CAPÍTULO 23
LA EDAD DE ORO DE ULTRAMAR, 1131-1142
MELISENDA Y FULCO, UN MATRIMONIO DE REYES
Los jerosolimitanos, bajo el mando del condestable Eustaquio de Grenier, rechazaron dos veces a los egipcios. Ante la alegría general, Balduino fue liberado, previo pago de un rescate, y el 2 de abril de 1125, toda la ciudad se reunía para recibir al rey que regresaba a casa. Durante su encarcelamiento, Balduino había concentrado su mente en la sucesión. Su heredera era su hija Melisenda, a la que a la sazón casó con el eficaz y experto Fulco, conde de Anjou, un veterano cruzado descendiente del depravado peregrino en serie Fulco el Negro e hijo de otro Fulco de encantador nombre, el Repulsivo.
En 1131, Balduino cayó enfermo en Jerusalén y, tras retirarse a morir como un humilde suplicante en el palacio del patriarca, abdicó en favor de Fulco, de Melisenda y del hijo bebé de ambos, el futuro Balduino III. El ritual de coronación de Jerusalén había evolucionado. Fulco y Melisenda, ataviados de dalmáticas bordadas, estolas y las joyas de la corona, se dirigieron al Templo de Salomón montados sobre unos caballos cubiertos de lujosos caparazones. Desde allí, conducidos por el chambelán que blandía la espada del rey, y seguidos por el senescal que llevaba el cetro, y por el condestable con el estandarte real, cruzaron toda la ciudad acompañados por los vítores de la población. Serían los primeros monarcas jerosolimitanos coronados en la rotonda del Santo Sepulcro, que ya había sido reconstruido.
Prestaron juramento ante el patriarca quien, a continuación, pidió tres veces a los allí presentes que confirmaran que los monarcas eran los herederos por ley: Oill! ¡Sí!, vociferó la multitud.[*1] Las dos coronas fueron llevadas hacia el altar y la pareja real fue ungida con el aceite contenido en un cuerno, antes de entregarle a Fulco el anillo de la lealtad, el orbe del dominio y el cetro para castigar a los pecadores, y de ceñirle la espada de la guerra y de la justicia. Después, el patriarca los coronó y los besó a ambos. En el exterior del Sepulcro, el mariscal ayudó al rey Fulco a montar su caballo y cabalgaron de regreso al monte del Templo. En el curso del banquete celebrado en el Templum Domini, el rey ofreció devolver la corona, y después la recuperó, una tradición basada en la historia de la circuncisión de Jesús, según la cual, María lo había llevado al Templo, se lo había ofrecido a Dios, antes de comprarlo de nuevo al precio de un cordero o dos palomas. Finalmente, los burgueses trajeron la comida y el vino, que el senescal y el chambelán sirvieron a la pareja real mientras el mariscal sostenía la enseña real encima de sus cabezas. Después de muchos cantos, música y baile, el condestable escoltó al rey y a la reina a sus habitaciones.
Melisenda era la monarca reinante, pero estaba previsto que al principio Fulco gobernara en su propio nombre. Era un soldado de cuarenta años, achaparrado y pelirrojo «igual que el rey David», en palabras de Guillermo de Tiro, y desmemoriado, siempre un defecto en los reyes. Acostumbrado a gobernar su propio reino, tuvo dificultades para manejar, y no digamos seducir, a su imperiosa reina. Melisenda, delgada, de tez oscura e inteligente, al cabo de poco tiempo ya pasaba buena parte de su tiempo con su atractivo primo y amigo de la infancia, el conde Hugo de Jaffa, el magnate más rico de Jerusalén. Fulco les acusó de tener un romance.
LA REINA MELISENDA, EL ESCÁNDALO
Los flirteos de Melisenda empezaron con meros cotilleos, pero no tardaron en transformarse en una crisis política. Al ser la reina, era poco probable que fuera castigada, ahora bien, según la ley de los francos, si una pareja era declarada culpable de adulterio, castigaban a la mujer con una rinotomía (le partían la nariz) y al hombre lo castraban. Una manera de demostrar la inocencia era en combate singular y así, un caballero desafió al conde Hugo a que demostrara su inocencia en un duelo. Hugo, sin embargo, huyó a territorio egipcio donde permaneció hasta que la iglesia negoció un compromiso según el cual permanecería tres años en el exilio.
