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Una audiencia con el Virrey
El general había sido demorado en Lima por el virrey, don García Hurtado de Mendoza, marqués del Cañete, a cuyo encuentro había ido para besarle las manos y celebrar la despedida final. El marqués nunca había tenido costumbre de levantarse temprano y aquel día el general debió estarse en una prolongada antesala hasta bien pasado el mediodía; pero se mantuvo paciente a pesar de los mil y un negocios que debía atender todavía y sacó el mejor partido posible de sus horas rezando el rosario una y otra vez. Confiaba en que nunca tendría que volver a aguardar a merced de los caprichos de un virrey.
—De paciencia —me había dicho una semana o dos antes— tengo un sótano lleno. —Luego se volvió con una sonrisa y me agarró de una oreja—. Me dicen que eres un poeta en cierne, Andresito: ¿cómo pinta tu inspirada fantasía un sótano lleno de paciencia?
—Vuestra excelencia —respondí—, me figuro la paciencia como una virtud compuesta de fe, esperanza y elasticidad. Su emblema es el corcho. Cuando a éste se le aplica un fuerte golpe, rebota recuperada su forma, aunque hubiera quedado antes muy aplastado, y es lo bastante ligero como para sostener a flote un apesadumbrado corazón que se debate en las oscuras aguas de la desesperación. ¿Un sótano lleno de paciencia, decís? Veo un enorme montículo de corchos cortados de diversos tamaños, suficientes como para sellar todas las redomas de ira e indignación sopladas por el diablo en su infernal vidriería.
—¿Y el sótano mismo? —preguntó—. ¿Cómo te figuras el sótano?
—Mi imaginación flaquea al llegar a ese punto, excelencia.
—Pues permíteme entonces que te lo diga yo, mi joven poeta —dijo con profundo sentimiento—: el sótano de la paciencia huele a ratas y a ropas enmohecidas y no tiene otra vía de salida que la de acceso. Está amueblado como la antesala de un virrey, con sillas hermosas pero incómodas, recorrido por lacayos esplendorosos pero arrogantes, y empapelado desde el suelo hasta el cielo raso con innumerables documentos, solicitudes y memoriales jamás leídos, firmados todos con el nombre y adornados con el sello del general don Álvaro de Mendaña y Castro, de Neira.
Cuando por fin el marqués, veterano de las guerras con los holandeses y los milaneses, aunque todavía gozando de una vigorosa salud y renombrado por su elegancia en el vestir, lo hizo llamar a la sala de audiencias, lo abrazó y le presentó múltiples excusas por la demora. Una importante carta dirigida al Consejo de Indias, en Madrid, dijo, debió ser despachada en seguida por vía de Panamá; el obispo lo había visitado para notificarle que un herético renegado sería entregado a las autoridades seculares el domingo venidero; y había tenido que atender por fuerza un verdadero ejército de otros diversos asuntos.
El general escuchó cortésmente, aunque sabía que el obispo guardaba cama atacado de fiebre, que la tarde precedente ya se había dispuesto todo para aceptar al herético de manos del Santo Oficio; y que el paquete de Panamá no debía hacerse a la mar todavía hasta dentro de tres días. Además sabía por doña Ysabel, que otrora había sido dama de honor en la corte del virreinato, que la señora del marqués le reprochaba cada minuto consagrado a los asuntos de estado y no a ella, y que se había hecho prometer esa misma tarde unas vacaciones de un mes en las colinas del Cuzco. Esta noble mujer era tan prudente como hermosa y nunca entorpecía directamente los asuntos de su marido; pero cuando la orden real que prohibía el uso de carrozas en el Nuevo Mundo fue abolida a su favor, quedó bien en claro quién era la que llevaba los calzones. Da la casualidad de que estoy enterado de que doña Ysabel actuó como confidente suya en múltiples asuntos extremadamente delicados y que sin el peso de esos servicios, cuya naturaleza no tiene relación con la historia que aquí contamos, nuestra expedición nunca habría partido del Perú.
