EPÍLOGO
Todo el mundo tiene dos ciudades, la suya y Jerusalén.
Teddy Kollek, entrevista
Por culpa de una catástrofe histórica,
la destrucción de Jerusalén por el emperador de Roma,
yo nací en una de las ciudades de la Diáspora.
Sin embargo, siempre me he considerado un hijo de Jerusalén.
S. Y. Agnon, discurso de aceptación del premio Nobel, 1966
La Jerusalén en la que crecí y que aprendí a querer
era la puerta terrestre que daba acceso al mundo divino
donde se reunían los profetas judíos, cristianos y musulmanes,
hombres de visión y con sentido de la humanidad,
aunque sólo fuera en la imaginación.
Sari Nusseibeh, Once upon a country
Oh Jerusalén, que exhalas fragancia de profetas,
el camino más corto entre el cielo y la tierra…
Un hermoso niño con los dedos abrasados y la mirada baja…
Oh Jerusalén, ciudad del pesar,
una lágrima se asoma a tus ojos…
¿Quién limpiará tus ensangrentadas murallas?
Oh Jerusalén, mi amada.
Mañana, los limoneros florecerán, los olivos se llenarán de gozo,
tus ojos bailarán, y las palomas regresarán a tus torres sagradas.
Nizar Qabbani, Jerusalén
El pueblo judío estaba construyendo Jerusalén hace tres mil años,
y el pueblo judío está construyendo Jerusalén hoy.
Jerusalén no es un asentamiento, es nuestra capital.
Binyamin Netanyahu, discurso, 2010
Una vez más el centro de las tormentas internacionales.
Ni Atenas ni Roma levantaron tantas pasiones.
Cuando un judío visita Jerusalén por primera vez,
no es su primera visita, es el regreso a casa.
Elie Wiesel, carta abierta a Barack Obama, 2010
LA MAÑANA EN JERUSALÉN: DE ENTONCES A AHORA
La conquista transformó, elevó y complicó Jerusalén en un destello de revelación mesiánico y apocalíptico, estratégico y nacionalista, todo al mismo tiempo, una nueva visión que alteró Israel, a los palestinos y a Oriente Medio. Una decisión provocada por el pánico, una conquista que nunca había sido planeada, una victoria militar robada al borde de la catástrofe, cambió a los que creían, a aquellos que no creían en nada y a aquellos que anhelaban creer en algo.
En aquel momento, nada de todo esto estaba claro pero, desde un punto de vista retrospectivo, la posesión de Jerusalén modificó gradualmente el espíritu que gobernaba a Israel, tradicionalmente seglar, socialista y moderno, y si el estado tenía una religión, ésa era tanto la ciencia histórica de la arqueología judía como el judaísmo ortodoxo.
La conquista de Jerusalén llenó de júbilo incluso a los judíos más laicos. El ansia por Sión era tan profunda, tan antigua, estaba tan arraigada en las canciones, en las oraciones y en los mitos, la exclusión del Muro había sido tan duradera y tan dolorosa, y el aura de santidad era tan poderosa, que incluso los judíos más irreligiosos de todo el mundo experimentaron una sensación de euforia que rayaba la experiencia religiosa y que, en el mundo moderno, era lo más cercano a dicha experiencia que jamás estarían.
Para los religiosos judíos, los herederos de aquellos que durante miles de años, desde Babilonia hasta Córdoba y Vilna, habían esperado, como ya hemos visto antes, la inminente liberación mesiánica, esta conquista era un signo, una liberación, y significaba el final del exilio y el regreso a las puertas y a los patios del Templo en la recuperada ciudad de David. Para los muchos israelíes que habían abrazado el sionismo nacionalista y militar, los herederos de Jabotinsky, esta victoria militar constituía una victoria política y estratégica, la oportunidad singular y concedida por Dios de consolidar un Gran Israel con fronteras seguras. Judíos nacionalistas y religiosos por igual compartían la convicción de que debían emprender con energía la apasionante misión de reconstruir la Jerusalén judía y mantenerla por los siglos de los siglos. Durante la década de 1970, estos batallones de mesiánicos y maximalistas actuaron con un dinamismo idéntico al de la mayoría de los israelíes, que seguía siendo laica y liberal y el centro de cuya vida radicaba en Tel Aviv, y no en la Ciudad Santa. Sin embargo, el programa nacional-redentorista era la tarea urgente de Dios y este imperativo divino alteraría en poco tiempo la fisonomía y la sangre que circulaba por las venas de Israel.
No fueron sólo los judíos los que se vieron afectados: los mucho más numerosos y poderosos cristianos evangélicos, en especial los evangélicos de Estados Unidos, también experimentaron este instante de éxtasis casi apocalíptico. Los evangélicos creían que ya se habían dado las dos condiciones previas para el día del Juicio Final: Israel había sido restablecido y Jerusalén era judía. Todo lo que quedaba ahora era la reconstrucción del tercer Templo y siete años de tribulaciones a los que seguiría la batalla de Armagedón en la que aparecería san Miguel sobre el monte de los Olivos para combatir contra el Anticristo en el monte del Templo, y todo ello culminaría en la conversión y la destrucción de los judíos y en la Segunda Venida y el Reino de Mil Años de Jesucristo.
La victoria de la pequeña democracia judía contra las legiones del despotismo árabe armadas por la Unión Soviética convencieron a Estados Unidos de que Israel era su amigo más especial en el más peligroso de los vecindarios, su aliado en la lucha contra la Rusia comunista, el radicalismo nasseriano y el fundamentalismo islámico. Estados Unidos e Israel compartían más que eso, puesto que ambos eran países construidos sobre un ideal de libertad tocado por lo divino: uno de ellos era la nueva Sión, la «ciudad en la colina», el otro, la vieja Sión restaurada. Si los judíos estadounidenses ya le daban antes su fervoroso apoyo a Israel, ahora, los evangelistas creían que había sido bendecido por la providencia. Las encuestas no dejan de informar sistemáticamente que más del 40 por 100 de los estadounidenses espera en algún momento la Segunda Venida en Jerusalén. Por muy exagerado que pueda ser, lo cierto es que los cristianos sionistas estadounidenses apoyaron con toda su fuerza a los judíos de Jerusalén, e Israel se lo agradeció, aun cuando los judíos, en el guión evangelista del Juicio Final, desempeñen un trágico papel.
Los israelíes de Jerusalén occidental, de todo Israel y de toda la Diáspora llegaron en masa a la Ciudad Vieja para tocar el Muro de la Lamentaciones y orar junto a él. La posesión de la ciudad era tan embriagadora que renunciar a ella se convirtió, a partir de entonces, en una idea insoportable e impensable, y se movilizaron inmensos recursos para que algo así fuera en efecto muy difícil. Incluso el pragmático Ben Gurion propuso desde su retiro que Israel renunciara a Cisjordania y a Gaza a cambio de la paz, pero nunca a Jerusalén.
Israel unificó oficialmente las dos mitades de la ciudad, ampliando los límites municipales hasta abarcar 267 800 habitantes, 196 800 judíos y 71 000 árabes. Jerusalén creció hasta adquirir el mayor tamaño de toda su historia. Los cañones todavía no habían dejado de humear, cuando los habitantes del barrio magrebí, fundado por Afdal, el hijo de Saladino, fueron evacuados a nuevos hogares, sus casas derruidas y, por primera vez, se abrió un espacio ante el Muro. Tras siglos de cultos realizados en un confinado callejón de tres metros de largo, abarrotado por los hostigados fieles, el nuevo espacio abierto y luminoso de la nueva plaza en el sumo santuario judío significaba en sí mismo una liberación; los judíos llegaron en masa a rezar. El ruinoso barrio judío fue restaurado, las sinagogas que habían sido dinamitadas, reconstruidas y consagradas de nuevo, sus arrasadas plazas y calles, pavimentadas de nuevo o reparadas, y se fundaron o repararon las escuelas religiosas ortodoxas, las yeshivá, todo ello en reluciente piedra dorada.
