13
La bahía Graciosa

La mayor parte de los hombres que venían en las canoas eran de baja estatura y negros, con narices anchas, barbilla contraída y ojos hundidos que les daban un aire hosco, aunque en conjunto eran gente animada; unos pocos eran atezados y de nariz grande y curva, como los judíos. Llevaban arcos que los excedían en altura un pie o dos, hachas de piedra pulida, palos curvos, dardos y largas lanzas dentadas. Su desnudez no era tan rotunda como la de los nativos de las islas Marquesas: llevaban asegurada a la cintura una hoja ancha que les cubría las partes pudendas, y los ancianos tenían envuelto apretadamente en torno al abdomen un lienzo blanco. Todos lucían profusos tatuajes con formas regulares, como las que se ven en los bordes de los platos sevillanos, y algunos se habían cubierto el pecho y la parte superior de los brazos con círculos de cicatrices distribuidos en bandas que parecían picaduras de viruela. Como estas figuras no lucían bien en la piel oscura, habían recurrido aun a otros métodos de embellecimiento, tales como blanquearse el pelo o afeitarse la mitad de la cabeza y teñir sólo la otra mitad; y la tripulación de la canoa principal llevaba pequeñas trenzas como las de los toreros, que se ataban con cintas rojas. Sus cuerpos también estaban listados con tintura roja, y en torno al cuello llevaban cuerdas con pequeñas cuentas blancas, dientes de perro, de hombre y de, según más tarde pude averiguarlo, una cierta especie de murciélago gigante; y llevaban brazaletes hechos de una gran concha cuidadosamente bruñida, y medias lunas de madreperla sujetas a la frente o debajo de la barbilla. Pero lo que nos pareció más extraño era el profundo agujero que llevaban horadado en la punta de la nariz en el que metían una pluma o un palillo hecho con una concha curvada como prolongación de aquélla. Las ventanas de la nariz estaban asimismo perforadas para llevar flores, hojas perfumadas o resplandecientes anzuelos de nácar tallado. No vimos mujeres en las canoas ni en el agua.

Nos hicieron señas y nos llamaron, pero nuestros hombres, que no gustaban mucho de su estrafalaria apariencia, contestaron el saludo de mala gana y sujetando con firmeza sus armas. Don Álvaro lanzó un grito de alegría.

—Sí, tienes razón, Myn —dijo—. Fuera de toda duda estos son nuestros anfitriones de tiempo atrás y, a juzgar por las bolsas tejidas que cargan a la espalda, esto debe de ser parte de San Cristóbal; además, la latitud concuerda exactamente. Me dirigiré ahora a ellos.

Llamó a los negros nativos que remaban a nuestro alrededor parloteando y, levantando la mano en demanda de silencio, exclamó:

—Arra caiboco español. Arra ago iapulu. ¡Teo narriu! ¡Teo varia!

Lo que significa: «Soy un cacique español que viene de haber atravesado muchas leguas de océano. Vosotros y yo somos hermanos. Que no haya entre nosotros guerras ni disputas.»

Ninguno de ellos pareció entender una sola palabra y, cuando respondieron, don Álvaro permaneció igualmente ignorante de lo dicho.

—La gente de este distrito —dijo con cierta frustración— parece hablar un dialecto diferente del que yo aprendí en la bahía de la Estrella. Pero no importa. No tardarán en captar lo bastante de español como para que haya intercambio... ¡Venid, mis buenos bribones, que uno o dos de vosotros suba a bordo y los recompensaré con espléndidos regalos!

Un flaco nativo anciano estaba de pie en la proa de la gran canoa. Llevaba menos ornamentos que sus compañeros, pero evidentemente era su jefe. Señalando al general con una mueca de disgusto, y cogiéndose la nariz como si oliera un cadáver, cogió un bastón pulido y lo sacudió amenazante. La noticia de cómo nos juzgara pasó de canoa a canoa y en seguida todos asieron sus arcos, lanzaron un resonante grito de guerra y dispararon una lluvia de largas flechas sin emplumar que silbaron contra el costado del barco y las velas. Don Álvaro permaneció junto al pasamano de la borda a popa desdeñando toda protección y abrió los brazos en señal de amistad. Si los salvajes le hubieran estado apuntando, le habrían clavado tantas flechas como a un san Sebastián, pues rara vez yerran su blanco a treinta pasos; pero su ira se dirigía al barco, no a nuestra gente.

