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Rumbo al norte a través del Ecuador

Cuando el 18 de noviembre nos hicimos a la vela en dirección a San Cristóbal, nuestra gente mostró el puño a las costas que iban quedando atrás y lanzaban miles de improperios contra los habitantes, como si nuestra estadía allí no hubiera sido maldición bastante para ellos. Teníamos noventa y una almas a bordo de la nave capitana y las dos naves más pequeñas llevaban treinta más. No había canoas que apresuraran nuestra marcha con flechas o proyectiles de honda; lo cual demostraba prudencia, pues los cañones de las naves habían sido cargados y los artilleros estaban prontos con mechas encendidas. Como soplaba viento a favor desde el sureste, abandonamos la bahía sin dificultad, pero el aparejo del San Gerónimo estaba en tal estado de deterioro, que las tiras de aparejo cedieron no menos de tres veces mientas izábamos la chalupa a bordo; y aunque yo no sea marinero, me daba cuenta que el más ligero ventarrón bastaría para deshacer hasta la última costura de lo que llevábamos en la arboladura. Cuando Santa Cruz se hundió tras un horizonte teñido de rojo por los enfadados fulgores del volcán Tinahua, arrojamos por la borda el cuerpo del vicario. Tres de los marineros que habían participado en la incursión de abastecimiento manifestaban ahora signos de fiebre, y un cuarto se había envenenado el pie al pisar una concha marina espinosa.

Seguíamos el curso oeste-noroeste. El día 19 el piloto principal, después de examinar el sol, comprobó que nos encontrábamos a once grados de latitud sur. Entretanto el contramaestre y otros cuatro marineros habían caído enfermos, con lo que nos quedaban sólo cinco hombres en buen estado de salud además del segundo contramaestre, pues el resto de nuestra tripulación de treinta miembros se había distribuido entre la Santa Catalina y la San Felipe. Damián protestaba de que se nos hiciera avanzar trabajosamente, ciñendo el viento, en busca de San Cristóbal; y que aun cuando la encontráramos no nos prometía una mejor hospitalidad que la ofrecida en Santa Cruz de la que tanto habíamos abusado. ¿Por qué no virar y dirigirnos directamente a las Filipinas? El piloto principal se enfadó con él, cuando de pronto el estay mayor —ese vigoroso cable que va desde la cofa de gavia hasta el pie del palo de trinquete para recibir la tensión de las velas— se rompió como una delgada hebra y el palo mayor se rajó en la carlinga. Hizo entonces suyo el punto de vista de Damián, a quien envió a supervisar el empalmamiento del estay mayor, aunque confesó que no daría tres días de garantía por el mástil; y el accidente ocurrió cuando nos encontrábamos todavía a novecientas leguas del puerto cristiano más próximo.

La gobernadora, ante las severas advertencias del piloto principal y sin muchas esperanzas de encontrar el Santa Ysabel, aunque con cierta reticencia, aceptó coger el rumbo a Manila. Don Luis, el capitán López y ciertos otros oficiales, perfectamente conscientes del peligro en que nos encontrábamos, la ayudaron a vencer la oposición de don Diego, quien tercamente se negaba a creer que nada malo le sucediera a nuestro barco y soñaba todavía enriquecerse de por vida con las minas de oro del rey Salomón.

Por tanto, el 20 de noviembre se trazó un curso noroeste y, cuando se supo a qué puerto nos dirigíamos, la nueva tuvo un mejor efecto que el que hubiera tenido cualquier medicina. El número de cruces trazadas en mi registro, cuarenta y siete en total, no creció por algún tiempo; el contramaestre y todos los marineros enfermos se recuperaban rápidamente. Esa noche en la mesa compartida, Pedro Fernández observó que no podíamos estar lejos de la vasta isla de Nueva Guinea, cuya costa norteña sentía desmedida ambición de cartografiar; sólo la orden de doña Ysabel hizo que se abstuviera de hacerlo. La verdad era: ciertas nubes avistadas ese día muy por delante de nosotros a babor le parecieron amontonadas a lo largo de la cresta de una alta cordillera... ¡las islas Salomón por fin, que se extendían hacia el noroeste a lo largo de casi cinco grados de latitud! Pero para tranquilizar a don Diego, quien podría haber insistido en virar y desembarcar, se aprovechó de su ignorancia y lo sedujo mediante referencias a Nueva Guinea, que quedaba a unas doscientas leguas hacia el oeste.

