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En alta mar

A pesar de nuestro ferviente deseo de ponernos nuevamente en camino, estuvimos detenidos en Paita casi un mes. La fragata hacía ahora agua tan de prisa, que el capitán Leyva se negó a hacerse a la mar en ella en tanto no fuera completamente reacondicionada; pero sabiendo que don Álvaro no le daría satisfacción alguna, se dirigió directamente al teniente de Paita. Llamado a rendir cuentas, el general trató de desestimar la queja por infundada y exhibió el certificado de habilitación de la Santa Catalina emitido por el capitán de puerto de El Callao. El teniente le echó una mirada superficial y ordenó una nueva inspección de su capitán de puerto, cuya información fue tan poco favorable —en algunos sitios sus maderos estaban tan delgados como el cuero del calzado y su quilla carcomida de tiñuela— que el general se quejó amargamente de que el calafateado y otros trabajos de reparación efectuados en El Callao habían sido hechos con gran descuido, y pidió autorización para que se le permitiera cambiar la Santa Catalina por alguna otra fragata anclada en el puerto. Esto no quiso consentirlo el teniente a no ser que la diferencia del valor se pagara al instante en moneda contante; pero no hubo modo de encontrar los pesos necesarios. Como se necesitaba la fragata para navegar entre arrecifes donde no podían aventurarse los galeones, tuvimos que permanecer en puerto mientras El Santo Sepulcro era descargado, carenado y remendado.

A los oficiales se los autorizó para bajar a tierra, pero no a la tripulación ni a la tropa. Se apostó una patrulla de arcabuceros en el muelle con orden de disparar contra cualquiera que intentara abandonar las naves. Aun así, cinco soldados jóvenes se las compusieron para desertar cruzando el puerto a nado y uno de ellos se llevó consigo a una joven emigrante remolcándola tras de sí en una piel de cabra inflada. Fue una temporada fatigosa y desagradable: el tiempo era tórrido pues no había habido todavía lluvias; los mosquitos nos picaban implacables y gastamos un mes de provisiones. No obstante, todo mal llega a su término, y el jueves antes del día de la Ascensión la fragata estuvo reparada, vuelta a cargar y lista para hacerse a la mar, aunque una cosa u otra nos impidió abandonar el puerto hasta la mañana siguiente.

El viernes 12 de mayo, por tanto, partimos al sonido de clarines y tambores mientras el general se lamentaba en alta voz de que hubieran transcurrido dos meses enteros desde el día en que, según se suponía, debíamos abandonar el Perú. Sin embargo, prometió que si los vientos nos favorecían llegaríamos a tierra por primera vez en ocho semanas o aún menos, y que llegaríamos a las islas Salomón tres semanas más tarde, es decir, la última semana de julio; y como la latitud de las islas le era bien conocida, sólo era cuestión de:

Avanza, carabela,

por el paralelo

y a tierra llegamos.

Al abandonar la bahía y ver cómo iba disminuyendo lentamente a la distancia el imponente edificio de la alcaidía de Paita, apareció un banco de ballenas que avanzó jugando entre los barcos. Un enorme macho que duplicaba el tamaño del Santa Ysabel, se sumergió por debajo de su popa, y nosotros retuvimos la respiración por temor de que pudiera emerger súbitamente y atropellarnos, pues navegábamos a tres cables de distancia por delante. Surgió con gran estruendo lanzando una larga columna de vapor, y el padre Juan trató de apaciguar su furia signándola y canturreando: «¡Oh, ballenas, benditas del Señor!», mientras que el piloto principal, con clara conciencia del peligro que corríamos, disuadió a Manuel López, el capitán de artillería, de que disparara sobre el maligno monstruo como se lo aconsejaba su esposa con gran insistencia. La ballena nos siguió unas dos leguas después que sus compañeras se hubieran desviado hacia el norte; y durante todo el tiempo que permanecimos en el mar, ya no vimos ninguna otra; su presencia no es corriente en estas latitudes, pues prefieren las aguas frías a las cálidas.

Durante todo el resto del día estuvimos en buena disposición de ánimo. La brisa favorable que nos había llevado costa arriba, seguía soplando aún; pero en nuestro viaje a Paita habíamos navegado al norte del paralelo a lo largo del cual era nuestra intención avanzar; y ahora, al gobernarnos hacia el suroeste, teníamos el viento por el través y la marcha era mucho más lenta.

Por orden del general, la compañía del barco ayunaba desde medianoche y ahora se estaba celebrando misa; estábamos todos muy impresionados por la solemnidad de la ocasión: nos preguntábamos qué nos esperaba en adelante y pensábamos en nuestras familias y nuestros amigos a quienes quizá nunca volveríamos a ver. El vicario pronunció un elocuente sermón, cuya médula incluí en mi diario mientras lo conservaba todavía fresco en la memoria. Dijo que el fin de nuestra expedición era implantar la fe en las islas de los Mares del Sur; que cualesquiera gloria o ventaja seculares que pudiera reportarnos el cumplimiento de esta misión eran sólo adventicias. Así como los segadores que cosechan en el campo pueden por azar toparse con una liebre agazapada en su camino y matarla con un feliz golpe de la hoz, del mismo modo el guerrero san Jorge que cabalgaba desde el Líbano un día para predicar los evangelios entre los infieles, se topó por azar con el feroz dragón al que atravesó con su lanza infalible como beneficio secundario de su celo misionero.

