreso a Sión. En su novela, el consejero de David Alroy afirma: «Me preguntas qué es lo que deseo. Mi respuesta es, una existencia nacional. Me preguntas qué es lo que deseo. Mi respuesta es, Jerusalén». En 1851, Disraeli, el político en alza, reflexionaba que «restituir los judíos a su tierra, una tierra que se les podría comprar a los otomanos, podría ser justo y factible».
Disraeli afirmaría que la aventura de Alroy era «su ambición ideal», pero, en realidad, él era demasiado ambicioso para arriesgar su carrera por nada que fuera judío: él quería ser primer ministro del mayor imperio sobre la faz de la tierra. Más de treinta años más tarde, una vez alcanzada «la cima del poste engrasado», Disraeli guiaría a la potencia británica hasta la región haciéndose con Chipre y comprando el canal de Suez.[4] Poco tiempo después del regreso de Disraeli a Gran Bretaña para embarcarse en su carrera política, un caudillo albanés y monarca de Egipto conquistaba Jerusalén.