Con un golpe de palmas, el virrey encomendó que se trajera vino y bizcochos dulces, que un sirviente negro trajo en una pesada bandeja de Potosí, y prosiguió animoso:
—De modo que por fin nos dejáis, don Álvaro, y, válgame Dios, por mucho que os estimo a vos y a vuestra encantadora señora, suspiraré aliviado cuando vea vuestro pendón desaparecer en el horizonte del occidente.
—No suspirará vuestra excelencia más profundamente que se me alzará el pecho al ver los picos nevados de los Andes menearse como icebergs distantes al final de nuestra estela. Tened a bien considerar mi caso: no menos de veintiún años han transcurrido desde que Su Majestad el Rey Felipe II firmó estas cartas de privilegio y me deseó bienandanza en una brillante audiencia. Mirad el pergamino, os lo ruego ¡qué amarillo se ha puesto, cuánto se ha desvaído la tinta! Y mi barba negra: está entretejida con hilos de plata. No puedo expresar lo bastante la emoción con que ahora beso la mano generosa que ha anulado la animosidad de don Francisco de Toledo, pues las víboras muerden aun después de muertas, y ha enderezado mi mesa sobre sus cuatro patas otra vez.
—No es nada, amigo mío —dijo el virrey pasándose un dedo por el cuello, que tenía adornado por la gorguera de encaje más grande de todo el hemisferio occidental, y acariciándose la barba perfumada teñida de amarillo—. No es nada, sólo lo que os merecéis, aunque me es preciso reconocer que el informe que dio sobre vos mi predecesor, del que guardo una copia en mis archivos, difícilmente pudo haber influido al Consejo de Indias en vuestro favor. Se basa en su mayor parte en el testimonio aportado por un tal Hernán Gallego, vuestro piloto principal, el cual, evidentemente, no os tenía buena voluntad y declaró que habíais demostrado no estar capacitado para conducir otra empresa en esas mismas aguas australes.
—¡De modo que fue la mano de Gallego la que guió la pluma de don Francisco! Yo, en mi ingenuidad, había atribuido todo a la inveterada malicia del capitán Pedro Sarmiento de Gamboa, quien me provocó tantas dificultades y tanta ansiedad durante el viaje, y al que tuve que degradar finalmente por causa de sus crueldades y su insubordinación. ¡Fue Gallego después de todo! ¡Mi compatriota cuya fortuna y reputación aseguré convirtiéndolo en mi piloto principal cuando habría podido escoger una docena de hombres más capaces y con mayores merecimientos!
—No me es posible juzgar la capacidad de Gallego. Pero alegó que, lejos de haberle conferido reputación, lo privasteis de ella: que él fue quien concibió y planeó la expedición e hizo los preparativos. Y que fue sólo por ruego personal de vuestro tío, el ilustre licenciado De Castro, que Su Majestad os confirió a vos el mando, a vos que (si se me permite citar sus palabras) «ni antes de haber navegado ni después, distinguís babor de estribor, alquitrán de trementina o la Estrella Polar del planeta Venus». De acuerdo con este mismo memorial, tan cabalmente descuidasteis vuestros deberes (para no mencionar sino sólo un ejemplo de los muchos en él incorporados) que al volver precipitadamente a California con vuestra tarea cumplida a medias, él debió pagar cuatrocientos pesos oro por el reacondicionamiento de vuestras dos naves y otros cuatrocientos por el reabastecimiento de víveres, suma por la que no recibió hasta la fecha ni un maravedí de compensación, aunque su cuenta fue presentada una docena de veces.
El virrey hizo una pausa para observar el efecto de esta revelación, pero don Álvaro ni pestañeó. (Estoy enterado del episodio por mi padrino, el secretario del marqués, que estaba presente.)