Nos contó luego la historia, de cuya veracidad él daba fe, de cómo en Tumbes —a no muchas leguas de aquí, donde desembarcó Pizarro y el primer lugar, después de Panamá, que nuestro pueblo ocupó en el continente— un sacerdote, crucifijo en mano, fue a tierra mientras diez mil indígenas lo miraban boquiabiertos. Al poner pie en la playa, dos leones salieron de los bosques y, cuando él tendió gentilmente la cruz sobre sus lomos, se dejaron caer y la veneraron. Además, dos grandes tigres que los siguieron, hicieron lo mismo, y por este signo hizo conocer a los indios la excelencia de nuestra fe cristiana, que abrazaron de una vez por todas.

—Este sacerdote —continuó— era hombre de santidad más que mediana, tanto así que mantenía la mirada siempre fija en el cielo como para mejor contemplar la gloria de Dios; y de ese modo evitaba mirar a las mujeres de la costa que iban desnudas. Hermanos míos, la fe en la posibilidad de obrar milagros con ayuda de Dios depende de que se eviten con toda severidad las tentaciones de la carne. Un día la reina de una tribu vecina se acercó para seducir a este santo sacerdote. Era de piel inusitadamente blanca y tenía los cabellos como estopa, de modo que podría habérsela tomado por alemana; sus formas eran de lo más voluptuosas. Se le aproximó totalmente desnuda, salvo por las joyas que le adornaban el cuello y las muñecas, y le dijo: «Padre, soy una reina y he venido a saludaros. ¿Os gusta lo que veis?» Dirigiendo la mirada al cielo, respondió con inocencia: «Hija, es mucho lo que me gusta.» Dijo ella: «Estoy del todo disponible para vuestro goce si aceptáis mi amor.» El santo varón tembló y le dijo que se fuera, afirmando que su amor era para Dios tan sólo y que también el de ella debía tener ese mismo destinatario; pero ella no quiso escucharlo y amorosamente lo rodeó con sus miembros. Entonces, todavía mirando al cielo, percibió una prodigiosa y enorme serpiente listada en un árbol y, cuando apartó de su lado a la tentadora, la serpiente descendió y le rodeó la cintura con sus aros y estaba ya por estrangularla. Pero, por la infinita misericordia de Dios, ella se arrepintió de sus pecados con tiempo suficiente como para confesar sinceramente su mala vida, aunque el monstruo casi la cubría ya por entero, y murió en la paz de la verdadera fe.

Desde esta instructiva historia, no había más que un paso a las tentaciones que podrían amenazarnos en el curso de nuestro largo y tedioso viaje por causa de la presencia en los barcos de muchas mujeres tocadas de plumas.

—He oído decir —prosiguió el padre Juan sacudiendo su huesudo dedo índice— que el rítmico balanceo de un barco, una vez que el estómago se ha acostumbrado al movimiento, ejerce un diabólico hechizo sobre las mujeres, estimulando e inflamando su lujuria; esta es la razón por la que los paganos de la antigüedad representaban a la diosa del libertinaje saliendo de las espumas del mar. Ahora bien, el amor de un hombre por una mujer, hijos míos, es algo natural; pero nadie debe mirar a una mujer salvo con ojos de hermano a no ser que le esté unida en matrimonio con la bendición de la Iglesia. Por la salud de vuestra alma, pues, tened cuidado, no sea que caigáis y perezcáis.

»Como escribió el bendito san Agustín: «Si los cuerpos os placen, alabad a Dios y volved el amor que experimentéis por ellos hacia vuestro Hacedor por temor de que con el gozo de las cosas que os placen, ocasionéis displacer... Permaneced junto a Él y estaréis en paz. ¿Adónde vais por caminos dudosos? ¿Adónde, pregunto? El bien que amáis proviene del infierno y sólo puede volverse bueno y placentero por Su mediación. Pues todo lo creado por Él que no es amado como Él lo dispuso no es justamente amado y con justicia se volverá amargo en vuestras bocas si lo gustáis de otra manera.» Por tanto, hijos míos, ¡huid del pecado mortal de la fornicación y del pecado más mortal todavía del adulterio! Si vuestra carne es orgullosa, humilladla con la abstinencia; sed frugales con la ternera y el vino; porque los siete pecados danzan juntos en ronda y la lujuria va cogida de la mano de su amada gula.

