21
Abandono de la colonia
Don Lorenzo hacía lo que estuviera de su parte por el bienestar de las tropas a pesar de su herida, que se encontraba ahora en estado de purulencia, y el día después de aquel en que tuvo lugar el funeral del general, ordenó que el capitán de artillería, junto con diez convalecientes, se embarcaran en la fragata para renovar la búsqueda del Santa Ysabel. Estuvieron ausentes quince días y, aunque siguieron las instrucciones al pie de la letra, no hallaron ni rastro de nuestros compañeros perdidos. El capitán López trajo un montón de madreperla desde uno de los islotes situados al noreste, pero ninguna perla; también a ocho guapos muchachos de color claro que no nos fueron de utilidad alguna como anfitriones, ni tampoco como intérpretes, pues era la suya una lengua totalmente distinta de la que se hablaba en Santa Cruz. Algunos lo acusaron de tener inclinaciones viciosas, pero es mi creencia, que actuó por mera estupidez. Al llegar, los muchachos atraparon con lanzas una veintena de peces en la bahía, que dividieron entre sí y los oficiales; pero al cabo de unos pocos días, la novedad de su situación dejó de interesarles. Después de habernos despojado de muchos juguetes y bagatelas, robaron una canoa adecuada a la navegación marina, y se fueron de regreso a su patria.
Un hecho igualmente estúpido fue el cometido por el capitán De Vera, que atrapó a seis mujeres con seis niños como rehenes de la aldea más allá de la de Malope. Como al principio se negaban a comer los alimentos que se les ponía por delante, se permitió que sus maridos las visitaran diariamente, pero éstos venían acompañados de numerosos parientes que clamaban en altas voces por su liberación, gritando y lamentándose a la entrada del cuartel de guardia y de la residencia. Al cabo de una semana, doña Ysabel, cansada de la farsa, los puso en libertad a petición del piloto principal.
Entretanto la fiebre se había extendido a la nave capitana, donde el capitán de artillería y dos miembros de la guardia permanente murieron, pero hasta el momento ninguno de los de la tripulación estaba afectado; y luego, a los barcos menores, donde casi todos los marineros enfermaron y quince murieron. Se produjo entonces una constante mudanza de sedes: los que estaban en tierra tenían esperanzas de recuperarse a bordo, y viceversa. Yo estaba de nuevo en pie y en movimiento, aunque mis pasos eran todavía vacilantes y derramaba lágrimas de pura debilidad a la menor excusa. El aspecto desolado del campamento me impresionó; las tropas, mugrientas y desaliñadas, sin avergonzarse ya de sus armaduras ruinosas y herrumbradas; montones de desechos eran arrojados fuera de las casas y se quedaban allí pudriéndose; todo cultivo había sido abandonado; las zanjas cavadas para servir de retrete, descuidadas, despedían un olor nauseabundo.
El único oficial cuyo espíritu no había sido quebrantado por el común infortunio era el piloto principal: para demostrar que todavía tenía fe en la empresa, aun ofreció hacer venir a tierra a sus marineros para que plantaran ñame y maíz. Un día el alférez real fue a visitarlo. No sé de cierto si actuaba por cuenta propia o si iba en representación de otros para que dijera lo que dijo; de cualquier modo, advirtió a Pedro Fernández que dejara de inmiscuirse, a no ser que quisiera ser apuñalado, ahorcado o, en el mejor de los casos, abandonado en la isla por la que albergaba un afecto tan extraño como morboso.
—De modo que habéis vuelto a vuestras viejas ideas —dijo con tristeza el piloto principal—. Esperaba que el cruel destino del coronel os habría enseñado prudencia. Estamos aquí, don Toribio, para servir a Dios y al rey con el máximo de nuestra capacidad, y nadie que haya conducido un arado mira atrás...
Don Toribio lo interrumpió sin miramientos:
—¿De modo que cantáis todavía la vieja canción Marque el paso, ¡sus, sus, sus!, asumís una actitud más militar que nunca lo hiciera el coronel y lloráis por los paganos a los que engañamos con falsas esperanzas de salvación? Vuestra religiosidad es meritoria, pero dado que no habrá sacerdote que vele por el bienestar de sus almas después de bautizados, me parece más piadoso dejarlos en paz. En el presente, a no ser que desconozca la doctrina católica, hay preparado para ellos un limbo, estado perfectamente tolerable si se lo compara con el purgatorio y el infierno que esperan a los bautizados que mueren en pecado.
—¿Cómo «que no habrá sacerdote»? ¿No está nuestro vicario dispuesto acaso a predicar y bautizar aquí durante tantos años como de vida le conceda el Señor?
—Vuestros datos son anticuados. El mismo padre Juan ha redactado una petición dirigida a doña Ysabel en la que hace constar muchas objeciones irrefutables a la posibilidad de permanecer en la colonia, y no hay hombre en tierra capaz de sostener una pluma que no haya puesto su marca en ella o la haya firmado. Entonces era entonces; ahora es ahora. Muchas cosas han sucedido desde la ejecución del coronel, y puesto que el vicario está del lado de la razón, los signatarios no tienen por qué temer la venganza de la gobernadora.