—Bien sabía, vuestra excelencia —contestó sacudiendo la cabeza con tristeza—, que la elección de Gallego como piloto principal era en verdad desdichada: que era celoso, envidioso, chismoso y desprovisto aun de una chispa de caridad cristiana. Debo admitir ¡ay! que nuestra Galicia engendra a los peores de los hombres además de engendrar a los mejores. Gallego se crió entre las nieblas de Cebrero, cuyos rústicos habitantes tienen mil veces más respeto por una bruja que por un sacerdote, y son tan avaros que cuando un forastero se detiene para abrevar a su yegua en uno de sus riachos, lo someten por la fuerza y le arrebatan las botas o la capa si se niega a pagar en moneda. Pero no imaginaba que Gallego diría tan desvergonzadas mentiras y, sin consideración por las obligaciones de la lealtad, las incorporaría en una comunicación secreta dirigida a don Francisco. Pero basta de Gallego: recibió lo que merecía hace ya cinco años cuando el diablo lo reclamó en un naufragio ocurrido en la desembocadura del río Saña.
—¿Y cómo fue que os pusisteis a malas con don Francisco? Era hombre inflexible, pero no irrazonable ni tampoco querelloso. Veo que os acusa de volver de las islas Salomón con cuarenta mil pesos de oro que olvidasteis declarar en vuestro informe dirigido a Su Majestad. Este detalle, entre paréntesis, no fueron Gallego ni Sarmiento quienes se lo hicieron saber.
En este terreno don Álvaro se sentía más seguro.
—¡No, por cierto! La queja de Sarmiento consistía en que no me había quedado lo bastante en las islas como para realizar trabajos de minería, sino que me apresuré a volver con las manos vacías. En cuanto a Gallego (que detestaba a Sarmiento como una víbora detesta a otra): si hubiera encontrado aun una décima parte de la suma que mencionáis ¿se habría atrevido a sostener que había sido yo tan poco generoso que él había debido hacerse cargo del pago por el reacondicionamiento de mis naves dañadas por las tormentas? Pero ¿qué me importa a mí quién contó mentiras a don Francisco? Vuestra excelencia debe de haber oído del profundo rencor que este ladrón (porque puedo llamarlo ladrón ya que los jueces del rey lo consignaron a la prisión de Sevilla para que allí se arrepintiera de las inmensas malversaciones que hizo con fondos del gobierno), el profundo rencor que este ladrón siente por mi santo tío, su predecesor. Su despecho me estaba dirigido sólo por ser el sobrino de mi tío. Cuando seis años más tarde volví a este país desde España con las cartas reales en mi bolsillo, fingió la más leal obediencia a los deseos de Su Majestad, pero declaró que el país había quedado tan tristemente empobrecido durante el errado gobierno de mi tío, que por el momento era imposible equipar y tripular una flotilla de la fuerza autorizada. No obstante, todo eso era mentira.
—Don Álvaro —dijo el virrey—, tratad de ser justo con el hombre por amargos que puedan ser vuestros sentimientos. «Sólo decir bien de los muertos», de acuerdo con la máxima; y aunque gran parte del oro y la plata que pasó por manos de mi predecesor se le quedó pegada en las palmas, no transcurre día que no le esté agradecido por el vigor con que consolidó las conquistas y las ganancias del gran Pizarro, de mi santo padre y de vuestro santo tío. Fue don Francisco quien estableció la magnífica constitución bajo la que Perú todavía se gobierna. Y fue él quien, con la ayuda de vuestro enemigo Sarmiento, logró que la lealtad de su pueblo quedara asegurada por siempre para la corona de Castilla mediante la extinción de la antigua y absurda dinastía de los incas. Si él no pudo suministraros barcos ¡vaya! tampoco yo puedo, por mucha que sea la buena voluntad que os tengo; las minas de plata de Potosí y Huancavelica ya no son lo que eran y las crecientes demandas del rey para acrecentar el tesoro me obligan a ser en extremo frugal. Vos mismo, supongo, habréis comprado las naves y las provisiones. Todo lo que yo he hecho ha sido prestaros armas del arsenal real, destacar soldados capaces que sirvan vuestro estandarte y permitiros reclutar marineros y colonizadores por propia iniciativa. Y a propósito: he encontrado precisamente al hombre que necesitáis de coronel, y esta mañana, si una de sus famosas celebraciones no se lo ha impedido, ha ido ya a bordo de vuestra nave capitana. Es un alma valiente y piadosa que ha luchado en centenares de campos de batalla; debéis de conocerlo, al menos, por su reputación: me refiero a don Pedro Merino de Manrique.