Habló mucho más todavía en el mismo tono; los soldados más jóvenes lo escuchaban con gran devoción, pero los veteranos lo hacían con mal disimulada impaciencia. Los fuegos de la cocina ardían decididos y protegidos contra el viento y en los grandes calderos de cobre hervía ya un sabroso guisado de judías de Lima, col, cebollas, tasajo y tocino. Juan de Buitrago me dijo olfateando hambriento el aire:

—El proverbio está en lo cierto:

En todo buen guisado

abunda el tocino;

en todo buen sermón,

abunda Agustín.

Pero, válgame Dios, sólo un santo podría practicar la abstinencia en semejante ocasión, y si la gula es la querida de la lujuria, se cometerán muchos pecados mortales esta noche antes que los pajes llamen a guardia de media.

Había dado en el clavo: al caer la noche era imposible encontrar en el galeón a un solo soldado o marinero sobrio y se veían no pocas escenas licenciosas; no obstante, reinaba un humor placentero y no se desenvainó una sola espada ni salió a relucir cuchillo alguno. Los oficiales festejaban armoniosamente en la mesa común bajo la toldilla del alcázar. El coronel estaba demasiado borracho como para hacer acto de presencia, y su facción había decidido mantenerse tranquila a no ser que se les tirara de la barba. Se intercambiaron brindis amistosos y don Álvaro rebosaba alegría y nos dirigía sabrosas bromas sin malicia; no obstante, apenas se humedeció los labios de buen vino y no comió sino unos mendrugos de pan y unas pocas aceitunas.

Mientras estábamos sentados tomando el postre con los jubones sueltos y complacido ánimo, se nos endilgó un segundo sermón, pronunciado esta vez por el general. Se refería a nuestro trato con los nativos, a los que no llegábamos como conquistadores, sino como embajadores de Cristo; no como receptores, sino como dadores.

—La firmeza atemperada por la bondad debe ser nuestra norma. Que estas adorables islas no sufran el destino de las Indias Occidentales —dijo—, donde, a pesar de que la cruz fue firmemente plantada, el error inocente ha dado lugar al cultivo del vicio. ¡Ay, que esto haya sido inculcado por cristianos profesos que llegaron entre los indios con armas de fuego, látigos y bestial lujuria! He oído que, de acuerdo con lo estimado por un capitán marino, de los treinta millones de indios que habitaban estas islas cuando Colón las descubrió hace un siglo, sólo tres millones sobreviven hoy... bautizados, es cierto, pero no instruidos todavía en la santa doctrina, agobiados por la enfermedad y lamentándose bajo el látigo. Mostrémonos clementes ante los isleños aunque los veamos cometer actos horrorosos; recordemos que ellos están sumidos en la noche de la ignorancia y que nosotros, como hombres esclarecidos, venimos a poner fin a esa oscuridad.

»Recuerdo muy bien en mi último viaje, en un lugar llamado Baso donde se estaba construyendo nuestro bergantín: oíamos misa una mañana cuando los guardias vieron que se aproximaban ocho grandes canoas llenas de indios espantosamente pintados, con arcos y flechas. El sargento me lo comunicó al oído; yo me persigné y me retiré, dejando a la congregación de rodillas. Cuando los visitantes entraron en el puerto, uno de los guardias estuvo por disparar su arcabuz contra su cacique, de pie en la proa de la primera canoa, que blandía una lanza de nervadura de palma y ébano, pero yo le arrebaté el arma y descendí a orillas del agua. Los indios me saludaron como taurique, que en su lengua significa «rey», y me invitaron a subir a la canoa del cacique; pero no acepté, y como la misa había terminado, me retiré bajo un dosel donde ocupé un asiento invitándolos a celebrar un parlamento.

»Las canoas estaban alineadas a corta distancia de la playa, y el cacique exhibió un trozo de asado y algunas raíces gritando: «¡Nalea, nalea!», que significa «¡Comed, comed!» Al mirar más de cerca los regalos, quedamos sobrecogidos de espanto al comprobar que era el cuarto delantero de un niño, con un brazo delicado y una mano pequeña. En ese momento un indio se zambulló desde la canoa y dejó los regalos flotando cerca de la costa para que nosotros los recogiéramos. Mi negro los sacó del agua (¿no es así, Myn?) y cuando estuvo fuera del alcance de las fléchaselos guardias pidieron autorización para disparar contra los caníbales sedientos de sangre; pero yo me negué. «Esa gente», les dije, «no saben distinguir el bien del mal.» A lo cual mi coronel, don Hernando Enríquez, replicó: «Vuestra excelencia, lo distinguen bastante bien, puesto que cogen a sus víctimas en las islas vecinas en lugar de devorar a sus propios hijos.» El capitán apoyó su argumento, pero yo les dije: «Hermanos cristianos, que se abstengan de comerse a su propia parentela demuestra cierta ternura y amor en ellos que puede utilizarse con ventaja. Antes de entablar la guerra contra los salvajes, tenemos que mostrarles que no deben cometer semejantes iniquidades; y en tanto no se los haya instruido, cualquier daño que les hagamos recaerá sobre nuestras conciencias.»