—¿Dio ese paso por impulso propio? —preguntó asombrado Pedro Fernández.
—Diría yo que el capitán Corzo lo presionó un poquillo; y también que él no lamentó ser presionado, pues experimenta gran deseo de estar con aves de su propio negro plumaje. Pero da igual: el papel ostenta su nombre en el encabezamiento y mañana le dará lectura ante vuestra tripulación.
Sólo diecinueve soldados eran todavía capaces de portar armas, y la mayor parte de ellos padecía la fiebre, de modo que sólo podían prestar servicios de centinelas durante el día. Los dos soldados veteranos se hicieron de renombre por llevar a cabo sus tareas sin deterioro del estilo militar, cuando sus camaradas se habían abandonado a la desesperación: Juárez estuvo de guardia trece noches consecutivas, y Matías, quince. Sostenían que existe una estrecha afinidad entre un soldado y su equipo.
—Deja que tu yelmo se oxide y te dolerá la cabeza; no te pulas el peto y el dolor atenazará tus pulmones; descuida tu espada y el brazo perderá fuerzas.
Cuando se les dio la petición a firmar, ni siquiera quisieron mirarla, diciendo con acritud:
—Somos soldados ignorantes; no conocemos el latín.
El padre Juan fue a la sala de cartografía y le rogó al piloto principal que firmara y que convenciera a su tripulación de hacer lo mismo. Respondió que, desde que su propuesta de cosechar grano había sido tan mal recibida por las tropas, su petición le despertaba escasas simpatías: la leería a los marineros, pero nada más.
El vicario comprendió entonces que estaba disgustado, pero observó sagazmente:
—Hijo mío, si creyera que vuestros motivos de querer permanecer en la isla fueran exclusivamente religiosos, os elogiaría...
Se interrumpió allí, pues había sido llamado al castillo de proa, pero se encontraba todavía en el combés del barco cuando gritó:
—¡Mi cabeza, mi cabeza! ¡Oh, Dios, protegedme!
Y se aferró a la borda. Fue llevado abajo a la cabina de Juan de la Isla, donde se comprobó que era presa de un fuerte ataque de la fiebre.
Pedro Fernández fue a tierra a buscar sus ropas de cama y su bagaje y a advertirle a doña Ysabel que no se celebraría misa en varios días cuando menos. Por no interrumpirla en su dolor, desde la muerte de don Álvaro sólo le había hecho una visita breve y formal; pero en esta ocasión tenía esperanzas de que se le concediera una audiencia más prolongada. La encontró con los ojos secos y vestida de negro de pies a cabeza, lo cual enaltecía la belleza de sus cabellos dorados y de su láctea piel.
—Una gobernadora no debe ceder al dolor —le dijo con triste sonrisa—, aunque su corazón llore por dentro.
Cuando se enteró de la aflicción que aquejaba al vicario, se ofreció a brindarle los alimentos de su propia mesa, pero no pareció que la noticia la preocupara demasiado, comentando tan sólo que no es posible oponerse a los designios de Dios.
Él estaba por despedirse con un deferente saludo, cuando doña Ysabel lo detuvo.
—Querido amigo —dijo—, habéis sido testigo del coraje con que me enfrenté a mi cruel desgracia. ¿Podéis también vos fortalecer vuestro corazón lo bastante como para escuchar malas noticias que os conciernen muy de cerca?
Pedro Fernández le contestó que sí, que podría, puesto que sus labios eliminarían el aguijón de cualquier infortunio que pronunciaran por grande que éste fuera.
—Escuchad entonces, amigo Pedro —dijo apretando la mano con que lo asía por la manga—. Unas horas antes de morir mi bendito esposo, me hizo una grave confesión: que en El Callao, la noche en que debíamos hacernos a la mar, le llegó una carta de vuestro cuñado, el confesor de las clarisas en Lima, en la que comunicaba que vuestra esposa había muerto en paz en su presencia después de recibir los sacramentos. El funeral debía tener lugar a la mañana siguiente y era su deseo que vos asistierais a él. Puesto que vuestra esposa estaba más allá de las posibilidades de recibir ayuda humana, al general le pareció bien no transmitiros el mensaje, pues no era posible renunciar a vuestros servicios. Me dijo que a menudo había tenido intención de daros la noticia, pero temió perturbar vuestra mente ya en exceso preocupada por los cuidados de la navegación; además, había destruido la carta de vuestro cuñado por temor de que Miguel Llano la leyera y, además, se avergonzaba del engaño.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Pedro Fernández y los sollozos hicieron estremecer su poderosa estructura. Había amado a doña Ana con la devoción extravagante que a menudo sienten los pilotos de alta mar por las esposas de las que permanecen separados durante años seguidos. Pero pronto logró el dominio de su dolor, como si la valiente actitud de doña Ysabel le debiera servir de ejemplo, y suspiró y se persignó con devoción:
—¡Que su alma tenga eterno descanso! El Señor da y también es quien quita... ¡Bendito sea su nombre!
Ella avanzó y le rozó tiernamente la frente con los labios.
—¡Ay, querido Pedro, siento piedad por vos! Sé muy bien el dolor que padecéis.
