[3] y yo soy su fiel acólito. Medio peso, marinero, no es nada; y a cambio te enseñaré cómo echar una rápida mirada al naipe de menor puntaje y cómo barajarlo donde sea de mayor utilidad para luego repartir con certeza. La triquiñuela consiste en dar a tu socio cincuenta y dos puntos y esconder un as en la palma para hacer para ti cincuenta y cinco o, si gustas, repartirte cincuenta y cuatro, de modo que ganas, sea en la mano o por puntos. Y otro medio peso para mí, Jaume, y te enseñaré a sacar tres naipes y arrojar sólo dos sin temor de ser descubierto. Cuando Matías y yo jugamos juntos, salvo, por supuesto, que lo hagamos con un viejo camarada como tú, lo hacemos el uno para el otro como un par de frailes y compartimos las ganancias. Así es cómo manipulamos los naipes: uno de los dos coge las buenas cartas ya arrojadas y las desliza sobre la parte superior de la baraja para que su socio las tome o las cambia por una baraja falsificada mientras el socio distrae al contrincante. Es un modo fácil de recopilar fondos, marinero. Únete a nosotros; necesitamos a un tercero.

—Dudo de que con tan buen domino como tenéis de vuestro arte, os avengáis a jugar conmigo una partida sin recurrir a él.

—Vamos, Jaume, igualmente podrías asombrarte de que siendo soldados de profesión, no saqueemos las casas de nuestros parientes más próximos.

—Sí, en eso tienes razón, Juárez. Bien podría hacerlo conociendo la reputación que te ganaste en la última rebelión sangrienta.

Los soldados se echaron a reír estruendosamente y, mientras pasaba de nuevo la chicha de mano en mano, volvieron al tema del general. Matías preguntó:

—¿Y tú qué piensas de él, Jaume? De acuerdo con Juárez, de ningún modo es el hombre que era cuando lo conoció; pero ¿por qué decir eso? Cuenta con medio siglo, es cierto, pero a ti te sucede lo mismo y también a mí. No sé cuáles sean las consecuencias para vosotros, pero aunque mis piernas son una nada más lentas y me fatigo con mayor facilidad, soy más veloz para dar en el blanco con el arcabuz; y aunque menos infatigable en mi búsqueda de faldas, puedo tratarlas tan bien como de costumbre cuando las atrapo o mejor todavía; y si no he aprendido prudencia, al menos he aprendido a evitar la apariencia de la locura. ¿He de creer que el general ha perdido más y ganado menos que yo en todos estos años?

—En cuanto a eso —dijo Jaume—, Elvira me asegura que ha hecho un voto de castidad mientras dure el viaje, y ha tratado de persuadir a don Juan de la Isla y al capitán de artillería y a todos los otros hombres casados de que hagan lo mismo. La piedad es su pretexto, pero por lo que Elvira dice, y cuenta tanto con la confianza de su ama como yo con la suya, el general, que otrora gozó de una espléndida reputación como hombre galante, hace ya años que no le dispensa a su señora las atenciones que le son debidas; y quizás esta sea la causa de su inquietud y su violenta impaciencia; cualquier necio es capaz de percibir por su garbo y su figura que es mujer de plena sangre y, si me es posible creer a Elvira, jamás ha tenido un amante, aunque no pocos nobles se han esforzado al máximo por seducirla. Según creo, el general se encuentra ya en estado senil; la savia ya no sube y las hojas caen. Sólo abrigo la esperanza de que el coraje y la resolución que desplegaba cuando lo conocí no lo hayan abandonado por completo.

—A eso digo amén —dijo Juárez—. Pero no he dejado de verlo durante todos estos años y tengo la impresión de que nunca volvió a ser el mismo después del episodio de Panamá. No creo que conozcáis la historia. Pues bien, cuando intentó por primera vez poner en marcha esta expedición, hace ya unos veinte años, pasó por Panamá al dirigirse aquí, con los voluntarios que había reclutado en España, yo entre ellos. En el muelle, cuando desembarcamos, un empleado de aduanas bilioso me confiscó mi baúl marinero con la intención de encontrar contrabando en él. Vosotros me conocéis: lo llamé bellaco y ladrón y lo amenacé con romperle los dientes con la culata de mi arcabuz. El inspector me hizo arrestar sin vacilar y todos mis camaradas fueron corriendo a la ciudad para presentar una queja ante el presidente, que resultó ser una abominable cucaracha llamada doctor Loarte.

—¿Loarte? Debe de ser el caballero que sedujo a su hijastra para evitar que se casara y se llevara consigo su fortuna.

—Nada me cuesta creerlo; tenía la sombra de la horca en la cara. No sólo le dio su apoyo al inspector, quien a su vez le dio el suyo al empleado, sino que envió tropas para arrestar al general como cabecilla del alboroto; y luego, en consideración al tío del general, al que odiaba por lo que había escrito en su contra como miembro del Consejo de Indias, lo envió a la cárcel común (donde yo ya estaba confinado) donde debió estar entre los negros hediondos y los indios picados de viruela. La gente del puerto se puso de nuestra parte en la medida en que se lo permitió su atrevimiento y mostraron cuánto odiaban a ese insecto con gorguera, el presidente; pero temían a la Suprema Corte sobre la que él tenía dominio. Sólo un hombre se adelantó en su defensa, este mismo Juan de la Isla, quien persuadió al doctor Loarte que encarcelar a un español de alta alcurnia con una comisión real en el bolsillo era afrentar al mismo rey Felipe; de modo que en seguida fue trasladado al Ayuntamiento, donde don Juan puso su bolsa a disposición del general —pues todo lo que poseía había sido confiscado— y una semana más tarde los dos estuvimos en libertad de proseguir nuestro viaje. Pues bien, sostengo que algo en el alma del general, cierta criatura aérea de gran mérito, recibió una herida mortal en esa cárcel; y que después de demorarse penosamente unos pocos años en los aires insalubres del Perú, pereció. De hecho creo, y aquí está Jaume que confirma mi creencia, que aunque el general pueda desempeñar su papel como comandante de esta expedición con dignidad y coraje, ya anda como el que avanza por su camino destinado a la tumba o a la horca. Lo que lo impulsa no es su propia voluntad, sino la voluntad de doña Ysabel; la que, al bajar a tierra en las islas y tomar posesión de ellas, se convertirá en una gran propietaria de tierras y se pavoneará calzada de oro. Siento una sincera lástima por sus siervos y sus arrendatarios. ¡La chicha, Jaume! Es imposible pensar en estas cosas.

Sus camaradas no parecían estar prestándole mucha atención.

—No, no, Jaume, así no —lo regañó Matías—. Tus manos son muñones, marinero. Deja que te muestre cómo escamotear los primeros naipes de la baraja.

—Mis dedos son demasiado viejos y demasiado hechos a la honestidad como para aprender ahora un oficio de ladrones —gruñó Jaume.

—¡Y así no se oculta un as en la palma, hombre! Llamaste por turnos a la puerta de cada cual, como el capellán del vicario.