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El bagaje del vicario

El padre Antonio, nuestro capellán, bajó a examinar los aposentos que el vicario, padre Juan de la Espinosa, debía compartir con él. Aunque era persona que se cuidara poco de las comodidades corporales, encontró la cabina tan atestada, oscura y sofocante, que retrocedió desanimado. Le parecía que haber asignado esta perrera a un frágil anciano que había consagrado su vida a las buenas obras y a peligrosas misiones entre los indios del interior, era una estudiada afrenta a la Iglesia. De hecho, rayaba en el sacrilegio: ¿era este lugar adecuado para albergar los sagrados accesorios de la religión, bendecidos por el obispo de Lima, destinados a las islas Salomón: el cáliz, el copón, las vestiduras, las Santas Escrituras y los elementos de los sacramentos benditos?

En un barco real, como lo recordaba por su viaje al Perú muchos años atrás, había dos servicios seculares: el náutico y el militar. Aquí, en el San Gerónimo, el piloto principal, como capitán, comandaba a la tripulación y el coronel, a las tropas. El general controlaba ambos servicios y, una vez que la flotilla estuviera en altamar, sus poderes igualarían a los del virrey del Perú, a quien desde entonces cesaba de deber obediencia y sólo tendría que responder ante el Consejo de Indias en Madrid, presidido por el rey. No obstante, en cuestiones espirituales no sólo el piloto principal y todos sus marineros, el coronel y todas sus tropas, sino aun el general debían deferencia al vicario o, de lo contrario, sufrir las consecuencias. El mismo rey Felipe, el más poderoso de los monarcas absolutos que el mundo hubiera conocido, debía vasallaje espiritual al papa, que guardaba las llaves del cielo y el infierno en sucesión directa de san Pedro, que las había recibido del Salvador. El honor de la Iglesia exigía que el vicario se alojara como el mejor a bordo.

El buen padre dijo a los esclavos que lo acompañaban que volvieran con el bagaje eclesiástico a la cubierta superior mientras él iba a presentar una queja al sobrecargo en la esperanza de lograr una permutación para su superior con algún oficial náutico o militar que hubiera sido mejor servido.

Al llegar a la cabina del capitán (que don Álvaro, en la expectativa de ingentes descubrimientos llamaba grandilocuentemente «la sala de cartografía»), le preguntó a un paje:

—¿De quién son estos magníficos aposentos, hijo mío?

—Allí es donde vive el piloto principal si place a vuestra reverencia.

—Por cierto que sí, que me place —dijo el padre Antonio y musitó para sí—: Quizás acepte una permuta; tiene reputación de ser bastante piadoso para un hombre de su ocupación.

Pedro Fernández había desempacado su baúl marinero y acomodaba en ese momento sus instrumentos náuticos en estanterías hechas especialmente para ellos por el carpintero. Le hizo una reverencia al capellán y besó la cruz de plata que éste llevaba.

—Hijo mío —dijo el padre Antonio—, os traigo un mensaje de mi superior, el vicario. Es éste. Dos ricos mercaderes de Lima recientemente fueron juzgados por la Corte Suprema del Santo Oficio y se los encontró culpables de haber incurrido en la condenable herejía luterana: perros revolcados en su propio vómito...

—¡Ay, reverendo padre! —exclamó el piloto principal conduciéndolo a la sala de cartografía, cerrando tras de sí la puerta y cayendo de rodillas—. ¿Habéis venido a reprocharme? ¿Cómo supisteis que estaba involucrado en malvadas acciones?

—Vuestra conciencia os acusa, no yo; pero, dejadme oír vuestra confesión, hijo mío.