» Ordené que se cavara un foso a la vista de los indios y Myn cogió el cuarto (¿no es cierto, Myn?), se lo mostró y lo metió suavemente en el foso mientras nosotros apartábamos la cara con repugnancia. Ellos quedaron sorprendidos y gritaban en tono de ofensa: «¡Teo nalea!», «¡No comen!», doblaron sus tambores y se alejaron remando. Pero les habíamos enseñado que comer carne humana les es abominable a los cristianos.

Doña Mariana, que había tragado no pocos sorbos de malmsey, se divertía a costa del general y, alentada por furtivos cabeceos y guiños de doña Ysabel, dijo:

—¡Ajá, cuñado! Ahora sé por qué no queréis engordar y os abstenéis de estos excelentes platos: por temor de que si adquirís el hábito, los indios os tienten cuando estéis con ellos para enseñarles el credo y el padrenuestro. Pero ¡tened cuidado! Cuando los astutos bribones adviertan cuán dulce es vuestra lengua y cuán tierno vuestro corazón, quizás os los arranquen, los asen en un espetón y los den a sus hijos para que los saboreen.

Sus hermanos se unieron a la broma y discutieron quiénes entre los presentes sabrían mejor si, acabadas las provisiones, tuvieran que alimentarse los unos de los otros. Don Diego, el más osado de los tres, me lanzó una mirada de lobo:

—Apuesto que Andrés Serrano, bien asado, resultaría perfectamente tierno.

—Tienes razón —dijo doña Mariana—. Ven, Andresito, deja que te palpe las costillas para ver cuánta grasa hay en ellas.

Se estiró, me puso la mano bajo la camisa y me pellizcó hasta hacerme gritar pidiendo clemencia.

—¡Eh, hermanos! —exclamó—. ¿A qué esperar hasta que se acaben las provisiones? Este lechoncillo está en su mejor punto y sería una lástima comerlo enflaquecido.

Me ataron e hicieron como si fueran a llevarme a la cocina mientras doña Mariana gritaba que debía quedar bien rociado y lardado.

Don Álvaro, entretanto, disgustado porque su propia familia se mofara de sus palabras, se retiró casi en seguida, dejándolos beber a sus anchas y pronunciar sermones de carácter por cierto muy diverso. El piloto principal fue el próximo en levantarse alegando trabajo urgente y, por indicación suya, Miguel Llano me liberó; pero no antes de que don Luis y don Diego me hubieran atragantado obligándome a punta de espada a comer un gran montón de higos y un plato de potaje de judías (que servía, según lo juraron, para lograr un buen tocino) y a beber abundante cerveza floja; mientras doña Mariana atosigaba mi boca, ya llena, de ciruelas azucaradas y por poco no me ahoga. Luego se dirigió con paso vacilante a la bitácora donde le reprochó a Pedro Fernández una expresión tan avinagrada en la noche del festejo. Le arrebató la gorra y declaró que no se la devolvería en tanto no cambiara de ánimo o lo justificara. Entonces él habló de la pena que sentía por estar navegando sin nuevas de su esposa; y le dijo que cuando se había ordenado el reacondicionamiento de la fragata, había enviado un mensaje a su cuñado en Lima para que lo enterara de su estado de salud; pero no había habido respuesta. La buena de doña Mariana le devolvió el gorro y derramó una lágrima plena de compasión.

El piloto principal era un hombre grave; todos los días dedicaba una hora a la plegaria, pero era capaz de negarse el sueño antes de descuidar las guardias. Jamás jugaba a los dados ni a la baraja, y sus hábitos eran tan regulares como el cuadrante de bolsillo que llevaba consigo; constantemente examinaba el barco para asegurarse de que todo estuviera en orden y reprobaba la holgazanería y la irregularidad dondequiera las encontrara. Recuerdo perfectamente cuánto se enfadó una mañana al descubrir que algunos soldados habían hundido clavos en el palo de trinquete para erigir una tienda. No obstante se dirigió a don Lorenzo con esta queja sin alterarse demasiado, diciéndole que aun una pequeña herida abierta en el pino podía henderlo y facilitar su putrefacción; entonces, cuando soplara un viento fuerte y el mástil se doblara como un junco ¡zas! cedería donde había quedado debilitado y quedaríamos a merced de las olas. El capitán prometió castigar severamente a los soldados como también a los que habían estado cortando madera de la obra muerta del barco para freír con ella sus tortas.

Como la tienda tenía por objeto servir de casa de juego, los soldados se quejaron de que el piloto principal utilizaba como excusa los agujeros abiertos por los clavos para malograr su diversión. Cuando se dio cuenta de su disconformidad, le preguntó a un tal sargento Gallardo:

—Si cogiera tu espada y la usara como espetón ¿no te sentirías disgustado?