—¡Abrid fuego! —gritó el coronel sin esperar las órdenes de don Álvaro, y cada uno de los arcabuces disparó con gran estrépito. El jefe y otros veinte cayeron muertos, muchos otros fueron heridos y el resto huyó, aunque no lo bastante abatidos como para no disparar algunas flechas de despedida. En la confusión por escapar, varias canoas chocaron; una de ellas había quedado perforada, pero la mitad de la tripulación a la vez empezó a achicar el agua con cáscaras de coco, mientras la otra mitad remaba furiosamente en la esperanza de llegar a la playa antes de que se hundiera.

—Si nos damos prisa —dijo el coronel— todavía podemos atrapar a esa liebre herida.

Envió el esquife en su persecución con cuatro arcabuceros, que mataron a uno de los remeros del primer disparo. Sus compañeros se arrojaron al mar y se les permitió salvarse a nado; la canoa se hundió entonces, pero no antes de que nuestra gente cogiera las armas que había en ella para que el general las examinara, como también un saco de los que cargaban al hombro lleno de bizcochos. Don Álvaro los olfateó y dijo que estaban hechos de ñame horneado mezclado con almendras y coco, y luego puesto a secar al sol; los había comido en los viejos tiempos; y esa era otra prueba, si aún fuera necesaria, de que habíamos llegado a las islas de nuestro destino.

Solucionado el interrogante a su entera satisfacción, nos dedicamos todo ese día sin interrupción a la búsqueda de un puerto. La fragata se nos había unido, pero no traía nuevas del Santa Ysabel, lo cual fue causa de que nuestro ánimo se abatiera todavía más. El capitán Leyva comunicó que los flancos del volcán, del todo desprovistos de árboles y baldíos, se levantaban directamente del mar, y que no había puerto, fondeadero ni sitio donde desembarcar en todas las tres leguas de su perímetro. Había oído retumbos y explosiones en su interior, y visto chispas disparadas desde el cráter sobre su cima, visión capaz de provocar atemorizado respeto en el más animoso de los corazones. Por el lado occidental descendía una corriente de lava fundida que, desde dos grandes hendeduras, caía sibilante a las olas; al sureste se abría un cráter menor, pero éste parecía extinto.

Después de navegar unas horas a lo largo de la costa que era ininterrumpidamente rocosa y empinada, con sólo una estrecha franja de playa ocasional, nos refugiamos al atardecer bajo un acantilado no muy elevado, en la boca de una ensenada. Como se comprobó, no fue este un punto de anclaje felizmente escogido: cuando la marea subió esa noche, el San Gerónimo empezó a arrastrar sus anclas y fue llevado hacia la costa. El cielo estaba negro como la brea, salvo por el distante resplandor rojo del volcán, que parecía agrandar aún más el peligro que corríamos. Hasta los marineros más experimentados se alarmaron: enervados por los acontecimientos del día, aullaban, rezaban o lanzaban juramentos indiscriminadamente. El segundo contramaestre estaba de guardia y, confiado en que podría enfrentarse a la situación de emergencia, no llamó en un principio al piloto principal; pero don Álvaro se acercó deprisa para ayudar a levar anclas. El mismo inició el cántico de cabrestante con chillona voz aguda:

Confunda Dios... a turcos y moros.

Destruya Dios... sus malvadas obras.

Ven con nosotros... Dios que

ensalzamos... tu gran Majestad

y adoramos... a tu Hijo único...

—¡Por amor de Dios, vuestra excelencia —gritó Damián—, despertad a la tropa y que levanten estas barras mientras nosotros izamos velas y viramos a sotavento para evitar las rocas!

Pero cerró sus oídos al reclamo de Damián y siguió consagrando sus mezquinas fuerzas al manejo del molinete:

...Maldigan a los paganos... ¡Todos!

Pedro santo... fuerte y grande,

Pablo santo... su hábil compañero,

santo Pedro... santo Pablo.

Interceded... por nuestra salvación...

