[10] se acercaron a la carrera para seguir con sus trabajos cotidianos.

El famoso milagro de Tumbes volvió a la memoria del buen padre y de prisa ordenó que se construyera una cruz con dos postes de madera; Juan Leal, el enfermero, la cargó hasta las puertas seguido por los acólitos con los estandartes. A petición del vicario, las tropas se descubrieron y se arrodillaron, ante lo cual los nativos obedecieron con devoción su ejemplo e imitaron el signo de la cruz. Después de haberse postrado en oración ante el santo emblema, tuvo la inspiración de proseguir la marcha más allá de las puertas a lo largo del camino costero y los nativos seguían el ejemplo por detrás. Nuestros músicos atacaron una alegre marcha y la cruz fue transportada hasta la aldea de Malope, donde se la colocó frente a la casa de asambleas entre los aplausos de los habitantes, sumamente regocijados por el honor que se les confería. El padre Juan pronunció entonces un sermón sobre la Redención, representando la historia de la pasión de Cristo con gestos de tal sentimiento, que me saltaron las lágrimas, y los aldeanos también parecían comprender y sufrir. Cuando partimos, los dejamos a todos arrodillados en un gran círculo en torno a la cruz, con excepción de Malope y sus hijos, que estaban postrados ante ella. Aunque al coronel le disgustaba que casi una jornada de labor se hubiera perdido con este interludio, los hombres de inclinación más piadosa se regocijaban de que por fin se hubiera iniciado la principal tarea de nuestra misión.

El tiempo seguía inestable y frecuentes chaparrones del noreste colmaban el río revelando la naturaleza cenagosa del terreno; el calor húmedo que reinaba entre borrascas nos producía una tal incomodidad, que de buen grado habríamos corrido desnudos como los salvajes. Entretanto los hermanos Barreto obedecían las órdenes del coronel con muestras de veloz diligencia y llevaban a cabo felices incursiones entre los nativos; pero no habían olvidado lo que acordaran con su hermana. Empezaron a quejarse en público del trabajo que se los obligaba a hacer. Lorenzo decía:

—¡Dios me asista, Diego, no entiendo cómo nuestra gente se ha resignado de manera tan sumisa a colonizar este desdichado sitio! Un niño podría haber escogido una mejor situación; pero el coronel siempre actúa sin previsión y se lo lleva todo por delante como una catarata.

Diego respondía:

—Hermano, tenéis razón. Crecen hierbas que engendran la fiebre en densos manojos desde el cuartel de guardia hasta el río: un infalible portento de pestilencia. Además, si los salvajes se deciden por la traición, pueden atacarnos desde los cuatro costados. El promontorio elegido por el general no sólo es mucho más saludable, sino que sólo tiene acceso por un camino pedregoso tan estrecho que tres hombres podrían controlar a un ejército.

No obstante, al tratar de minar la autoridad del coronel, le habían hecho un flaco favor a doña Ysabel por partida doble. Los que con justicia sospechaban que ella había puesto en sus labios estas palabras de insubordinación, se apegaron más que nunca al coronel, que cuidaba de ellos como un padre y jamás escatimaba esfuerzos para el logro del bien común. Pero los descontentos llevaron la queja todavía un paso más adelante y empezaron a preguntarse por qué habían abandonado el rico y espacioso reino del Perú, donde nadie es pobre cuando menos en esperanzas para venir a esta fétida isla abandonada de la mano de Dios en el más alejado límite del mundo, donde ninguna buena perspectiva los esperaba. El sitio escogido por el coronel es por cierto malo, argumentaban, pero al permitir el general que no se tuviera en cuenta su propia elección, confesaba que no había disponible otro mejor.

—Ya es hora —decían— de terminar con miserias y seguir viaje a las islas en las que abunda el oro, pues esta evidentemente no es una de ellas, o admitir el fracaso y volver.

Juárez y Matías compartían la opinión de que la tierra era rica y saludable; no habían visto nativos que padecieran fiebre y en el campamento no había el menor rastro de mosquitos, que siempre abundan en las zonas insalubres. El consejo había llegado a un acuerdo que debía ser ahora llevado a cabo con lealtad.

—El método adecuado para pacificar esta isla —me dijo Juárez un día— que el coronel tiene en mente es apostar unos pocos soldados en cada una de las aldeas. Depondrán a los caciques y se apoderarán de sus tierras y privilegios. La de la empuñadura de la espada es la mejor de las cruces: ¡eso es lo que él dice y, por cierto, es mi compadre! Mantendrá una compañía en el cuartel central para reforzar cualquier guarnición que pueda estar en apuros. Pero con el correr del tiempo, los nativos habrán quedado desarmados, convertidos y sometidos a servidumbre; lo cual nos hará posible ocupar más aldeas y más todavía, hasta que toda la isla nos pertenezca y se parcele en propiedades; y podremos hartarnos de puerco asado cada día de nuestra vida. Al coronel no lo contentan sensiblerías deleznables. Hacer despliegue de ternezas, dice, es sólo convencer a los negros de que somos unos cobardes.

—Pero por fuerza tiene que obedecer al general —dije.