—Me enfadaría fuera de toda medida, piloto —respondió el sargento—. El calor destempla las espadas: podría fallarme en el momento preciso y perder de ese modo la vida.

Entonces Pedro Fernández dijo:

—Pues yo cuido de este mástil como tú de tu espada; y si se quebrara en el momento preciso, no sólo yo, sino todos nosotros podríamos perder la vida.

Los Barreto respetaban la capacidad y el coraje del piloto principal, aunque lo despreciaban por carecer de alcurnia y se reían de su fervor religioso; en cuanto a mí, cuanto más lo conocía, más lo admiraba. Él estaba de acuerdo con el general y con el vicario sobre el propósito de nuestra expedición y, como ellos, conocía el espíritu de amor católico necesario para que llegara a buen término. Y aunque nunca había viajado antes a los Mares del Sur, era no obstante marinero de gran experiencia: había circunnavegado el África en seis ocasiones, dos veces en viaje a Timor y cuatro a Goa, además de haber cruzado con frecuencia el Atlántico. Había llegado a la conclusión que las islas Salomón eran los puestos de avanzada de un continente austral, la tierra de Australia, como la llamaba imaginativamente en honor de la Casa de Austria, que debía de ser de un tamaño enorme para equilibrar los continentes del hemisferio septentrional; de otro modo, me dijo, la tierra se ladearía y se destruiría. Australia debe de nutrir muchos millones de almas, todas maduras para la conversión, y nuestro establecimiento allí sería el acontecimiento culminante de un siglo espléndido. Aunque el comienzo no había sido propicio, esperaba que Dios pudiera conceder todavía a los corazones obstinados de la flotilla, conciencia de su amor y un espíritu de mutua reconciliación para de ese modo poder transmitir a los indios la magnífica y dulce nueva de la redención de la humanidad por el derramamiento de la sangre de Jesucristo.

No lo contradije; pero en el curso de los últimos dos meses había oído al pasar conversaciones tan poco cristianas entre soldados y colonizadores, que me temía que un cambio semejante sería un milagro mayor todavía que el de los leones y los tigres. Se veían ya grandes señores vestidos de seda, con gorgueras y sombreros emplumados, viviendo lujosamente en sus propiedades mientras los indios sudaban en los campos y les cedían sus bellas hijas para que fueran honorablemente desfloradas antes del matrimonio, como en el Perú.

—¡Tendremos que luchar por nuestros placeres, camaradas! —decían con una palmada sobre el arcabuz o la empuñadura de la espada—. Los hombres de Pizarro desembarcaron en el Perú sin títulos honoríficos ni otra ventaja que la habilidad con que manejaban sus armas; pero esa habilidad los enriqueció y nos enriquecerá aún más a nosotros, al igual que el oro es más precioso que la plata.

A medida que avanzábamos en nuestro viaje, las anotaciones en mi diario fueron haciéndose más escasas y cada vez más centradas en el estado del tiempo y las festividades religiosas. Hacía diez días que nos habíamos alejado de Paita y los vientos eran todavía los del Perú, que, en esta temporada, soplan sobre todo desde el sureste. Seguíamos un curso oeste-suroeste y apenas avanzábamos quince leguas por día. Las gaviotas y los ánades ya no seguían a las naves y al segundo de viajar mar adentro divisamos la última vela. Corpus Christi se celebró con gran solemnidad, con una procesión iluminada por candelas en torno al barco, adornado por banderas y gallardetes de colores; luego los soldados ejecutaron una danza de espadas y los pajes, otra en estilo sevillano en honor del más santo sacramento. Los marineros trabajaban y dormían, las tropas holgazaneaban en cubierta, jugando a la baraja e interceptando el camino de todo el mundo; los niños de los colonizadores se perseguían entre sí mientras las madres se estaban sentadas chismorreando mientras zurcían ropa o hacían calceta dondequiera que encontraran sombra. Pescar bonitos era el deporte favorito de los oficiales, y una mañana don Felipe atrapó dos de gran tamaño; pero la mayor parte del tiempo no tenían nada mejor que hacer que apostar, beber, cantar canciones y hacerse mutuas bromas. Dejaban la supervisión de la tropa a los sargentos.

