9
El coronel busca un puerto
No fue sin cierta ansiedad que me senté en la popa de la chalupa junto al piloto principal. El coronel estaba de ánimo provocativo y si hostilizaba a los nativos, el proyectil de una honda o una lanza podrían matarme con tanta eficacia como un arma de naturaleza más mortífera. Había examinado una de las lanzas arrojadas a bordo, que había atravesado la falda del hábito del capellán y lo había dejado clavado en el palo de mesana; culminaba en la púa de la cola de una raya. En cuanto a los proyectiles lanzados por las bombas, el movimiento giratorio que se les impartía, los hacía avanzar de punta con fuerza bastante como para esparcir los sesos de un hombre. Disimulé mi temor, sin embargo, y dirigí una oración silenciosa a mi protectora, Nuestra Señora de la Macarena de Sevilla.
Los marineros de la guardia del piloto principal nos transportaron a la costa y, cuando estuvimos lo bastante cerca como para distinguir el rostro de los isleños, que se acercaban corriendo y gritando de todas direcciones para contemplarnos, nueve canoas aparecieron desde el este y rápidamente nos alcanzaron. Su tripulación blandió sus lanzas no bien nos vieron y nos rodearon con gritos de desafío; quizá ya les hubiera llegado la noticia de la masacre ocurrida en La Magdalena, que, para navíos tan veloces, estaba a menos de un día de navegación.
—¡Atención! —gritó el coronel—. ¡Abrid fuego cuando levante el sombrero!
En previsión de un encuentro semejante, el piloto principal se había provisto de un pañuelo blanco; y ahora, sin pedir autorización, lo levantó y lo agitó ante los nativos, que dejaron de gritar y bajaron las lanzas. El coronel, que por casualidad se dio vuelta, vio el pañuelo y preguntó con gran apasionamiento a Pedro Fernández quién, en nombre del diablo, era el que mandaba la expedición.
—No otro que vos, mi señor —repuso éste—. No obstante, tengo un deber para con mi tripulación inerme que no tiene por qué involucrarse en una lucha innecesaria.
—¡Soltad ese trapo en seguida, señorito, esa insignia de cobardía! —gritó el coronel—. Estos perros circuncisos nos han opuesto la fuerza y con fuerza les contestaremos. ¡Mal le sentaría a un hijo de Santiago rehusar un desafío a la batalla!
Se abrió camino hasta el extremo del bote, arrebató el pañuelo de manos del piloto principal, y lo arrojó por la borda; luego, inestable en el banco de remeros y sostenido por el sargento, haciendo señales de amenaza a los nativos, enderezándose altivo los bigotes grisáceos y blandiendo la espada por sobre su cabeza, gritó con ferocidad:
—¡Viva Santiago!
Los sorprendió nuestro repentino cambio de frente, pero no tardaron en adaptarse a él. Un hombre alto y corpulento de barba blanca y con sombrilla, su cacique, aulló y blandió su lanza con fiereza en respuesta a las amenazas del coronel; así fue cómo el diablo quedó suelto. Los proyectiles lanzados por las hondas repiquetearon contra los flancos de la chalupa y la hilera de escudos; el coronel levantó el sombrero; resonó una descarga y siete nativos cayeron muertos. Del resto, algunos se arrojaron al mar, mientras que otros se alejaron remando a una velocidad sorprendente. Entre los que trataban de salvarse a nado había un hombre con un niño pequeño en brazos, cuya presencia parecía indicar que no habían venido a nuestro encuentro con intenciones guerreras; según yo lo creo, esos nativos regresaban de una expedición de pesca, pues en el fondo de una canoa vi una red barredera que resplandecía de peces pequeños.
Uno de nuestros soldados, Sebastián Lejía de nombre, apuntó con cuidado al hombre que nadaba de espaldas con el niño sostenido por delante y los hundió a ambos en un remolino de sangre. Yo me cubrí los ojos y me persigné. El piloto principal saltó de asqueada indignación.