La ciencia también tuvo su fiesta: los arqueólogos israelíes empezaron a excavar la ciudad unificada. La larga muralla occidental se dividió entre los rabinos, que controlaban la zona de rezos al norte de la Puerta Magrebí, y los arqueólogos, autorizados a excavar en el sur. Alrededor del Muro, en los barrios musulmanes y judíos, y en la Ciudad de David, descubrieron tesoros tan asombrosos, fortificaciones cananeas, sellos de Judea, cimientos de la época de Herodes, murallas macabeas y bizantinas, calles romanas, palacios omeyas, puertas ayubíes, iglesias cruzadas, que sus hallazgos científicos parecían fundirse con el entusiasmo político-religioso. Las piedras que descubrieron, desde las de la muralla de Ezequías y los sillares de Herodes desechados por los soldados romanos, hasta el pavimento del Cardo de Adriano, se convirtieron en exhibiciones permanentes en la Ciudad Vieja restaurada.
Teddy Kollek, el alcalde de Jerusalén occidental, reelegido para gobernar la ciudad unificada durante veinticinco años, realizó grandes esfuerzos para tranquilizar a los árabes, y se convirtió en el rostro del instinto liberal israelí de unificar la ciudad bajo gobierno judío, pero también en el rostro del respeto hacia la Jerusalén árabe.[*1] Igual que bajo el mandato la próspera Jerusalén había atraído a árabes de Cisjordania, y su población se había duplicado en diez años; ahora, la conquista alentó a judíos de todos los partidos, pero en especial a los nacionalistas y a los sionistas redentoristas, a consolidar la conquista creando «hechos en el suelo»; y así, se inició de inmediato la construcción de nuevos barrios periféricos judíos alrededor de la Jerusalén oriental árabe.
Al principio, la oposición árabe fue silenciosa; muchos palestinos trabajaban en Israel o con israelíes, y, de niño, en el curso de una visita a Jerusalén, recuerdo haber pasado días con amigos palestinos e israelíes en sus casas de Jerusalén o de Cisjordania, sin caer nunca en la cuenta de que este período de buena voluntad y de mezcla no tardaría en convertirse en la excepción que confirma la regla. En el exterior, las cosas eran diferentes. Yasser Arafat y su al-Fatah se hicieron con el control de la Organización para la Liberación de Palestina en 1969. Al-Fatah intensificó sus ataques guerrilleros contra Israel mientras otra facción, el marxista-leninista Frente Popular de Liberación de Palestina abría nuevos caminos inventando el innovador espectáculo de secuestrar aviones, además de dedicarse al más clásico de asesinar civiles.
La Explanada de las Mezquitas, como muy bien había percibido Dayan, trajo consigo una responsabilidad abrumadora. El 21 de agosto de 1969, un cristiano australiano, David Rohan, al parecer aquejado del síndrome de Jerusalén,[*2] incendió la mezquita de al-Aqsa con la intención de acelerar la Segunda Venida. El fuego destruyó el minbar de Nur al-Din instalado por Saladino, y atizó los rumores de una conspiración judía para apoderarse de la Explanada de las Mezquitas que, a su vez, desencadenaron disturbios entre los árabes.
En el «septiembre negro» de 1970, el rey Hussein derrotó y expulsó a Arafat y a la OLP que habían cuestionado su gobierno en Jordania. Arafat trasladó su cuartel general al Líbano y al-Fatah se embarcó en una campaña internacional de secuestro y asesinato de civiles con el objetivo de llamar la atención del mundo sobre la causa palestina: la carnicería como teatro político. En 1972, los pistoleros de al-Fatah, escudados tras la fachada de Septiembre Negro, asesinaron a once atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich. En repuesta, el Mossad, el servicio secreto israelí, dio caza por toda Europa a los autores de estos crímenes.
En el Día de la Expiación, en octubre de 1973, el sucesor de Nasser, el presidente Anwar el-Sadat, en connivencia con Siria, lanzó con éxito un ataque sorpresa contra un Israel que rebosaba confianza. Los árabes, en un primer momento, obtuvieron algunas victorias, desacreditando al ministro de Defensa, Moshe Dayan quien, tras dos días de reveses, casi perdió los nervios. No obstante, los israelíes recibieron suministros estadounidenses por vía aérea y se reorganizaron; esta guerra le daría la fama al general Ariel Sharon, que encabezó el contraataque israelí a través del canal de Suez. Poco tiempo después, la Liga Árabe convencía al rey Hussein de Jordania de que reconociera a la Organización para la Liberación de Palestina como la única representante de los palestinos.
En 1977, treinta años después del atentado contra el hotel King David, Menachem Begin y su Likud barrían finalmente en las urnas al Partido Laborista que llevaba gobernando desde 1948, y se alzó al poder con un programa nacionalmesiánico para un Gran Israel del que Jerusalén era la capital. Con todo, sería Begin quien, el 19 de noviembre, recibiría al presidente Sadat tras su valiente vuelo a Jerusalén. Sadat se alojó en el King David, rezó en al-Aqsa, visitó Yad Vashem y le ofreció paz al Knesset, alentando así grandes esperanzas. Begin, con la ayuda de Moshe Dayan, a quien había nombrado ministro de Exteriores, devolvió el Sinaí a Egipto, a cambio de un tratado de paz. Sin embargo, y a diferencia de Dayan que no tardaría en dimitir, Begin no conocía el mundo árabe, nunca había dejado de ser el hijo del shetl, un rígido nacionalista con una visión maniquea de la lucha judía, un apego emocional hacia el judaísmo y una visión bíblica de Israel. Durante las negociaciones con Sadat bajo la égida de Jimmy Carter, Begin insistía en que «Jerusalén seguirá siendo la capital unificada eterna de Israel, y esto es lo que hay», y el Knesset votaba una fórmula similar que promulgaría en forma de ley. Impulsado por la energía arrolladora de su ministro de Agricultura, Ariel Sharon, y decidido a «consolidar Jerusalén como la capital permanente del pueblo judío», Begin aceleró la construcción de lo que Sharon denominó «un anillo exterior de desarrollo alrededor de los barrios árabes» para «desarrollar una gran Jerusalén».
En abril de 1982, un reservista israelí llamado Alan Goodman disparó contra dos árabes descontrolados en la Explanada de las Mezquitas, y los mató. El muftí no había dejado de advertir que los judíos querían reconstruir el Templo en el lugar en el que se alza al-Aqsa, de modo que los árabes se preguntaron si tal plan secreto no sería real. La inmensa mayoría de los israelíes y de los judíos rechaza de plano esta posibilidad, y la mayor parte de los judíos ultraortodoxos cree que los hombres no deberían inmiscuirse en el trabajo de Dios. Tan sólo hay alrededor de unos mil judíos fundamentalistas, en grupos como por ejemplo el de los Fieles del Monte del Templo, que exige el derecho a rezar en la Explanada de las Mezquitas, o el Movimiento para el Establecimiento del Templo, que afirma estar formando una casta sacerdotal para el tercer Templo. Solamente minúsculas facciones en el seno de las células más radicales y fanáticas han tramado complots para destruir las mezquitas, pero, hasta el momento, la policía israelí ha conseguido frustrar todos sus intentos. Una ofensa de este calibre sería una catástrofe, no sólo para los musulmanes, sino también para el propio estado de Israel.
En 1982, Begin respondió a los ataques de la OLP contra diplomáticos israelíes y civiles invadiendo Líbano, país en el que Arafat se había construido su feudo. Arafat y sus fuerzas, tras ser expulsados de Beirut se trasladaron a Túnez. La guerra, cuyo cerebro fue el ministro de Defensa Sharon, se transformó en un atolladero que culminó con la masacre de entre trescientos y setecientos palestinos a manos de las milicias cristianas en los campos de Sabra y de Shatila. Sharon, responsable indirecto de esta atrocidad, se vio obligado a dimitir y la carrera de Begin terminó en la depresión, la dimisión y el aislamiento.