El coronel no había abandonado su cabina: el exceso de ingestión de aqua vitae y la escasez de alimentos le había provocado un estado de delírium tremens; dormía mal y se despertaba con la impresión de que su litera era albergue de escorpiones. Ya no reconocía a sus camaradas y se ponía frenético; metía muchísima bulla, aun de noche, cuando el absoluto silencio era la norma por temor de que algún hombre cayera al agua y su llamada de auxilio pasara inadvertida. El general, ante la insistencia de doña Ysabel, lo hizo maniatar y amordazar; y cuando por fin cayó sumido en un sueño profundo para volver luego en sí, estaba tan debilitado que las piernas no le obedecían. Sin embargo, no guardaba memoria de las mordazas ni de los escorpiones; y el capellán, que había sido su enfermero, había arrojado al mar lo que quedaba del aqua vitae, dos galones enteros, de modo que no habría recaída. Recobraba la salud con lentitud, pero se apegó grandemente al padre Antonio, que le consentía los caprichos y lo trataba con consideración. Sé averiguó que el buen padre había prestado servicio con él en los Países Bajos y ahora revivían las batallas y adoptaban un aire tal de intimidad, que los hermanos Barreto abrigaron sospechas del capellán, suponiéndolo miembro de la facción del coronel, lo cual estaba muy lejos de ser verdad. Don Diego hizo circular a este respecto cuentos calumniosos y malignos, de los que el siguiente puede servir de ejemplo: El padre Antonio, que jugaba a los dados con el coronel un domingo, fue llamado para celebrar misa en la fragata; y mientras le administraba el santo sacramento a una anciana, sin advertirlo le dio el dado en lugar de la hostia. Ella, al roer el hueso con sus encías desdentadas, exclamó:

—Padre, os habéis equivocado. En lugar del dulce cuerpo de Jesús, me habéis dado el de Dios Padre, viejo y correoso.

Los días sucedían a los días y nosotros seguíamos navegando con sólo el amplio horizonte por testigo. Llegué a conocer cada agujero de nudo en la pared de la sala de cartografía, a saberme cada cuento sucio del repertorio del sobrecargo y el contramaestre y a profetizar con exactitud los platos de cada día señalado. Junto a mí, en la mesa comunitaria, se sentaba la hija de Juan de la Isla, Maruja, que se parecía a su madre, mujer gruesa enteramente entregada a los chismorreos y a la gula como un ternero a la vaca. El sobrino del coronel le estaba dirigiendo siempre rebuscados requiebros que ella contestaba con risitas y se consideraba ya su prometida; pero la madre insistía en que era demasiado joven todavía como para pensar en el matrimonio. A mi otro lado se sentaba el comerciante Mariano de Castillo, cuya conversación se limitaba al dinero y los beneficios y que estaba bien empapado en la grasa de la usura. Era capaz de indicar con toda exactitud el grado de pérdida que había en una medida de trigo después de aventado y depurado; o cuánto más de pérdida había hasta la última migaja en cien hogazas de pan cuando se las cortaba con un cuchillo en lugar de partirlas con las manos. Estaba siempre discutiendo con el sobrecargo al que acusaba de adoptar medidas fulleras; y cómo don Álvaro lo había convencido de invertir su dinero en tan desatinada aventura, nunca podría saberlo.

Los pajes eran los que nos señalaban la hora. Vigilaban y daban la vuelta a los relojes de arena en el nicho de la bitácora cantando en cada ocasión:

Una hora feliz ha pasado,

otra mejor llega aún;

la primera ahora se acalla,

la segunda toca su son.

Sabe Dios cuántas horas nos quedan

por volver, por contar, por volver otra vez.

«¡Eh, los de proa! ¿Estáis despiertos? ¿Vigiláis?»

El alba llegaba con su agudo canto de salutación, como el de los pájaros en la época de apareamiento:

Gloria al alba tan roja

y a la cruz donde Cristo murió.

Gloria a la Trinidad Santa

que es Dios mismo en su santa unidad.

Gloria al corazón cristiano

que de Dios reclama el amor.

Gloria al día que llega:

Dios ha aplastado la oscuridad.

Luego recitaban como cotorras un padrenuestro y un avemaría y cantaban:

¡Amén! Dios nos conceda muchos días tan venturosos. Escuchad, general; escuchad, doña Ysabel; escuchad, coronel; escuchad, capitán y todos vosotros nobles señores y señoras: os deseamos un feliz y próspero viaje! ¡Navegad, navegad animosos! ¡Caballeros de popa y caballeros del castillo de proa, buenos días a todos en nombre de Dios!

Nos levantábamos entonces a oír maitines. Cuando llegaba la hora de la comida y los pajes ponían la mesa y traían las viandas de la cocina, exclamaban:

¡A la mesa, a la mesa! General, señora del general, coronel, capitán y todos los otros nobles señores y señoras: ¡Escuchad! ¡La mesa está tendida, la comida está servida, el agua traída para vuestras excelencias! ¡Larga, larga vida al rey de Castilla! En tierra y en mar nuestro corazón le es leal. A todo enemigo del rey el hacha o la horca aguardan (amén, clamad amén o secas tendréis las narices). La mesa está puesta; pronto ya nada tendrá: Quien a la mesa no llegue sin su parte deberá pasar.

Y al caer la noche, uno de ellos encendía la lámpara de la bitácora y todos cantaban las respuestas de su conductor:

Salve el honor: del nacimiento de nuestro querido Salvador.

Salve Nuestra Señora: que lo trajo a la tierra.

Salve san Juan: que un día lo bautizó.