—¡Merino! —replicó desmayadamente como un eco el general asiendo el respaldo de una silla—. ¡Ay, vuestra excelencia, si sólo me lo hubierais hecho saber antes! Preferiría que el mismo diablo comandara mis tropas. Fue íntimo amigo de ese mismo Sarmiento, y hace una semana riñó en una taberna de El Callao con uno de mis oficiales, don Felipe Corzo, el capitán de nuestra galeota. Sólo la rapidez de ingenio de una linda muchacha, objeto de la disputa, impidió que ese buscapleitos atravesara a mi capitán con su espada. Arrojó una copa de vino a la cara de Merino, empujó a don Felipe a la calle, cerró la puerta con cerrojo y ella misma buscó refugio en un reducto fuera del edificio en la parte trasera donde la delicadeza del coronel le impidió seguirla. Cuando los dos hombres vuelvan a encontrarse, como por fuerza tiene que suceder a la larga aunque naveguen en diferentes barcos, se reconocerán en seguida, volverá a inflamarse la disputa y habrá una muerte como resultado.
—Aquí en Perú —dijo el virrey autoritario enderezándose en la silla—, aquí en Perú, don Álvaro, sois un simple particular y no tenéis derecho siquiera a reprimir una disputa de taberna sin recurrir a mi persona o a mis oficiales. Pero cabe recordar que una vez que vuestra flotilla se haya hecho a la mar, seréis el confiable y bienamado delegado de Su Muy Católica Majestad y ejerceréis poder absoluto bajo su tutela. Si alguno de vuestros subordinados se atreve a reñir y provoca la alteración de la paz, es vuestro deber investigar la cuestión sin demora, caer sobre los culpables como un martillo y aplastarlos sobre el yunque de la disciplina. «¡Gobierne quien gobierna!» Esta lección me la enseñó mi santo padre, que restauró el orden en este país haciendo entrechocar cabezas sin respeto por el rango ni temor de represalias; y durante mi gobierno en Chile yo mismo demostré, si se me permite la jactancia, ser el legítimo vástago de su concepción... Pero decidme, amigo mío ¿qué hay de cierto en el rumor de que encontrasteis mucho oro y abundantes perlas de gran tamaño en las islas Salomón?
—En cuanto a oro —replicó el general con una sonrisa apaciguadora— lo encontramos y no lo encontramos. Los nativos que vinieron a bordo de mi nave capitana desde las grandes islas de Santa Ysabel y Guadalcanal veneraron todos la cruz y la cadena de oro en torno a mi cuello, y cuando les mostré algunas pepitas que llevaba conmigo, asintieron con la cabeza y señalaron las montañas diciendo «¡Yaro bocru!» Bocru significa «mucho» en su lengua. Y cuando les pregunté cómo llamaban al oro, me dijeron que areque e hicieron señas de que se lo encontraba cerca de las corrientes de agua. Sin embargo, imposibilitados por la escasez de soldados y pertrechos de librar una batalla en las colinas, no obtuvimos en esa ocasión oro alguno; el mineral amarillo que encontramos en Guadalcanal era lo que nuestros mineros llaman el «oro de los tontos». Envié a un tal Andrés Núñez con treinta soldados para que averiguara los productos de la tierra y buscara mineral legítimo en las grietas de terreno quebrado, porque un par de mineros que conocían su oficio dijeron que parecía aquella una tierra apropiada para metales preciosos. Mientras estaban lavando mineral en un río del interior en busca de oro, se agruparon a su alrededor tantos nativos con gesto amenazante, que tuvieron que abandonar el proyecto; además, el río se precipitaba demasiado veloz para sus bateas. No obstante, según informaron, la arena resplandecía. Además, se dice que las mujeres de Aytoro llevan collares que llaman aburu...