Las esperanzas levantadas en 1977 se vieron frustradas por la intransigencia de ambas partes, las muertes de los civiles, y la expansión de los asentamientos judíos en Jerusalén y en Cisjordania. En 1981, el asesinato de Sadat a manos de los fundamentalistas en castigo por su viaje a Jerusalén, fue un primer indicador del nuevo poder en alza en el islam. En diciembre de 1987, estallaba en Gaza una revuelta palestina espontánea, la Intifada, el levantamiento, que se extendió a Jerusalén. La policía israelí se enfrentó a los manifestantes librando auténticas batallas campales en la Explanada de las Mezquitas. Los jóvenes en las calles de Jerusalén que lanzaban piedras con sus hondas contra los uniformados soldados israelíes sustituyeron a los asesinos y secuestradores de la OLP como la imagen de los palestinos perseguidos, pero desafiantes.
La energía de la Intifada creó un vacío de poder que vinieron a llenar nuevos líderes e ideas: la élite de la OLP no estaba en contacto con las calles de Palestina, y el islam fundamentalista estaba sustituyendo al panarabismo obsoleto de Nasser. En 1987, los radicales islamistas fundaron el Movimiento de Resistencia Islámico, Hamas, una ramificación de los Hermanos Musulmanes consagrada a la yihad y a la destrucción de Israel.
La Intifada también alteró la Jerusalén judía, reconocería Kollek, «de un modo fundamental», destruyendo el sueño de una ciudad unida. Israelíes y árabes dejaron de trabajar juntos y ya no paseaban por los barrios de los otros. La tensión se extendió no sólo entre los musulmanes y los judíos, sino también entre los propios judíos: los ultraortodoxos se sublevaron contra los judíos laicos, que empezaron a abandonar Jerusalén. El antiguo mundo de la Jerusalén cristiana estaba contrayéndose a gran velocidad: al llegar 1995, tan sólo quedaban 14 100 cristianos. Aun así, los nacionalistas israelíes no se desviaron de su plan de judaizar Jerusalén. Sharon, en un provocativo gesto, se trasladó a vivir a un piso en el barrio musulmán y, en 1991, los ultranacionalistas empezaron a instalarse en Silwan, un barrio árabe junto a la Ciudad de David. Kollek, que vio cómo los agresivos redentoristas deshacían el trabajo de toda su vida, criticó a Sharon y el «mesianismo» de estos colonos «que siempre, a lo largo de la historia, nos ha resultado perjudicial».
La Intifada condujo indirectamente a las conversaciones de paz de Oslo. En 1988, Arafat aceptó la idea de una solución de dos estados y renunció a la lucha armada para destruir Israel. El rey Hussein renunció a su reivindicación sobre Jerusalén y Cisjordania, donde Arafat planeaba construir un estado palestino con al-Quds como su capital. En 1992, Yitzhak Rabin se convirtió en primer ministro y aplastó la Intifada; con su franca agresividad, Rabin poseía las únicas cualidades que los israelíes deseaban en un pacificador. Los estadounidenses habían presidido las fracasadas conversaciones de paz de Madrid, pero, e ignorado por los participantes más importantes en el proceso, se estaban llevando a cabo otras conversaciones que sí darían sus frutos.
Empezaron en forma de charlas informales entre intelectuales israelíes y árabes, en encuentros que tuvieron lugar en el hotel American Colony, al que se consideraba territorio neutral, en Londres y, más tarde, en Oslo. En las conversaciones participaron al principio, sin que Rabin tuviera conocimiento de ello, el ministro de Exteriores, Shimon Peres, y su viceministro Yossi Beilin, quienes hasta 1993 no informaron a Rabin, que dio entonces su apoyo a esta negociación. El 13 de septiembre, Rabin y Peres firmaban el tratado con Arafat en la Casa Blanca, supervisados por el ingenioso presidente Clinton. Cisjordania y Gaza se entregaban en parte a una Autoridad Palestina que se instaló en la antigua mansión de los Husseini, Orient House, donde estableció su cuartel general, dirigido por el palestino más respetado de la ciudad, Faisal al-Husseini, el hijo del héroe de 1948.[*3] Rabin firmó un tratado de paz con el rey Hussein de Jordania y ratificó su especial función como hachemita custodio del santuario musulmán de Jerusalén, un papel que todavía desempeña en la actualidad. Los arqueólogos israelíes y palestinos negociaron su propia versión académica de la paz y por primera vez empezaron a trabajar juntos con entusiasmo.
La espinosa cuestión de Jerusalén quedó aparcada hasta que las negociaciones estuvieran más adelantadas y Rabin, antes de llegar a cualquier acuerdo, intensificó el ritmo de construcción de asentamientos en Jerusalén. Beilin y Mahmoud Abbas, el segundo de Arafat, negociaron la división de Jerusalén en una zona árabe y otra judía en el marco de un municipio unificado, concediéndole a la Ciudad Vieja un «estatus especial», algo muy parecido a una Ciudad del Vaticano en Oriente Medio, pero no se llegó a firmar nada.
Los acuerdos de Oslo tal vez dejaran demasiados detalles por decidir, y fueron objeto de una violenta oposición por ambas partes. El alcalde Kollek, de ochenta y dos años, fue derrotado en las elecciones por Ehud Olmert, partidario de una línea más dura, y respaldado por los nacionalistas y los ultraortodoxos. El 4 de noviembre de 1995, justo cuatro días después de que Bielin y Abbas hubieran llegado a un acuerdo informal sobre Jerusalén, Rabin fue asesinado por un fanático judío. Nacido en Jerusalén, Rabin regresó allí para ser enterrado en el monte Herzl. El rey Hussein pronunció un elogio; el presidente de Estados Unidos y dos de sus predecesores asistieron al funeral de Rabin. El presidente Mubarak visitó Israel por primera vez, y el príncipe de Gales realizó la única visita oficial a Jerusalén desde la fundación del estado de Israel.
La paz empezó a desmoronarse. Los fundamentalistas islámicos de Hamas iniciaron una campaña de atentados suicidas que causó carnicerías indiscriminadas entre los civiles israelíes: un terrorista suicida mató a 25 personas en un autobús de Jerusalén. Una semana más tarde, otro terrorista suicida mató a 18 personas en la misma línea de autobuses. Los votantes israelíes castigaron al primer ministro Peres por la violencia de los palestinos, y eligieron en su lugar a Binyamin Netanyahu, el líder del Likud, que hizo campaña bajo el lema de «Peres dividirá Jerusalén». Netanyahu cuestionó el principio de «tierra a cambio de paz», se opuso a la división de Jerusalén y encargó la construcción de más asentamientos.
En septiembre de 1996, Netanyahu inauguró un túnel que tenía su inicio en el Muro de las Lamentaciones, circulaba a lo largo de la Explanada de las Mezquitas y reaparecía en el barrio musulmán.[*4] Cuando algunos radicales israelíes intentaron excavar hacia arriba en dirección a la Explanada de las Mezquitas, las autoridades musulmanas de la Waaqf cubrieron de inmediato el agujero con cemento. Se extendieron rumores de que los túneles eran un intento de socavar el santuario musulmán, y 75 personas murieron y 1500 fueron heridas en unos disturbios que demostraron que en Jerusalén merece la pena morir por la arqueología. Los israelíes no fueron los únicos que politizaron su arqueología: la historia era lo más importante. La OLP prohibió a los historiadores palestinos que reconocieran que en Jerusalén había existido un Templo judío, una orden que procedía del propio Arafat, un líder guerrillero laico cuya narrativa nacional laica, igual que la de los israelíes, venía apuntalada por la narrativa religiosa. En 1948, Arafat había luchado en las filas de los Hermanos Musulmanes, cuyas tropas llevaban el nombre de al-Jihad al-Muqadas, guerra santa de Jerusalén, y había suscrito la importancia que la ciudad tenía para los musulmanes; bautizó al brazo armado de al-Fatah con el nombre de brigada de los Mártires de al-Aqsa. Los ayudantes de Arafat reconocieron que Jerusalén era su «obsesión personal». Se identificó a sí mismo con Saladino, con Omar el Grande, y rechazó cualquier vínculo judío con Jerusalén. «Cuanto mayor la presión de los judíos sobre la Explanada de las Mezquitas», explica el historiador palestino, el doctor Nazmi Juzbeh, «tanto más él negaba la existencia del primer y del segundo templos».