Todavía llorando, él se arrojó a sus pies, pero ella lo levantó implorándole con dulzura que no cediera al dolor. Luego añadió lo que antes había omitido, que su cuñado se había hecho cargo de la crianza del niño huérfano de madre, y que cuidaba bien de él en su propia casa.
Cuando Pedro Fernández se despidió, en cierta medida consolado por la bondad de que doña Ysabel le había dado muestras, ésta le encomendó que, en nombre de ella y de la expedición, no permitiera que la gran pérdida sufrida hiciera estragos en su mente al punto de descuidar sus deberes.
—Ahora que mi bendito esposo yace bajo tierra —dijo— y mis tres hermanos guardan cama, sois el único hombre en que pueda confiar. Se nos acusa comúnmente a los gallegos de reservarnos para nosotros mismos y que desconfiamos aun de nuestros vecinos, para no hablar ya de los extranjeros; sin embargo, cuando un forastero nos demuestra verdadera amistad, que nos prueba con frecuentes actos de devoción ¡vaya! pues entonces lo admitimos en la intimidad de nuestro círculo y no tenemos secretos para él, y todo lo que es nuestro le pertenece.
Él confió y creyó en ella. Después de haber pasado casi toda la noche, de rodillas rezando por el alma de su esposa, por la mañana pensó que era su deber perdonarle a don Lorenzo sus amenazas asesinas y reconciliarse con él. En el ala de la residencia que se había cedido a don Lorenzo en su calidad de capitán general, encontró a doña Mariana sola que lo cuidaba. Más allá de la ayuda que pueden dispensar los médicos, estaba tendido en la cama rígido como un botafuego, cuando le dio un espasmo y gimió desconsolado como un criminal en el potro. Tenía en la cara una sonrisa fija, con las comisuras de los labios estiradas hacia abajo y hacia atrás, y la frente cubierta de sudor. Por una viga del techo se había pasado una gruesa cuerda, y doña Mariana le dijo al piloto principal llorando:
—Sólo con esto y la ayuda de los hombres fuertes podemos volverlo de lado.
Porque la sonrisa crispada de don Lorenzo no expresaba alegría ni desafío: era el hórrido sardonicus risus, —el calambre espasmódico de un hombre que sufre la agonía del tétanos.
—¿Cómo estáis, mi señor? —preguntó el piloto principal con una voz que expresaba conmiseración.
—Me estoy muriendo, don Pedro —respondió confusamente a través de los dientes apretados—, y, me temo, sin confesión. —Al cabo de una pausa se le oyó decir—: ¡Oh, muerte, en qué desdichado estado me sorprendes! —Luego dirigió la mirada al crucifijo y musitó—: ¡Señor, ten piedad de mí, pecador!
Pedro Fernández ofreció ir en busca del vicario; doña Mariana le agradeció llorosa su solicitud. Aliviado por poder mitigar su propio dolor en el servicio a los demás, volvió a la nave capitana y le rogó al padre Juan que escuchara en confesión a don Lorenzo, al que no le quedaba ni una hora de via.
—¡No es más lo que a mí me queda! —susurró el vicario—. No obstante, que lo traigan junto a mi lecho y haré lo que me pedís.
—¡Ay, reverendo padre, eso es imposible!
Y el piloto principal le explicó la situación.
—Yo no puedo ir a él, hijo mío. Me faltan fuerzas.
—Dios os las devolverá —dijo el otro, agregando que no era posible permitir que un hombre joven muriera sin confesión y que su vida quedara interrumpida sumida en el pecado; ni nadie, en realidad, mientras hubiera un sacerdote cerca.
—Estáis empeñado en matarme —gruñó el pobre vicario—. ¿No veis que me es imposible tenerme en pie? ¿No tenéis piedad? Pero, haced lo que os plazca, llevadme donde queráis: no importa mucho cuándo y cómo yo muera.
Permitió que lo envolvieran en una manta y luego que lo bajaran al esquife, y desde el rompeolas Pedro Fernández lo cargó sobre sus propias espaldas hasta la residencia. Allí escuchó en confesión a don Lorenzo, y también a otros cuatro hombres agonizantes que habían sido llevados al cuarto del enfermo, donde se les administró el sacramento. Cuando hubo terminado, fue devuelto con ternura a su cabina mientras agradecimientos y bendiciones le sonaban todavía en los oídos.
A la mañana siguiente, temprano, el 2 de noviembre, murió don Lorenzo agotado por sus convulsiones, una de las cuales fue tan violenta que le desgarró los músculos del vientre. ¡Dios lo haya perdonado! Doña Ysabel se dolió profundamente de su deceso y le consagró los mismos honores funerarios que a don Álvaro, aunque su cortejo fue lamentablemente pequeño y, a falta de sacerdote, fue Pedro Fernández quien dio lectura al servicio fúnebre. La capitanía general estaba ahora vacante, pues don Lorenzo no se había cuidado de nombrar a un sucesor.