—¿Y las perlas? —preguntó el virrey tamborileando impaciente con los dedos sobre la mesa.
—En cuanto a las perlas... en este caso puedo hablar con plena certidumbre. En la isla de Veru vi y tuve en la mano muchas perlas pequeñas de buen color. Los nativos no las valoraban, pues desconocen el uso de la barrena. También en la bahía de la Estrella encontré perlas muy grandes con las que los niños jugaban a las canicas; pero estaban chamuscadas y descoloridas porque sus madres, que sólo valoran la carne de la ostra, habían colocado las conchas sobre piedras calentadas al rojo para asarla. En las otras islas también encontramos abundancia de madreperlas dé enorme tamaño; si las perlas tuvieran las mismas proporciones, constituirían joyas adecuadas para una corona. Pero, a diferencia del oro, las perlas son un lujo... y si no hay oro en las islas cuyo descubrimiento Dios me ha concedido, puede usted considerarme un borrico. En este punto al menos, estoy de acuerdo con Sarmiento: es mi opinión que rebosan de metales preciosos.
—En ese caso, don Álvaro —dijo el virrey—, no fuisteis muy prudente al proclamar sus riquezas al mundo dándoles el nombre de islas Salomón, como si hubierais redescubierto la Tierra de Ofir de la que el rey Salomón extrajo prodigiosas cantidades de oro para el embellecimiento de su templo.
—Vuestra excelencia sabrá perdonarme. El nombre no fue de mi invención, sino que surgió del precipitado cerebro de Sarmiento, e hízose tan corriente entre los miembros de la tripulación que no me fue posible llamar al grupo de otro modo alguno. Con todo, reconozco que me sorprendió cuánto de judío tenían los rasgos de los isleños —descendientes, de acuerdo con Sarmiento, de los marineros de Salomón— y también cuán extendida estaba entre ellos la práctica de la circuncisión. El nombre, de cualquier modo, terminó por perderme. Don Francisco, celoso de los buenos resultados que obtuve, puso frívolos obstáculos en mi camino y me retuvo aquí seis años, aunque envié memorial tras memorial al Consejo de Indias y otros aun directamente al rey... Me hizo encarcelar incluso en una ocasión en que por desdicha una de esas cartas cayó en sus manos...
—Creo recordar que en ella no sólo describíais duramente el tratamiento que el virrey os dispensaba, sino que lo acusabais de haber enviado expediciones no autorizadas a los Mares del Sur para su propio beneficio y de proyectar aun otra a vuestras islas, si me es factible llamarlas así, en busca de tesoros de contrabando.
—Sostengo todo lo que escribí, vuestra excelencia. Y como no fui el único que atestiguó en su contra ¿no fue acaso depuesto? Sin embargo, no tuve menor fortuna con su sucesor, don Martín Enríquez...
El virrey se apoyó en el respaldo de su gran silla de ébano tallado y se dio aire fresco con un ligero abanico de encaje y carey. Sus ojos erraron ociosos por las tracerías de oro del cielo raso.
—¡Oh, por todas las llagas de Lázaro! —suspiró mi padrino—. ¿Irá don Álvaro a recapitular la historia de todos sus agravios capítulo por capítulo? —Mi padrino había sido secretario de cada uno de esos virreyes sucesivamente y la había escuchado cincuenta veces cuando menos—. Me extraña que el marqués no lo haya interrumpido todavía.