A su regreso a Jerusalén, Hugo estaba sentado un día jugando a los dados en una taberna de la calle de los Peleteros cuando un caballero bretón lo apuñaló. De algún modo Hugo sobrevivió a la agresión, pero Jerusalén «estaba conmocionada por la indignación, y se reunió una gran multitud», y se extendió el rumor de que Fulco había ordenado asesinar a su rival. Ahora era el rey quien necesitaba demostrar su inocencia: el bretón fue juzgado y condenado a ser descuartizado y a que se le cortara la lengua. Fulco, sin embargo, ordenó que se le dejara la lengua intacta para demostrar que nadie le había silenciado. Incluso después de haber sido totalmente desmembrado, y cuando sólo le quedaban la cabeza y el torso (y la lengua), el bretón seguía afirmando la inocencia de Fulco.
No es nada sorprendente que la innegable aspereza de la política de Ultramar alcanzara notoriedad en Europa. Gobernar Jerusalén era un desafío: los reyes eran realmente primus inter pares, y tenían que enfrentarse a los cruzados de la pequeña nobleza, a los magnates ambiciosos, a los aventureros sinvergüenzas, a los ignorantes recién llegados de Europa, a las órdenes militares religiosas y caballeros independientes y a los eclesiásticos intrigantes, antes de poder ni siquiera hacerles frente a sus enemigos musulmanes.
El matrimonio real sufrió un gran enfriamiento, pero si Melisenda había perdido a su amor, había recuperado su poder. Fulco, deseoso de templar a la reina, le envió un regalo especial, el suntuoso salterio que lleva su nombre.[*2] No obstante, mientras el reino disfrutaba de su edad de oro, el islam se estaba movilizando.
ZENGUI EL SANGUINARIO: EL PRÍNCIPE HALCÓN
En el año 1137, Zengui, atabey de Mosul y de Alepo (en las actuales Siria e Iraq), arremetió primero contra la ciudad cruzada de Antioquía y, a continuación, contra la ciudad musulmana de Damasco: la caída de cualquiera de esas ciudades significaría un duro golpe para Jerusalén. Durante casi cuatro décadas, la pérdida de Jerusalén apenas había afectado al dividido y distraído mundo islámico, pero, como es habitual en la historia de Jerusalén, el fervor religioso solía estar inducido por la necesidad política. Zengui empezó en aquel momento a aprovecharse del creciente sentimiento de furia, religiosa y política, por la pérdida de Jerusalén, y se denominó a sí mismo, «combatiente de la yihad, domador de ateos, destructor de herejes».
El califa recompensó al atabey turco concediéndole el título de «rey de emires» por haber restaurado el honor musulmán. Para los árabes, se llamaba a sí mismo Pilar de la Fe, y ante sus compatriotas turcos era el Príncipe Halcón. Los poetas, el adorno vital de cualquier monarca en esta sociedad amante de la poesía, acudieron en tropel a su corte a cantar sus glorias, pero el feroz Zengui era un duro señor. Despellejó y arrancó las cabelleras de enemigos importantes, ahorcó a los de menor importancia, crucificó a cualquiera de sus soldados que pisoteara los cultivos, y castró a sus jóvenes amantes varones para preservar su belleza. A los militares, les recordaba su poder castrando a los hijos de sus generales caídos en desgracia antes de enviarlos al exilio. En una ocasión en la que bebió hasta perder la razón, se divorció de una de sus esposas e hizo que sus mozos de cuadra la violaran en grupo en los establos, mientras él miraba. Si uno de sus soldados desertaba, recordaba Osama bin Munqidh, uno de sus oficiales, Zengui ordenaba que los dos hombres que servían a cada lado del desertor fueran cortados por la mitad. Las fuentes musulmanas dejaron constancia de sus crueldades. Los cruzados, por su parte (en un juego de palabras digno de un titular de la prensa amarilla británica), lo apodaron Zengui el Sanguinario.[*3]
Fulco no dudó ni un instante en salir y enfrentarse a él, pero Zengui venció a los jerosolimitanos, dejando al rey atrapado en una fortaleza cercana. El patriarca Guillermo de Jerusalén, blandiendo la Vera Cruz, condujo el ejército a su rescate y Zengui, al ver que llegaban refuerzos, ofreció liberar a Fulco a cambio de la fortaleza. Tras su liberación, salvado por los pelos, Fulco y Melisenda se reconciliaron. Zengui, con cincuenta y pocos años, no aflojó la presión, y no sólo amenazó las ciudades cruzadas de Antioquía y Edesa, sino que reanudó además los ataques contra Damasco, donde cundió tanto la alarma que, su gobernante, Unur, se alió con la infiel Jerusalén.[1]
En 1140, Unur, el atabey de Damasco, partió en dirección a Jerusalén acompañado por su mundano consejero, un aristócrata sirio y el mejor escritor musulmán del siglo XII.