Juárez, que había subido a ver cuál era la causa de los golpes de pie marcados y de los gritos, volvió corriendo a la escalera de toldilla y bramó para que se lo escuchara abajo:

—¡Afuera, caballeros de la compañía del capitán Barreto, afuera, a cubierta! Si queréis la gloria ¡aquí tenéis una buena oportunidad de conquistarla!

Subieron tambaleantes con armas en la mano.

—¿Dónde está el enemigo, Juárez? Está tan oscuro como dentro de un perro negro.

—¡El mar es nuestro enemigo! Dad una mano con el molinete, fornicadores, o seréis todos gallos muertos y jamás volveréis a cantar. Nos estamos yendo de prisa sobre las rocas. ¡Aquí, Sebastián, y también tú, Federico, aquí, de prisa!

—¡Puf, lo embaucas a uno como un gitano! Que esos marineros piojosos hagan lo suyo, y nosotros haremos lo nuestro.

—¡Perros roñosos y desvergonzados! Si de mí dependiera, os clavaría de una oreja al mástil.

Pero bajaron nuevamente con paso vacilante.

Ya todos los marineros estaban en cubierta, pero había mucho por hacer y el tiempo se agotaba. Me encontré a mí mismo en el molinete en compañía de Juárez, cuatro marineros, dos aprendices, tres pajes, un mercader y su negro, el capellán, Jaume, el camarero, Juan Leal, el viejo enfermero, y Pancha, la sirvienta de doña Ysabel; todos esforzándonos como Sísifo junto a su piedra. Pancha pedía a gritos a la Virgen de Guadalupe que nos asistiera, por cuya gracia logramos colocar el ancla verticalmente antes de que fuera demasiado tarde.

Damián, entretanto, se concentraba en que el barco se hiciera a la vela y sus órdenes se destacaban por sobre el bullicio indistinto de las voces:

—¡Ea, valientes, desplegad la gavia anterior, desplegad la gavia principal, que las escotas de gavia estén en su sitio! ¡Dejad caer el trinquete, izad la gavia anterior, izad la gavia principal! ¡Arriba y suelta la vela mayor, y reguladla!

No había apatía ahora: los marineros sabían perfectamente que tenían la vida en sus propias manos. Las velas se acomodaron en un abrir y cerrar de ojos, pero cuando el timonel hizo girar la nave capitana por orden del piloto principal, ésta se inclinó y cargó abundante agua; pensé que volcaría, pero se enderezó noblemente, se alejó de las rocas y entró en el mar abierto.

Los altos oficiales, aunque sabedores del peligro, no se habían movido de su sitio; de tan buen grado habrían cogido las riendas de manos de un cochero, como se degradarían desempeñando el trabajo de un marinero. Es a la vez la fuerza y la debilidad de nosotros los españoles, conocer nuestro deber y desempeñarlo exactamente, cada cual, de acuerdo con la condición a que Dios lo ha llamado. Una vez que nuestro difunto soberano Felipe II estaba sentado junto al fuego, se quedó dormido; el borde de su capa se encendió y pronto estuvo en llamas. Pero de los cortesanos que lo atendían, ninguno estaba en una posición lo bastante elevada como para arrancarle la capa de los hombros, ahogar las llamas o siquiera despertarlo; sólo por casualidad un príncipe de la misma sangre pasaba por allí y pudo rescatarlo de un destino justamente reservado para los heréticos. Es esta formalidad la que convierte a nuestros soldados en los más resueltos del mundo e inconquistables en la batalla. Los heréticos ingleses, en cambio, cuyos ejércitos están constituidos por la chusma, nos superan en el mar, porque la misma compañía de hombres, con desdén por las convenciones honorables, están tan dispuestos a blandir un machete o disparar un falconete como a izar o arriar una vela.

La mañana siguiente estaba húmeda y se oían truenos distantes. Don Álvaro fue a bordo de la San Felipe y él mismo la condujo en busca de un puerto, dando orden de que la nave capitana la siguiera a una distancia prudente. Desdeñó una apertura en la costa al suroeste del volcán, pero cuando al caer la tarde volvía desesperado sin haber encontrado nada, el piloto principal le comunicó que había enviado a la chalupa a explorarla, y que ya no era necesario seguir buscando. Era la entrada a una bahía arenosa, pequeña, pero lo bastante amplia para satisfacer nuestras necesidades, y protegida del viento predominante; entramos en ella y anclamos a doce brazadas.