—Bendecidme, padre, he pecado. Confieso que he llegado a un entendimiento con un empleado de aduanas de este puerto y he contrabandeado productos en cantidades reducidas para satisfacer el pedido de algunos amigos; por un estipendio este empleado los deja pasar. Esta es una práctica corriente aquí, y como se le paga muy poco y no puede mantener a su familia si no recibe sobornos, jamás ha perturbado mi conciencia hacer lo que otros hacen. Pero la falta de que me acuso es haber aceptado traer una pesada carga para esos dos luteranos que, ya lo sabía yo, habían sido ya en una oportunidad convictos de herejía; se trataba, según se decía, de libros mayores y pliegos de costos y, aunque sabía que semejantes artículos no constituyen contrabando, ahogué mis sospechas e hice lo que me pedían. Luego, al enterarme que había servido de instrumento para contrabandear ejemplares de las Sagradas Escrituras impresas en Amsterdam en lengua vulgar, sentí como si un disparo me hubiera abierto un surco en el cuero cabelludo y se me hubiera llevado el sombrero. ¿Y si el inspector de aduanas me hubiera sorprendido con los libros? Dios fue muy misericordioso; de hecho bien hubiera podido arder en lugar de esos heréticos. Absolvedme, padre.

—Hijo mío ¿qué habéis hecho con la ganancia de este abominable tráfico?

—Se la he restituido a Dios, reverendo padre. Puse hasta el último maravedí en el cepillo de limosnas de las clarisas.

—Estáis absuelto —dijo el padre Antonio—. Como penitencia repetiréis cinco padrenuestros y cinco avemarías y rezaréis por mi intención. Haced ahora un buen acto de contrición... Como estaba por deciros: de estos dos heréticos, uno ha confesado y se ha arrepentido en tortura; se le ha consentido la vida aunque con enajenación de toda su fortuna. El otro permanece obstinado en su error, afirmando que como por fuerza tiene que morir, lo hará en la fe luterana; y como su cuerpo debe arder, no será estrangulado primero y llevará la barba de aulaga.

—¿Cómo habéis dicho, reverendo padre?

—No sé cómo serán las costumbres en vuestro país, pero en Perú, como en España, antes de encender el fuego en un Auto de Fe, se proclama de viva voz: «¡Que se haga la barba del perro!», lo que se logra entonces arrojando aulaga en llamas a la barbilla del herético hasta que le quede convertida en carbón. Es por cierto una visión de gran crueldad y una temible advertencia de lo que se les reserva a los que viven con escándalo y mueren sin confesión. Aunque las llamas del purgatorio son mil veces más calientes que las que pueden encenderse en esta tierra y arden sin respiro hasta el día del Juicio. Como acto de mortificación, el vicario ha hecho voto de que permanecerá junto a la pira el domingo venidero y fervientemente desea que toda la tripulación del barco marche tras él a Lima. Un tal espectáculo ahogaría en la cuna al pecado nacido del capricho, que de otro modo podría crecer hasta la adultez, y librar un alma al tormento. Por tanto, hijo mío, os pide que posterguéis nuestra partida hasta el lunes y Dios os lo recompensará.

—Oh, reverendo padre —dijo el piloto principal—, pero tengo orden del general de que lo disponga todo con la mayor prontitud para partir el viernes. Anoche echaba chispas por la negligencia de los contratantes que sólo habían entregado la mitad de las provisiones necesarias; y me censuró porque las velas y el cordaje suplementarios, pagados de mi propia bolsa, que debían haber sido traídos hace diez días, no habían llegado todavía. De buen grado daría cien pesos por demorar la partida una semana, pues mi esposa se encuentra enferma, hasta que la crisis de su fiebre hubiera pasado. No obstante, tiene razón en darse prisa; quizá perderíamos los vientos del sureste si nos demoramos aunque no sea sino muy poco. Someted la solicitud de vuestro superior al general, si queréis, pero, por favor, no mencionéis mi nombre, pues tal vez sospeche que tengo motivos ocultos; no me atrevo a enajenar su confianza.

El padre Antonio frunció el entrecejo y dijo:

—Hay todavía otro asunto en el que podéis mostrar vuestra gratitud a Dios.

Habló con dolorido acento del pequeño y oscuro cubículo de siervos que debía servir al vicario a la vez de oratorio y aposento.

