[9] un consejo! ¿En lugar de dar órdenes el prefecto convoca un consejo?

—A mi edad se aprende que el más largo rodeo es el más rápido camino de regreso. Las decisiones del consejo no me limitarían, y deseaba medir la fuerza de la oposición al plan del coronel.

—¿Y qué decidió ese maravilloso consejo?

—El alférez real y el asistente fueron los que pronunciaron discursos más largos. Propusieron que las obras se continuaran, sosteniendo que si decididamente no abandonábamos la bahía Graciosa, por fuerza teníamos que levantar un asentamiento cerca del único fondeadero adecuado y que no había alternativa para el sitio escogido por el coronel. Un par de sargentos y todos los colonos casados no estuvieron de acuerdo. El viejo Miguel Gerónimo argumentó que el lugar era insalubre y que con mucho sería preferible ocupar la aldea en que habían dormido la última noche y adaptarla a nuestras necesidades; está construida sobre una colina, dijo, y cuenta con un pozo profundo. Un sargento habló en su apoyo, declarando que una empalizada y una zanja con cañones dispuestos en las cercanías, la volverían inexpugnable. Al coronel lo ofendió la presunción del sargento y le dijo que no sabía más del arte de la fortificación que un tordo; pero yo le permití que dijera lo que tuviera que decir.

—¿Era ese el sargento Dimas, no es así?

—No otro que ese hombre audaz y honesto.

—No obstante lo habríais hecho izar en Paita por acudir en defensa de mis hermanos.

—Jamás fue esa mi intención, por más que al coronel le dijera otra cosa. Bien, pues entonces me enteré de lo que intentaba descubrir. Por las palabras del alférez real, era claro que las intenciones del coronel eran fundar una colonia y no meramente defender las proximidades de la fuente. Por el momento, dejé que se saliera con la suya después de dejar asentado mi preferencia por el sitio del promontorio, mucho más saludable. Sometí el asunto a votación y que cada cual revelara su designio. Se decidió la continuación de las obras por once votos contra cinco. El coronel tuvo la prudencia de abstenerse tanto de hablar como de votar; sin embargo, ha apadrinado el proyecto y, cuando las dificultades aumenten, el espíritu descontento de la minoría ganará al resto y muy pronto se aliarán para convertirlo en chivo expiatorio de sus locuras.

—Permitidme que os lo advierta una vez más, marido: estáis jugando un juego peligroso. Si el sitio resulta saludable después de todo, el coronel será quien se glorie de ello; de lo contrario, nuestra gente quedará debilitada por la fiebre y os culpará de no haberlo silenciado. Además, nuestras provisiones no durarán para siempre. Debisteis haber apoyado la moción del sargento Dimas; de ese modo el coronel habría recibido el desaire que se merece y, al mismo tiempo, habríais complacido a la tropa con el alivio de sus trabajos.

—¡No, no! Jamás en conciencia podría autorizar la ocupación de una aldea nativa. Lo que nos den voluntariamente será bien recibido; pero Dios no nos permitirá prosperar nunca si nos presentamos aquí en la guisa de ladrones.

—Seguramente no lo habréis dicho así en el consejo.

—Por cierto que sí lo hice, y no sin firmeza.

—¡Por los ángeles y los arcángeles todos! Y al hacerlo os alienasteis la buena voluntad de la minoría al no concederles alternativa al plan del coronel.

—Cuando su plan fracase, como por fuerza sucederá, fundaré nuestra ciudad en el sitio de mi elección. Vamos, señora mía, ya no puedo seguir hablando; esta salida me ha fatigado casi mortalmente. Enviad por Myn, decidle que me prepare el lecho y que me desnude.

El color arrebolado de las mejillas de doña Ysabel y el modo inquieto en que hacía resonar sus dedos me indicaron que la incapacidad del general para disciplinar al coronel la enfadaban más allá de lo que pueden expresar las palabras; pero al entrar en la estancia el piloto principal inesperadamente, hizo un valiente despliegue de paciencia hojeando con ostentación las páginas del libro piadoso.