Doña Mariana, desgastada por el cuidado de sus hermanos y la pena oculta por don Jacinto, fue fácil víctima de la fiebre. Siempre había sido de corazón turbulento y poseía la mayor parte de los defectos de su familia: el orgullo, la codicia y la duplicidad, pero no era del todo mala y, si hubiera tenido a un sacerdote a quien recurrir, habría hecho acto de contrición y muerto absuelta. Pero muchos pecados inconfesables le pesaban en la conciencia y empezó a concebir odio por la hermana que la había tentado al mal y que ahora, por temor de contraer la infección, se mantenía alejada de ella. Se preguntaba con amargura si el piloto principal había sido ya pescado y sacado del agua.

Durante la última semana transcurrida el ánimo de Pedro Fernández había estado tan extrañamente mudable, alegre a veces, otras lúgubre, tan pronto amable como pendenciero, que acepté el ofrecimiento del sobrecargo de alquilar la cabina en que había muerto el vicario. Era bien ventilada, tenía una buena cama, y la ventaja de una cerradura que Juan de la Isla había adosado a la puerta. No me cabía duda de que doña Ysabel era la que le había ordenado a don Gaspar hacerme el ofrecimiento; mi eliminación de la sala de cartografía le despejaría el camino.

Sólo muchos meses más tarde supe los detalles de lo que ocurrió aquella misma noche. Unas tres horas antes de amanecer, cuando sus doncellas dormían, entró furtivamente en la sala de cartografía envuelta en una larga capa negra y cerró suavemente la puerta tras sí. Pedro Fernández se incorporó sobresaltado y como la cabina estaba en penumbra, cogió una daga de debajo de la almohada creyéndola un asesino enviado por don Diego.

—¡Oh, Pedro, no! —susurró ella—. ¿Mataríais a la que más amáis?

Semidormido y abrumado de confusión, susurró a su vez:

—¡Perdonadme, mi protectora, mi ángel, mi sola esperanza!

Ella gentilmente le quitó el arma y la puso fuera de alcance para sentarse luego en la cama. Él le besó la mano incapaz de disimular su emoción.

—¿Esos son vuestros sentimientos? —preguntó ella temblando—. También son los míos.

Él no contestó nada, pero la miró fijamente con ojos exaltados.

—Tengo hambre de hablaros, amor mío —dijo ella—, pero mis dientes se entrechocan de frío. Por amor de Dios, dejadme entrar en vuestro lecho.

Como él no contestara, ella dejó caer la capa y, vestida sólo con una camisa de seda, se deslizó bajo las cobijas entre él y la pared, y:

—Cogedme en vuestros fuertes brazos y consoladme —dijo—. Me siento sola y congelada hasta la médula.

Él la abrazó con reverencia como si fuera una imagen milagrosa y dijo:

—Que jamás esto se considere pecado. El cielo es testigo de que os amo con todo mi corazón y que jamás os haría daño; es una alegría inefable que pueda decíroslo por fin cara a cara.

—Pedro —musitó ella—, cuando haya transcurrido un año de mi viudez ¿os casaréis conmigo? Ambos estaremos libres por entonces, libres como el aire, y este beso es prenda de que os pertenezco para siempre.

Y apretó los labios contra los suyos. Él le devolvió el beso llorando de asombro.

—¿No soy acaso hermosa? —preguntó ella luego—. Don Álvaro despreciaba mi hermosura.

—¡Dios lo perdone! —contestó él—. Debe de haber estado loco rematado.

—Palpad este suave vientre tierno —aquí ella le cogió la mano—. ¡No, no temáis! ¿No fue cruel negarle albergue en este sitio a un alma viviente? ¿Y no fue cruel negarle a estos firmes pechos redondos el cumplimiento de su función natural?

Él tembló al borde del abismo, pero hizo un valiente esfuerzo y recuperó pie.

—¡En nombre de la Virgen, dejadme! —dijo tiritando—. Siendo tan virtuosa vos misma, no sabéis cómo estáis poniendo a prueba mi carne.

Ella lo soltó y se quedó tendida sollozando como si fuera a rompérsele el corazón; hasta que él pensó mejor su resolución, la estrechó y la asaltó con apasionados besos a los que ella no opuso resistencia.