—Pero, reverendo padre ¿qué puedo hacer yo? La distribución de aposentos es tarea del sobrecargo: Ha enloquecido casi tratando de encontrar alojamiento decente para cada persona importante de este barco, tan atestado de soldados, marineros, pasajeros, provisiones y ganado en pie. Hasta que a Dios le plazca llevarnos a buen puerto en las islas, cada cual deberá soportar más incomodidad de la que es ordinaria. La ampliación del cuarto de almacenaje privado del general se ha comido mucho espacio vital; en eso radica sobre todo la dificultad.

—No veo, hijo mío, que vos vayáis a sufrir incomodidades. ¿No sería un acto pío y caritativo cambiar esta aireada cabina vuestra por la del vicario, un anciano que tose toda la noche como un gato con una espina de pescado atravesada en la garganta, y tan santo que jamás pide nada mejor que lo que se le concede?

—De buen grado cedería mis aposentos —dijo el piloto principal— y viviría con los soldados rasos en el castillo de proa, aunque duermen tan juntos como sardinas en un tonelete. No he olvidado que serví seis años frente al mástil hasta que ascendí a sobrecargo y piloto asistente. Pero ahora que soy tanto capitán como piloto principal, mi puesto está en la cabina del capitán, donde viajan estos instrumentos náuticos y donde dispongo de una mesa para extender las cartas; y mi cuarto debe comunicar con la gran cabina para que el general pueda llamarme en cualquier momento, y también debe estar a un paso del alcázar. Sin embargo, dado que todas las cabinas están hacinadas y sobrehacinadas a decir verdad, he aceptado compartir mis aposentos con los secretarios del general. No me es posible ya alojar nuevos huéspedes. Si vuestra cabina no os da cabida a los dos ¿puedo sugerir con toda humildad que solicitéis autorización para navegar en la galeota donde no viaja sacerdote alguno?

—El vicario no puede pasarse sin mí, hijo mío, y ¡válgame Dios! vuestras excusas no muestran gran devoción. ¿Ha de acordárseles más honor a los instrumentos de navegación que a los de la religión?

—No presento excusas, reverendo padre; sólo explico circunstancias. Id al general, de cualquier manera, y solicitad el cambio; si él consiente, yo obedeceré.

El buen padre se alejó muy descontento y, al encontrarse con el negro del sobrecargo, pidió ser acompañado a visitar las otras cabinas y aposentos. Pero era como Pedro Fernández lo había dicho: el barco estaba sobrehacinado y aun el camarote que el coronel debía compartir con su sobrino y otros cuatro oficiales militares parecía tan oscuro y poco ventilado como un calabozo. Sin embargo, cuando el negro le dijo que la mejor cabina después de la de los Barreto, había sido dada a un mero mercader-inversor, don Juan de la Isla, llevó su protesta en seguida a doña Ysabel.

Doña Ysabel le dio muestras del mayor de los respetos, pero no manifestó simpatía por su causa. Explicó que don Juan, viejo amigo del general y veterano de las guerras filipinas, había hecho una más grande inversión en la empresa que nadie de la flotilla con excepción de su marido; y que debía compartir esa cabina con su esposa y su hija que, por ser mujeres de alcurnia, no podían alojarse en ningún otro sitio. En cuanto a los otros dos mercaderes, acomodados en una cabina más pequeña al costado, hubo que persuadirlos con la mayor dificultad de que se embarcaran en la expedición.

—Si se les diera ahora la menor muestra de descortesía —dijo—, quizá cambiarían de opinión y volverían a tierra.

—Si han venido de mala gana, poco se perdería con ello, hija mía; y si esa cabina quedara libre, serviría para el vicario, que es anciano y padece de una tos muy mala.