Al día siguiente persuadió a don Álvaro de que enviara a tierra a los oficiales y los soldados restantes, con excepción de los artilleros y una guardia permanente que por turno debía estar al mando de cada uno de los alféreces. Las familias de los colonos, que bajaron al mismo tiempo, debían vivir en tiendas hasta tanto no se les construyeran casas. Los Barreto se pusieron de acuerdo en que le harían las cosas tan difíciles al coronel como les fuera posible y comunicarle a don Álvaro sin demora el menor signo de deslealtad que observaran en él. Doña Ysabel y su hermana, el piloto principal, los sacerdotes, dos mercaderes y yo nos quedamos a bordo del San Gerónimo con don Álvaro, quien, aunque estaba más delgado cada día y más macilento y se quejaba de misteriosos dolores en diferentes partes del cuerpo, no volvió a guardar cama, sino que, con coraje, luchó contra el desorden con las botas puestas.

El piloto principal, contento de poder ahora moverse libremente por el barco, mandó a sus hombres que lampacearan y fumigaran con romero los aposentos pestilentes que habían quedado vacíos. Los carpinteros repararon las partes de la obra muerta que habían sido despojadas para utilizarse como combustible, y los marineros pintaron el casco por encima de la línea de flotación, pero se quejaban mucho del agobiante calor y, en su deseo de estar en mar abierto, preguntaban cuándo se los enviaría de vuelta al Perú. El sólo podía aconsejar paciencia.

En tierra el coronel se mostró tan capaz como era industrioso, y los nativos no intentaron entorpecer sus obras de construcción. Cada mañana, cuando yo me hacía presente con las órdenes del día —porque don Álvaro dirigía el asentamiento desde la gran cabina mientras se construía su residencia— notaba los progresos alcanzados desde el día anterior. En el bosque se abrió un cinturón, aunque la escasez de hachas y sierras se hacía sentir de manera considerable. Para dar muestras de buena voluntad, don Álvaro ordenó a los carpinteros que cedieran las suyas, lo que hicieron de mala gana, pues no habían todavía completado las reparaciones emprendidas; encontró también unas viejas espadas destinadas al trueque que podían utilizarse como machetes. Teníamos con nosotros a un herrero que emprendió la tarea de forjar cabezas de hacha con viejo hierro que servía de lastre en la galeota; pero se comprobó que la fragua que figuraba en el inventario de provisiones no había sido cargada en el Perú. Dado que el herrero era un hombre de recursos, dijo que podría haber fabricado un sustituto con tal que el sobrecargo le procurara tenazas, pero sin ellas para el manejo del metal caliente, nada podía hacer. Era una tradición de su oficio, nos dijo, que Dios, previendo que el hombre no podría fabricar tenazas sin hacer uso de tenazas, había creado el primer par de ellas de la nada; y Adán, a quien le habían sido dadas, las cedió a Tubal Caín, el primer herrero en poner su sello. Al general lo afligía este inconveniente y, después de quejarse en alta voz de los contratistas, declaró que Miguel Llano nunca le había comunicado que no enviaron a bordo la fragua, y que la deficiencia debió haber sido remediada en Paita.

También faltaban tornillos, y se propuso usar cuerdas a cambio; pero el piloto principal no cedió ninguna de las que tenía en sus almacenes. Argumentó que a los carpinteros se les devolverían finalmente sus sierras en buenas condiciones, pero una cuerda, una vez cortada para unir maderos, ya no le sería a él de utilidad alguna. Que las tropas las fabricaran, dijo, retorciendo fibras de coco como lo hacían los nativos.

Y lo peor de todo era que nos faltaban también provisiones. La harina escaseaba, el tasajo hacía ya tiempo que se había consumido y las judías y los guisantes no abundaban. Aunque a los soldados no les gustaban los alimentos de la isla con excepción del puerco y las aves —los nativos criaban aves para la olla, de una raza blanca que no ponía muchos huevos y por la noche anidaba en lo alto de los árboles—, don Álvaro advirtió al coronel que era preciso ahora alimentarse de los productos de la tierra y guardar para reserva el resto de la harina. Sin embargo, como no suministró objetos de trueque para la obtención de víveres, el coronel dedujo la anulación de la severa norma que se oponía al despojo de los isleños.