Toda la familia de Juan de la Isla sucumbió. Durante la última semana de octubre la fiel esposa de don Juan y su hija perecieron de la fiebre, sumidas en la mayor inquietud; y ahora él mismo, sin tiempo para acogerse a los beneficios de las administraciones postreras del vicario, confesó sus pecados directamente a su Hacedor y fue al encuentro de la muerte con tan animoso corazón, que parecía ya un peregrino camino del cielo. Este hombre honorable y bravo, jamás había dicho una sola palabra de arrepentimiento por el ciego negocio que había hecho con su inversión en estas islas, a gran diferencia de sus colegas los otros mercaderes, los hermanos Castillo, cuyas maldiciones y lamentos casi no tenían otro motivo. Tanto Diego como Luis Barreto, que recibían la atención constante de los sirvientes de doña Ysabel y alimentos sustanciosos y delicados, superaron los efectos de la fiebre sin mucha dificultad, y don Diego sucedió a su hermano en el comando de su compañía.
Andrés Castillo fue el próximo en morir, seguido de su hermano Mariano y de doña María Ponce. Por este tiempo los salvajes ya no nos hacían la guerra, aunque sabían muy bien en qué trampa estábamos cogidos y que diez hombres decididos que vinieran por la noche podrían someter sin dificultad a nuestros centinelas y apoderarse del campamento. Si era el temor a nuestra artillería o a contagiarse de la fiebre lo que los detenía, o si sentían lástima de nosotros, seguirá siendo objeto de conjetura; de cualquier manera, seguían dejando sustanciosos regalos de alimentos a las puertas del campamento, que nosotros les retribuíamos con la ropa de los que habían muerto. Sin embargo, a pesar de esta amistad, una mañana el sobrino del coronel fue encontrado en la playa a medias metido en el agua, con una flecha clavada en el corazón y una herida en la nuca como si hubiera caído sobre una piedra afilada. Como no se exigió venganza alguna de los nativos, sospecho que los dos Barreto, celosos por el honor de doña Mariana, lo habrían aguardado escondidos una noche y, después de atontarlo con un garrote, le habrían clavado una flecha en el corazón. Ella recibió la nueva con serenidad —¿cómo podría no hacerlo?—, pero sufrió tanto o más por ello.
El 5 de noviembre doña Ysabel volvió a la gran cabina, alegando que la residencia le traía recuerdos de las últimas horas de don Álvaro y también de don Lorenzo, demasiado angustiosos como para que pudiera soportarlos; no obstante, un sucio demonio todavía la alentaba al crimen. Dejó pasar tres días para que el dolor de Pedro Fernández se mitigara y lo atacó luego de manera encubierta; entretanto lo había visto a menudo y le había hablado con dulzura y religiosidad de su común infortunio. La cuarta noche le dijo:
—Amigo mío, si no me equivoco, es voluntad de Dios que abandonemos nuestra misión en estas islas y dejemos incumplidas las esperanzas y las plegarias de mi pobre marido; ya pronto no tendremos sacerdote. Si no fuera por esto, aun abandonada por todos salvo muy pocos, seguiría hasta el amargo final. Vos, lo sé, no abandonaréis jamás mi causa suceda lo que sucediere ahora que, como yo, estáis solo en el mundo. No podría decir con verdad lo mismo de nadie, no, ni siquiera de mis hermanos.
Pedro Fernández le aseguró que se sentía profundamente honrado por la confianza que depositaba en él, que no estaba desacertada y que la tenía en más alta estima que mujer viva alguna o aun que hombre alguno, en realidad, salvo que se tratara de Su Majestad el rey o el Santo Padre en Roma; pero estaba dolorosamente de acuerdo con ella en que, si el vicario no se recobraba, debería hacerse lo que ella decía.
—No obstante, no es necesario que esta sea nuestra última visita a vuestro dominio. Sois la sola heredera de don Álvaro y un día, con otra expedición, mejor equipada, igualmente bien tripulada, más firme en la fe y en toda otra cosa, volveréis para reanudar la tarea que ahora interrumpís; y ese día es mi intención navegar con vos.
Le habló de su ambición de descubrir el gran continente de Australia del que los chinos afirmaban tener conocimiento, y de su celo por empezar la tarea de convertir a sus fecundos millones.
—Entonces, señora mía, seréis virreina y yo, si no despreciáis a alguien de baja alcurnia, tendré a mi mando vuestras flotas.
Ella se enjugó una lágrima asegurándole que lo tenía en más que a todos los grandes de la Vieja España, pero que —tanto más había que dolerse de ello— la perspectiva que le ponía por delante era irrealizable. Aunque ella era capaz de luchar contra las dificultades de organizar una nueva expedición y superarlas, como ya lo había hecho antes —«y confieso», suspiró, «que mi marido fue antes un estorbo que una ayuda cuando me afanaba por ambos»—, sólo un impedimento ponía barreras en el camino: que don Álvaro no había dejado heredero varón.