Sonriendo con cierta acritud, doña Ysabel dijo:

—Habría que comprar la estancia de los mercaderes a un muy alto precio, reverendo padre. Todo el puerco y las galletas de a bordo son su inversión, y la mitad del vino también. ¿Por qué os quejáis de vuestros aposentos? No por vuestra propia cuenta, estoy segura; vuestro obispo me dice que estáis acostumbrado a la pobreza y a las circunstancias difíciles. ¿Es por cuenta de vuestro superior? Eso lo honraría muy poco, pues se dice que es hombre piadoso y un verdadero franciscano en todo menos en el hábito. ¿Es por cuenta de los objetos sacramentales, las vestiduras y todo lo demás? Sin embargo, el mismo Salvador ¿no consintió en su infinita misericordia establecer su corte en un establo y alojarse en un pesebre junto con la Bendita Señora?

Esto, aunque incontestable, no satisfizo al padre Antonio por venir de una mujer, y se decidió a llevar la cuestión ante el general. Tampoco era el único en quejarse de la incomodidad atribuida, y el sobrecargo, perseguido por un enjambre de gente airada, fue a esconderse abajo, donde el agua acumulada en la sentina hedía tan espantosamente, que estaba a salvo de persecuciones. Cuando volví a verlo parecía enfermo, pero me dijo filosóficamente:

—Sentina hedionda, casco seguro.

Por fin, se anunció con tambores la llegada a bordo del general quien, sin sospechar dificultad alguna, era como el hombre que mira animoso las estrellas y pisa un nido de avispas. El piloto principal fue el primero en saludarlo, y cuando subieron al alcázar donde doña Ysabel aguardaba, se las compuso para explicar lo que había sucedido entre el coronel y él, agregando que no tenía el menor deseo de navegar con un loco y que preferiría quedarse en Perú, aun cuando ello significara enajenar los mil pesos que había invertido en la empresa. Los hermanos de doña Ysabel estuvieron de su parte en contra del coronel y afirmaron que no era posible pasarse sin Pedro Fernández: de oficiales militares capaces no estamos escasos, dijeron, pero este era el mejor navegante del Perú y su pérdida sería definitiva. Que el coronel se colgara o se ahogara, a ellos les daba igual; pero no se acordaba con su honor navegar con el soldado que había insultado a su hermana y separarse del marino que había salido en su defensa con riesgo de la vida.

El general emitió un gruñido y se retorció las manos:

—Hermanos —dijo—, no sabéis lo que estáis pidiendo. El coronel fue designado por el virrey y no me es más factible suspenderlo en sus servicios que romper las cartas reales. Si adoptáramos una medida en su contra, su primo el alcalde de El Callao oirá hablar de ello sin demora y ordenará a los estibadores que demoren el embarque de provisiones; y aun cuando fuéramos lo bastante locos como para partir sin ellas, podríamos descubrir al llegar a Paita que la noticia se nos ha adelantado y que se nos niegan los ochenta arcabuces que ha de suministrarnos el teniente del puerto. Calmaos, os lo imploro. Pedro Fernández, amigo mío, vos sois hombre razonable y debéis de saber que soy yo y no el coronel el que comanda esta expedición. Os doy mi palabra de honor que si aceptáis quedaros, se aplicarán remedios adecuados.

Pero el padre Antonio estaba todavía esperando con su queja alrededor de la cabina, y también con la petición de que se postergara la partida. El general se compadeció de él y le dijo que, aunque no le era posible agrandar el barco, ni redistribuir los aposentos, cuando llegaran a las islas le daría al vicario todas las facilidades para que levantara una espléndida iglesia y una vicaría que tendría precedencia por sobre todo otro edificio. Aun consintió en enviar a un mensajero al virrey para que autorizara la postergación de la partida, aunque no guardaba esperanzas de tener una respuesta favorable.

