[6] y a dar la mano. También se cortaron las uñas de las manos y los pies con tijeras y se afeitaron sus escasas barbas con navajas. Por supuesto, todos los nativos querían estos instrumentos para sí, pero acordamos no abaratar su valor entregándolos sin una buena gratificación a cambio, como lo habíamos hecho en Santa Cristina. Buscamos afanosamente alguna chuchería de oro sin poder encontrarla; sin embargo, se sostenía que los nativos no tenían tino suficiente como para valorar el precioso metal, para no hablar ya de la capacidad de minería y fundición.

El general decidió permanecer anclados aquí unos pocos días y, a la mañana siguiente, salió a navegar en la chalupa con el coronel y algunos soldados. Se dirigieron hacia la entrada de la bahía, pero cuando volvieron al caer la tarde, no hicieron comentario alguno sobre lo realizado aquel día. De la adustez de sus expresiones, dedujimos un profundo desacuerdo, y el segundo contramaestre que timoneaba el bote, me dijo que habían desembarcado en el rocoso promontorio hacia el norte y que habían andado allí por el término de una hora con intercambio de violentas gesticulaciones.

Se negó toda solicitud de desembarco hasta que don Álvaro se hubiera asegurado de la actitud amistosa de los aldeanos; aunque ésta parecía ya bastante evidente. Iban y venían trayendo agua para nuestro diario consumo en cáscaras de coco obturadas con hojas y manifestando sincero afecto y buena voluntad. También nos daban plátanos de diversas clases, cocos, castañas como las de las islas Marquesas, enormes nueces de triple cáscara difíciles de quebrar, pero de sabor muy dulce, otras nueces con el tamaño y la forma de dátiles, corazones de palmas, papayas y caña de azúcar; también peces de múltiples especies (algunos pescados con líneas, otros con tridentes de madera) y, lo que más nos gustaba de todo, grandes cantidades de cerdo asado.

El tercer día Malope nos hizo una ceremoniosa visita escoltado por cincuenta canoas que, mientras él estuvo a bordo, aguardaron en círculo a nuestro alrededor. Los aldeanos mantenían sus armas fuera de la vista, pero el coronel desconfiaba de ellos y ordenó que treinta arcabuceros se alinearan a lo largo de la borda con las armas prontas en caso de que se intentara algún acto de traición. Sucedió que don Álvaro estaba concentrado en sus devociones cuando Malope llegó, y el coronel, con bastante aspereza, le dijo que esperara; pero o bien aquél no lo entendió, o consideró que el coronel no tenía derecho a inmiscuirse en una cuestión que concernía a caciques. Le dirigió una mesurada y majestuosa respuesta y siguió su camino.

—¡Detened a ese sujeto! —gritó el coronel, y el centinela que estaba en lo alto de la escalera de la toldilla levantó el arma con aire amenazador.

Aunque ningún disparo había perturbado todavía la paz en la bahía Graciosa, Malope dio muestras de miedo: quizá tomó el arcabuz por un palo, o le hubiera llegado la noticia de nuestro primer encuentro a lo largo de la costa. Huyó como un venado esquivándose de lado a lado de la cubierta para evitar la captura —porque varios de entre nosotros tratamos de detenerlo para asegurarle que no abrigábamos malas intenciones para con él—, saltó por sobre la borda, subió a una canoa y no tardó en alejarse a toda prisa en dirección de la costa con su numeroso séquito por detrás. No bien puso pie en tierra, mucha gente se precipitó hacia él con abundantes parloteos y risas como si lo felicitaran por haber escapado por tan poco de una emboscada.

Esa misma tarde, los nativos que ocupaban un grupo de chozas cerca de nuestro fondeadero, se retiraron a la aldea, llevando consigo todas sus posesiones, acto que provocó las sospechas de la alta oficialidad, aunque para mí era evidente que Malope había ido a bordo con la generosa intención de invitarnos a asentarnos en su territorio y nos ofrecía ahora esas chozas para que dispusiéramos de ellas. Don Álvaro decidió enviar a un emisario desarmado para asegurarle a Malope nuestra buena voluntad; estos salvajes, dijo, tenían un corazón noble en demasía como para atacar a un hombre indefenso. Primero, convocó al coronel, quien, despectivo, se negó a servir como voluntario para misión semejante, alegando que la única manera de tratar con esos bribones era la lengua de las armas, y que con veinte buenos hombres se haría cargo de pacificar la bahía en el término de una semana. Después fue invitado don Lorenzo, pero éste sostuvo que enviar a un hombre desarmado a un antro de caníbales era peor que un asesinato.

—Si vuestra excelencia quiere regalar a vuestro amigo pagano una res para su espetón ¿por qué no sacrificar a nuestro Andresito? ¿No estuvimos todos de acuerdo hace algunos días que resultaría el bocado más tierno entre los presentes?

—Estoy dispuesto a ir —dije yo algo picado—. Tengo una alta consideración por Malope y no temo por mi vida.

Casi en seguida lamenté mi apresurada oferta, pero don Álvaro la aceptó con rapidez y no me quedaba retirada honorable alguna; de modo que a la mañana siguiente, después de una noche miserable, pasada casi toda de rodillas, me llevaron remando a tierra como un ganso a la feria de San Miguel. Cuando pisé la playa, el primer español en hacerlo, las rodillas me temblaban, pero avancé con tanta dignidad como me fue posible acumular, apelando con todo mi corazón a Nuestra Señora de Sevilla. Una multitud de nativos que bailaban alegremente, me condujeron a lo largo del camino de la costa junto a huertas y jardines donde crecían ñames, muy bien cuidados, hasta que llegamos a la aldea. En su entrada se levantaba la casa de las asambleas, donde también se guardaban las canoas de guerra en número de siete u ocho; tenía treinta pasos de largo y su techo de bambú descansaba sobre postes tallados. Uno de estos postes representaba un tiburón erguido sobre la cola con un cuerpo de hombre que le desaparecía por las fauces; en las otras había talladas las figuras de caciques. En la cumbrera y las vigas había pintadas varias escenas en rojo: una batalla entre canoas, una expedición de pesca y guerreros que danzaban con actitud obscena delante de un demonio de cuerpo macilento y rayado, una cola parecida a la de un perro y peces en el cabello. Desde los anchos aleros colgaba una hilera de mandíbulas de cerdo y, desde la cumbrera, las tibias y los omóplatos de un hombre, lo cual me produjo no poca aprensión. En torno a la casa de Malope, que al principio confundí con un templo, y el cobertizo donde guardaba sus ñames, veinte o más chozas comunes seguían un trazado circular.

Todos los principales guerreros me saludaron con pródiga hospitalidad y, aunque se apresuraron a abrirme el jubón para admirar mi blanca piel y tomarse otras libertades con mi persona, al menos no se admitían mujeres en la casa de asambleas ni en sus inmediaciones, de modo que no tenía motivo para ruborizarme.

Cuando me preguntaron por mi cometido, dije:

—Malope-Mendaña-amigos.