El otro lo reprobó y nos dijo en vacilante castellano:
—Vosotros sois españoles. ¡Dios guarde al rey Felipe! Yo hablo buen español de Manila; él sólo tres palabras de inglés aprendidas hace mucho del capitán don Tomás Dandish. El piloto del barco del capitán entre estas islas, por Dios, y recibió ricos presentes. Espera encontrar otra vez a don Tomás.
—¿Qué tierra es ésta? —preguntó el capitán López.
—Allí el cabo de Espíritu Santo; y ésta, por Dios, es la bahía de Cobos. ¿Vais a Manila, sí? Estáis en el curso debido, caballeros.
—Mostradnos el fondeadero —dijo el piloto principal.
Él le gritó al hombre que había quedado en la canoa, que se puso a remar por delante de nosotros para servirnos de guía. Anclamos en medio de la bahía, a catorce brazas. Este milagro tuvo lugar a las nueve de la mañana, el lunes 15 de enero de 1596.
—¿Quién tiene en su poder a Manila en la actualidad? —preguntamos ansiosos a nuestro nuevo amigo.
—Don Luis Pérez de las Marinas es el gobernador ahora, por Dios. Don Gómez, su padre, fue asesinado recientemente en una expedición a las Molucas.
Esta respuesta nos produjo un profundo alivio. Habíamos oído en el Perú rumores de que Taycosama, el emperador del Japón, que exigía el vasallaje de las Filipinas, estaba preparando una gran flota para atacar la ciudad; pero nuestro amigo nos decía ahora que se habían restablecido relaciones amistosas y que el emperador había dado su autorización para que los frailes franciscanos predicaran el evangelio en su reino.
El piloto angloparlante pidió luego noticias del capitán Candish, y se afligió cuando supo que había muerto en la isla de la Ascensión hacía ya un año o dos.
Los habitantes de la bahía de Cobos son de piel oscura, con largos cabellos negros, no muy altos y con abundantes tatuajes; no vi rastros de barba ni en los hombres ya mayores. Son de confesión cristiana —o, al menos, vimos una cruz erigida sobre un montículo en las cercanías de su aldea— y reconocen también el protectorado del rey de Castilla, aunque no se me ocurrió averiguar si le pagan tributo o gozan de su protección. Su cacique, provisto de un cetro en señal de autoridad, vino en una canoa seguida de otras veinte cargadas de alimentos. Como todas las personas de importancia de la vecindad, llevaba grandes aros de oro, esclavas de marfil, tobilleras de bronce dorado (que nuestros soldados en un principio creyeron oro) y una larga túnica sin cuello, de una rígida tela hecha por los nativos llamada medriñaque, que le llegaba hasta las pantorrillas.
Después de arrodillarse ante la imagen de la Virgen levantada en el palo mayor y darnos la bienvenida, nos hizo saber que era una persona civilizada que conocía el valor del dinero y no se satisfaría con meras promesas a cambio de sus productos. Pronto se estableció un mercado en medio del barco en el que fijó los precios: un cerdo costaba de dos a tres reales, de acuerdo con su peso, un ave de corral hasta seis maravedíes. El que tuviera un cuchillo o una daga para vender, debía calcular su valor en un peso, y las cuentas de vidrio valían el doble de su peso en plata. Matías acudió al rescate de las tropas con la mitad que aún le quedaba de su inversión, lo cual le ganó grandes alabanzas; y yo pude proveer de alimentos a la tripulación y también a mí mismo mediante la venta de un saco de cuentas de vidrio adquiridas en el remate de los efectos de Miguel Llano. Luego tanto los marineros como los soldados registraron sus baúles a fondo en busca de lo que les quedara de valor y contribuyeron con ello al fondo común.
Además de cerdos, aves de corral y pescado, compramos cocos, plátanos, caña de azúcar, papayas, arroz, ñame, agua envasada en cañas de bambú y leños para los fogones, que no se dejaron apagar ni de día ni de noche, ni tampoco los dos días siguientes, pues era vigilia y la festividad de San Antonio, que tan bien nos había protegido. «Seamos todos cocineros» se jugaba en serio ahora, y sin interrupción. Los hombres y las mujeres, que no hacía mucho hubieran estado dispuestos a estrangularse entre sí por un pedazo de carne de coco rancia eran otra vez la cortesía revivida; se decían:
—Prueba mi guisado, compadre, te lo ruego.
O:
—Camarada, hazme el honor de aceptar lo más escogido de este asado.
Nadie se cuidó de ir a dormir y si el día y la noche hubieran tenido treinta horas en lugar de sólo veinticuatro, todas ellas se habrían consagrado a la ingestión de alimentos.
Endulzadas sus bocas y repletos sus estómagos, nuestra gente se sentía más feliz que lo que pueda decirse, y el vino de palma que habían adquirido les inspiró un don de lenguas casi pentecostal. Brindaban por sí mismos y por sus generosos anfitriones, por Nuestra Señora de la Soledad y por san Antonio, pero sobre todo por el piloto principal, a quien muchos quisieron abrazar, jurando que los había salvado de la muerte más de cien veces. Aunque aceptaba sus caricias, les decía que debían agradecer a Dios y no a él, puesto que venía siguiendo un rumbo ciego desde el viernes hasta el lunes.
Es juicioso el hombre que después de haber pasado hambre, ingiere escasos alimentos en un principio para ir luego de a poco aumentando las raciones hasta que su estómago se readapta a sus funciones; pero nuestra gente nunca aprendería moderación. Cuando se le advirtió a un hombre que se abstuviera, suspiró:
—¡Ah, sí que sería un fin glorioso morir de un atracón de puerco asado!