Entre los árboles que crecían en la parte posterior de la bahía, descubrimos techumbres de paja de gentil declive y amplios aleros; y canoas arrastradas a la playa. A don Álvaro le gustó el aspecto del lugar, que estaba bien regado, pero cuando a solicitud suya el coronel envió al sargento Dimas con diez arcabuceros a tierra para tomar una posición desde la cual cubrir nuestro desembarco, los nativos salieron de sus chozas con armas, no con regalos, en las manos. Desde un grupo de cañas se desencadenó una lluvia de flechas tan espesa que el sargento, que tenía instrucciones de no atacar cualquiera que fuere la provocación,, se retiró con sus hombres a un albergue de canoas que se encontraba en la playa, y abrió boquetes en sus costados para la defensa. Por fortuna, ninguno había sido herido, y don Álvaro, convencido de que los salvajes se estaban concentrando para atacar, ordenó al capitán de artillería que disparara un par de balas contra ellos. El bramido de los falcones y la explosión del disparo entre las cañas puso remedio a la situación; huyeron presas del pánico y arrojaron las armas. Pero temiendo que pronto recuperaran el coraje, don Álvaro llamó a la chalupa, que estaba en camino de regreso, y la envió en busca de los soldados. Había luz suficiente todavía como para que la flotilla se hiciera a la mar sin riesgo, y pronto los tres barcos se trasladaban lentamente otra vez a lo largo de la costa, a una distancia de dos leguas. Cuando a la mañana siguiente nos acercamos a la costa después de haber estado en marcha toda la noche, vimos que había causa para alabar a Dios por lo que excedía a todas nuestras esperanzas: una cómoda bahía protegida de todos los vientos, en una región fértil y próspera.

El general llamó a esta bahía, Graciosa y, por cierto, muy agraciada nos pareció a nosotros; va del nor-noreste, al sur-suroeste y se encuentra en el extremo occidental de la isla, al sur del volcán. Un islote densamente cultivado, de unas cuatro leguas de extensión, se encuentra en su boca, que tiene un estrecho canal a un lado, lleno de riscos y rocas y, en el otro, un pasaje despejado de media legua de ancho; de modo que el circuito de la bahía entera no abarca menos de cuarenta leguas.

Los soldados estuvieron junto a sus armas toda la noche con las mechas encendidas por causa del ruido de tambores, panderos y otros salvajes instrumentos con los que los nativos parecían estimular en su ánimo un guerrero frenesí en nuestra contra; aunque, como lo creo ahora, no hacían más que convocar a fantasmas y espíritus para que nos alejaran.

A la mañana la playa hervía de curiosos, pues la nueva de nuestra llegada había viajado en torno a las costas de la bahía, en las que había construidas una docena de aldeas o aún más; los más audaces se aventuraron en sus canoas para examinar los barcos. Pertenecían a la misma raza de los que habíamos visto el día antes, aunque con inclinaciones más pacíficas. Muchos llevaban flores rojas en el pelo y las ventanas de la nariz y parecían regocijarse de nuestra llegada. Les hicimos señas de que dejaran sus armas en las canoas y subieran a bordo, pero ellos se quedaron allí sonriendo. Por fin un anciano canoso de majestuoso aspecto y piel atezada, que llevaba un tocado de plumas amarillas, rojas y azules y muchos brazaletes, algunos de concha y otros de colmillos de jabalí, vino de la aldea más cercana. La multitud reunida en la costa le abrió paso y profirió gritos de entusiasmo cuando entró en una canoa cuyas incrustaciones de madreperla resplandecían, tomó asiento en la proa y fue conducido a remo a nuestro encuentro. Sin vacilar ascendió por la escala de gato, con dos acompañantes como séquito que lo siguieron, y, aunque llevaba un arco en una mano y un haz de flechas en la otra, a nadie se le ocurrió desarmarlo, tanta era su dignidad. De pie en cubierta, miró a su alrededor con grave aire de indagación y en seguida hizo señas para preguntar quién era el cacique, utilizando la palabra taurique. Un soldado lo condujo al alcázar y cuando ascendió la escalera... ¡qué figura tan resplandeciente fue la que lo recibió!