En los tensos días posteriores a los disturbios del túnel y entre los rumores que hablaban de planes de construcción de una sinagoga en los establos de Salomón, los israelíes permitieron al Waqf despejar los antiguos salones bajo la mezquita de al-Aqsa y, a continuación, utilizar excavadoras para construir una escalera y una nueva mezquita subterránea de gran capacidad, la Marwan, en los corredores de Herodes. Los cascotes fueron simplemente tirados a la basura, dejando a los arqueólogos israelíes horrorizados por la crudeza con la que las excavadoras trabajaban en el sitio más delicado de la tierra: la arqueología fue la gran perdedora en la batalla de las religiones y de la política.[*5]
Los israelíes no habían perdido del todo su fe en la paz. En julio del año 2000, Clinton reunió en Camp David, la residencia de descanso presidencial, al nuevo primer ministro, Ehud Barak, y a Arafat. Barak ofreció un audaz acuerdo «final»: el 91 por 100 de Cisjordania con la capital palestina en Abu Dis y todos los barrios periféricos árabes de Jerusalén oriental. La Ciudad Vieja quedaría bajo soberanía israelí pero los barrios musulmanes y cristianos y la Explanada de las Mezquitas quedarían bajo la «custodia soberana» palestina. La tierra y los túneles bajo el santuario, y sobre todo la Roca, la piedra fundacional del Templo, seguirían siendo israelíes y, por primera vez, los judíos estarían autorizados a rezar, en números restringidos, en algún lugar de la Explanada de las Mezquitas. La ciudad antigua estaría patrullada conjuntamente, pero desmilitarizada y abierta a todos. Arafat, a quien ya se le había ofrecido la mitad de los barrios de la Ciudad Vieja, exigió el barrio armenio. Israel aceptó, ofreciendo así las tres cuartas partes de la Ciudad Vieja. Pese a las presiones de Arabia Saudí a que aceptara, Arafat sintió que él no podía negociar un acuerdo final sobre el derecho de los palestinos a regresar, ni tampoco aceptar la soberanía israelí sobre la Cúpula que pertenecía a todo el islam.
«¿Quiere usted asistir a mi funeral?», le dijo a Clinton. «No renunciaré a Jerusalén y a los Santos Lugares». Su rechazo, sin embargo, era mucho más fundamental. En el curso de las conversaciones, Arafat escandalizó a los estadounidenses y a los israelíes al insistir en que en Jerusalén nunca había existido un Templo judío, que éste, de hecho, sólo había existido en el monte Gerizim samaritano. La santidad de la ciudad para los judíos era un invento moderno. En conversaciones posteriores aquel mismo año, durante las últimas semanas de la presidencia de Clinton, Israel ofreció la total soberanía sobre la Explanada de las Mezquitas, manteniendo sólo un vínculo simbólico con el Santo de los santos bajo ella, pero Arafat rechazó esta oferta.
El 28 de septiembre del año 2000, Sharon, el líder del Likud, el partido opositor, agudizó los problemas de Barak al irrumpir, arrogante, en la Explanada de las Mezquitas, protegido por falanges de policías israelíes, y portando un «mensaje de paz» que contenía una clara amenaza a la mezquita de al-Aqsa y la Cúpula de la Roca tan veneradas por el islam. Los subsiguientes disturbios dieron lugar a una escalada de violencia que desembocaría en la Intifada de al-Aqsa, en parte otra insurrección de manifestantes armados de piedras, y en parte una campaña de atentados suicidas de al-Fatah y de Hamas planeada de antemano y dirigida a civiles israelíes. Si la primera Intifada había ayudado a los palestinos, esta segunda destruyó la confianza de Israel en el proceso de paz, condujo a la elección de Sharon y provocó una división mortal entre los propios palestinos.
Sharon acabó con la Intifada aplastando a la Autoridad Palestina, y asediando y humillando a Arafat. Arafat murió en el año 2004 y los israelíes se negaron a permitir que fuera enterrado en la Explanada de las Mezquitas. Su sucesor, Abbas, perdió las elecciones de 2006 frente a Hamas. Tras un breve conflicto, Hamas conquistó Gaza, mientras que Abbas y al-Fatah seguían gobernando Cisjordania. Sharon construyó una muralla de seguridad alrededor de Jerusalén, una deprimente y fea visión de hormigón que consiguió, no obstante, detener los atentados suicidas.
Las semillas de la paz no sólo cayeron en suelo rocoso, sino que también lo envenenaron; la paz desacreditó a sus autores. Jerusalén vive hoy en día en un estado de ansiedad esquizofrénica. Judíos y árabes no se atreven a aventurarse en los vecindarios del otro; los judíos laicos evitan a los ultraortodoxos que los apedrean por no respetar el Sabbat o por llevar ropa poco respetuosa; los judíos mesiánicos ponen a prueba la determinación de la policía y provocan la ansiedad de los musulmanes al intentar ir a rezar a la Explanada de las Mezquitas; y las sectas cristianas no dejan de pelearse entre ellas. Los rostros de los jerosolimitanos están tensos, sus voces, airadas, y uno siente que nadie, ni siquiera los creyentes de las tres fes convencidos de estar cumpliendo un plan divino, está seguro de lo que proveerá el mañana.
MAÑANA
Aquí, más que en cualquier otro lugar en la tierra, anhelamos, esperamos y buscamos cualquier gota del elixir de la tolerancia, de la participación y de la generosidad que actúe como antídoto del arsénico del prejuicio, de la exclusividad y del ansia de posesión. No siempre resulta fácil de encontrar. En los dos últimos milenios Jerusalén no ha sido nunca tan grande, ni tan embellecida, ni tampoco tan abrumadoramente judía como hoy en día. Y, sin embargo, es la ciudad más poblada de Palestina.[*6] En ocasiones, su carácter judío se presenta como algo sintético y en cierto modo contradictorio con Jerusalén, pero esta visión constituye una distorsión del pasado y del presente de la ciudad.
La historia de Jerusalén es una crónica de inmigrantes, colonizadores y peregrinos árabes, judíos y muchos otros en un lugar que se ha expandido y contraído muchas veces. Durante más de un milenio de gobierno musulmán, Jerusalén fue colonizada repetidamente por inmigrantes, eruditos, sufíes y peregrinos musulmanes árabes, turcos, indios, sudaneses, iraníes, kurdos, iraquíes y magrebíes, y también por cristianos armenios, serbios, georgianos y rusos, no demasiado diferentes de los judíos sefardíes y rusos que más tarde se establecieron allí por motivos similares. Fue este carácter el que convenció a Lawrence de Arabia de que Jerusalén era una ciudad más levantina que árabe, algo profundamente inherente al carácter de la ciudad.
Se suele olvidar a menudo que todos los barrios periféricos de Jerusalén en el exterior de las murallas eran nuevos asentamientos construidos entre 1860 y 1948 por los árabes, y también por los judíos y los europeos. Las zonas árabes, como por ejemplo Sheikh Jarrah, no son más antiguas que las judías, ni tampoco más o menos legítimas.
Tanto los musulmanes como los judíos tienen una historia impecable de reivindicaciones históricas. Los judíos han residido en esta ciudad, y la han venerado, durante tres mil años, y tienen el mismo derecho a vivir en ella e instalarse a su alrededor, en una Jerusalén igualitaria, que tienen los musulmanes. Con todo, incluso la restauración más inofensiva se presenta a veces como ilegítima: en 2010, los israelíes reconstruyeron y consagraron por fin la sinagoga de Hurva en el barrio judío, que había sido derribada por los jordanos en 1948, unas obras que, sin embargo, suscitaron las críticas de los medios de comunicación europeos y disturbios de poca importancia en Jerusalén oriental.
Ahora bien, la cuestión cambia mucho cuando los residentes árabes son obligados a marcharse, coaccionados y hostigados, y sus propiedades expropiadas mediante dudosos medios legales a fin de abrir espacio para nuevos asentamientos judíos, respaldados por todo el peso del poder del estado y del municipio, y promovidos por personas con la apremiante determinación de aquellos que se creen imbuidos de una misión divina. La agresiva construcción de nuevos asentamientos, concebida para colonizar los vecindarios árabes y sabotear cualquier acuerdo de paz que signifique compartir la ciudad, y la sistemática falta de atención y mantenimiento de los servicios y a nuevos proyectos de viviendas destinadas a los árabes le han dado una reputación nefasta incluso al más inocente de los proyectos judíos.