Era como si él la hubiera seducido, no obstante ella se glorió de lo sucedido declarando que eran ahora una sola carne ante los ojos de Dios y que, a no ser que El así lo hubiera querido, nunca habría eliminado de ese modo las dificultades que se interponían entre ellos; y que era la mujer más feliz de la tierra. Él, aunque de ningún modo convencido, cobró coraje en la contemplación de sus ojos resplandecientes y contestó que, en el peor de los casos, era el de ellos un pecado venial al que podía poner remedio un honorable matrimonio en Manila y que el año estatutorio establecido por la ley para impedir que una viuda, ya encinta, yaciera con un nuevo marido, no se aplicaba a su caso. Y:

—Amor mío —dijo ella—, si como fruto de esta noche de placer nos nace un hijo, será justo heredero del marquesado. Habréis sembrado semilla para vuestro hermano, cosa que Nuestro Salvador no prohibió y, de este modo, habremos satisfecho el deseo más caro a nuestros corazones, lo cual debe redundar en mayor gloria de Dios.

Él dio consentimiento a este falso y herético razonamiento. Se besaron abrazados estrechamente, se consolaron mutuamente hasta el amanecer y convinieron encontrarse a la noche siguiente a la misma hora; pero le advirtió que entretanto ella lo trataría con desprecio y severidad para mejor ocultar el amor que sentía por él ante ojos vigilantes, y que seguiría haciéndolo hasta que llegaran a Manila.

Su doncella Elvira, que notó las ausencias nocturnas, se alarmó. Sólo confió en Jaume, al que le pidió que le hiciera esta secreta advertencia al piloto principal: si los Barreto descubrían quién era la visitante que recibía por las noches, sólo podía esperar el frío acero entre los omóplatos. ¿Quién llevaría entonces la flotilla a buen puerto? Jaume se dirigió a mí a escondidas y me pidió, como íntimo de Pedro Fernández, que le transmitiera el mensaje; pero fingió que se refería a una conspiración para apoderarse del barco.

—Sus vidas les pertenecen —dije yo sin vacilar para mostrarle que no me engañaba—. Por lo demás ¿quién soy yo para desaconsejarle tener una amante? ¿Qué esperanza tengo de convencerlo de que hay peligro en ello? Si no considera indecente yacer con ella tan pronto después del funeral de su marido y de haber recibido él mismo la noticia de su propio infortunio, por cierto debe de experimentar una gran pasión.

—Pues entonces ¿no intervendréis?

—No lo creo. Guardar silencio es peligroso, lo admito; no obstante, hablar me parece más peligroso todavía. Él cree en todo lo que ella dice como si fuera una quinta evangelista, y estaría muy lejos de agradecer a un amigo bien intencionado que intentara ponerlo en conocimiento de cuál es la verdadera naturaleza de su amada. Con que sólo le dijera que su amor ha sido descubierto, él se lo contaría a ella y le diría que yo era quien le había dado la nueva; y ella, para encubrir sus huellas, encontraría la forma de silenciarme para siempre. Permíteme que sea franco contigo, Jaume: para conseguir sus propios fines, doña Ysabel es capaz de llegar a cualquier bajeza y, lo que es todavía peor, nos tiene a todos en su poder. ¿Ha comentado Elvira el asunto con su amiga?

—¿Con Belita? No, Belita no sabe nada. Don Diego y don Luis la comparten ahora fraternalmente, de modo que nunca está en la gran cabina entre la medianoche y el amanecer. Elvira confió sólo en mí.

—Pues entonces dile que el secreto no debe continuar viaje. Nosotros dos podemos mantenerlo sin riesgos, pero a no ser que quiera ser echada por la borda de popa una noche sin luna...

—Tenéis razón, don Andrés —dijo él—. Vaya, pues sí que el diablo se ha echado una cana al aire.