—Creo en verdad —prosiguió— que si pudiera presentarme ante Su Majestad en Madrid y, cayendo a sus pies, le rogara que confiriera la capitanía general a mi niño, hijo de don Álvaro, no vacilaría en hacerlo. Todas las puertas se abrirían entonces y también las bolsas, un millar de audaces caballeros clamarían por navegar bajo mi pendón, y una vez más sería yo gobernadora de las islas Salomón; y vos, amigo Pedro, por vuestra fidelidad, seríais el custodio de mi hijo. En el momento oportuno, con la ayuda de Dios, me convertiríais en virreina de Australia —¡qué dulce suena semejante título!— y la santa Iglesia recogería la más rica cosecha de almas desde su fundación. Pero ¡ay! éstos no son sino Cándidos sueños. Por causa de la santa continencia de don Álvaro, no hay heredero en mi vientre que aguarde su nacimiento póstumo. El rey despreciará la súplica de una viuda estéril, y esta isla y todo el resto quedará en manos del que las tenía antes de nuestra llegada.
Se puso en pie y se alejó apresuradamente como si fuera a ventilar su dolor a solas, pues tenía muy buen sentido de lo trágico.
Por este tiempo, las tropas enfermas habían vuelto dispersas a bordo del San Gerónimo en la esperanza de confesarse con el padre Juan antes de que éste muriera; sólo el alférez real, el sargento Andrada y doce hombres en buen estado de salud permanecieron en el campamento. Vivían juntos en el cuartel de guardia protegiendo a los marineros que llenaban de agua lo que quedaba de nuestros cascos y cántaros y los transportaban luego en carretillas desde la fuente hasta el rompeolas. Como también hacía falta combustible, fueron derribadas varias cabañas y se aserraron leños del tamaño conveniente. Los nativos observaban esta actividad desde cierta distancia y, al ver que nos disponíamos a partir, nos hicieron víctimas de burlas coreadas, pero no nos dieron muestras de ninguna otra hostilidad.
El 17 de noviembre, por fin de nuevo las velas en los barcos, el alférez real arrió la bandera, trazó en los edificios que quedaban la cruz de San Andrés para protegerlos de los salvajes y se trasladó a bordo de la nave capitana con sus hombres. Doña Ysabel había dado orden de que los perros debían dejarse abandonados a causa de la escasez de provisiones, y nos apenó ver a los fieles animales correr en manada a lo largo de la línea de la costa, ladrando y aullando como si nos dirigieran un reproche. Sólo uno se atrevió a lanzarse al mar y nadar hacia el San Gerónimo. Era «Carlota», la más pequeña de todos ellos y, aunque algunos querían matar a la pobre criatura de un disparo o dejar que se ahogara, la recibimos a bordo y no tardó en encontrar nuevo hogar en el castillo de proa, donde los marineros la apreciaron mucho.
De este modo, abandonamos la colonia, antes aun de que se hubiera decidido adónde dirigirnos y de qué manera. Los barcos estaban en ruinosas condiciones y ninguno de nosotros tenía la menor idea de cómo proveernos de víveres. El piloto principal le pidió al padre Juan que recurriera a Dios en busca de guía, lo cual él hizo con profundo sentimiento.
—¡Oh, Dios —suplicó—, escucha la plegaria de tu sacerdote en agonía! Hemos pecado y tu mano nos ha castigado. ¡Oh, perdona nuestras deudas, concede prudencia a nuestros jefes y llévanos sin pérdida a un puerto cristiano! —Luego, cayendo de espaldas agotado sobre la almohada, dijo entre un suspiro y un gruñido—: Hijo mío, estoy exhausto, no puedo hacer más. Mandad venir a Andrés Serrano; debo hacer testamento.
Fue esta una empresa sencilla porque el buen padre tenía muy poco que legar, salvo los quinientos pesos de su inversión por los que nadie le daría ahora cinco en plata contante y sonante y porque todo iba al obispo de Lima para que se distribuyera entre los sacerdotes de la catedral. Se les dio orden al sargento Andrada y a dos soldados que velaran por turno junto a su lecho de enfermo, y poco más o menos a medianoche, uno de ellos, que tenía cierta instrucción, le leía en voz alta Símbolo de la fe, de fray Luis de Granada; esto fortaleció mucho al padre, cuyas esperanzas de seguir viviendo se renovaron. Al amanecer, el piloto principal fue a su lado para tomarle el pulso.
—Reverendo padre —dijo con tristeza—, ya no queda mucho tiempo.
—Lo sé, hijo mío —respondió—. Dios sea alabado: pronto estaremos en camino y dejaremos atrás este rincón del infierno que tan caro nos ha costado.
—¡Ay, padre, no os engañéis! Sería conveniente que os prepararais para el viaje del que no hay retorno.
—¿Por qué no me lo advertisteis antes? —se lamentó—. Era tan poco el dolor que sentía que creía haber emprendido el camino de la recuperación. —Pidió un crucifijo y asiéndolo con ambas manos, rezó angustiado—: ¡Oh, Padre eterno que me enviaste aquí, no sé qué debo hacer ni decir! ¿Dónde se encuentra el sacerdote que esté a mi lado en esta hora de necesidad? Pronto perderé la capacidad de hablar.
Casi en seguida lo ganó la agonía de la muerte; no obstante, sus labios articularon las palabras:
—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Y, sin más, expiró.
Se habló de un entierro formal en el cementerio, pero nadie quería volver al campamento después de la última odiosa despedida. Con el pretexto de que los nativos podrían profanar sus restos, se decidió darles sepultura en el mar.