—¿Quién hizo ese disparo? —gritó furiosamente.
—Fui yo —respondió Sebastián. Luego, avergonzado por lo que había hecho, se excusó lamentablemente—: Su señoría debe de saber que el infierno recibe a los que Dios le destina. Además, tenía órdenes.
Con la mirada del coronel ominosamente fija en él, Pedro Fernández replicó:
—Un soldado debe obedecer órdenes, pero si el hombre estaba en el agua ¿por qué no disparó por sobre su cabeza?
—¿Cómo? ¿Y malograr así la reputación de que gozo por mi puntería?
—No le había hecho ningún daño —dijo el piloto principal— y, sin embargo, de un solo disparo robó a dos almas preciosas la posibilidad de salvarse. Cuando pase el portal del infierno ¿qué importancia tendrá la reputación de su puntería? Nuestra vida en la tierra es breve; la que la sigue es eterna.
—¡Cuidado con incitar a mis soldados! —rugió el coronel, y procedió a declarar que el soldado nada tenía que cargar en su conciencia; Dios amaba el trato franco y los disparos directos.
Dio luego la orden de que la chalupa persiguiera a las canoas hasta el puerto donde se habían refugiado. El piloto principal obedeció a regañadientes. Cuando rodeamos el promontorio, echó una mirada sagaz al fondeadero y declaró sin vacilar que eso no era lo que don Álvaro tenía en mente.
—¿El deseo de reñir con el coronel es lo que os hace decirlo? —preguntó el alférez real, y señaló una aldea que se levantaba en un verde valle frente a nosotros como prueba de la conveniencia del puerto.
Pedro Fernández, sin perder la paciencia, explicó que los nativos no poseían anclas, sino que, al cabo de cada viaje, remolcaban las canoas a tierra; y que éstas, por ser de calado superficial, podían llegar a donde a un galeón no le era posible seguirlas. Las rocas que —como el alférez real podía ver por sí mismo a través de la claridad del agua— cubrían el lecho del puerto, no ofrecían peligro alguno a quienes navegaban en canoas.
El coronel se enardeció ante lo que él llamaba la terquedad del piloto principal, quien, a su vez, manifestó tan claramente su resentimiento, que recibió instrucciones de llevarnos en seguida de regreso al San Gerónimo donde se presentaría al general una doble queja contra él.
Volvimos en silencio sin encontrar ya más canoas, y don Álvaro fue convocado a mediar entre los dos hombres enfadados el uno con el otro; lo cual hizo con bastante tino. El piloto principal, decidió, había estado en falta al desplegar una bandera de tregua sin autorización del coronel y al reprender a un soldado que no había hecho sino cumplir con su deber; no obstante, en cuanto a dar su opinión sobre la seguridad ofrecida por un fondeadero era asunto que le competía con tal que no se expresara de modo irrespetuoso.
El piloto principal no se amilanó.
—¿Es esta una licencia para disparar contra los niños? —preguntó—. Dios me asista, jamás pensé que oiría a su excelencia condonar crimen semejante; tampoco tengo inconveniente en afirmar delante del testigo que sea, que acaba de cometerse lisa y sencillamente un asesinato.
—Escoged vuestras palabras con más cuidado —dijo el general—, o me veré obligado a someteros a libertad limitada.
—¿También a mí me someteríais a libertad limitada? —preguntó doña Ysabel desde su asiento de junto a la ventana en la más dulce de sus voces—. También yo afirmo que fue un asesinato, don Álvaro, y el piloto principal ha demostrado valor católico al negarse a darle aprobación.