—Pues, sí, don Andrés, conoce su deber tan bien como cualquiera de nosotros, pero no tiene por qué tomar las órdenes demasiado en serio: el mismo general no espera que lo haga; sólo las emite para legar una honrosa lectura a la posteridad y apaciguar la conciencia del rey Felipe. Las grandes propiedades que se nos prometen a los colonizadores ¿cómo las tendremos si no por la conquista? El general sabe perfectamente que guerreros amantes de sus hogares y sus huertos y que nos exceden en número en una proporción de más de mil a uno, no los cederán sin una muy dura lucha. Pero primero es lo primero. La tarea que tenemos ahora entre manos es asegurar nuestra base y, cuando antes se logre, antes podremos fundar las guarniciones. Si no hay demoras, para el día de Reyes me veréis convertido en cacique con plumas de colores en la cabeza, brazaletes en los brazos y dos o tres negritas afanadas a mi alrededor, con esas alegres flores escarlatas metidas en las orejas y las narices. Me revolverán la sopa, me fregarán el peto y recorrerán con las uñas las costuras de mi camisa, por mi fe, don Andrés, jamás estuve tan piojoso en mí vida, pero no he tenido el tiempo ni la paciencia de ir de cacería estos últimos diez días, y seré dueño de la más grande piara de los más gordos cochinos de los Mares del Sur.

—¿Dos o tres esposas, turco circunciso? —exclamó Matías—. Tienes hambre de dificultades. A mí, las mujeres de aquí no me gustan. Aun cuando no fueran tan endemoniadamente negras, no resisten la comparación con las jóvenes de las Marquesas. ¡Ésas sí que eran bellas y ardientes! Pero estas criaturas parecen un cruce entre cerdo y mono, y están tatuadas de pies a cabeza con tanta profusión como una página impresa.

—Las prefiero a esas putas indolentes de Santa Cristina —dijo Juárez—. Bajo las ropas de cama, en la oscuridad, una mujer complaciente vale lo mismo que otra cualquiera, y estos isleños, por lo menos, tienen a sus mujeres bajo su dominio. No les permiten retozar todo el día entre los matorrales tanto como en el agua; las hacen trabajar duro. Sostengo que la mujer, sea negra, parda o blanca, fue creada para servir y dar placer al hombre. ¿Vos qué opináis, don Andrés?

Dado que no quería mezclarme en una discusión teológica, me despedí. Siempre sentí cierta reverencia por las mujeres, como todo cristiano que ame a la Virgen con todo su corazón. Su virtud y santidad hace ya mucho que repararon el pecado original de nuestra madre Eva; y como se sabe que nació sin pecado, vivió sin pecado, se convirtió en madre de Dios y al morir fue recibida en el cielo como criatura que ha alcanzado ya la perfección... ¡vaya! sólo un necio coincidiría con el filósofo pagano Aristóteles, que consideraba al hombre la obra maestra de Dios, y a la mujer, sólo un producto secundario o prevarición. Aunque por cierto he conocido mujeres cuyo natural engañoso o sanguinario las hacía con mucho peores que el más malvado de los hombres, son en general más humildes, más caritativas y, aunque esto pueda parecer una paradoja, menos dispuestas a dejarse apartar de los buenos principios que los hombres. El diablo demostró gran sutileza, en verdad, cuando tentó primero a la madre Eva en la guisa de una serpiente parlante. Es común fragilidad de las mujeres dejarse engañar por las novedades; pero, según yo lo creo, si se hubiera dirigido a Adán en cambio y lo hubiera persuadido (con igual facilidad) de comer la manzana, Eva se habría negado a compartirla.

—Arrojad en seguida ese fruto prohibido —le habría dicho— y apresúrate a hacer las paces con el Señor Dios si alguna vez quieres volver a yacer conmigo.

* * *

Estaba yo más ocupado que nunca desde que se advirtió que, a medida que la colonia creciera, el valor de los solares aumentaría asimismo. Cada propietario había cogido para sí tanto terreno como pudo señalándolo con estacas de madera. Tuve entonces que medir y trazar el mapa de los terrenos de toda la zona y redactar títulos de propiedad después que el general hubiera calculado cuántas tierras correspondían a cada casa de acuerdo con el rango del propietario o el monto de su inversión. Todos estaban insatisfechos con lo que se les había adjudicado, tanto más por cuanto doña Ysabel había insistido en que a nadie le estaría permitido vender, hipotecar o transferir de algún otro modo su propiedad. Al morir el propietario, pasaría a su viuda o sus hijos o a un familiar sanguíneo hasta un tercer grado de parentesco, pero hasta entonces era inalienable; y, de no tener herederos, volvería al donante, esto es, al general, o a sus sucesores en perpetuidad.