* * *

Avanzábamos por entonces unas veinte leguas al día, y el 27 de noviembre el vigía avistó un tronco flotante y una enmarañada masa de algas de agua dulce en la que, cuando llegamos junto a ella, vimos almendras, un tejado de paja quemado a medias y un par de serpientes. Pedro Fernández examinó el sol y, para beneficio de don Diego, comunicó que habíamos alcanzado ya los cinco grados de latitud sur; pero nos encontrábamos todavía a siete grados de latitud,, navegando no lejos del extremo norte de las islas Salomón. El viento había virado hacia el suroeste trayendo consigo chaparrones y lluvias, lo cual probaba, según dijo, que Nueva Guinea ya no estaba muy lejos. Una gran marejada de fondo nos atrapó de frente; el barco empezó a inclinarse ominosamente y luego a mecerse cuando otra serie de grandes olas nos atacó desde estribor. Este embate hizo peligrar el maderamen del navío e intensificó nuestros sufrimientos; pero también desalentó las visitas nocturnas de doña Ysabel a la sala de cartografía, porque aun el amor más apasionado encuentra la horma de sus zapatos en el mareo. Así, pues, seguimos adelante sin visitar ni avistar siquiera las islas Salomón. Ningún hombre blanco puso hasta ahora los pies en ellas y su posición sigue siendo un secreto que pocos comparten.

Los vientos hiciéronse variables y a veces cesaban por completo, pero la marejada persistía lúgubre; nuestro recorrido diario disminuyó a ocho leguas diarias o menos aún cuando nos aproximábamos al ecuador, que no cruzamos hasta el 13 de diciembre. Santa Lucía, cuya festividad es ese día, cura los ojos dañados y devuelve la visión poco clara; cuando el sol de su festividad se elevó, el cielo estaba claro, el aire sereno, el mar tranquilo, pero ni el hombre de vista más aguda podría haber divisado el menor rastro de tierra en el horizonte sin nubes.

Pedro Fernández aguardaba el pronunciado desdén de doña Ysabel, y por algún tiempo, cuanto más ásperas eran las palabras que le dirigía, mayor era su gozo. Cuando ella interrumpió sus visitas nocturnas al cuarto de cartografía, adivinó que el mareo era la causa y sintió pena por ella. Pero se recobró y aun así siguió sin aparecer; y aunque se encontraran solos en la gran cabina, el modo con que lo trataba era tan frío y severo como un juez que juzga la vida de un hombre. El no se impacientó suponiendo que estaría en período de menstruación, pero ella siguió manteniéndolo a distancia. ¿Qué podía él hacer? Habiéndose comprometido a no revelar su secreto mediante palabra, mirada o acto alguno, esperó discretamente su decisión.

Jaume y yo advertimos un cambio en él. Parecía alguien a quien se hubiera hecho entrar en el paraíso por la puerta trasera para ser arrojado luego por la ventana sin previo aviso, de cabeza por el espacio, como Vulcano en la fábula, sin saber cuándo ha de estrellarse contra la dura tierra. Por supuesto, que nunca se quejó ante mí ni ante nadie. Tenía trabajo en abundancia en qué ocupar la mente y mantenerlo alejado de las tristes meditaciones, pues era a la vez piloto y capitán de un barco con escasa tripulación, mal provisto y en pésimas condiciones de navegación. Ocupó su lugar en la mesa compartida entre la menguada compañía que comprendía a la gobernadora, sus dos hermanos, el mayor Moran, el capitán López, el alférez Torres y yo. Luisa, la vida de Juan de Buitrago hubiera debido encontrarse entre nosotros o, cuando menos, dándosele su ración de alimento, pues ya su vientre estaba muy hinchado, pero doña Ysabel no debía nada, decía, a la reliquia de un traidor probado, y debía contentarse con su pasada y humilde condición.

Nunca antes ni a partir de entonces había yo comido en compañía tan desagradable. Dado que doña Mariana guardaba cama, no había bromas y burlas y muy poco era lo que se conversaba, excepto cuando don Luis se lamentaba de no atreverse a enfrentarse a sus acreedores en Lima y que por fuerza debía probar fortuna en la China o en la isla de las Especias; o cuando don Diego encontraba defectos en la cena; a lo cual su hermana siempre replicaba que si comiera una migaja menos, tanto más gozaría el alimento. De vez en cuando uno de los Barreto dejaba escapar una observación despechada dirigida contra el piloto principal, subrayada por la risa servil del mayor y el alférez; pero el capitán López, el piloto principal y yo comíamos en silencio.

Por fin una mañana mientras doña Ysabel me dictaba un inventario de sus provisiones privadas, entró Pedro Fernández con lúgubre aspecto y jugando innecesariamente con el gorro que llevaba en las manos.

—Estoy ocupada, piloto —dijo ella.