OSAMA BIN MUNQIDH: GRANDES ACONTECIMIENTOS Y CALAMIDADES
Osama bin Munqidh fue uno de esos personajes ubicuos que conocen a toda la gente que hay que conocer en un momento dado o en un lugar determinado de la historia y que siempre se encuentran en el centro de los acontecimientos. Durante su larga carrera, este camaleónico cortesano, guerrero y escritor logró servir a todos los grandes líderes islámicos de su siglo, desde Zengui y los califas fatimíes hasta Saladino, y conocer al menos a dos reyes de Jerusalén.
Osama, miembro de la dinastía que gobernaba la fortaleza siria de Shaizar, perdió la sucesión antes de que un terremoto acabara con toda su familia. Tras esos golpes, se convirtió en un caballero, un faris, dispuesto a servir al monarca que le ofreciera las mejores oportunidades, y en aquel momento, a la edad de cuarenta y cinco años, estaba al servicio de Unur de Damasco. Osama vivía para combatir y cazar, y para la literatura. Su accidentada persecución del poder, de la fortuna y de la gloria fue sangrienta y cómica al mismo tiempo: la frase «otro desastre más» aparece con frecuencia en sus memorias, tituladas Grandes acontecimientos y calamidades. Sin embargo, también era un cronista natural: uno siente que, aunque sus planes fracasaran, este quijote y esteta árabe sabía que sus anécdotas constituirían un excelente material para sus escritos ingeniosos, agudos y melancólicos. Osama era un adib magistral, el árabe refinado y culto por excelencia que escribía libros y poemas sobre los encantos de las mujeres, los modales masculinos (El núcleo del refinamiento), el erotismo y el arte de la guerra. En su pluma, una historia que trataba de bastones era en realidad un ensayo sobre el envejecimiento.
El atabey Unur llegó a Jerusalén acompañado por su exuberante cortesano Osama: «Yo solía viajar con frecuencia a visitar al rey de los francos durante la tregua» escribió Osama, cuyas relaciones con Fulco eran de una sorprendente cortesía.[*4] El rey y el caballero charlaron acerca de la naturaleza de la caballería. «Me dijeron que fuisteis un gran caballero», dijo Fulco, «pero en realidad no me lo creí». «Señor, soy un caballero de mi raza y de mi pueblo», respondió Osama. No sabemos nada del aspecto de Osama, pero, al parecer, los francos quedaron impresionados por su físico.
En el curso de sus viajes a Jerusalén, Osama disfrutó estudiando la inferioridad de los cruzados, a quienes consideraba «meras bestias, que no poseían ninguna virtud más allá del valor y el espíritu combativo», aunque sus obras revelan que muchas tradiciones musulmanas eran igual de salvajes y primitivas. Como cualquier buen reportero, tomó nota de los opuestos, lo bueno y lo malo de cada lado. Cuando ya anciano recordaba la corte de Saladino, sin duda pensaría en que había visto Jerusalén en el apogeo de la gloria del reino cruzado.