Israel tiene delante dos caminos, por una parte, el estado nacionalreligioso jerosolimitano y, por la otra, una Tel Aviv liberal y occidentalizada a la que se le ha dado el apodo de «la Burbuja». Existe el peligro de que el proyecto nacionalista en Jerusalén y la construcción obsesiva de asentamientos en Cisjordania distorsionen tanto los propios intereses de Israel, que el daño que le pueda causar dicho proyecto al país supere cualquier beneficio que pueda derivarse de una Jerusalén judía.[*7] Por muchas que sean las idas y venidas de los cambios de opinión, Israel tiene el mismo derecho a la seguridad y a la prosperidad que cualquier otro país, aun cuando Jerusalén no sea una capital cualquiera. Algunos de los asentamientos restan credibilidad al historial de Israel, admirable y único según criterios históricos, como el guardián de una Jerusalén para todas las fes. «Hoy, por primera vez en la historia, judíos, cristianos y musulmanes pueden, todos ellos, celebrar sus cultos en libertad en sus santuarios», escribía Elie Wiesel en una carta abierta a Barack Obama, el presidente de Estados Unidos en el año 2010 y, en la democracia de Israel, esta afirmación es, en su mayor parte, cierta.
Es sin duda la primera vez que los judíos han podido rezar con entera libertad en Jerusalén desde el año 70 d. C. Bajo el dominio de los cristianos, a los judíos no se les permitía ni siquiera acercarse a la ciudad. Durante los siglos de dominio musulmán, los cristianos y los judíos fueron tolerados como dhimmis, pero fueron a menudo víctimas de la represión. Los judíos, que carecían de la protección de las potencias europeas, de la que sí disfrutaban los cristianos, solían ser maltratados, aunque nunca tanto como lo fueron en los peores momentos de la Europa cristiana. Los judíos podían ser ejecutados si se acercaban a los Santos Lugares musulmanes o cristianos, y sin embargo, cualquiera podía pasar a lomos de un asno por el callejón junto al Muro de las Lamentaciones, al que, técnicamente, sólo podían acceder si tenían un permiso especial. Incluso en el siglo XX, los británicos restringieron el acceso de los judíos al Muro, y los jordanos lo prohibieron por completo. No obstante, y gracias a lo que los israelíes llamaron «la situación», la afirmación de Wiesel con relación a la libertad de culto no siempre es cierta para los no judíos que soportan una multitud de trabas burocráticas, mientras que a los palestinos de Cisjordania que desean ir a rezar a la iglesia del Santo Sepulcro y a la mezquita de al-Aqsa, la muralla de seguridad les dificulta mucho el acceso a Jerusalén.
Cuando no están en conflicto, judíos, musulmanes y cristianos recuperan la antigua tradición jerosolimitana de hacer el avestruz, es decir, esconder la cabeza bajo tierra y fingir que los Otros no existen. En septiembre de 2008, el solapamiento de los Días Santos judíos y del Ramadán creó un «atasco de tráfico monoteísta» en los callejones cuando los judíos y los árabes llegaron al mismo tiempo a rezar en el Santuario y en el Muro. Ahora bien, «nos equivocaríamos al describir esos días como “tensos” porque, en esencia, no se produce ningún encuentro», informaba Ethan Bronner en el New York Times. «No se intercambian palabras, cada uno mira por encima del otro. Los grupos pasan en la noche igual que universos paralelos que tienen diferentes nombres para el mismo lugar y momento que ambos reivindican como propios».
Según los biliosos criterios de Jerusalén, hacer el avestruz es un indicador de normalidad, habida cuenta, en especial, que la ciudad nunca ha gozado de tanta importancia global. Hoy en día Jerusalén es el reñidero de Oriente Medio, el campo de batalla del laicismo occidental frente al fundamentalismo islámico, por no decir de la lucha entre Israel y Palestina. Los neoyorquinos, los londinenses o los parisinos creen que viven en un mundo laico y ateo que, en el mejor de los casos, se burla amablemente de la religión organizada, y de sus creyentes, pero el número de creyentes fundamentalistas milenaristas abrahámicos, tanto cristianos como judíos y musulmanes, no deja de crecer.
El papel apocalíptico y político de Jerusalén es cada vez más difícil. La exuberante democracia estadounidense es variada, estridente y laica, y sin embargo y al mismo tiempo es la última potencia cristiana, tal vez también la mayor, y sus evangelistas siguen esperando los Últimos Días en Jerusalén, del mismo modo que los gobiernos estadounidenses ven en una Jerusalén tranquila la clave de cualquier paz en Oriente Medio y entienden que es estratégicamente fundamental para las relaciones con sus aliados árabes. Mientras tanto, el dominio israelí sobre al-Quds ha intensificado la veneración de los musulmanes: en el día anual de Jerusalén en Irán, establecido por el ayatolá Jomeini en 1979, la imagen que se presenta de la ciudad es más la de un santuario musulmán que la de la capital de Palestina. En los intentos de Teherán de lograr la hegemonía regional, con el apoyo de armas nucleares, y en su guerra fría contra Estados Unidos, Jerusalén es la causa que convenientemente une a los chiíes iraníes con los árabes suníes que recelan de las ambiciones de la República Islámica. Que sea para los chiíes de Hezbollah en Líbano, o para los suníes de Hamas en Gaza, la ciudad, en la actualidad, ejerce la función de tótem unificador del antisionismo, del antiamericanismo y del liderazgo iraní. «El régimen de ocupación de Jerusalén», afirma el presidente Mahmoud Ahmadineyad, «debería desaparecer de las páginas de la historia». Y Ahmadineyad también es un milenarista convencido de que el inminente regreso del «justo y muy humano al-Mahdi el Elegido», el «oculto» duodécimo imán, liberará Jerusalén, el escenario de lo que el Corán llama «la Hora».
Esta intensidad escatológico-política sitúa a la Jerusalén del siglo XXI, ciudad elegida de las tres fes, en el punto de mira de todos estos conflictos y visiones. Tal vez se haya exagerado el papel apocalíptico de Jerusalén, pero, ahora que una oleada de cambios se propaga por el mundo árabe, esta extraordinaria combinación de poder, fe y moda, todos ellos escenificados al calor de los focos y de la mirada de las cadenas de veinticuatro horas de noticias de la televisión, intensifica la presión sobre las delicadas piedras de la Ciudad Universal, una vez más, de algún modo, el centro del mundo.
«Jerusalén es un polvorín que podría estallar en cualquier momento», advirtió el rey Abdalá II de Jordania, el bisnieto de Abdalá el Apresurado, en 2010. «En nuestra parte del mundo, todos los caminos y todos los conflictos conducen a Jerusalén». Ésta es la razón por la que los presidentes estadounidenses necesitan unir a las dos partes, incluso en los momentos menos propicios. El partido de la paz en la democracia israelí está en decadencia, y sus frágiles gobiernos, influenciados por los todopoderosos partidos nacional-religiosos; las turbulentas facciones palestinas, por su parte, alentadas por la primavera árabe, intentan ahora conciliar sus programas, muy diferentes entre sí, el de al-Fatah, conciliador y laico, y el de Hamas, militante e islamista, para formar un único gobierno palestino. Si la Cisjordania de al-Fatah es cada vez más próspera, la organización palestina más dinámica es la fundamentalista Hamas, que gobierna en Gaza y sigue consagrada a la aniquilación de Israel. Sigue adepta a los atentados suicidas como su mejor arma y periódicamente lanza misiles hacia el sur de Israel, provocando las incursiones de los israelíes. Los europeos y los estadounidenses la consideran una organización terrorista y, hasta el momento, los indicadores conciliadores de una voluntad de apoyar un acuerdo basado en las fronteras de 1967 han sido variados. Es de esperar que, en algún momento de las elecciones, salga un gobierno palestino democrático, ahora bien, queda por ver si las dos facciones podrán trabajar juntas y proporcionar un interlocutor estable para Israel; tampoco está muy claro cómo Hamas puede convertirse en un socio fiable de Israel sin renunciar a la violencia y sin reconocer el estado judío. Por otra parte, y como siempre ocurre en la historia de la ciudad, Jerusalén se verá afectada por los turbulentos destinos de Egipto y Siria, y por las otras revoluciones que están remodelando el mundo árabe.