La guardia ha sido advertida: la arena ya queda atrás.

Dios nos conceda buen viaje: ¡para ello todos rezad!

Anunciaban el cambio de guardia con:

¡Al puesto, al puesto, buenos caballeros de la nueva guardia, al puesto, puesto! ¡Es hora ya de mover las piernas, apuraos pues! ¡Arriba, arriba, caballeros de la nueva guardia! ¡Acudid a vuestro puesto!

Manteníamos tres guardias: la del capitán, la del contramaestre y la del piloto. Como el piloto principal era también el capitán del San Gerónimo y no tenía asistente, esta tercera guardia estaba al mando de Damián de Valencia, el segundo contramaestre, hombre excitable que consideraba a los soldados la inservible canalla y el estorbo de la tierra, y a la marinería la única profesión honesta.

Cada día al estar el sol en el cenit, intercambiábamos saludos con los otros barcos para obtener noticias y observaciones; los domingos nos poníamos al pairo durante un par de horas y, mientras el capellán iba a bordo de la fragata y el vicario a bordo de la galeota a celebrar misa y oír confesión, los pilotos y los altos oficiales intercambiaban visitas. El tercer domingo después de la partida, un oficial del Santa Ysabel dio a entender por estupidez a don Diego que el almirante yacía con la mujer del sargento, y él, enfurecido, fue con el cuento directamente al general. Una tremenda conmoción se produjo en la gran cabina, muchas amargas palabras se pronunciaron, algunas de las cuales no pude evitar escuchar. Doña Mariana estaba dispuesta a ir a bordo del Santa Ysabel sin demora para arrojar a su rival por la borda y retomar posesión de su marido; pero su hermana sostenía que el adulterio de don Lope era una afrenta que ninguna mujer de carácter podía tolerar y que el almirante debía ir a ella y no ella a él. Toda la semana discutieron el asunto de modo cada día más acalorado y, al domingo siguiente, don Diego y don Lorenzo fueron al encuentro del almirante y le comunicaron que si tenía esperanzas de gozar de su mujer al llegar a las islas, debía enviar a su concubina a otro navío y pedir perdón de rodillas a toda la familia. Él se negó declarando de modo contundente que, desde que le había brotado la barba, no había transcurrido una semana sin tener en el lecho a una compañera; que era demasiado tarde ahora para aprender continencia y que sus rodillas eran demasiado rígidas como para doblarse ante nadie que no fuera el rey de Castilla. Que su esposa se le acercara sin trabas, dijo, y él la amaría y la regalaría, y la mujer podría convertirse en su sirvienta.

La respuesta de don Lorenzo, pronunciada con cierto acaloramiento, fue que el almirante no había considerado de modo cabal en qué familia había entrado con su matrimonio. A lo cual don Lope replicó que, de acuerdo con el documento firmado por el general, esperaba que su esposa se le uniera en la primera isla en que desembarcaran y que no aceptaría nuevas condiciones a su unión, impuestas por su familia o tercero alguno.

Don Diego logró ver entonces a la mujer del sargento que se escondía tras las cortinas del lecho, y le preguntó:

—¿No te avergüenza, ramera, haber abandonado a tu marido mutilado y poner en peligro tu alma con el adulterio?

—Mi señor —le contestó ella gazmoña—, es preferible ser bien amada que estar mal casada; y no hago más que mantener caliente el lecho del almirante para el honor de vuestra hermana.

Partieron llenos de enfado sin una palabra de despedida, y el domingo siguiente no hubo intercambio de visitas entre los dos galeones.

Habíamos ahora llegado a los catorce grados de latitud, todavía siguiendo el curso oeste-suroeste, después de haber recorrido unas quinientas, leguas; pero el día de San Juan, torcimos el rumbo a oeste-noroeste porque los vientos habían cambiado y gradualmente nos aproximamos al noveno paralelo, aumentando nuestro diario recorrido cinco leguas. El 30 de junio, día de San Marcial, el padre Antonio se allegó al general y le ofreció curarle su dolor de cabeza con ayuda del santo.

—¿Mi dolor de cabeza? —preguntó don Álvaro sorprendido.

—Me refiero —explicó— a la penosa preocupación que os producen las mujeres jóvenes del barco, cuya impudicia no habéis podido doblegar con amenazas ni admoniciones.

—¡Vaya, padre! ¿Qué remedio os ha revelado el cielo?

—Sólo hay uno, hijo mío —dijo el capellán—, y es el matrimonio, un estado que nuestro mismo Salvador santificó cuando asistió a la boda de Caná. Dad a las mujeres licencia para casarse y os garantizo que, aunque no han retrocedido ante la fornicación, se cuidarán de incurrir en el pecado más grave todavía del adulterio; pero si demoráis aún la autorización, Miguel Llano tendrá que registrar el nacimiento de una magnífica cosecha de bastardos. Pocos son los que tienen el dominio de sus pasiones que vos tenéis, hijo mío, y ¿cuál es la mujer joven que se muestre juiciosa por debajo de la cintura? Por esperar demasiado de vuestro prójimo, os habéis hecho un daño innecesario.