—Deseo hablar a su señoría de la galeota —contestó él mirando fijo delante de sí.

—Dirigios a mí de «vuestra excelencia», os lo ruego. ¿Qué sucede ahora?

—La San Felipe se comporta de un modo extraño desde hace ya dos días. Se mantiene alejada y no contesta nuestras señales.

—Pero ¿por qué?

—Hace tres días, cuando su piloto vino a bordo para comparar rumbos, vio que nuestro palo mayor se había rajado. Debe de haberle dicho al capitán Corzo que era improbable que llegáramos nunca a las Filipinas. Si la caída de nuestro mástil nos incapacitara, el honor le obligaría a venir a nuestro rescate ¿lo comprendéis?

—¡Oh, así es cómo demuestra su gratitud! Muy bien, esperad que la galeota aparezca y advertidle: «Órdenes de su excelencia: el capitán Corzo debe mantener su posición a media legua de distancia de popa so pena de ser declarado traidor.»

—¿Y eso es todo?

—¡En nombre de Dios! ¿Qué más queréis, papanatas, que estáis ahí de pie boquiabierto, suspirando y jugueteando con vuestro gorro grasiento? ¿Qué diablos os ha dado últimamente? ¿Padecéis la fiebre u os habéis enamorado de la ramera Pancha? ¡Idos, hombre, antes de que pierda la paciencia! Dejadme terminar estos malditos cálculos. Andrés ¿cuántos frascos de aceite dije que quedaban?

—Diecisiete, vuestra excelencia —repliqué—, además del que está ahora en uso.

—¿Me permitís una palabra en privado? —preguntó Pedro Fernández ansioso.

—No, no os la permito. Andrés es discreto como una ostra. Si tenéis algo que decir, fuera con ello y partid luego.

Él la miró con muda apelación, tragó saliva, le hizo una reverencia y se retiró. No mucho después, lo oí llamar a la San Felipe y transmitirle el mensaje con las manos a los lados de la boca; pero al caer la tarde, el capitán Corzo había cambiado de rumbo y a la mañana se había perdido de vista. La fragata se afanaba todavía por seguir adelante a nuestro babor, pues su actual piloto era un vulgar marinero incapaz de leer un mapa o hacer uso de una cruz geométrica, de modo que su única esperanza de sobrevivir era seguir nuestro rumbo.

Estábamos empezando a sentir la mordedura del hambre: el bizcocho y el tasajo de cerdo que habíamos recogido en Santa Cruz se habían terminado y la ración diaria se había reducido a media libra de harina mohosa y la cuarta parte de una pinta de agua apestosa llena de cucarachas ahogadas. Nuestro cocinero mezclaba la harina con agua salada y amasaba hojuelas que cocinaba sobre la ceniza caliente. No tardaron en ocurrir tales atrocidades, que vacilo en ponerlas por escrito. Se cometieron crímenes contra natura, como en la ocasión en que un hombre adulto le robó la cazoleta de agua a un niño agonizante. Dos soldados enfermos y una mujer enloquecieron; aullaban y farfullaban y hubo que encerrarlos por temor de que dañaran a alguien.

Doña Ysabel jamás se aventuraba afuera. Una guardia armada se había apostado para impedir que los soldados y la tripulación la importunaran con peticiones, e hizo transportar toda la artillería, los arcabuces y la pólvora a popa, de modo que si intentaban amotinarse, la gente del castillo de popa tendría pleno dominio de ellos. Todos recibían igual ración, pero a ella le pareció atinado dar a sus guardias y sirvientes el doble. No se tenía gran consideración por el piloto principal ni por mí. En la mesa compartida sólo los Barreto comían lo que se les antojaba; al resto de nosotros se nos exigía un precio de hambre por todo lo que se nos ponía delante. Se nos vendía la harina a seis pesos la libra y el aceite a veinte pesos la pinta; doña Ysabel aceptaba el pago al contado o lo descontaba de nuestras inversiones; pero calculaba su valor sólo en un real por peso. Mi modesta inversión de trescientos pesos y lo que se me adeudaba de pagos, que sumaba otros treinta, no durarían mucho a este ritmo; pero gozaba todavía de buena salud y escapé del escorbuto que, no mucho después de cruzar el ecuador, empezó a manifestarse entre los miembros de la tripulación en forma de úlceras abiertas en las manos y los pies.