El general hizo un débil intento de reconciliación, pero ninguna de ambas partes cedió terreno y el coronel no tardó en abandonar la gran cabina con un portazo. Cuando llegó a su propio aposento, un paje le comunicó que había estado a punto de perder a «Carlota», su perrita blanca; lo cual lo enojó más todavía. Mientras toda la compañía del barco había estado observando la escaramuza desde la borda, dos canoas se habían aproximado inadvertidas desde el lado de estribor y unos nativos atrevidos, que por su color se consideraron de La Magdalena, habían subido furtivos a bordo para invadir la cubierta. Robaron un botafuego, un cesto de costura y el casco de un soldado, y habrían escapado con su pequeño botín, si no hubieran intentado además robar a «Carlota». Ahora bien, los perros de estas islas, allí llamados au-au, que se asemejan a grandes ratas casi sin pelo y cara tosca, no hacen otra cosa que plañir o aullar. Por tanto, cuando uno de los ladrones la agarró sin ceremonias de una oreja para llevársela y ella mostró los dientes y ladró, se sobrecogieron extremadamente, saltaron por sobre la borda con el botafuego y el casco y escaparon en sus canoas antes de que nadie pudiera dispararles. El coronel tomó como insulto personal el intento de secuestro de la criaturita, que había llegado a considerar como a su única amiga verdadera, y juró que sólo podría borrárselo con sangre, y que jamás volvería a dejarla cuando fuera de incursión.
Esa noche Matías Juárez y yo comentamos los sucesos del día. Me había sido posible hacerle al grupo algunos pequeños favores de vez en cuando y gozaba ahora de su plena confianza.
Dijo Matías escupiendo al mar:
—Sebastián es un asno; no importa qué haga, lo hace mal. Tenía orden de disparar, pero al no haber intervenido en la descarga conjunta, podría haberse ahorrado la pólvora y el disparo. No tiene sentido la matanza por la matanza una vez terminada la batalla: muéstrale al enemigo tu fuerza, pero no lo exasperes. El coronel le habría dado al hijo de puta una buena felpa, si el piloto principal no le hubiera sacado las palabras de la boca. Llegará un día en que Sebastián desee tener esa bala todavía en su saco. Hace años ya que conozco a ese estúpido cerdo. Se integró a mi compañía durante los últimos tumultos y la primera vez que me vio se quitó el sombrero como si yo fuera el capitán general. «¿Tendríais la bondad, vuestra señoría, de indicarme cómo lustrar este peto de la mejor manera posible?», me pregunta. «¡Vaya, pues sí, hombre! Enjabónalo bien y échalo luego en la tina de blanqueo», le digo. «Os agradezco humildemente», me dice. «Tengo grandes deseos de ser ordenado y labrarme una buena carrera en el ejército.» Mi Dios, nunca vi algo tan gracioso en mi vida: enjabonó el peto como si fuera la camisa de una señora, hizo que se blanqueara durante tres horas y luego lo colgó de un arbusto para que se secara.
—Sí, es tonto de nacimiento —dijo Juárez volviéndose hacia mí—, el bastardo de un cura, si alguna vez lo hubo. Pero gracias a Dios que existen los tontos; trajo consigo desde Lima un lindo cofre lleno de monedas y tres cuartas partes de ellas están ya seguras en nuestros bolsillos. Sólo un bobalicón como Sebastián es capaz de imaginar que sabe jugar al veintiuno; por algún motivo, cuando juega con nosotros, sus ases y figuras se le vuelan como por arte de magia, y sólo le quedan el seis y el siete... ¿Me pregunto si vuestra señoría tiene todavía alguna gota de ese excelente malvasía que nos disteis a catar anoche? Por el pan del Señor, que hizo a su imagen y semejanza ¡nunca en mi vida probé un vino mejor!
A la mañana siguiente el coronel recibió instrucciones de completar su misión, esta vez, en compañía del segundo contramaestre. A petición de don Álvaro, también yo fui, aunque con pronósticos más lúgubres todavía que en la primera ocasión. Me había hecho el honor en privado de decirme que tenía un buen par de ojos en la cara y daría probablemente una versión más fiel de lo que acaeciera que un soldado o un marinero, cuyo testimonio podría falsearse por el prejuicio.