* * *

Esa noche Juárez Mendés y Matías Pineto, dos viejos soldados macilentos, estaban apostados de guardia frente a la gran cabina; Jaume Bonet, el camarero de a bordo, les hacía compañía. Estos tres formaban un grupo muy unido, pues eran los únicos hombres en el barco —con excepción del general y su negro Myn— que habían intervenido en el viaje anterior cuando se descubrieron las islas Salomón. Estaban sentados de piernas cruzadas en el pasadizo y jugaban una desatendida partida de barajas mientras bebían chicha; pero la mayor parte del tiempo la dedicaban a rememorar acontecimientos en los que habían participado y a comentar a sus nuevos compañeros de viaje. El general y doña Ysabel dormían en tierra y el piloto principal también se encontraba lejos, junto a su esposa enferma; si la junta no tenía conocimiento de que yo estaba acostado cerca en el cuarto de cartografía y me era posible oír cada palabra que pronunciaban o si sí lo tenían y no se cuidaban de ello, no lo sé. Agucé los oídos para escucharlos porque eran hombres que sabían mucho, pero que no tenían libertad para expresar su opinión salvo cuando estaban bebidos.

Oí que Juárez preguntaba:

—¿Cuál es tu inversión, Matías?

—Cinceles, cuchillos, navajas, agujas y otros objetos parecidos; por valor de quince pesos: las existencias de un buhonero que compré tierra adentro hace un mes.

—¡Que compraste! —exclamó Juárez en tono de incredulidad.

—Con la plegaria y la bendición de un soldado, para no mencionar la verga de un toro con la que le sacudí la ropa. Los salvajes me pagarán un cerdo entero por una sola aguja. Uno de estos días me veréis rodeado de cerdos como el hijo pródigo, pero con una rotunda barriga. En cuanto por cada cincel, un saco de pepitas de oro: ese es mi precio. ¿Cuál es tu inversión, vendedor de carnero?

—Treinta yardas de mechas de arcabuz que un amigo al que legué mi novia tomó prestadas del arsenal real.

—¿De qué les servirán a los salvajes las mechas, a no ser que les vendas tu arma y tu cuerno para pólvora, lo que seguramente no harás?

—¡Las mechas no son para ellos, cabeza hueca! Nuestra primera expedición, aunque mejor pertrechada que ésta, fracasó por falta de mechas. En esas islas la vida de un hombre depende de que mantenga encendida la mecha; y puedes estar seguro, Matías, de que el día llegará en que me cambiarás todos tus puercos negros, y tus sacos de pepitas, además, por un palmo de mecha.

—Primero te estrangularé con él, judío. Pero, Juárez ¿recuerdas ese día en Malaita en que los indios nos atacaron y yo derribé a ese viejo de grueso pelo gris? ¡Por la pasión de Cristo, cómo luchaba el hideputa, a pesar de que todo el resto había huido cuando abrimos fuego! Jaume, debiste haberlo visto. Allí se estaba erguido con una gran cuchillada en el muslo enfrentándonos solo con su lanza y su escudo. Cuatro de nuestros soldados se le fueron encima, pero él se defendía como un demonio asestando terribles golpes con su miserable lanza que, si hubiera tenido punta de acero, los hubiera perforado una y otra vez, y desviando las estocadas de las espadas con su escudo de madera, hasta que se lo partieron en cincuenta pedazos. Y aun después de hacerle cortes en los hombros y apuñalarlo en el costado, el negro demonio siguió luchando hasta que le hendí casi el cráneo y lo derribé por tierra y dejó caer lo que quedaba de su lanza.

—¿Podría olvidarlo acaso?—dijo Juárez—. Don Hernando Enríquez nos ordenó no hacerle ya daño, y aunque agonizaba, trató sin embargo de ponerse en pie mientras la sangre le manaba en torrentes de la cara y buscaba a tientas los restos de su lanza; pero no pudo encontrarlos y se dejó caer otra vez. Tampoco olvidaré tu cara, Matías, cuando luego te le acercaste y te lanzó una mirada tan ponzoñosa que retrocediste tres pasos de un salto; y una vez más trató de alzarse contra ti, pero no lo logró, y arrancó un puñado de hierba y lo arrojó. Sólo con armas de fuego puede controlarse a esos paganos. Sigo afirmando que mi mecha es la mejor de las inversiones.