—Don Andrés puede alimentarse de su propia grasa como los osos en invierno —bromeó el mayor.

En mi registro de muertes brotaron nuevas cruces. Difícilmente transcurriera un día ahora sin que un cadáver o dos fueran arrojados por la borda: en el mes que empezó con la festividad de Santa Lucía, perdimos veintinueve con inclusión de dos mujeres jóvenes y cinco niños. Los soldados y los colonos vivían en una inmundicia indescriptible, orgullo, esperanzas y afectos perdidos. No había sitio donde no se oyera el lamento:

—¡Agua, agua!

Si debía atravesar el barco para llevar un recado al castillo de proa, los hombres mostraban la lengua hinchada y la señalaban como Dives llamando a Lázaro; y mujeres de pechos marchitos, para que me apiadara, levantaban el cuerpecito miserable de sus hijos. ¡Pobre Juanito, el niño de teta de don Álvaro! Era un niño robusto y tardó demasiado en morir.

Pedro Fernández andaba aturdido cumpliendo con su deber por fuerza de la costumbre, aunque haciéndolo todo bien. Parecía ahora resignado a la invariable crueldad de doña Ysabel como a algo por completo inexplicable; y sólo cuando ella abandonó la menor pretensión de caridad y se reveló con sus verdaderos colores, advirtió cuál era la situación entre ellos: lo había tirado como a un zapato viejo y sus viejos juramentos de amor duradero habían sido enteramente sin valor e insinceros. Sin embargo, le fue difícil acomodarse al cambio y aún trataba de encontrar excusas a su desvergonzada avaricia y el olvido de los principios cristianos.

Aparejos y velas estaban ahora en tal estado de podredumbre, que la tripulación no daba abasto para coserlas y empalmarlas; carpinteros, pajes, negros y toda otra persona disponible con excepción de los soldados estaban obligados a ayudar en la prestación de este servicio. El soporte del bauprés, que se había aflojado en una colisión con la galeota ocurrida unos meses atrás, se soltó ahora casi por completo colgando a estribor y llevándose el bauprés consigo; de modo que la vela de abanico con todos sus aparejos cayeron al mar, sin que fuera posible recuperar nada. El estay mayor cedió por segunda vez y nuestro único medio de mantener el palo mayor en posición fue improvisar otro estay utilizando los restos de uno de los cables de cáñamo que nos habían traicionado en la bahía Graciosa y los amarres que Pedro Fernández y el segundo contramaestre desguarnecieron para ese fin. No había una verga que no estuviera inclinada hacia abajo por causa de los elevadores y las cuerdas partidas, y durante tres días o más aún podía verse una vela sobre cubierta porque nadie tenía la fuerza o el ánimo para izarla nuevamente con una cuerda que había sido ensamblada treinta y tres veces. El piloto principal hizo desvergar las gavias y las utilizó para enmendar nuestras dos velas bajas, que eran las únicas que ahora llevábamos. La obra muerta del barco estaba tan abierta, que cuando navegábamos ciñendo el viento, el agua entraba y salía inundando las entrecubiertas. Sólo la estructura lo mantenía a flote: era de la excelente madera peruana llamada guatchapeli, que jamás parece torcerse ni pudrirse.

El hombre más malvado de a bordo era don Diego, que comía y bebía con tanta libertad como si fuera invitado del virrey; y el más virtuoso por universal consenso, Juan Leal, el que tenía a su cargo a los enfermos. El venerable anciano enfermó de la fiebre él mismo, pero se levantó de su camastro al tercer día para cuidar a sus compañeros. Les practicaba sangrías, les aplicaba ventosas, les hacía la cama, vaciaba sus bacinillas y los ayudaba a sobrellevar la enfermedad con palabras de aliento o a bien morir para entregar luego con ánimo pío sus cuerpos a la profundidad del mar. En Chile, treinta años atrás, había sido soldado y todavía conservaba cierto aire militar a pesar de su blusa de arpillera, sus pies descalzos y su enmarañada barba gris que le llegaba a la cintura. Nadie lo vio nunca dormir y parecía vivir del aire. El sobrecargo admiraba a Juan Leal y robaba agua y alimentos de la despensa de doña Ysabel, que Matías y Juárez, que se turnaban en la guardia al pie de la escalera de cabina, le entregaban para que los distribuyera entre los enfermos. Lo mismo hacía, por insistencia de ambos veteranos, para doña Luisa; estaba de acuerdo con ellos en que realmente sería una lástima que Juan de Buitrago no dejara herencia de su espíritu valiente y marcial.