LA JERUSALÉN DE MELISENDA: ALTA Y BAJA SOCIEDAD
Muchos cristianos opinaban que la Jerusalén de Melisenda era el auténtico centro del mundo, muy diferente de la maloliente y desierta ciudad que habían conquistado los francos cuarenta años atrás. En los mapas de la época, Jerusalén tiene forma circular, las dos calles principales aparecen como los brazos de la cruz y el centro de la ciudad se sitúa en la iglesia del Santo Sepulcro, enfatizando así la Ciudad Santa como el centro del mundo.
El rey y la reina tenían su corte en la Torre de David y en el palacio vecino, mientras que los asuntos de la iglesia se trataban en el Palacio del Patriarca. La vida que llevaba la nobleza de la Jerusalén de Ultramar posiblemente fuera mejor que la de los reyes en Europa, donde incluso los potentados llevaban ropa de lana sin lavar y vivían en frías fortalezas de piedra rodeados de rústicos muebles. Aunque pocos nobles cruzados podían vivir con la suntuosidad de Juan de Ibelín, más avanzado el siglo, su palacio de Beirut nos deja entrever el estilo de vida: suelos de mosaico, paredes de mármol, techos pintados, fuentes y jardines. Las ricas alfombras, cortinajes adamascados, delicada cerámica, mesas esculpidas y de marquetería y vajillas de porcelana decoraban incluso las casas de los burgueses en la ciudad.
Jerusalén combinaba la dureza de la ciudad fronteriza con las lujosas vanidades de una capital de reino. Hasta las mujeres de reputación más baja en Jerusalén, como por ejemplo la amante del patriarca, hacían ostentación de sedas y joyas, ante la desaprobación de las más respetables. Así era la Ciudad Santa, con sus treinta mil habitantes y oleadas de peregrinos, crisol cristiano y cuartel militar, gobernada por la guerra y por Dios. Los francos, hombres y mujeres, se bañaban ahora con regularidad; en la calle de los Peleteros se habían construido unos baños públicos; el sistema de alcantarillado romano todavía funcionaba y es muy probable que la mayor parte de las casas tuviera letrinas. Hasta el más islamófobo de los cruzados tuvo que adaptarse a Oriente. En combate, los caballeros vestían túnicas de hilo y la kufiya árabe sobre la armadura para impedir que el acero se calentara bajo el sol. En su casa, los caballeros se vestían como los locales, con albornoces de seda e incluso turbantes. Las damas jerosolimitanas vestían largas túnicas encima de las cuales llevaban una túnica más corta o una capa larga bordada con hilos de oro, se maquillaban mucho y, en público, solían cubrirse con un velo. Ambos sexos utilizaban pieles en invierno, aunque los austeros templarios, que personificaban la capital de la guerra santa cristiana, tenían prohibido este lujo. Los caballeros de las órdenes marcaban el tono: los templarios, cubiertos por su manto con capucha, cruzado, atado con cinturón y grabado con la cruz roja, y los caballeros de San Juan, los hospitalarios, vestidos de su manto negro con la cruz blanca en el pecho. Cada día, el martilleo de los cascos de los caballos de los trescientos templarios que salían de los establos de Salomón para la instrucción diaria invadía toda la ciudad. La infantería practicaba el tiro con arco en el valle de Kidron.
Soldados y peregrinos franceses, noruegos, alemanes e italianos abarrotaban la ciudad, y también cristianos orientales, sirios y griegos de barba corta, armenios y georgianos de barba larga y altos sombreros, que se alojaban en los dormitorios de los hostales o de las numerosas pequeñas tabernas. La vida callejera se centraba alrededor del Cardo romano, que llevaba desde la Puerta de San Esteban (ahora de Damasco), pasaba junto al Sepulcro y el barrio del patriarca, dejándolos a la derecha, y a continuación entraba en las tres calles paralelas y cubiertas del mercado, cruzadas por numerosos callejones, de las que emanaban perfumes de especias y aromas de comida. Los peregrinos compraban comida preparada para llevar y sharbat, zumos de frutas endulzados y refrescantes, en la calle de Malcuisinat, mal cocinado; cambiaban dinero en la calle de los Cambistas sirios, cercana al Sepulcro; compraban adornos en los orfebres latinos y pieles en la calle de los Peleteros.