Ese día el viento, que desde nuestra llegada había soplado desde el este y el sureste, de pronto viró al norte. No era un ventarrón ni medianamente violento, pero con ayuda de las enormes olas que venían desde la boca de la bahía, bastó para romper tres de nuestros cuatro cables; y el cuarto, que era delgado, parecía demasiado débil como para un barco de semejante tamaño. Las rocas no estaban lejos, y como el piloto principal no podía abrigar esperanzas de evitar el naufragio izando las velas, nos previno que debíamos estar dispuestos a recurrir a los botes. Matías hizo una tétrica broma sobre el asunto.
—No temáis por el barco, vuestra señoría —dijo—. Terridiri bendijo ese cable con la cabeza de tiburón en Santa Cristina y profetizó que el barco nunca se iría a pique. Además ¿no fue este el único cable que no fue rociado con agua bendita cuando salimos de El Callao?
Fue obligado a callar con indignación y amenazado con una azotaina, pero sus palabras circularon por el barco y los supersticiosos soldados, que no tenían ya un sacerdote que los guiara, tomaron su blasfemia por la verdad. Aun así, el cable por cierto se mantuvo firme, bendición por la cual, el piloto principal y yo cuando menos, agradecimos a Aquel de la que provenía; y el viento viró nuevamente hacia el este.
A la mañana siguiente temprano, el sargento Andrada se dirigió a don Diego, que era la máxima autoridad ahora en la nave capitana después de doña Ysabel, y le dijo:
—Vuestra señoría, anoche soñé que me enviabais al islote del Huerto frente a la bahía y que encontraba allí cerdos y bizcochos bastantes como para procurar provisiones para toda la compañía durante un mes.
—Id, sargento —replicó don Diego—. Coged la chalupa y escoged a todos los hombres capaces de que podáis disponer. Veremos si sois tan buen soñador como el patriarca José.
—Pero ¿cuál será mi recompensa?
—Una décima parte de lo que traigáis; tenéis mi palabra de que así se hará.
Por supuesto, antes de mediodía volvió con cinco grandes canoas en remolque cargadas casi hasta la borda de bizcochos de ñame que había encontrado escondidos entre unas espesas malezas junto a un arroyo, y veinte cerdos; sostuvo que había matado por lo menos a un centenar, pero que no había tenido los medios para transportarlos. Sus camaradas nos contaron que los había conducido directamente al arroyo pretendiendo que un divino instinto lo guiaba, y se procuró las canoas; y de allí a una aldea cercana donde encontraron una gran pocilga llena de cerdos, como si estuvieran preparados para celebrar una fiesta. Allí, aunque fue recibido hospitalariamente por el cacique y se le obsequiaron diez cerdos y abundantes cocos, cuando pidió más y le fueron negados, hizo fuego contra sus anfitriones sin previa advertencia. Mató a una veintena de ellos y a todos los cerdos que había en la pocilga, aunque sabía que la chalupa no contendría a más de veinte. Los aldeanos huyeron y fueron perseguidos hasta desaparecer de la vista, cuando un abismo se abrió en su sendero y tres hombres cayeron en él sobre agudas estacas; el calzado impidió que quedaran empalados, pero aun así un escudero salió con un corte espantoso en la pierna.
Andrada, hombre sanguinario que detestaba a todos los nativos desde que perdiera sus incisivos, de ningún modo parecía el tipo de persona a quien Dios fuera a hacerle revelación alguna. Cuando indagué el asunto más a fondo, Juárez me dijo la verdad: que la aldea más próxima al campamento era aliada de la que habitaba el islote, y que todos sus cerdos y bizcochos habían sido enviados de noche a ella, para evitar su pérdida; y que el sargento le había sonsacado el secreto a un rehén sacudiendo un collar de cuentas de vidrio ante sus ojos.
Andrada fue debidamente recompensado con dos cerdos y tres sacos de bizcochos por sus molestias; uno de los cerdos se lo vendió al sobrecargo por cinco pesos de plata y el otro se lo guardó para sí. Después que las tropas se hartaron de tripas y morcillas, se salaron los cuerpos; pero como don Diego se negó a dar a la tripulación parte del botín, Pedro Fernández se vio obligado a ir él mismo de incursión. Ese mismo día volvió con la chalupa al islote del Huerto en compañía de veinte soldados y una docena de soldados de la fragata. Desembarcaron cerca de una aldea a menos de una legua de la escena de los desmanes de Andrada y, a pesar de la exhibición de una bandera de tregua, fueron recibidos por una lluvia de flechas y proyectiles de honda. Un par de disparos por sobre las cabezas del enemigo los puso en fuga y nuestra gente entró en la aldea, pero encontraron sólo unos pocos cestos de bizcocho y ninguna raíz, salvo la utilizada para hacer una tintura de color anaranjado. Siguieron a los nativos que ascendieron a una colina hasta que encontraron un pequeño valle fértil, donde los soldados cortaron grandes racimos de plátanos, derribaron tres palmas para coger sus cocos y también encontraron una casa de almacenaje atestada de bizcochos. Después de otra escaramuza sin derramamiento de sangre, lograron transportar la totalidad de este valioso botín y lo cargaron en el bote, que el piloto principal hizo regresar a la nave capitana. Ordenó a la tripulación que se le uniera tan pronto como le fuera posible; entretanto él conduciría a la partida a lo largo de la costa para recolectar más provisiones en cierto promontorio cubierto de palmeras, donde esperaría hasta ser recogido. Llegó nuevamente a tierra y, al no encontrar oposición, se abrió camino hasta el punto deseado; allí hizo derribar una veintena de árboles, recogió almendras y cocos y cortó una buena cantidad de palmitos, muy buenos para combatir el escorbuto.