Difícilmente la sorpresa del salvaje pudo haber sido mayor que la mía. Pestañeé y me refregué los ojos, pero sí, era el general y ningún otro. Satisfecho de que Dios y santo Domingo lo hubieran conducido al término de su viaje y su voto, había emergido de su hábito franciscano como una mariposa de su crisálida, lucía un manto de terciopelo bordado, una ligera gorguera bien lavada y planchada, un traje de satén celeste (el jubón forrado de muchas libras de bombasí, los calzones abultados y acuchillados y ajustados a las medias por ligas rojas ribeteadas de oro), un sombrero de terciopelo rojo con una pluma blanca de avestruz y zapatos cordobeses con grandes hebillas brillantes. Nunca vi mejor fundado el proverbio que dice que el vestido hace al hombre; el fraile había desaparecido y en su lugar estaba el altivo marqués de Neira, prefecto de su majestad de las islas Salomón, en el momento de conceder su primera audiencia, con un pie avanzado y la mano derecha reposando elegantemente en la empuñadura de una espada de gala.

El cacique se aproximó con paso sereno, abandonó las armas como signo de paz y, aunque evidentemente asombrado por la brillantez del vestido del taurique, le dio la bienvenida como a un igual. Don Álvaro, a su vez, le estrechó las manos, lo abrazó y dio muestras de tenerlo en gran estima.

—¿Cómo os llamáis? —le preguntó—. ¿Quién sois?

Señalándose el corazón, el cacique replicó:

—Malope.

El nuevo marqués, cortésmente, repitió el nombre y se presentó como don Álvaro de Mendaña.

—¡Mendaña! —repitió como un eco el cacique. Con una muy agradable sonrisa señaló al general, y dijo—: Taurique Malope. —Y luego, señalándose a sí mismo, agregó—: Taurique Mendaña.

—No —dijo don Álvaro—, es a la inversa... vos sois Malope, yo soy Mendaña.

Pero el otro de ningún modo quiso aceptarlo; de acuerdo con su concepción, habían intercambiado los nombres en señal de amistad y, por tanto, cada cual estaba ligado a la buena voluntad del otro por un vínculo más fuerte aún que el matrimonio. Había hablado en voz baja, lenta y deliberadamente, sin las gesticulaciones que utilizamos los españoles, aunque subrayando la significación de las palabras mediante signos. Por ejemplo, para averiguar si teníamos hambre, retraía el vientre, asumía una expresión de desconsuelo, levantaba las cejas y luego nos miraba inquisitivo. Para saber cuánto tiempo habíamos permanecido en el mar, señalaba el cielo, trazaba una luna nueva en el aire, mantenía en alto la mano y, dubitativamente, mostraba primero un dedo, luego dos y tres, y, por así decir, arrojaba los meses por sobre el hombro.

Recibió como obsequio una camisa roja de carnicero, un par de viejas polainas de terciopelo verde, un cinturón de cuero con hebilla de latón y un espejo en el cual admirarse después que yo lo hube vestido con sus galas (en ocasiones como ésta, siempre me cae en suerte las funciones de ayuda de cámara). Pareció complacido y le dio al general dos de sus brazaletes de concha a cambio, y también un diente de marsopa tallado. Su escolta también recibió regalos: peines de cuerno, cuentas, campanillas, retazos de tafetán y telas de colores y una o dos cartas de baraja. En silencio golpearon palmas delante de sus caras para expresar deleite; luego se introdujeron los peines entre el pelo encordado, se ataron las cuentas y las campanillas en torno al cuello, se pasaron los retazos de tela bajo los brazaletes y, enrollando las cartas para formar tubos con ellas, se las metieron por las perforaciones abiertas en los lóbulos de las orejas. Se permitió que subieran a bordo unos diez nativos en total, y los soldados los trataron con bondad, consintiéndoles, como antes, que les subieran las mangas y les bajaran las medias para probar que eran hombres y no fantasmas; después de lo cual, todos fuimos amigos. Enseñaron a los salvajes a hacer el signo de la paz entrecruzando un dedo índice con el otro, a decir amigos