—Jaume —dijo Juárez al momento—, tienes un aspecto lúgubre esta noche. Bébete otra copa, hombre, y dinos qué piensas de este barco y su tripulación.

Hubo una pausa mientras Jaume bebía y luego pronunció lentamente:

—En mi opinión, viejo compadre, el San Gerónimo no está mal; es tan bueno como cualquier navío de armado peruano en el que yo haya navegado, aunque son muy torpes en el mal tiempo y no aceptan de buen grado que se los trabaje a barlovento. Salió de la basada en Guayaquil no hace más de dos años, y he visto al piloto principal recorrerlo del bauprés al fanal y de la quilla al celcés para comprobar su solidez. Puede confiarse en ese hombre; una rata de puerto lisboeta y un marinero hasta la punta de los dedos; sin embargo, tiene mejor crianza que más de un marqués. La tripulación, en general, es también bastante buena; en cuanto a don Marcos Marín, nunca serví al mando de un mejor contramaestre. ¿Qué más queda por decir?

—Muchas cosas más, Jaume. En nuestro último viaje no había una sola falda en toda la flota, salvo las cinco salvajes que secuestramos antes del regreso; y entonces el general las encerró abajo y entregó las llaves de su encierro a fray Francisco. En cambio ¿de qué disponemos ahora? Este barco podría ser un burdel flotante, y me han dicho, y yo bien lo creo, que la mitad de las mujeres embarcadas se han ganado la vida de ese modo. Donde hay faldas, hay dificultades, no cabe duda. Pues ¿quién puede controlarlas? Ni siquiera los sacerdotes. Ni siquiera el mismo Dios.

—En cuanto a eso no abrigo temores. La señora del general tiene fríos ojos azules que exigen obediencia; y su doncella Elvira me dice que si el más ligero hálito de escándalo llega a sus oídos, es capaz de hacer azotar a la ramera casi hasta matarla y arrastrar al pobre fornicador bajo la quilla. Hace falta una falda para gobernar a las faldas, y la señora del general es una tigresa si las hay. Que se cuide el hombre que se cruza en su camino; por mi parte, he aprendido a quitarme el sombrero a una legua de distancia cuando la veo acercarse y a quedarme congelado en una posición respetuosa media hora después que ha pasado.

—¿Cómo diablos llegó a desposarla el general?

—Ella vino de España como dama de la señora del virrey en el mismo barco que él; es hija de don Francisco de Barreto, un gobernador de Angola que murió, según dice, mientras buscaba oro en las montañas del África. La mosca del oro también parece haber picado a doña Ysabel, y su codicia no es inferior a su coraje; Elvira dice que a menudo sueña con bañarse en ríos de oro al igual que el rey de Bogotá. Cuando oyó de las cartas reales de don Álvaro, no tardó en pasarle el anzuelo por las agallas. Creo que si no fuera por ella, el general se habría conformado con los laureles ya cosechados y se habría quedado a pasar lo que le quedara de vida en su propiedad de Guanaco. Y esto lo sé de cierto: ella utilizó la influencia que supo conquistar sobre la señora del virrey para poner por fin la expedición en marcha, obligó al viejo a vender o hipotecar todos sus bienes terrenales para equiparla y ella misma reclutó los mercaderes-inversores para proveer lo que todavía faltaba. Tú repartes ahora las cartas, Matías, pero recuerda nuestra vieja amistad. Tus manos se mueven demasiado de prisa para mi gusto.

—¡Vamos, Jaume, sabes que yo nunca te despojaría! A decir verdad, juro que te quiero tan bien, chulo de Mallorca, que conque sólo me pagues medio peso, te enseñaré todo el arte del reparto de naipes. Al cabo de tres días, garantizo que serás un experto, y que nunca volverá a faltarte nada en lo que te reste de vida.

Jaume gruñó dubitativo, pero Juárez dijo:

—¿Por qué gruñir como un cerdo, hombre? Es un ofrecimiento generoso. Matías es el más grande artista del mundo en el manipuleo de la baraja. Su especialidad es el primero