Algunos soldados que estaban cerca lo miraron con enfado.
—¡Ajá! —dijeron—. De modo que el general le reserva una martingala al viejo veterano. ¿Oíste las palabras de su negro?
Había castigado entonces a Myn en presencia de todos ellos, y, después de una breve visita al cuartel de guardia, volvió a la nave capitana.
—Había caído en la cuenta, mi sabio consejero, que en adelante no haría nada sin vuestra aprobación.
—Vuestra excelencia me hace un gran honor. Pero ¿qué os proponíais hacer?
—Estaba por entablarle juicio al coronel y decidir su vida.
—¡Vaya! ¿De qué se lo acusa?
Don Álvaro enumeró con ayuda de sus dedos:
—Primero, de que ha sembrado el descontento; segundo, de que ha amenazado con colgar a mis cuñados; tercero, de haber desobedecido mis órdenes en más de una ocasión. Cuarto, y esto es lo peor...
—Como lo sabe vuestra excelencia, no tengo motivos para amar al coronel, pero siendo el discurso que dirigió ayer a las tropas no menos leal que el mío, confieso que lo elogié y pactamos una tregua.
—Se os puede engañar fácilmente, mi generoso amigo. No bien os fuisteis, volvió a hablarles en muy distinto tenor, advirtiéndoles que estuvieran preparados para actuar con rapidez. Doña Ysabel recibió informaciones precisas acerca de su última confabulación. Tiene intención de entrar con hombres armados en la iglesia el próximo domingo mientras estemos allí rezando, matar a sus hermanos y a ella y obligarme a mí a punta de espada a firmar una orden de viaje a las Filipinas; pero antes de que llegáramos me envenenaría en secreto y diría que mi muerte había sido consecuencia de la fiebre.
—¡Oh, qué maldad tan abyecta! —exclamó Pedro Fernández—. ¡Pensar que le ofrecí al monstruo mi amistad!
—¿Estáis de nuestro lado? —preguntó doña Mariana poniéndole una mano temblorosa sobre el brazo.
—Por mi vida que sí —dijo él con gran firmeza.
—Mañana —continuó don Álvaro en un ronco susurro—, después de desayunar temprano, tengo intención de ir con vos y otros cuatro hombres dignos de confianza a tierra. Mis cuñados nos estarán esperando a las puertas y, apoyado por ellos, iré en busca del coronel y le ordenaré que me siga a la nave capitana. Si se resiste será necesario emplear la fuerza. Es posible que la locura de Myn haya llegado a sus oídos y que esté prevenido.
—Podéis confiar en mí a muerte.
Y don Álvaro le estrechó débilmente la mano.
Pero esa noche en la sala de cartografía, Pedro Fernández se sentía abatido. En lo profundo de su corazón sabía que lo que le aguardaba al coronel era mucho menos que justicia, pero silenció su conciencia con el recuerdo de que el coronel no había tenido la menor clemencia con los inocentes isleños de las Marquesas y con la protesta de que doña Ysabel era incapaz de engaño.
Empezó a hablarme de su infancia en la Rúa Nova, en Lisboa: de cómo su padre, que era marinero, se había embarcado en el viaje de Goa y le había encomendado buen comportamiento hasta su regreso...
—«Y por cada mala acción que cometas en mi ausencia, muchacho», me advirtió, «tu madre clavará un clavo en esta tabla; y por cada clavo que encuentre a mi regreso, recibirás diez golpes de palmatoria».
»Ese verano caí en mala compañía y el día de Navidad cinco grandes clavos atestiguaban mi descrédito; pero en Año Nuevo un gran cambio se había operado en mi corazón. Mi madre tuvo piedad de mí y, advirtiendo la modificación de mi conducta, había arrancado hasta el último clavo antes de la festividad de San Pedro Encadenado, fecha en que mi padre regresó. De ese modo me libré de la palmatoria, pero igual lloré amargamente cuando ella le mostró la tabla con la marca de los clavos abiertos en la tierna madera.
—¿Por qué me habéis contado esto, amigo Pedro?
—Como parábola de la debilidad del alma. ¿Con cuánta frecuencia desde entonces no he caído en el error? Aunque después de la confesión y la penitencia mis pecados me han sido perdonados ¡la huella de los clavos todavía queda en la tabla!
Tenía una sospecha de lo que se guardaba en su mente: no viejos pecados confesados y perdonados, sino uno nuevo que no se atrevía a reconocer como tal delante de sí.
—Sí —le dije—. ¿Quién está libre de culpa? Un pecado cometido con la imaginación pesa tanto en la balanza de Dios como si se hubiera cometido de hecho. ¿No señaló Nuestro Salvador el adulterio ocular...?
—Jamás dejaron escapar sus labios palabras más severas —interrumpió como si quisiera impedirme que dijera nada más—. Sin embargo ¿no perdonó a la mujer adúltera y se mostró clemente con ella?