A últimas horas de la tarde, la chalupa no había vuelto todavía y la tripulación se inquietaba por la demora. Pedro Fernández, temiendo que hubiera sido sorprendida y capturada, los condujo a lo largo de la línea de la costa hasta el punto de desembarco original en la esperanza de encontrar una canoa que pudiera ser enviada a la nave capitana e informar el sitio en que se encontraban. Pero los hombres creían que el bote había llegado al San Gerónimo sin tropiezos y que don Diego habría convencido a su hermana de partir con sus provisiones dejándolos abandonados. Nada que les dijera el piloto principal era capaz de persuadirlos de que semejante idea era una tontería. Terminó por indignarse y juró que aun cuando en el barco quedaran marineros bastantes como para manejarlo y algún oficial capaz de trazar un curso, doña Ysabel jamás aceptaría una tan maligna propuesta.
Marcharon con cansancio a lo largo de la costa hasta la puesta de sol; descansaron entonces un rato y luego siguieron viaje; pero como el sendero se desvaneció, tuvieron que avanzar entre rocas afiladas, zonas cenagosas y una selva que no parecían haber sido nunca perturbadas desde el día de su creación. A cierta altura debieron desviarse vadeando hundidos hasta la cintura en el mar. A medianoche no les era posible seguir avanzando, pues dos de los soldados que convalecían de la fiebre sufrieron un desmayo; pero a la hora en que canta el gallo, oyeron gritos y vieron la linterna de la chalupa que los buscaba. El viento había sido contrario y la tripulación no había estado en condiciones de utilizar los remos. El piloto principal hizo embarcar a sus hombres con alegría, aunque estaban por completo fatigados y, después de cargar los palmitos y las nueces, llegaron al San Gerónimo al romper el alba.
Durmió durante cinco horas, pero luego fue convocado a un consejo que se celebraría en la gran cabina, cuyas actas se adjuntan.
Nada más de importancia ocurrió ese día, el último que habríamos de pasar en Santa Cruz; pero cuando llegó la noche, el capitán De Vera regresó a tierra con seis hombres a desenterrar el ataúd del general, lo que logró sin que los nativos lo perturbaran, y lo transportó hasta el rompeolas. Juárez Mendés y Matías Pineto fueron de la partida. Pidieron ser los últimos en abandonar la isla, honor que les había concedido el alférez real cuando fue arriada la bandera. Les fue consentido, y reembarcaron; pero cuando dieron voces al galeón, don Diego le dijo al capitán que llevara el ataúd a bordo de la fragata asegurando que esa era la orden de doña Ysabel. Nada me costó creerlo: aunque deseaba transportar el cadáver a Manila para acallar cualesquiera rumores de que don Álvaro no hubiera muerto de muerte natural, navegar con él en el mismo barco era cosa muy distinta.
A bordo del San Gerónimo, en la bahía Graciosa de la isla de Santa Cruz, el 18 de noviembre de 1595.
Los presentes eran: doña Ysabel Barreto, gobernadora de las islas Salomón; el mayor don Luis Morán; el capitán don Diego Barreto, don Felipe Corzo, don Diego de Vera, don Manuel López; los alféreces don Luis Barreto, don Toribio de Bedeterra y Diego de Torres; y también el piloto principal, capitán don Pedro Fernández de Quirós, con Martín Groc, piloto de la galeota San Felipe.
Doña Ysabel inició el curso de acción del consejo diciendo que era su intención abandonar Santa Cruz sin demora y dirigirse a San Cristóbal, una de las islas Salomón, en un último intento de encontrar al galeón Santa Ysabel. Si esto así le fuera concedido, haría entonces lo que mejor le pareciera a servicio de Dios y de Su Majestad. Pero si la búsqueda resultara infructuosa, se dirigiría a Manila, en las Filipinas, para reacondicionar la flotilla, encontrar sacerdotes, reclutar colonos y volver a las dichas islas para satisfacer las órdenes de Su Majestad. Convocaba ahora a los oficiales militares para que expresaran su opinión sobre la pertinencia de estas proposiciones.
El mayor Morán y los tres comandantes de compañía se abstuvieron de comentar nada. El capitán López preguntó en qué dirección se situaba San Cristóbal: si al este o al oeste.
Cuando se le pidió una respuesta, el piloto principal consideró que no sería respetuoso para con la memoria de don Álvaro sostener que las islas Salomón quedaran al oeste y, por tanto, rogaba que se lo excusara de dar una opinión. Cuando el capitán López objetó que el consejo no debería ser mantenido en la ignorancia de asuntos tan importantes, propuso que se siguiera el curso oeste-suroeste hasta llegar a una latitud de once grados al sur y que, si por entonces no se había encontrado tierra, seguirían un curso noroeste hasta llegar a las Filipinas.