Incluso antes de las cruzadas se decía que «no hay viajero tan malvado como el peregrino a Jerusalén». Ultramar era la versión medieval del Lejano Oeste: asesinos, aventureros y prostitutas llegaron para hacer fortuna, aunque los cronistas más pudibundos explican poco sobre la vida nocturna de la ciudad. No obstante, los soldados locales mestizos, los turcoples, los latinos de segunda generación pobres y orientalizados conocidos como poulains, los mercaderes venecianos y genoveses, y los caballeros recién llegados necesitaban tabernas y los placeres de cualquier ciudad militar. Cada taberna tenía una ruidosa cadena en la puerta para impedir que los caballeros desbocados entraran a caballo en el bar. En las entradas de las tiendas podían verse soldados jugando a las cartas o a los dados. Las rameras europeas llegaban en barco, enviadas desde Europa para prestar servicio a los soldados de Ultramar. Más tarde, el secretario del sultán Saladino describiría con malicioso ingenio, y desde el punto de vista musulmán, uno de esos barcos que llegaban cargados de mujeres:
Las encantadoras mujeres francas, pecadoras de sucias carnes, aparecen orgullosas en público, desgarradas y recompuestas, laceradas y remendadas, haciendo el amor y vendiéndose por oro, gráciles y de nalgas bien formadas, igual que adolescentes achispados, consagraban como ofrenda sagrada lo que escondían entre las piernas, cada una de ellas arrastraba la cola de su vestido tras ella, embrujada por su propio brillo, cimbreante como un árbol joven, y ansiosa por perder sus vestiduras.
La mayor parte de ellas acababa en los puertos de Acre y Tiro, cuyas calles estaban abarrotadas de marineros italianos, y es posible que funcionarios ansiosos por aplicar la moral cristiana vigilaran las calles de Jerusalén, pero toda la humanidad estaba allí.
Si los peregrinos caían enfermos, la orden de San Juan los cuidaba en el hospital, que podía alojar a dos mil pacientes. Sorprendentemente, también atendían a musulmanes y judíos, y tenían incluso una cocina kasher y halal para que los enfermos pudieran comer carne. Pero la muerte siempre estaba en su mente: Jerusalén era una necrópolis donde a los peregrinos ancianos y enfermos no les importaba morir y ser enterrados hasta el día de la Resurrección. Los pobres tenían las fosas comunes en el cementerio de Mamilla y en el Aceldama, en el valle del Infierno. Más avanzado el siglo, cincuenta peregrinos morían cada día a causa de una epidemia y los carros recogían los cuerpos cada noche después de vísperas.[*5]
La vida giraba alrededor de dos templos, el Santo Sepulcro y el Templo del Señor, organizada en el tiempo según un calendario de rituales. En esa «era de intensa teatralidad en la que se utilizaba cualquier técnica para intensificar los sentimientos públicos mediante la exhibición», escribe el historiador Jonathan Riley-Smith, los santuarios de Jerusalén parecían decorados de escenario que se remodelaban y mejoraban constantemente a fin de intensificar el efecto. La conquista de la ciudad se celebraba cada 15 de julio, fecha en la que el patriarca conducía a casi todos los habitantes de la ciudad desde el Sepulcro hasta el monte del Templo, donde oraba en el exterior del Templo de Salomón y, a continuación, la procesión cruzaba la Puerta Dorada, aquella por la que había entrado aquel primer cruzado, Heraclio, cargando con la Vera Cruz en el año 630, hasta el punto de la muralla norte por el cual Godofredo había forzado su entrada en la ciudad. La Pascua era el espectáculo más fascinante. Antes del amanecer del Domingo de Ramos, el patriarca y el clero, portando la Vera Cruz, caminaban desde Betania en dirección a la ciudad, mientras otra procesión llevando palmas salía del monte del Templo para encontrarse con la del patriarca en el valle de Josafat. Unidas, abrían entonces la Puerta Dorada[*6] y desfilaban alrededor de la explanada sagrada antes de ir a rezar al Templo del Señor.