Don Álvaro además me indicó que midiera y distribuyera toda la tierra arable que estuviera dentro del alcance de un disparo de arcabuz. Cada propietario podía reclamar una extensión, de tamaño también proporcional al rango o al monto de la inversión, pero su posesión estaría sujeta a los mismos términos que el solar de la vivienda y también debería pagar diezmos por ella a la municipalidad. Estos diezmos, aunque destinados a la creación y el mantenimiento de los servicios públicos, parecían un gravamen intolerable impuesto a la tierra. Se desataron entonces ásperas disputas sobre los privilegios de los ciudadanos que debían resolverse de acuerdo con una constitución que don Álvaro me encomendó redactar para que fuera sometida a su juicio y que, cuando la hube terminado, rompió en pedazos; la reescribió insistiendo más en las obligaciones civiles y militares que en los derechos y los privilegios. Debió, pues, designar magistrados además de jueces de paz; también un comisionado, un registrador de minas, un intendente general y un inspector de mercados; y, como si ya mi faena no fuera bastante, me designó secretario municipal, aunque nunca se le ocurrió incrementar mi salario. Con mucho habría preferido la sinecura de registrador de minas.

Pocos comprendían la tarea que implica una colonización; muchos colonos se habían imaginado que irían con un arma y su familia en la dirección de su antojo y, una vez que hubiera encontrado un valle de su gusto, podría reclamarlo como propio. Allí gobernaría a sus siervos negros con perfecta independencia, sin más obligación para con el general que acudir en su defensa contra corsarios ingleses o nativos rebeldes. Los soldados se habían mostrado del todo dispuestos a erigir una ciudad que les serviría más tarde como arsenal, mercado y fuerte; pero cuando se enteraron de que sus libertades estaban más delimitadas aquí que en el Perú y que el general consideraba a la isla como su propiedad privada, no sólo negándoles el dominio absoluto de sus posesiones, sino reservándose el derecho de retirar a voluntad la posesión por enfiteusis, sintiéronse por cierto desilusionados y abatidos. Algunos se quejaban ahora de que la tierra que les había sido distribuida no tenía bastante enjundia como para sembrar en ella trigo o maíz y que, aunque un budín de ñame con almendras asadas no estaba mal de vez en cuando, no tenían intención de alimentarse de nueces y raíces todo el año.

Sebastián Lejía, que tenía cierta habilidad con la pluma y era lo que las tropas llaman un abogado de cuartel (nombre con el que designan a un descontento que pretende convencer a sus camaradas de que sus oficiales los roban y abusan de ellos), me pidió prestados un día papel, pluma y tinta con el pretexto de que quería redactar su testamento, y escribió luego el siguiente memorial sometiéndolo después a la firma de sus compañeros:

Los que suscribimos, súbditos leales e industriosos del rey Felipe II, nos sentimos insatisfechos con la situación de esta colonia, que tiene mil inconvenientes y, por tanto, humildemente pedimos a nuestro gobernador, el general don Álvaro de Mendaña y Castro, que la abandone y busque un sitio más adecuado en otra parte de esta isla de Santa Cruz; o, si eso no es posible, de acuerdo con lo prometido, que nos lleve a las regiones ricas en oro de su anterior descubrimiento donde él, a su vez, podrá gozar de los títulos y privilegios que Su Majestad le concede.

13 de octubre de 1595, en bahía Graciosa.

Don Diego había alentado en secreto la redacción de este memorial como modo de asestar una puñalada al coronel. Pero la última frase, que Sebastián añadió por consejo de otro, se dirigía contra don Álvaro: era una hábil alusión a que había adoptado el título de marqués prematuramente y publicado la constitución de una ciudad que no tenía derecho a erigir. Siete soldados firmaron, pero temiendo que se pretendiera dar un ejemplo con ellos a no ser que muchos más hicieran lo mismo, fueron de cabaña en cabaña aquella noche solicitando firmas por medio de promesas o amenazas, hasta que hubo en el papel unos cuarenta nombres más. Cuando Juárez se negó a firmar, intentaron matarlo algo antes de medianoche atravesando con una espada la tienda donde estaba tendido su jergón de paja; pero él había salido a evacuar y, cuando lo oyeron regresar, lo confundieron con un oficial y huyeron. Vio la hendedura en la tela, cogió sus armas y su ropa de cama y se dirigió a la guardia donde le contó a Matías lo que sabía del asunto.

A la mañana siguiente, después de maitines, Matías fue al encuentro de Sebastián al lugar donde desayunaba con sus compañeros y le preguntó:

—¿Es cierto, soldado, que deseas abandonar este lugar?

—¡Oh, bienvenido, camarada Matías! ¿Quieres firmar nuestro memorial?

—Yo no soy tu camarada. Te hice una pregunta y quiero una respuesta: ¿deseas partir?

—Pues, sí. ¿Qué de bueno puede haber aquí para nosotros?

—Lo bueno que vinimos a hacer; y si te atreves a molestarme a mí o a mis amigos, como que Dios es mi vida, te clavaré mi daga en el corazón. Guárdate tu memorial en círculo, lavandera infame, o pondré en él un sello que hieda.

En adelante fueron en pos de presas no tan arduas. Un soldado muy simple me dijo más adelante:

—Vinieron a mi tienda y me preguntaron si me gustaría volver a Lima a beber chicha con mi prometida en la calle tras la catedral.

»—Sí —dije—, por cierto que me gustaría, camaradas. Echo mucho de menos a Teresa.

»—Entonces firma este papel —dijo Federico Salas—. Es un memorial en círculo.