A una hora de marcha del asentamiento, había siete aldeas y se organizaban partidas de merodeo compuestas de doce a quince hombres que las visitaban con frecuencia. Los nativos parecían considerarlos seres inmortales que habían sometido al trueno y al rayo para la satisfacción de sus necesidades. En un principio la sola aproximación de una de las partidas provocaba la huida, pero más adelante se quedaron tranquilamente en sus chozas y daban sumisos lo que se les pedía; sin embargo, no a modo de tributo, sino porque los nativos de Santa Cruz consideraban grosero rehusar un pedido cuya satisfacción estaba dentro de sus posibilidades. A veces se daba un pequeño obsequio a cambio de las provisiones, pero no siempre y rara vez otra cosa que un botón de metal o la carta de una baraja.

Era habitual que nuestros hombres volvieran de estas excursiones con media docena de cerdos o más, muchos racimos de plátanos y cantidades de cocos y ñames. Los mismos nativos conducían los cerdos, transportaban los plátanos en largas pértigas que cargaban al hombro y arrastraban el resto en carretillas que nuestros ruederos habían fabricado para ese propósito; pero no se les permitía entrar en el sitio que ocupaba el asentamiento para que no se dieran cuenta de que éramos tan pocos. Desde las puertas del campamento, sobre las que estaba tallada la cruz de San Andrés, utilizada aquí como signo de tambu, prohibición, podían verse muchas hileras de tiendas y unas treinta o cuarenta cabañas ya en proceso de construcción. Éstas habrían bastado para albergar a centenares de salvajes, y como los barcos estaban todavía tripulados, deben de haber sobreestimado no poco nuestro número. Sólo a los súbditos de Malope, a quienes tratábamos como a aliados y estaban exceptuados del pago de todo tributo, se les permitía la entrada; pero esto fue después que don Lorenzo, que se presentó como el hijo mayor del general y, por tanto, de estirpe de caciques, había ido a su encuentro y le había pedido ayuda en el acopio de madera y la construcción de las cabañas. Malope envió a cuarenta hombres jóvenes al mando de su propio hijo, que llevaban hachas de piedra pulida y azuelas de concha, y que emprendieron la tarea con energía y capacidad laboral; también enseñaron a nuestros hombres la manera más sencilla de retorcer fibras (extraídas del árbol de demajagua y también de los cocos) para la fabricación de cuerdas y cómo armar tejados de ramas. A cada uno de los miembros de la tribu se le dio como recompensa un trozo pequeño de tela escarlata, que sujetaban bajo el brazalete; esto no sólo les procuraba un maravilloso deleite, sino que servía como pasaporte e insignia de amistad. Aunque para los ojos de un español la cara negra y de ojos hundidos de un nativo no difiere demasiado de la de otro, se mantenía alejados a los espías y a los intrusos por este medio; podíamos estar seguros que el poseedor de una insignia no cedería de buen grado su insignia al miembro de una tribu extraña.

Ahora que todo parecía deslizarse sobre ruedas, el 8 de octubre, festividad de San Simeón el Justo, el vicario fue a tierra. El capellán había visitado el asentamiento unos días antes para elegir un sitio donde levantar la iglesia, que habría de edificarse tan pronto como fuera posible, aunque con comodidad sólo para doscientas personas —el número a que ascendíamos desde la pérdida del Santa Ysabel—. El padre Juan, después de haber consagrado el recinto con agua bendita y encabezado una solemne procesión a su alrededor portando incensarios y pabellones, dijo misa y colocó la piedra fundamental del presbiterio, dedicando la iglesia no a santa Verónica, sino a san Simeón, a quien no deseaba ofender. El coro de pajes luego entonó un himno, Ascenderé a la casa del Señor, con voz dulce y clara; y apenas habían terminado cuando fuera del campamento se oyó un ruido de risas y cantos, y los hombres de Malope, gritando «¡Amigos, amigos!»,