La historia de las negociaciones desde 1993, y la diferencia en espíritu entre las nobles palabras y los actos violentos y de desconfianza, parecen indicar falta de voluntad por ambas partes de llegar a los necesarios acuerdos para compartir Jerusalén de forma permanente. En el mejor de los casos, la reconciliación de lo celestial, lo nacional y lo emocional en Jerusalén es un rompecabezas en el interior de un laberinto: durante el siglo XX, se prepararon más de cuarenta planes para Jerusalén, y todos ellos fracasaron, y, en la actualidad, existen al menos trece diferentes modelos sólo para compartir la Explanada de las Mezquitas.
En el año 2010, el presidente Obama forzó a Netanyahu, que había regresado al poder en coalición con Barak, a congelar temporalmente la construcción de asentamientos. Obama pagó un alto precio, la relación entre Estados Unidos e Israel alcanzó el punto más bajo y frío de la historia, pero al menos logró que las dos partes se sentaran de nuevo a hablar; el progreso, sin embargo, fue lento y de corta vida.
Israel ha practicado a menudo una diplomacia rígida, y, al construir asentamientos, ha arriesgado su seguridad y su reputación, aunque dichos asentamientos son negociables. El problema en el caso de los palestinos es igual de fundamental. Durante los mandatos de Rabin, Barak y Olmert, Israel ofreció compartir Jerusalén, incluyendo la Ciudad Vieja. Pese a las exasperantes negociaciones llevadas a cabo desde 1993, los palestinos nunca han aceptado formalmente compartir la ciudad, aunque hay esperanzas: lo hicieron en secreto y de forma informal en los años 2007 y 2008. Con todo, y aunque ambos propusieron su oferta más flexible y sus posiciones estaban muy próximas, el momento no era el adecuado para la otra parte. Además, unos documentos filtrados revelaron la oferta de los palestinos, lo que provocó furiosas acusaciones de traición por parte de los árabes.
Jerusalén tal vez permanezca en su estado actual todavía algunas décadas, pero cuando se firme la paz, si es que alguna vez ocurre, habrá dos estados, algo esencial para la supervivencia de Israel como estado y como democracia, y habrá justicia y respeto para los palestinos. Palestinos y judíos conocen la forma que tendrán el estado palestino y la Jerusalén compartida: «Jerusalén será la capital de ambos estados, los barrios periféricos árabes serán palestinos, y los barrios periféricos judíos serán israelíes», declaró el presidente de Israel, Shimon Peres, el arquitecto de los acuerdos de Oslo, que conoce la situación mejor que nadie. Los israelíes conseguirán su docena aproximada de asentamientos en Jerusalén oriental, según los parámetros establecidos por el presidente Clinton, los palestinos serán compensados a cambio con tierras israelíes en otros lugares, y se retirarán los asentamientos israelíes en la mayor parte de Cisjordania. Hasta el momento, es sencillo, «pero el reto», explica Peres, «es la Ciudad Vieja. Debemos distinguir entre soberanía y religión. Todo el mundo quiere controlar sus propios santuarios, ahora bien, resulta un poco difícil rebanar la Ciudad Vieja».
La Ciudad Vieja sería un Vaticano desmilitarizado gobernado por un comité internacional y de cuyas tareas policiales se ocuparían patrullas conjuntas árabe-israelíes, o alguna agencia internacional, tal vez una versión jerosolimitana de los guardias suizos del Vaticano. Es posible que los árabes tal vez no aceptaran a Estados Unidos, los israelíes no se fían de la ONU ni de la Unión Europea, así que tal vez podrían ocuparse de ello la OTAN y Rusia, que desea tener otra vez algún papel significativo en Jerusalén.[*8] Resulta difícil internacionalizar la Explanada de las Mezquitas porque ningún político israelí podría renunciar del todo a cualquier reivindicación a la piedra fundacional del Templo y vivir para contarlo, mientras que ningún potentado musulmán podría sobrevivir al reconocimiento de la soberanía total de Israel sobre el Noble Santuario. Por otra parte, las ciudades internacionales o libres, desde Danzig hasta Trieste, en general, han acabado mal.
La Explanada de las Mezquitas, o monte del Templo para los judíos, es difícil de dividir. El Haram y el Kotel, la Cúpula de la Roca, la mezquita de al-Aqsa y el Muro de las Lamentaciones forman todos parte de la misma estructura: «Nadie puede monopolizar la santidad», añadía Peres. «Jerusalén es más una llama que una ciudad, y nadie puede dividir una llama». Llama o no, alguien tiene que tener la soberanía, así que los diferentes planes conceden la superficie a los musulmanes, y los túneles y las cisternas bajo la Explanada (y, por lo tanto, la piedra fundacional, la Roca) a Israel. Las minuciosas complejidades del mundo crepuscular de cavernas, tuberías y canales subterráneos que pueden encontrarse allí son impresionantes, y característicamente jerosolimitanas: ¿quién posee la tierra? ¿Quién posee el territorio? ¿Quién posee el cielo?
No podrá alcanzarse ningún acuerdo, ni tampoco, en caso de alcanzarlo, será duradero, si no hay algo más. La soberanía política puede dibujarse en un mapa, expresarse en contratos legales, o aplicarse a base de M-16, pero será inútil y carecerá de sentido sin lo histórico, lo místico y lo emocional. «Dos terceras partes del conflicto son psicología», dijo Sadat. Las auténticas condiciones para la paz no son sólo los detalles de cuál cisterna de Herodes será palestina o cuál israelí, sino algo intangible, el respeto sincero y la confianza mutua. Algunos elementos de ambas partes niegan la historia del Otro. Si este libro tiene alguna misión, albergo la ferviente esperanza de que pueda alentar a ambas partes a reconocer y respetar la antigua herencia del Otro: Arafat negó la historia judía en Jerusalén, algo que sus propios historiadores consideraron absurdo, pero ninguno de ellos (a quienes, en privado, no les importa reconocer que dicha historia sí existe) se atrevió a contradecirle. Todavía en el año 2010, únicamente el filósofo Sari Nusseibeh tuvo el valor de reconocer que el Haram al-Sharif es el lugar en el que se alzó el Templo judío. La construcción de asentamientos disminuye la confianza árabe y la factibilidad de un estado palestino. Los misiles lanzados por Hamas contra Israel constituyen, por su parte, un acto de guerra, y que los palestinos hayan negado la antigua herencia judía y el carácter judío del estado moderno es igual de desastroso para el proceso de paz. Y esto, antes incluso de enfrentarnos a un reto aún mayor: cada uno debe aceptar las modernas narrativas sagradas de tragedia y heroísmo del Otro. Aunque sea mucho pedir, pues en ambas historias el archivillano es siempre el Otro, lo cierto es que también dicha aceptación es posible.
Y puesto que se trata de Jerusalén, uno puede fácilmente imaginarse lo impensable: ¿seguirá existiendo Jerusalén dentro de cinco o cuarenta años? Siempre cabe la posibilidad de que los extremistas puedan destruir la Explanada de las Mezquitas en cualquier momento, romperle el corazón al mundo y convencer a los fundamentalistas de todas las creencias de que el Día del Juicio Final está cercano y que la guerra entre Cristo y el Anticristo ha comenzado.
Amos Oz, el escritor jerosolimitano que ahora vive en el Neguev, ofrece esta divertida solución: «Deberíamos trasladar todas y cada una de las piedras de los Santos Lugares a Escandinavia, y no devolverlas hasta que todos hayan aprendido a vivir juntos en Jerusalén». Lamentablemente, se trata de una solución que no parece demasiado práctica.