Don Álvaro cedió por fin, pero sintió renuencia a pronunciar un discurso sobre cuestión tan contraria a su temperamento. En cambio, por orden suya, se fijó al palo mayor un pergamino en el que se anunciaba que como era mejor casarse que arder, los amantes que no pudieran practicar la continencia hasta llegar a las islas, debían acudir a él en procura de consentimiento. Actuó con desconocimiento de doña Ysabel, que se sintió disgustada cuando se enteró de la noticia. Le dijo a su hermana soltando una breve carcajada.

—¡Vaya! ¡Amantes! Será difícil saber quién ama a quién cuando tantas putas son propiedad común de la entera compañía del barco. Don Álvaro habría hecho mejor en recurrir al cepo y al látigo como yo se lo aconsejé.

Según Elvira, ella entonces trató de convencer al general de que se despojara del hábito de fraile y le pidiera al padre Juan que lo dispensara de su voto, pero no se dejó conmover. Conservo la clara imagen de su entrada en la gran cabina con Juanito en los brazos: el más pequeño de nuestros emigrantes que no tenía todavía un año de vida, el séptimo hijo de un colono de Trujillo llamado Miguel Gerónimo. Don Álvaro, en su cogulla franciscana, con las gruesas faldas de su hábito recogidas por causa del calor, parecía san Cristóbal llevando al Niño Jesús por el río, y la honda ternura que había en su mirada mientras entonaba una tonta canción de cuna, me sobrecogió el corazón de pena. Era evidente que la infantilidad del pequeño lo consumía y, cuando dirigí una mirada a doña Ysabel, sentada otra vez frente a su bastidor, advertí que le guardaba por ese mismo motivo un furioso resentimiento. El odio y la vergüenza le desfiguraron por un momento la cara; no obstante, todo lo que dijo fue:

—Si me amáis, marido, devolved ese niño inmundo a su madre. Es un hervidero de piojos y nos infectará a todos.

El general suspiró y se retiró humildemente.

En el curso de las tres semanas que siguieron, celebramos quince matrimonios, pero había todavía algunas mujeres que prefirieron seguir solteras por el momento ahora que tenían menos rivales en su comercio y les era posible amasar una buena dote. De este modo transcurrió julio con sólo un desastre. El día 9, víspera de San Cristóbal, Miguel Llano, que había comido pescado en mal estado, fue presa de un violento flujo. Doña Ysabel se quejó a la mañana siguiente de que se demoraba demasiado en el «jardín» de la gran cabina y de que había hecho esperar a las señoras, de modo que el general lo hizo ir a las tablas de los enseres que sobresalían horizontalmente por encima de la proa, utilizadas por la tripulación. Esta es una situación elevada muy peligrosa cuando el mar está agitado y, aunque ese día no estaba más que picado, Miguel no tuvo suerte. No hacía mucho que estaba allí en cuclillas, cuando un timonel torpe expuso el barco al viento que lo cogió desprevenido y él, debilitado, fue arrojado por sobre la borda.

Esto sucedió en el momento en que los oficiales y la tripulación estaban a la mesa frente a sus diversas comidas y, en el alboroto, nadie oyó sus gritos; en seguida el vigía apostado en la cruceta lo vio luchando con las aguas a un cable de distancia detrás de la nave y dio la voz de alarma. Un marinero se zambulló para ir en su rescate mientras la compañía del barco hacía un gran estrépito con lo que tuvieren a su alcance con el fin de mantener alejados a los tiburones. Miguel se hundió una vez y, al emerger nuevamente, el audaz salvador lo cogió por el cuello y lo golpeó entre los ojos para que no lo estorbara. Por fin ambos fueron izados a bordo en medio de clamores entusiastas, pero a Miguel apenas le quedaba vida. El contramaestre lo levantó por los pies para que arrojara el agua que tenía acumulada en los pulmones; el sobrecargo le tocó la garganta con una pluma para hacerle devolver; don Álvaro ordenó que se le vertiera por el gaznate vino caliente y luego una taza de aceite de oliva para impedir que el agua salada le pudriera los intestinos y dos marineros le masajearon el pecho y el vientre con aceite. Nada sirvió de nada; los labios le palidecían y agonizaba. El capellán vino a cubierta, lo escuchó de prisa en confesión y le administró el sacramento.

Esa noche sepultamos a Miguel Llano en el mar. Yo fui designado para sucederle en el registro de nacimientos, matrimonios y muertes, y fue mi triste deber abrir un libro de registros mortuorios con su propio nombre. Era un hombre seco y pendenciero que no me había demostrado mucha simpatía; no obstante, recé por la salvación de su alma cada noche durante un mes o más, pues me apenaba su destino, del cual yo había sido el solo beneficiario.