El coronel nos llevó nuevamente al puerto que Pedro Fernández había rechazado, y desembarcamos. ¡Cómo parecía temblar el suelo debajo de mí después de tantas semanas pasadas en el mar y qué frescos y punzantes me resultaban los perfumes de la isla! Dejando a tres arcabuceros para guardar el bote, el coronel condujo al resto de su fuerza por la playa para rodear la aldea. Esta estaba constituida de unas cuarenta chozas estrechas espaciadas entre sí y techadas de hojas de palma; cada una de las chozas estaba rodeada de un cerco regular de cañas y montada sobre una terraza de piedra individual. Altos soportes de bambú con crucetas de madera atadas a ellos, formaban las estructuras; los techos eran menos empinadamente inclinados en la parte delantera que en la trasera, donde tocaban al suelo; las puertas, entre postes tallados, eran bajas y se deslizaban por ranuras, pero algunas chozas no las tenían y toda la parte frontal se abría al aire libre. Una gran casa de almacenamiento decorada y una casa de asambleas de quince pasos de largo atrajeron mi mirada.
Los habitantes reían y charlaban como si lo que nosotros hiciéramos no fuera cosa de su incumbencia, contemplándonos con asombro y admiración; me recordaban a los campesinos de mi país cuando los ingenieros del ejército van a una aldea a trazar un campamento. El coronel apostó piquetes en los flancos y en la parte posterior; cuando los cántaros de agua, que los marineros trajeron de la playa, fueron colocados en una fila recta, trazó por detrás de ellos una raya con la punta de su bastón. Luego batió palmas e hizo señas a los nativos, que avanzaron con timidez, hombres, mujeres y niños, un número de cien poco más o menos, y examinaron los cántaros con interés; nunca antes habían visto cerámica, pues toda su vajilla era de coco, calabazas o madera. Pronunció ante ellos un discurso con gestos varias veces repetidos, para comunicarles que no debían cruzar la línea bajo pena de muerte y que era preciso que trajeran agua para llenar los cántaros.
Eran gente limpia y amistosa; el fétido olor de cuerpos sin lavar al que mis narices no llegaron a acostumbrarse nunca en el castillo de proa y las entrecubiertas del San Gerónimo no se percibía aquí. Su aldea estaba aseada y bien mantenida, no había basura en putrefacción acumulada en el suelo donde pudieran criarse moscas y alrededor de las chozas había plantadas muchas flores y arbustos ornamentales. Las mujeres mayores estaban tatuadas desde la cabeza a los pies y observé que en muchas viejas las marcas azules se habían desvaído y adquirido un feo tinte verde; pero las más jóvenes, como las de La Magdalena, sólo tenían franjas estrechas en los hombros y tres puntos pequeños en cada labio, y eran de una belleza arrebatadora. Todas llevaban unas cortas faldas blancas y, unas pocas, blancas capas flotantes para protegerse del sol, pero las camisas eran desconocidas. Se adornaban los cabellos, que llevaban cortos, con hermosas flores sin perfume que, por causa de su color escarlata, llamamos «cardenales».
Cuando el coronel hubo terminado de hablar, los aldeanos se alejaron corriendo y en seguida trajeron recipientes de coco llenos de agua para volcarla en los cántaros; y grandes cestos intrincadamente entretejidos con frutas deliciosas parecidas a las manzanas con que nos convidaron.
Los soldados estaban apenados porque el coronel les impedía tratar a las jóvenes que los miraban con oscuros ojos lánguidos e intentaban seducirlos y apartarlos del deber. Su sargento le pidió que los apaciguara haciendo volver a los marineros que ya habían cedido a la tentación. El así lo hizo, y dos o tres que se demoraron fueron luego azotados por el segundo contramaestre, pero consideraron que valía la pena pagar ese precio por el placer obtenido. Oí que uno de ellos decía riendo:
—Por la Virgen, nuestra Pancha tendrá que recoger el grano antes de que lleguen las lluvias. Una vez que se conceda permiso para bajar a tierra, será afortunada si logra hacer siete maravedíes a la semana.