Durante mil años, Jerusalén fue sólo judía, durante alrededor de cuatrocientos años, fue cristiana y durante mil trescientos, musulmana; y ni una sola de las tres fes logró jamás ganar Jerusalén por otro medio que no fuera la espada, el mangonel o la artillería pesada. Sus textos históricos nacionalistas explican una rígida historia de progresiones inevitables hasta llegar a triunfos heroicos y abruptos desastres; en esta historia, no obstante, he intentado demostrar que nada era inevitable, que siempre hubo una elección. Los destinos y las identidades de los jerosolimitanos en raras ocasiones estuvieron bien definidos. La vida en los tiempos de Herodes, de las cruzadas o en la Jerusalén británica fue siempre igual de compleja y matizada que la nuestra hoy en día.
Se vivieron períodos tranquilos y espectaculares revoluciones. En unas ocasiones fueron la dinamita, el acero y la sangre lo que cambiaron Jerusalén, en otras, fueron el lento descenso de generaciones, los cantares transmitidos, las historias explicadas, los poemas recitados, las esculturas talladas, y las confusas rutinas semiinconscientes de familias a lo largo de muchos siglos, bajando poco a poco las escaleras de caracol y cruzando los umbrales vecinos, y el desgaste de las rudimentarias piedras hasta dejarlas bien bruñidas.[1]
Jerusalén, tan deseable en muchos aspectos, tan llena de odio en otros, siempre plagada por lo sagrado y lo estridente, por lo ridículamente vulgar y lo estéticamente exquisito, parece vivir con una intensidad mucho mayor que cualquier otro lugar; todo sigue igual y, sin embargo, nada permanece inamovible. Cada día al amanecer, los tres santuarios de las tres fes despiertan a la vida, cada uno a su propio modo.
ESTA MAÑANA
A las cuatro y media de la madrugada, Shmuel Rabinowitz, rabino del Muro de las Lamentaciones y de los Santos Lugares, se despierta e inicia su ritual diario de plegarias leyendo la Torá. Cruza a pie el barrio judío hasta el Muro que nunca cierra y cuyas capas de colosales sillares de Herodes brillan en la oscuridad. Los judíos rezan en este lugar todo el día y toda la noche.
El rabino, de cuarenta años y descendiente de inmigrantes rusos que llegaron a Jerusalén siete generaciones atrás, procede de familias pertenecientes a las cortes de Gerer y Lubavitcher. Padre de siete hijos, con gafas, barba y ojos azules, vestido con un traje negro y la kipá en la cabeza, cruza el barrio judío, haga frío o calor, llueva o nieve, hasta ver la gran muralla de Herodes alzándose ante él. Cada vez, su «corazón se detiene un instante» a medida que se acerca a «la mayor sinagoga del mundo. No hay palabras terrenales para describir el vínculo personal con estas piedras. Es algo espiritual».
Muy por encima de las piedras de Herodes se encuentran la Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa, en lo que los judíos llaman la Montaña de la Casa de Dios, aunque «hay sitio para todos», dice el rabino que rechaza firmemente cualquier usurpación de la Explanada de las Mezquitas. «Algún día, tal vez Dios reconstruya el Templo, pero no es cosa de los hombres interferir, ésta es una cuestión que sólo atañe a Dios».
Como rabino, es responsable de mantener limpio el Muro: las brechas entre las piedras se llenan de notas dejadas por los fieles. Dos veces al año, antes de la Pascua judía y de Rosh Hashanah, se retiran las notas, consideradas tan sagradas que las entierra en el monte de los Olivos.
Cuando llega al Muro, el sol ya se está levantando y ya hay alrededor de setecientos judíos rezando, pero Shmuel Rabinowitz siempre encuentra al mismo minyan, grupo de oración, que ocupa el mismo lugar frente al Muro: «Es importante tener un ritual, así uno puede concentrarse en las oraciones». No saluda a su minyan, tal vez haga un gesto con la cabeza, pero no se cruzan palabras, «las primeras palabras son para Dios», mientras se enrosca el tellifin en el brazo. Recita la oración de la mañana, el shacharit, que termina con las palabras: «Dios bendiga a la nación con la paz». Sólo entonces saluda como es debido a sus amigos. El día en el Muro acaba de empezar.
Poco antes de las cuatro de la madrugada, en el preciso momento en el que el rabino Rabinowitz se levanta en el barrio judío, un guijarro pasa rozando la ventana de Wajeeh al-Nusseibeh en Sheikh Jarrah. Cuando abre la puerta, Adeh al-Judeh, de ochenta años, le entrega a Nusseibeh una pesada llave medieval de treinta centímetros. Nusseibeh, de sesenta años, vástago de una de las más grandes familias de Jerusalén,[*9] ya vestido con traje y corbata, emprende el camino a paso rápido cruzando la Puerta de Damasco en dirección a la iglesia del Santo Sepulcro.
Nusseibeh, el custodio del Santo Sepulcro desde hace más de veinticinco años, llega a las cuatro de la madrugada exactas y llama a las inmensas puertas instaladas en la fachada románica de Melisenda. En el interior de la iglesia, que él mismo cerró la víspera a las ocho de la tarde, los sacristanes de los griegos, latinos y armenios ya han negociado a quién le toca hoy abrir la puerta. Los sacerdotes de las tres sectas reinantes han pasado la noche en un jovial compañerismo y en oraciones rituales. A las dos de la madrugada, los ortodoxos dominantes, que son los primeros en todo, empiezan su misa, con los ocho sacerdotes cantando en griego, alrededor de la Tumba, antes de cederles el puesto a los armenios, para su servicio, badarak en armenio, que acaba de empezar cuando se abren las puertas; los católicos tienen su oportunidad hacia las seis de la mañana. Mientras tanto, todas las sectas cantan sus maitines. Sólo un copto está autorizado a pasar la noche, y él reza solo en antiguo egipcio copto.
Cuando se abre la puerta, los etíopes, en su monasterio del tejado y capilla de San Miguel, cuya entrada se encuentra justo a la derecha de la puerta principal, inician sus cantos en amárico, y sus servicios son tan largos que deben apoyarse en los cayados de pastor que se amontonan en sus iglesias dispuestos a sostener a los cansados fieles. Por la noche, la iglesia del Santo Sepulcro se llena del zumbido eufónico de los cantos en muchos idiomas, igual que un bosque de piedras en el que muchas especies de pájaros cantaran sus propios coros. Esto es Jerusalén, y Nusseibeh no sabe nunca lo que pasará después: «Sé que miles de personas dependen de mí y me preocupa que la llave no abra la puerta o que ocurra algún incidente. La primera vez que la abrí, tenía quince años y me pareció divertido, pero ahora me doy cuenta de que es un asunto muy serio». Haya guerra o haya paz, Nusseibeh debe abrir la puerta y explica que su padre muchas veces, por seguridad, dormía en la entrada de la iglesia.
Sin embargo, Nusseibeh sabe que, con toda seguridad, varias veces al año habrá alguna pelea entre sacerdotes. Incluso en el siglo XX, los sacerdotes oscilan entre la cortesía no esencial, nacida de la buena educación y del tedio de las largas noches sepulcrales, y el resentimiento visceral histórico que puede estallar en cualquier momento, en general en Pascua. Los griegos, que controlan la mayor parte de la iglesia y son los más numerosos, pelean contra los católicos y los armenios, y suelen salir vencedores de estas batallas. Los coptos y los etíopes, a pesar de su monifisismo compartido, son especialmente venenosos: después de la guerra de los Seis Días, los israelíes, en una intervención excepcional, les entregaron a los etíopes la capilla copta de San Miguel, para castigar al Egipto de Nasser y darle su apoyo a Etiopía, gobernada por Haile Selassie. Durante las negociaciones de paz, el apoyo a los coptos suele formar parte de las exigencias de los egipcios. El tribunal supremo israelí dictaminó que la capilla de San Miguel pertenece a los coptos aunque siga en posesión de los etíopes, una situación muy jerosolimitana. En julio de 2002, un sacerdote copto que tomaba el sol cerca del destartalado nido de águila de los etíopes en el tejado de la iglesia del Santo Sepulcro, fue golpeado con barras de hierro en castigo por el maltrato al que los coptos habían sometido a sus hermanos africanos. Los coptos se precipitaron en ayuda de su sacerdote, y cuatro coptos y siete etíopes (que siempre parecen perder todas las reyertas del Sepulcro) fueron hospitalizados.