El viento soplaba desde el noreste y así se mantuvo durante un mes entero. Dado que teníamos que navegar de bolina, entraba mucha agua en el barco, y no hubo otro remedio que hacer funcionar las bombas durante una hora al comienzo de cada una de las guardias. Conseguir hombres para el desempeño de esta tarea costaba mucho a los oficiales aun cuando se les prometiera una doble ración como incentivo. Algunos se iban furtivamente y se escondían; otros se negaban a trabajar desafiantes; otros aun se acostaban y simulaban estar enfermos. Era preciso obligarlos a obedecer a latigazos.

El 16 de diciembre, cuando nos encontrábamos a tres grados de latitud sur, el piloto principal fue al encuentro de doña Ysabel y le pidió en nombre de la caridad cristiana que socorriera a los enfermos de gravedad; tenía una lista de unos treinta hombres y mujeres en la mano. Ella contestó que no le era posible prescindir de alimento alguno, pero él le dirigió una mirada tan tétrica, que cedió y prometió reservarles una ración diaria de potaje de guisantes acompañada de media jarra de miel y restos de la gordura del tocino mientras estos alimentos duraran y, todas las tardes, una jarra de agua algo azucarada. Y no habíamos hecho todavía más de la tercera parte del viaje a las Filipinas.

Al día siguiente el capitán De Vera se nos acercó y, cuando estuvo a la par de nosotros, nos gritó que el alférez real había saltado por la borda en un ataque de locura; también que el barco hacía agua como una criba. Nos pidió en préstamo tres marineros para que ayudaran a su tripulación, que estaba agotada de tanto trabajar en las bombas.

La guardia del contramaestre fue enviada a bordo de la fragata para mantenerla seca mientras el maestro carpintero buscaba las goteras para taparlas; pero comunicó que ni todos los carpinteros de navío de la Vieja España podrían hacer nada por ella, pues estaba tan gastada que le era posible atravesar con un dedo cualquiera de sus lados con tanta facilidad como si fuera un queso. Pedro Fernández le pidió entonces encarecidamente a la gobernadora que abandonara la Santa Catalina y que acogiera a toda su tripulación junto con todo su aprovisionamiento y sus aparejos. Ella le dio por respuesta un rotundo «No» sin la menor explicación ni excusa y lo despidió. Antes de que tuviera tiempo de reconsiderar el asunto, él volvió a presentarse ante ella y le comunicó que la fragata estaba condenada; y que con diez marineros más, una nueva vela y más cordaje, la nave capitana tenía mejores perspectivas de llegar a Manila.

—¡No! —repitió ella añadiendo esta vez—: No confío en el capitán De Vera: él participaba en el plan para matarme y no puedo concebir cómo mi marido lo perdonó. Sin duda fue él quien asesinó al alférez real porque se negó a participar en un nuevo atentado contra mi vida.

La verdad era que temía traer a bordo el cadáver de don Álvaro, pero tampoco se atrevía a dejarlo en un barco abandonado. De modo que el piloto principal fue al encuentro del capitán De Vera y le dijo:

—Le he rogado a doña Ysabel que os haga espacio junto con vuestros hombres en el San Gerónimo, pero desconfía de vos. ¿Por qué no os dirigís vos mismo a ella? Permanecer aquí significa el fin.

—Amigo mío —respondió el capitán De Vera—, sólo una cosa me impide seguir vuestro consejo: mi honor. Prefiero que me trague el abismo que pedirle el menor favor a esa loba, a esa bruja, a esa asesina, o aun que encontrarme en el mismo barco que ella.

—Esas son palabras excesivas, mi señor. Pero si sois demasiado orgulloso para pedir, llevad vuestra gente a bordo a medianoche con las provisiones y aparejos que podáis reunir. Os recibiremos como hermanos y doña Ysabel no se atreverá nunca a haceros volver atrás.