El Sábado Santo, los jerosolimitanos se congregaban en la iglesia del Santo Sepulcro para recibir el Fuego Sagrado. Un peregrino ruso observó «a la multitud precipitarse, abriéndose paso a codazos y empujones», llorando, gimiendo y gritando «¿impedirán mis pecados que baje el Fuego Sagrado?». El rey llegó caminando desde el monte del Templo pero, a su llegada, la multitud estaba tan apiñada, abarrotando incluso más allá del patio, que sus soldados tuvieron que abrirle camino. Una vez en el interior, el rey, «derramando torrentes de lágrimas», ocupó su lugar en un púlpito ante la tumba, rodeado de sus llorosos cortesanos, a la espera del Fuego Sagrado. Mientras el sacerdote cantaba las vísperas, el éxtasis se intensificó en la oscura iglesia, hasta que de repente «la sagrada luz iluminó el Sepulcro increíblemente brillante y espléndido». El patriarca emergió sosteniendo el fuego, con el cual encendió la lámpara del rey. El fuego se extendió a través de la multitud, de linterna en linterna, y fue llevado a continuación por toda la ciudad, igual que una llama olímpica, cruzando el gran puente hasta el Templo del Señor.
Melisenda embelleció Jerusalén, puesto que la ciudad era el santuario del Templo y la capital política, y creó mucho de lo que puede verse en la actualidad. Los cruzados desarrollaron su propio estilo, una síntesis de románico, bizantino y levantino, con arcos redondeados, grandes capiteles, todo ello decorado con delicados motivos esculpidos, a menudo florales. La reina construyó la monumental iglesia de Santa Ana, al norte de la Explanada de las Mezquitas, en la ubicación de la piscina de Bethesda, el ejemplo más sencillo y duradero de la arquitectura cruzada que todavía se mantiene en pie hoy en día. Su convento, que ya había sido utilizado antes como repositorio de esposas reales desechadas, y en el pasado más reciente, como el hogar de la hermana de Melisenda, la princesa Yvette, se convirtió en el mejor dotado de Jerusalén. Algunas de las tiendas en la plaza del Mercado todavía conservan la inscripción «ANNA», un indicador de adónde iban a parar sus beneficios; otros comercios, tal vez propiedad de los templarios, tienen inscrita la «T» del Temple.
Melisenda hizo construir asimismo una pequeña capilla, la de San Gil, sobre el gran puente que daba acceso al monte del Templo. En el exterior de las murallas, amplió la iglesia de Nuestra Señora de Josafat, la tumba de la Virgen María y donde ella misma sería enterrada (su tumba todavía se conserva), y construyó el monasterio de Betania, del que nombró abadesa a su hermana Yvette. En el Templo del Señor, añadió una verja metálica muy labrada para proteger la Roca (ahora en su mayor parte en el Museo Haram, aunque es posible que una pequeña sección, todavía en el lugar, hubiera contenido un trozo del prepucio de Jesús[*7] y, más tarde, pelos de la barba de Mahoma).
En el transcurso de su visita de estado a Fulco y Melisenda, Osama bin Munqidh y su señor, el atabey de Damasco, obtuvieron el permiso para orar en el monte del Templo, donde tuvieron la ocasión de conocer la insularidad, y el cosmopolitismo, de sus anfitriones francos.
OSAMA BIN MUNQIDH Y JUDÁ HALEVI: MUSULMANES, JUDÍOS Y FRANCOS
Osama había trabado amistad con algunos caballeros templarios a los que había conocido en tiempos de guerra y de paz, y quienes ahora les acompañaron, a él y al atabey Unur, hasta la explanada sagrada, el muy cristianizado cuartel general de los templarios.