En septiembre de 2004, en la celebración de la Santa Cruz, el patriarca griego Ireneo les pidió a los franciscanos que cerraran la puerta de la capilla de la Aparición. Al negarse éstos, Ireneo se lanzó, al frente de sus guardias y sacerdotes, contra los latinos. La policía israelí intervino pero los agentes fueron agredidos por los sacerdotes quienes, como adversarios, suelen ser igual de duros que los honderos palestinos. En la ceremonia del Fuego Sagrado del año 2007, se desencadenó una pelea cuando el superior de los armenios casi apareció con la llama en lugar del patriarca griego.[*10] El pugilista patriarca Ireneo fue finalmente destituido por haberles vendido a unos colonos israelíes el hotel Imperial en la Puerta de Jaffa. Nusseibeh se encoge de hombros, hastiado: «Sí, como hermanos tienen sus diferencias y yo les ayudo a que las solucionen. Igual que la ONU, somos neutrales en el mantenimiento de la paz en este lugar santo». Nusseibeh y Judeh desempeñan un complejo papel en cada celebración cristiana. Durante al fervoroso y abarrotado Fuego Sagrado, Nusseibeh ejerce de testigo oficial.
El sacristán abre una pequeña ventana en la puerta de la derecha y le entrega una escalera de mano. Nusseibeh coge la escalera y la apoya contra la puerta de la izquierda. Abre el cerrojo inferior en la puerta de la derecha con su llave gigante antes de encaramarse a la escalera y abrir el cerrojo superior. Después de bajar de la escalera, los sacerdotes abren primero la inmensa puerta de la derecha, y a continuación la hoja de la izquierda que desbloquean ellos mismos. Ya en el interior, Nusseibeh saluda a los sacerdotes: «¡Paz!».
«¡Paz!», le responden optimistas. Los Nusseibeh y los Judeh llevan abriendo el Santo Sepulcro al menos desde 1192, cuando Saladino nombró a los Judeh «custodios de la llave» y a los Nusseibeh «custodios y guardianes de la puerta de la iglesia del Santo Sepulcro» (según especifica la tarjeta de visita de Wajeed). Los Nusseibeh, que también fueron nombrados limpiadores hereditarios de la Sakhra (la Roca) en la Cúpula, afirman que Saladino se había limitado a restituirles el cargo que ya les había concedido el califa Omar en el año 638. Hasta la conquista albanesa, en la década de 1830, también eran inmensamente ricos, pero ahora apenas consiguen ganarse la vida como guías turísticos.
Con todo, las dos familias existen en una rivalidad vigilante. «Los Nusseibeh no tienen nada que ver con nosotros», explica el octogenario Judeh, que custodia la llave desde hace veintidós años, «¡no son más que porteros!». Nusseibeh insiste en que «a los Judeh no se les permite tocar la puerta ni los cerrojos», lo que da a entender que las rivalidades entre musulmanes son tan intensas como las que existen entre los cristianos. El hijo de Wajee, Obadah, un entrenador personal, es su heredero.
Nusseibeh y Judeh pasan parte del día sentados en la entrada, igual que hicieron sus antepasados durante ocho siglos, pero nunca están ahí al mismo tiempo. «Conozco todas y cada una de las piedras aquí, es como mi hogar», musita Nusseibeh. Venera la iglesia: «Nosotros, los musulmanes creemos que Mahoma, Jesús y Moisés son profetas, y que María es muy santa, y por eso éste es un lugar especial para nosotros también». Si desea rezar, puede acercarse a la puerta de al lado, hasta la mezquita vecina, construida para intimidar a los cristianos, o caminar los cinco minutos que le separan de la mezquita de al-Aqsa.
A exactamente la misma hora en la que el rabino del Muro se levanta, y en la que Nusseibeh oye el sonido de un guijarro pasar rozando la ventana que le anuncia la entrega de la llave del Sepulcro, Adeb al-Ansari, de cuarenta y dos años, padre de cinco hijos, vestido de una chaqueta negra de cuero, sale de su casa mameluca, propiedad del waqf de su familia, en el barrio musulmán y emprende un paseo de cinco minutos por la calle, hacia Bab el-Ghawanmeh, en el noreste. Cruza el puesto de control de la policía israelí uniformada de azul; irónicamente, los policías suelen ser árabes drusos o galileos encargados de impedir que los judíos entren en el Haram al-Sharif.
La sagrada explanada ya cuenta con iluminación eléctrica, pero el padre de Adeb solía tardar dos horas en encender todas las farolas. Ansari saluda al oficial de seguridad del Haram y empieza a abrir las cuatro puertas principales de la Cúpula de la Roca, antes de abrir las diez puertas de la mezquita de al-Aqsa. Toda la operación le toma una hora.
Los Ansari, cuya familia se remonta a los Ansari que emigraron con Mahoma a Medina, afirman que fueron nombrados custodios del Haram por Omar, lo que sí es seguro es que Saladino los ratificó en el puesto. (La oveja negra de la familia fue el jeque del Haram sobornado por Monty Parker).
La mezquita se abre una hora antes de la primera oración del amanecer. Ansari no abre las puertas todos los días, ahora tiene un equipo de ayudantes, aunque antes de heredar el puesto como custodio cumplió con este deber cada mañana, y lo hizo con orgullo. «Ante todo es un empleo, después es una profesión familiar, y una enorme responsabilidad, pero por encima de todo, es un trabajo noble y sagrado. Aunque no está muy bien pagado. También trabajo en la recepción de un hotel en el monte de los Olivos».
Los puestos hereditarios están en vías de desaparición en el Haram. Los Shihabi, otra de las grandes familias descendientes de príncipes libaneses, que viven en su propio waqf familiar cerca del Pequeño Muro, solían ser los custodios de la barba del Profeta, y si bien la barba y el puesto de trabajo han desaparecido, el lugar ejerce una atracción magnética: los Shihabi siguen trabajando en el Haram.
En el preciso momento en el que el rabino camina en dirección al Muro, en el que Nusseibeh llama a la puerta del Sepulcro y en el que Ansari abre las puertas del Haram, Naji Qazaz sale de su casa en la calle Bab al-Hadid, propiedad de su familia desde hace 225 años, camina unos pocos metros por las antiguas calles mamelucas y sube las escaleras que cruzan la Puerta de Hierro en dirección al Haram. Se dirige de inmediato a al-Aqsa, donde entra en una pequeña habitación equipada con un micrófono y algunas botellas de agua mineral. Hasta el año 1960, la familia Qazaz utilizaba el minarete, pero ahora utilizan esta habitación donde, como si fueran los atletas, se preparan para la llamada. Durante veinte minutos, Qazaz se sienta y hace estiramientos, un atleta de lo sagrado, a continuación respira y hace gárgaras con el agua. Comprueba que el micrófono está conectado y cuando el reloj de la pared marca la hora, se coloca en dirección a la qibla y empieza a cantar el adhan que reverbera por toda la Ciudad Vieja.
Los Qazaz son los muecines de al-Aqsa desde hace quinientos años, desde el reinado del sultán mameluco Qaitbay. Naji, que lleva treinta años de muecín, comparte sus obligaciones con su hijo Firaz y dos primos.
Falta una hora para que amanezca en Jerusalén. La Cúpula de la Roca está abierta: los musulmanes están rezando. El Muro de las Lamentaciones siempre está abierto: los judíos están rezando. La iglesia del Santo Sepulcro está abierta: los cristianos están rezando en varios idiomas. El sol se alza sobre Jerusalén, sus rayos iluminan las piedras de Herodes del Muro que adquieren un color casi como el de la nieve, exactamente como Josefo las describió hace dos mil años, antes de posarse sobre el glorioso oro de la Cúpula de la Roca, que le devuelve sus destellos al sol. La divina explanada donde se unen el cielo y la tierra, donde Dios se reúne con el hombre, sigue estando en un reino al que no alcanza a llegar la cartografía humana. Sólo los rayos del sol pueden hacerlo, y finalmente, la luz cae sobre el edificio más exquisito y misterioso de Jerusalén. Bañada por los rayos del sol y reluciente bajo su luz, se gana su áurico nombre. La Puerta Dorada, sin embargo, permanecerá cerrada hasta la llegada de los Últimos Días.[2]