Antes de seguir viaje, agregué otras tres cruces en mi registro. Pero este tiempo de abundancia duró sólo un día o dos más, pues nuestras provisiones se habían casi acabado.
El piloto principal tenía esperanzas de reaprovisionar y reequipar el barco en el término de quince días, pero la mañana del 22 de enero el viento viró al noroeste y soplaba fuerte levantando altas marejadas. Advirtió a doña Ysabel que no era posible confiar en que nuestro único cable impediría que el barco fuera a la deriva entre las rocas y mangles. Sería prudente dejar la artillería y las municiones, que eran propiedad de Su Majestad, en la aldea al cuidado del cacique; también sería mejor que desembarcaran las mujeres y los niños, además de todo lo que ella tuviera de valor.
—No creo que valga la pena —respondió ella ingenuamente—. No permaneceremos aquí más de un día o dos ¿no es así?
—No puedo dar garantía de nuestra seguridad ni por una hora siquiera. ¿No veis la tensión del cable?
—¡Oh, terminemos con vos y vuestros eternos temores! La cuerda es lo bastante fuerte.
Él se dirigió a la sala de cartografía, pero no tardó en volver.
—He redactado una breve declaración y agradeceré que vuestra excelencia la firme —dijo—. En ella digo que en la bahía Cobos, el veintiuno de enero, como el viento soplaba del noroeste, os pedí desembarcar la propiedad de la Corona del galeón San Gerónimo, que corría peligro de irse a pique y que os negasteis a mi petición. Debo protegerme contra cargos que puedan luego hacerse en mi contra. He aquí pluma y tinta.
Ella preguntó con súbita alarma:
—¿Estamos, pues, perdidos? ¿No hay modo de salvar el barco?
—Si me arriesgo mucho, quizá podría atracarlo sin riesgo en un punto a un par de disparos de mosquete hacia el oeste. Pero ¿por qué no aceptar mi consejo? Sería una lástima perder vuestro vestuario, joyas y platería para no hablar de vuestra vida.
—Poned vuestra proposición por escrito y la tendré en consideración.
Así lo hizo él de prisa porque el ventarrón aumentaba y el cable estaba tenso como la cuerda de un violín. Ella convocó a un consejo de oficiales y les leyó el documento, pero a él no se lo invitó. No transcurrió mucho sin que apareciera Myn con una orden breve y absurda: «Se le exige al piloto principal la reanudación del viaje antes de que caiga la noche.»
El viento soplaba bahía adentro y ella pretendía que sacara de ella al San Gerónimo; y no sólo no se habían llevado a bordo víveres ni agua, sino que nuestros aparejos estaban en las mismas condiciones lamentables de cuando llegamos.
A su réplica cortante «Eso es imposible», ella contestó con la amenaza de que lo haría ahorcar a no ser que obedeciera en el término de una hora.
Se dirigió al capitán López, el único oficial que quedaba en el que le era dable esperar cierta dosis de tino:
—Mi señor —le preguntó— ¿por qué y a beneficio de quién se me ordena que haga naufragar el barco y ahogarnos todos?
El otro sacudió la cabeza con aire lúgubre.
—Parecen unánimemente inclinados a su propia destrucción. Pero ¿por qué involucrarnos nosotros en esto? Escuchad, si osáis desafiar a doña Ysabel, me comprometo a protegeros contra sus hermanos. Vos sois el capitán de este barco, y su mandato como gobernadora de las islas Salomón no rige en las Filipinas.
—No obstante, ella comanda la expedición.
El capitán López lo consideró por un momento.
—Amigo Pedro —dijo—, dejadme esto a mí. Sois con mucho un hombre demasiado honesto como para tratar con ella.
Luego se dirigió al contramaestre y a su segundo y les explicó la situación. Por sugerencia suya, toda la tripulación firmó un memorial en el que se declaraba que se negaban a navegar en un barco desprovisto de lo necesario; y que como padecían hambre por no tener dinero ni bienes de trueque, la gobernadora debía consentir en procurarles raciones, como anticipación de su paga, o darles su consentimiento para que fueran de incursión en busca de víveres.
Llevaron este documento a Pedro Fernández y le pidieron que se lo presentara a doña Ysabel, cosa que él hizo.
—¿Cómo puedo darles alimento? —gritó ella—. Apenas tengo suficiente para mi propia familia. Tampoco dinero hasta que empeñe mis joyas en Manila; y si les permitiera ir de incursión en tierra, ninguno de ellos regresaría.
—Pues bien —dijo él—, confío en que vos y vuestros hermanos seáis nadadores resistentes.
—¡Silencio, asno! ¡Levad anclas en seguida o moriréis ahorcado!
—A las órdenes de vuestra excelencia.
Yo había ido a mi cabina con el fin de prepararme para la muerte, cuando oí el cántico del cabrestante y órdenes proferidas con roncas voces, seguidas de un repentino grito de terror. Al arrodillarme y sumirme en la plegaria, no tardó en arrebatarme una visión en plena vigilia de mi dulce protectora, la Macarena de Sevilla. Con estrellas en los cabellos y un lirio refulgente en la mano, entró en la plaza de toros cubierta de arena en que yo me encontraba. A mi alrededor se levantaban las graderías de asientos ocupadas por espantables espectadores: ¡los carcomidos cadáveres de hombres desde mucho atrás ahogados! Sonó una trompeta, se abrió la puerta del establo y salió disparado un toro blanco que bramaba como las olas al romper sobre riscos. Se detuvo dando con las pezuñas contra el suelo un momento y luego se lanzó sobre mí; me habría cogido entre sus crueles cuernos y me habría arrojado al aire, pero, interponiéndose velozmente, mi protectora lo esquivó agitando su manto de color azul del cielo.
—¡Olé, olé!