Las jóvenes eran apasionadas y lo hacían todo por amor, no como las mercenarias limeñas, a las que excedían tanto en belleza como en desempeño.
Varios cántaros habían sido llenados de a poco en medio de risas y de juegos, cuando el coronel, impacientándose, les ordenó a los nativos que llevaran el resto a la fuente donde recogían el agua. Por causa de alguna superstición, no le obedecieron: fingiendo estremecerse, hicieron señas de que nosotros mismos debíamos llevarlos allí. El coronel desenvainó la espada y los amenazó; se echaron al hombro entonces cuatro cántaros y se alejaron corriendo en la dirección opuesta y los llevaron a una choza de techo alto y empinado como un obelisco. Descubrimos luego que ese era su templo, donde ofrendaban alimentos a un ídolo mal tallado, de nariz bulbosa y gruesos brazos cruzados sobre el pecho, que se levantaba entre dos enormes tambores de madera. Supongo que llevaron allí los cántaros con el fin de pedirle su autorización para llenarlos en la fuente, pero el coronel, al ver que su orden no era obedecida, mandó a un piquete que abriera fuego. Cuando el humo se hubo dispersado, vimos a uno de ellos muerto a la entrada del templo y a otro herido en el hombro que tenía destrozado.
Los aldeanos quedaron como clavados en tierra, espantados por el ruido de la descarga y los gritos del herido; luego, todos a una, huyeron trepando por el barranco como cabras. Cuando los arcabuces estuvieron de nuevo cargados, no había ni un alma a la vista, y el coronel, riendo a mandíbula batiente, encomendó al segundo contramaestre que vigilara que todos los cántaros, llenos o vacíos, fueran transportados al bote.
Él se dirigió a examinar la aldea y «Carlota» lo seguía ladrando. Como no había quien me mandara, imité su ejemplo y entré en una de las chozas arrastrándome para pasar por la puerta, que era muy baja. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que no había allí sillas, mesas ni armarios y que se asemejaba a un barracón para esclavos peruano, salvo por el estado de limpieza en que se encontraba. La parte delantera estaba pavimentada con piedras planas y pulidas; la posterior estaba enteramente ocupada por un largo lecho cubierto de hierbas secas y esteras tejidas de dibujos variados; un leño de palma servía de cabecera y otro se encontraba a los pies. Del techo colgaban fardos envueltos en lienzo blanco y asegurados por una cuerda tendida por sobre el caballete; junto al lecho colgaban lanzas, jabalinas, palos en los que había tallados rostros humanos y cestos con proyectiles de honda. No quise abrir ninguno de los fardos ni tocar las armas; estos eran salvajes, pero ya se los había dañado lo bastante sin tener por qué agregar la descortesía. Movido por un súbito impulso, desaté el pequeño crucifijo que llevaba al cuello y lo sujeté de una espiga sobre la puerta para que no sólo guardaran un mal recuerdo de nosotros.
En un pequeño cobertizo junto a la choza, que servía de cocina, cogí un panecillo de tutao, horneado y de rico color dorado; lo probé y lo encontré bueno, aunque un tanto agrio. Me pareció un alimento que se conservaría sin echarse a perder y llevé conmigo un trozo para mostrárselo al general. Dos gallinas, no muy distintas de las de España, estaban en un rincón con las patas atadas como si estuvieran dispuestas para la olla, y el cuarto delantero de un cerdo negro colgaba de un gancho; pero no encontré señales de canibalismo.