Algunos cruzados hablaban árabe, y se habían construido casas con patios y fuentes iguales a las de los potentados musulmanes, e incluso disfrutaban de la comida árabe. Osama conoció a francos que no comían cerdo y que «ofrecían una excelente mesa, muy limpia y deliciosa». La mayoría de los francos, no obstante, desaprobaba a cualquiera que se adaptara demasiado a las costumbres de la región: «Dios ha transformado Occidente en Oriente», escribió Fulco. «Aquel que era romano o franco, en esta tierra se ha convertido en galileo o palestino». De forma similar, también la amistad entre Osama y los templarios, así como la falta de prejuicios de estos últimos, tenía sus límites. En una ocasión, un jovial templario que regresaba a su país invitó a Osama a que enviara a su hijo a estudiar a Europa, para que «cuando regresara, fuera un hombre realmente racional». Osama apenas pudo contener su desdén.
Mientras oraban en la Cúpula de la Roca, uno de los francos se acercó al atabey y le preguntó:
—¿Os gustaría ver a Dios cuando era joven?
—Por supuesto —respondió Unur, y el franco les condujo a él y a Osama ante una imagen de la Virgen María y el niño Jesús.
—Éste es Dios cuando era joven —explicó el franco, lo que le hizo bastante gracia el despectivo Osama.
Osama, a continuación, cruzó la explanada para rezar en el Templo de Salomón, antiguamente al-Aqsa, donde sus amigos templarios le dieron la bienvenida aunque estuviera recitando con claridad el «Allahu Akhbar, Dios es el más grande». En aquel momento ocurrió un incidente inquietante: «un franco se me abalanzó, me agarró y dirigió mi rostro hacia el este, “¡tienes que rezar así!”». Los «templarios se precipitaron hacia él y le apartaron de mí. “Este hombre es extranjero”, me explicaron los templarios, excusándose, “y acaba de llegar de tierras francas”». Osama se percató de que «cualquier recién llegado» tenía un carácter «más rudo que aquellos que se han aclimatado y que frecuentan la compañía de los musulmanes». Los recién llegados siguieron siendo «una raza maldita que no se acostumbrará a nadie que no sea de su raza».
No sólo los gobernantes musulmanes visitaban la Jerusalén de Melisenda, también los campesinos musulmanes llegaban a diario a la ciudad para vender fruta y se marchaban por la noche. En la década de 1140, las reglas que prohibían la presencia de musulmanes y judíos en la ciudad se habían relajado, de ahí que el viajero y escritor Ali al-Harawi dijera que «viví el tiempo suficiente en Jerusalén en la época de los francos para lograr averiguar el truco del fuego sagrado». En Jerusalén ya vivían algunos judíos, pero la peregrinación seguía siendo peligrosa.
En esa precisa época, en el año 1141, llegó desde España Yehudá Halevi, un poeta, filósofo y médico español. En sus cantos de amor y poesía religiosa, ansiaba una «¡Sión belleza, donairosa y amante!» al mismo tiempo que sufría porque «Edom [el islam] e Ismael [el cristianismo] alborotan la Ciudad Santa». El judío exiliado era «una paloma en tierras extrañas». Toda su vida, Halevi, que escribía poesía en hebreo pero hablaba en árabe, creyó en el regreso de los judíos a Sión:
Oh joyel, felicidad del mundo, brotado de las manos de David.
Por ti se va consumiendo mi alma, en la lejana tierra de Occidente.
Alas de águila necesitaría prontas al vuelo.
¡Ah! Con mi llanto te hubiera regado la tierra.
Halevi, cuyos poemas siguen formando parte de la liturgia de la sinagoga, manifiesta en su obra la misma emoción que cualquier otro autor que hubiera escrito sobre Jerusalén: «cuando sueño en el regreso de tu cautividad, soy un arpa para tus canciones». No ha podido demostrarse si de verdad llegó a Jerusalén, pero según la leyenda, mientras cruzaba a pie las puertas de la ciudad, fue arrollado por un jinete, posiblemente un franco, y encontró la muerte, un destino que tal vez sus palabras dejaran entrever: «hundiría mi rostro en la tierra y como acariciando tus piedras ablandaría tanto endurecimiento».
