[20] por la que cualquier miembro de la expedición que muriera sin un sacerdote a su lado, podría confesarse directamente a Dios. Aun tuvo que luchar contra el espíritu de belicoso orgullo, celos y crueldad de sus tropas; además, las demoras ocurridas en El Callao le habían hecho perder más de dos meses de tiempo adecuado para la navegación; y cayó enfermo en la recién descubierta isla de Espíritu Santo, en un momento en que su autoridad era muy necesaria para mitigar desórdenes. La empresa no llegó a buen término, sus esfuerzos por salvarla fueron desalentados por el Consejo de Indias y murió en el Perú hace dos años en estado de gran quebrantamiento. Me he preguntado a menudo si lo que lo animaba no era más una vanagloriosa sed de descubrimiento que el católico deseo de salvar almas; pero cuando alguien dispara la honda contra dos pájaros posados en la misma rama, lo más probable es que la piedra pase volando entre ambos sin darle a ninguno.

Escribiré por último de doña Ysabel. Por extraño que parezca, después de casarse con el general don Fernando, su carácter cambió por completo: se volvió generosa, digna de confianza, verdaderamente piadosa y amada de todos sus amigos y sirvientes. Esta transformación debe atribuirse a la infinita clemencia de Dios y también al afectuoso amor de un marido ardiente y apasionado que le engendró dos hijos, tan ansiosamente deseados, que opuso mucha firmeza a infantiles caprichos y que la apartó de la sociedad de don Luis, su único hermano sobreviviente. Don Diego había muerto desde ya hacía mucho en una pendencia habida en una taberna, a manos de una joven india enfurecida que, con un par de tijeras, primero le rebanó una oreja, luego el extremo de la nariz y, por último, le clavó ambas puntas muy hondo en el vientre.