Me dirigí luego a la casa de asambleas que, aunque mucho más grande, se parecía a la choza que acababa de visitar; aquí había calabazas llenas de un licor fermentado de sabor agradable. Fui después a la casa de almacenaje montada sobre postes para mantener alejadas a las sabandijas; contenía montones de almendras y pilas de cocos y raíces semejantes a los nabos. Dos ancianos que eran piel y huesos, desnudos y enteramente calvos dormitaban sobre esteras a la entrada. No dieron muestras de advertir mi presencia, sin duda por su evidente estado de senilidad, y yo seguí mi camino sin molestarlos.
El coronel encontró poco que le interesara en la aldea. Había ido al templo, pero al ver que el ídolo no estaba adornado de joyas ni perlas y que los alimentos ofrendados eran un potaje servido en sencillos platos de madera, consideró que el sitio era pobre e indigno aun de destrucción. Al marcharse puso fin a los doloridos estremecimientos del nativo con un golpe de espada asestado sin premeditación, reunió a las tropas y, ahora que los cántaros de agua habían sido arrastrados al bote y cargados a bordo por los marineros, nos ordenó que reembarcáramos. «Carlota» tenía las mandíbulas rosadas de sangre.
En la nave capitana se había oído el ruido de nuestra descarga, y el general, temeroso de que estuviéramos en peligro, dio orden al piloto principal de que condujera el San Gerónimo al puerto sin demora; éste, aunque renuente a obedecer por causa de las rocas ocultas, no pudo disuadirlo de su intención. Con vela plegada y el más diestro de sus hombres al timón, llevó el barco a puerto; pero amainó el viento, una ola de tamaño inusitado lo cogió por el través y lo arrojó a una lanza de distancia de una aguda roca, con cincuenta brazas de agua alrededor. Todos los que vieron el peligro emitieron un grito unánime de terror. Inmediatamente el piloto principal dejó caer su trinquete y Dios tuvo a bien enviar una brisa que lo llenara, de modo que el barco obedeció nuevamente al timón y pudo alejarse. Don Álvaro, convencido por fin de que el puerto no era adecuado, ordenó retirarse y tuvo la suerte de escapar al desastre; pero los marineros culparon al piloto principal, declarando que tendría que haberse negado a poner en peligro el barco cualesquiera que fueren las órdenes del general.
Cuando volvimos a la chalupa, el segundo contramaestre se dirigió sin demora a don Álvaro y se quejó de que sus hombres habían trabajado en exceso, que habían sido obligados a cargar cántaros de agua además de atender los remos, sin que los soldados movieran un dedo siquiera en su ayuda y que ese no era modo de tratar a los marineros. Don Lorenzo lo interrumpió con dureza diciendo que los soldados estaban exceptuados del trabajo servil; que como no podía disponerse de los nativos y don Álvaro no había aprovechado el derecho que le otorgaban las cartas de privilegio a traer esclavos para estos fines, la tripulación debía hacerse cargo de la provisión de agua.
—¡Vuestra excelencia —objetó el otro—, esto es peor que la esclavitud egipcia! Mis hombres vienen trabajando desde el alba; se han roto las espaldas cargando y levantando pesos; y ahora deberán reanudar sus funciones antes de desayunar o dormir un poco siquiera. ¡Hubiera Dios querido que mi padre me pusiera de aprendiz en casa de un sastre o un calderero! Advierto a vuestra excelencia que ningún marinero consentirá cargar agua todo el día con este calor tropical mientras los soldados descansan a la sombra.
Don Álvaro estaba apesadumbrado.
—Amigo Damián —dijo—, a cada cual, lo suyo. No cabe duda de que el primer deber del soldado es protegeros, y si no hubieran mostrado eficacia en esto...
Pero a él no iban a engañarlo con hermosas palabras.
—Si su deber era matar a hombres desarmados que nos traían regalos y que estaban dispuestos a ayudarnos; si su deber era lograr que toda la isla nos deteste, pues entonces lo han cumplido a la perfección. He dicho ya lo que tenía que decir, y confío en que vuestra excelencia perdone la rudeza de mis palabras; cuando veo una injusticia, la denuncio.