Esta muerte no debió de sorprender en absoluto a Osama, que había estudiado la violencia de las leyes francas. Durante el viaje hacia Jerusalén, había visto por el camino a dos francos resolviendo una disputa legal con un combate en el que uno de ellos le aplastó el cráneo al otro. «Una pequeña muestra de sus procedimientos legales y de su jurisprudencia». El juicio de un hombre acusado de asesinar a peregrinos consistió en ser atado con unas cuerdas y sumergido en una piscina. Si se hundía era inocente, pero si flotaba, entonces era declarado culpable y, en palabras de Osama, «le ponían algún ungüento en los ojos», es decir, lo dejaban ciego.
En cuanto a sus costumbres sexuales, Osama explicaría con ingenio cómo, en una ocasión en que un franco encontró a su esposa en la cama con otro hombre, dejó marchar al intruso con una mera advertencia, y cómo otro le ordenó a su barbero que le afeitara el vello púbico a su esposa. En cuanto a la medicina, Osama describió una escena en la que mientras un doctor oriental estaba tratando con una cataplasma un absceso en la pierna de un franco, un médico irrumpió en la sala con un hacha y cortó la pierna, lanzando la inmortal pregunta: ¿prefería vivir con una sola pierna o morir con las dos? El paciente, pese a todo, murió con una sola pierna. En otra ocasión en la que el médico oriental le recetó una dieta especial a una mujer que sufría de «sequedad de humores», el mismo médico franco, tras diagnosticar que la mujer tenía «un demonio en el interior de la cabeza», le grabó una cruz en el cráneo, matándola a ella también. Los mejores médicos eran judíos y cristianos que hablaban árabe; incluso los reyes de Jerusalén preferían a los médicos orientales. Con todo, Osama nunca simplificó, también cita dos casos en los que la medicina de los francos, milagrosamente, funcionó.
Los musulmanes consideraban a los cruzados unos groseros y saqueadores. Sin embargo, el tópico del cruzado bárbaro y del musulmán esteta puede llevarse demasiado lejos. Después de todo, Osama había servido al sádico Zengui y, leída en su totalidad, su crónica presenta una imagen de la violencia islámica que también hiere la sensibilidad moderna: coleccionistas de cabezas cristianas, crucifixiones y disecciones de sus propios soldados y herejes, los severos castigos de la sharia islámica, y la historia de cómo su padre, en un ataque de furia, arrancó de cuajo el brazo de uno de sus pajes. La violencia y leyes igual de brutales gobernaban ambos bandos. Los caballeros francos y los faris musulmanes tenían mucho en común: todos estaban bajo el mando de aventureros hechos a sí mismos, como los Balduinos o los Zenguis, que fundaron dinastías de guerreros, y ambos sistemas dependían de las concesiones de feudos en propiedad o de los ingresos de los comandantes y caudillos. Los árabes utilizaban la poesía para exhibirse, para entretener y para difundir la propaganda. Durante la época en la que Osama estuvo al servicio del atabey damasceno, negoció en verso con los egipcios mientras los caballeros cruzados hilaban poemas de amor cortesano. Caballeros y faris vivían según códigos de noble conducta similares y compartían las mismas obsesiones, la religión, la guerra y los caballos, y también los mismos deportes.
Pocos soldados, pocos novelistas han sabido captar como Osama la emoción y la diversión de la guerra. Leerle significa cabalgar en las escaramuzas de la Guerra Santa en el reino de Jerusalén. Disfrutaba narrando sus anécdotas en el campo de batalla, de temerarios y arrojados caballeros, portentosas escapatorias, muertes pavorosas, y describía la excitante emoción de las feroces cargas, los destellos del acero, caballos sudorosos y chorros de sangre. Sin embargo, era también un filósofo del destino y de la misericordia divina: «hasta la cosa más pequeña y más insignificante puede llevar a la destrucción». Por encima de todo, en palabras de Osama, tanto los musulmanes como los cristianos creían que «la victoria en la guerra pertenece sólo a Dios». La religión lo era todo. La mayor alabanza que Osama le podía dedicar a un amigo era: «un erudito genuino, un auténtico caballero y un musulmán realmente devoto».
Ahora, un accidente cuya culpa la tuvo el deporte del que disfrutaban tanto los nobles francos como los notables musulmanes vino de repente a hacer añicos la tranquilidad de la Jerusalén de Melisenda.