Puesto que ningún otro oficial tenía más comentarios que hacer, la proposición se sometió a votación, que fue aceptada por unanimidad, puesta por escrito y firmada por todos los presentes.
Doña Ysabel expresó entonces el deseo de que el piloto principal informara del grado de seguridad con que la flotilla podía hacerse a la mar; él afirmó que el fondo de la nave capitana estaba en pésimas condiciones y gran parte de su cordaje, podrido y que las condiciones de la galeota San Felipe y la fragata Santa Catalina no eran mejores, además de contar con una tripulación peligrosamente escasa por causa de la enfermedad. Aconsejó el abandono de los barcos menores después de despojarlos de velas, cordaje, etcétera, y transportar su tripulación y cargamento al San Gerónimo.
Doña Ysabel preguntó al capitán De Vera, comandante de la fragata en reemplazo del capitán Alonso de Leyva, fallecido, y al capitán Corzo, comandante y propietario de la galeota, si estaban de acuerdo.
El capitán De Vera replicó que obedecería las órdenes que se le dieran, pero que creía ventajosa la conservación de la fragata para la navegación por aguas en las que sería peligroso que la nave capitana se aventurara. El capitán Corzo, rechazando rotundamente la proposición, declaró que sería un vulgar acto de canibalismo que el galeón se alimentara del cuerpo de sus hermanas; alegó luego que el piloto principal había desdeñado por despecho a la San Felipe y deseaba despojarlo de una barca que valía dos mil pesos cuando menos.
El piloto principal dijo qué el capitán Corzo sobreestimaba su valor: si la nave capitana llegaba alguna vez a Manila, se comprometía a encontrarle un barco mucho mejor por dos mil pesos.
La gobernadora preguntó a la compañía si debería ordenársele al capitán Corzo el abandono de la San Felipe para bien de todos; a lo cual él mismo contestó:
—Todavía llevo mi machete.
El alférez don Luis Barreto declaró que sería una gran injusticia privar al capitán Corzo de su mando después de los leales servicios que había prestado; si no hubiera sido por él, el coronel estaría todavía vivo y cacareando y los Barreto arrojados a los tiburones.
Como el piloto principal no renunció a su opinión, no se llegó a un acuerdo. Doña Ysabel ordenó entonces que el capitán Corzo conservara su barco, y cuando don Luis afirmó que el capitán Leyva había hecho un testamento abierto por el que le legaba una tercera parte de los beneficios de la fragata, accedió a su ruego de que también a este barco se le permitiera navegar.
Hubo una moción de parte del capitán don Diego, apoyada por el mayor Morán y don Luis: los enfermos del San Gerónimo que no hubieran llegado a la crisis de la fiebre deberían transportarse a la Santa Catalina; de ese modo se protegería a los que hasta ese momento habían escapado a la infección y los otros, débiles aún, no serían mantenidos despiertos de noche por causa de su delirio.
El capitán De Vera se opuso diciendo que no habría aceptado el mando si hubiera sabido que la fragata se convertiría en un lazareto flotante. El alférez real, que tenía órdenes de navegar con él en reemplazo del alférez don Diego Torres, presentó la misma objeción. El piloto principal observó que, aunque su propia tarea se aligeraría si la moción se aceptara, la consideraba cruel y nada católica. Pidió que no se privara a los enfermos de las escasas comodidades que podría procurárseles en la nave capitana, tales como protección del resplandor del sol, la lluvia y el aire nocturno; en la fragata tendrían que yacer sobre cubierta.
En este preciso instante, el capitán don Diego se ausentó, pero sólo para volver casi en seguida.
El mayor don Luis Morán sugirió que una vieja vela podría tenderse sobre la cubierta de la Santa Catalina como protección contra los elementos, y dijo que la brisa marina era mucho más saludable que el fétido aire de un castillo de proa.
El piloto principal objetó que semejante instalación estorbaría la navegación y que el brusco descenso de la temperatura al caer la noche, siempre acompañada por el aumento de la fiebre de los enfermos, resultaría fatal en la mayor parte de los casos. Apeló a la caridad de doña Ysabel...
Se ordenó que los enfermos permanecieran en la nave capitana.
Doña Ysabel deseaba que el piloto principal encontrara miembros para tripular los dos barcos más pequeños y también alimentos y agua en cantidad proporcional a su número; además, que diera a sus pilotos cartas e instrucciones sobre el curso de navegación; deberes ambos que se comprometió a cumplir.
El piloto principal solicitó entonces autorización para ausentarse del consejo por haber oído que un hombre gritaba pidiendo su auxilio. Obtuvo el consentimiento para hacerlo y la sesión quedó interrumpida hasta su regreso, cuando comunicó a la gobernadora que el sargento Andrada, siguiendo instrucciones del capitán don Diego, según alegaba, estaba cargando a los enfermos de cuidado a la chalupa para que fueran trasladados a la fragata.
La gobernadora ordenó que el error fuera remediado sin demora; con lo cual se disolvió el consejo.