—Vuestros sentimientos hablan bien de vos, amigo mío —dijo don Álvaro en tono conciliador—, e intentaré encontrar un remedio. Pero como, según parece, los nativos no están dispuestos a hacer nada para nosotros salvo que se los amenace...
—Volveréis a perdonarme: una descarga y huyen gritando al risco más alto de sus montañas; haría falta todo un pequeño ejército para desalojarlos de allí.
—Bien, pues, como ni siquiera se los puede persuadir por la fuerza, debemos seguir adelante sin agua fresca ni leña. Lo que nos queda bastará para unos pocos días.
El piloto principal intervino con cierto calor. Teníamos todavía unas quinientas leguas que recorrer, que era casi la distancia del océano Atlántico desde España hasta el Brasil; si el viento nos fallara o un huracán nos desviara de nuestra ruta, la falta de agua podría terminar con nosotros. En el San Gerónimo apenas quedaba bastante para una quincena y, en cuanto a la leña, los soldados estaban ya cortando pedazos de la obra muerta del barco sin que los sargentos pudieran o quisieran descubrir a los culpables.
Don Álvaro abrió los brazos en un ademán de impotencia.
—Pero, hombre —exclamó— ¿qué podemos hacer si no encontramos puerto?
—Volvamos a La Magdalena —dijo el piloto principal— y busquemos refugio tras el peñón donde ancló la fragata. Creo que si tratamos a los nativos con bondad y no hacemos ya nada que pueda exasperarlos, nos traerán agua en cañas de bambú hasta la nave misma. Con buena voluntad, las canoas que vimos podrían haber abastecido a toda la flotilla en un solo día. Saben ahora que podemos producir la muerte a distancia; su última acción fue enviar una bandera de tregua con una invitación a desembarcar. Podríamos también persuadirlos de que nos suministraran leños apropiados para arder.
—¡No volveré a La Magdalena! —replicó el general obstinado—. He jurado no volver nunca atrás en tanto no hayamos llegado a las islas.
—Entonces ¿por qué no buscar otro fondeadero en esta isla? —preguntó el piloto principal—. Ayer le advertí al coronel que el puerto que encontramos no era apto para vuestro propósito; sin embargo le fue preciso volver para probar que tenía razón y por poco nos hace perder el galeón.
—Sería mejor, señor mío —intervino don Lorenzo—, que me enviara a mí en lugar del coronel. Nos ha fallado dos veces porque desprecia el juicio del piloto principal.
Don Álvaro era tímido.
—Por desdicha —dijo— mientras no desobedezca mis órdenes, no me atrevo a hacer nada que hiera su orgullo. Es hombre que se ofende fácilmente y los soldados rasos lo respetan.
De hecho el coronel emprendió una nueva expedición, esta vez en compañía de la guardia del contramaestre; y a la hora habían entrado en una amplia bahía en forma de herradura; el contramaestre la consideró un fondeadero que no ofrecía peligro, lo bastante espacioso como para cobijar a la flotilla entera. Encontró un fondo de arena a treinta brazas, cerca de la entrada, a veinticuatro en la parte media y a doce, cerca de la costa. Esta bahía, a la que le dimos el nombre de la Bendita Madre de Dios —¡alabado sea su nombre!—, se encuentra a nueve grados treinta minutos por debajo del ecuador, protegida de todos los vientos con excepción del oeste, que de cualquier modo, aquí no sopla. Se la reconoce desde el mar por una empinada colina de tres picos que se levanta al sur y por un acantilado al norte. Hacia el puerto convergen barrancos boscosos y una colina más pequeña divide la playa en partes iguales; en la parte norte de ésta, mana una fuente de agua potable del grosor del brazo de un hombre, que llega a una altura adecuada para llenar los cántaros. En las cercanías fluye una corriente de agua igualmente potable, junto a una aldea construida a ambos lados de una plaza, tras la que hay una plantación de árboles muy altos.