—Piloto, tenéis mi gratitud por vuestros buenos oficios; pero yo sé mejor que vos a qué atenerme. Una mujer que tuvo el corazón de matar a su marido contando con sus terrores supersticiosos, por cierto no se apiadará de mí. Si voy a bordo del San Gerónimo, debería hacerlo armado y arrojarla a ella y a sus hermanos al mar, por lo cual me colgarían en Manila, o desarmado y sufrir el mismo destino aquí y ahora. No, prefiero permanecer donde me encuentro; quizá la fragata llegue a puerto todavía o podamos escapar en el esquife hasta alguna isla.

Algo antes del amanecer perdimos de vista la linterna de la Santa Catalina aunque el aire estaba despejado; entonces el piloto principal mitigó la velocidad de la marcha y esperó que apareciera. Don Diego puso el grito en el cielo: no era ése momento de demorar la navegación y, a no ser que se nos hubiera adelantado durante la noche, habría adoptado un rumbo propio. Cuando Pedro Fernández declaró que sería un crimen abandonar en alta mar a una embarcación hermana sin un piloto capaz de gobernarla, respondió que la situación que vivían era tal que Dios debía contar para todos, cada cual para sí y el resto que se lo llevara el diablo. Al caer la tarde la gobernadora dio orden de reanudar la navegación y no era posible desobedecer.

* * *

Mientras doña Mariana yacía en agonía, se reanimó en su corazón el recuerdo del destino de su marido; y aunque había quedado vengada en el fin de don Álvaro por la parte que éste desempeñara en él, veía ahora la historia de la riña en una luz diferente. Doña Ysabel debía de haber temido que al morir don Álvaro, el almirante lo sucediera en la capitanía general y en la gobernación de las islas y que sus hijos eventualmente heredaran el marquesado, desdicha que estaba dispuesta a prevenir con toda firmeza; por tanto, persuadiría a don Álvaro a encadenarlo por algún tiempo con las cadenas de la castidad y entretanto maquinaría contra su vida. De ese modo, aun cuando don Lope no se hubiera refocilado con la mujer del sargento, no pasaría mucho sin que fuera asesinado o ejecutado, acusado de un falso delito para evitar la consumación del matrimonio. Quizás el padre Juan se lo hubiese advertido, pues era bastante sagaz cuando le venía en ganas y, por tanto, se hubiera escurrido no bien avistada Santa Cruz.

—¡Qué generosa tonta he sido! —suspiró doña Mariana—. Primero por haber servido de alcahueta en la seducción del piloto principal por Ysabel, luego, por ayudarla a enviudar y ahora por guardar silencio mientras ella está encinta de un hijo póstumo aunque ilegítimo. ¡Quiera la Virgen que sea una niña y torcida por añadidura!

Le confió estos pensamientos a Pancha, que era ahora su doncella (pues Inés había muerto) y le prometió legarle un collar de oro si le llevaba un mensaje al piloto principal. Debía decírsele el motivo por el que recibía ahora un mal tratamiento: que como ahora doña Ysabel estaba preñada, ya no tenía necesidad de sus servicios amatorios; además que el cuento de la muerte de su esposa era falso, basado en la información que él mismo había procurado el día que partieran de Paita y que, por lo que de cierto se sabía, quizá doña Ana se encontrara restablecida y en buen estado de salud. Se le haría llegar una carta sellada una semana después de llegar a Manila cuya existencia lo proveería de seguridad, si seguía las instrucciones que se le daban, etcétera, etcétera.

Escribí a su dictado el testamento de doña Mariana y dos de los pajes sirvieron de testigos. Aparte del collar para Pancha que recompensaba los buenos cuidados dispensados y doscientos pesos en plata para decir misas por su alma, dejaba todo lo que poseía a don Fernando de Castro, un sobrino de su primer marido, que se encontraba en la actualidad en las Filipinas, y también lo convertía en su ejecutor testamentario; ninguno de los Barreto se beneficiaba en nada con su testamento ni recibía la menor mención en él. Había quedado reducida a un hilo y no tenía ya esperanzas de recuperación, pero no parecía desconsolada ante la perspectiva de su muerte. Falleció al día siguiente temprano por la mañana sin una oración ni una queja; sólo Pancha y yo nos encontrábamos junto a su lecho. Cuando le llevé la noticia a doña Ysabel, me pidió que le leyera el testamento, que yo tenía conmigo; después de una atenta lectura, observó que su pobre hermana tenía alterado el juicio desde hacía ya muchas semanas, y me lo devolvió meneando la cabeza con melancolía.