—...Don Martín, como iba diciendo, debe de haber leído el informe adverso sobre mi persona, que sin duda le facilitó don Francisco. Sin la menor muestra de piedad por los pobres desdichados que había traído de España para colonizar mis islas y que quedaron reducidos luego a la más extrema miseria... La mitad de las mujeres se vieron forzadas a hacer la calle, lo que me produjo una infinita vergüenza... Sin la menor piedad por ellos, me dijo que ya habían sido descubiertas tierras suficientes y lo que era importante ahora era colonizarlas y poblarlas en lugar de dilapidar los recursos del rey en busca de nuevos países, especialmente en regiones tan distantes que aun después de pacificadas, mantenerlas significaría una carga inmensa e inútil. Se atrevió aun a poner en duda la autenticidad de las cartas reales diciendo que cuando tuviera ocasión de escribir a sus amigos del Consejo de Indias, pediría mayores informaciones sobre mi persona. Don Martín murió al año siguiente, y el viejo conde de Villardompardo, el predecesor inmediato de vuestra excelencia, difícilmente podría haberme ayudado, lo admito, aun cuando lo hubiera querido, por causa de los terremotos seguidos de las pestes y las hambrunas que hicieron tan desdichado su término. Por ese tiempo, además, la nueva de nuestro descubrimiento se había extendido ampliamente, un marinero genovés fue el culpable de ello, y llegó a decirse en Inglaterra que las islas Salomón eran la octava maravilla del mundo. Ese señuelo atrajo a Francis Drake a los Mares del Sur, donde empezó a hacer de nuestros navíos su presa. El nombre de Drake arrojó una sombra negra sobre mi vida, pues sus piraterías en todas partes se alegaban como argumento en contra de mi proyecto. «Sería una locura colonizar esas islas y poner a los nativos a trabajar en las mismas», se me decía, «cuando Drake y sus capitanes por fuerza recogerían la cosecha de lo que vos habríais plantado». Considero ese modo de hablar cobarde y antipatriótico. Sólo el año pasado demostró vuestra excelencia que los corazones españoles resueltos y los bien apuntados cañones españoles pueden someter a ingleses más osados que Drake todavía...
El marqués sonrió complacido.
—Es por cierto una satisfacción tener encerrado en la cárcel de la ciudad al valiente Richard Hawkins. Tendríais que verlo pasearse por su celda de un extremo al otro, don Álvaro, aun con este calor pestilente, de un extremo al otro una y otra vez como un león enjaulado. ¡Bendita sea la Virgen, nos enteramos de su llegada antes de lo que él supuso! Cuando nuestras naves de guerra sorprendieron a su Dainty en la bahía de San Mateo y le negaron espacio marítimo para maniobrar, luchó hasta el último disparo de sus cañones y se negó a rendirse aun cuando ya se hundía después de haber perdido a la mitad de su tripulación. Nuestros soldados subieron a bordo desde ambos lados y la escaramuza se libró sobre su cuerpo mismo. Mi hermano, don Beltrán Hurtado, que estaba al mando ese día, declara que se debatió de manera soberbia.
—Es esa por cierto una alta alabanza, vuestra excelencia. Pero, si se me permite continuar con mi desdichada historia: el Consejo de Indias aconsejó entonces a Su Majestad que las islas Salomón no debían colonizarse por el momento, con el fin, dijeron, de que los piratas ingleses que quizá cruzaran el estrecho de Magallanes para atacar por sorpresa las islas Molucas en busca de especias, no se reacomodaran y se aprovisionaran de camino a nuestras expensas. Y esta política se siguió durante muchos años hasta que ahora, por fin, cuando mis esperanzas ya casi se habían extinguido, la generosa intervención de vuestra excelencia, por la que, en gratitud, tengo el propósito de honrar a la primera tierra de importancia que descubra dándole el nombre de vuestra excelencia...
—Por supuesto, por supuesto, está claro. Si esta piratería continúa ¿qué mayor ventaja para Su Majestad que poseer una base bien fundada en los Mares del Sur, a mitad de camino entre Perú y la colonia ya perfectamente establecida de las Filipinas, desde donde nuestros navíos podrían negar activamente a los corsarios la asistencia en agua y víveres que los indios de otro modo podrían brindarles? El año pasado vuestra encantadora señora me presentó este argumento con tal elocuencia, que me dejó sin palabras que oponerle; y ese mismo día, como lo sabéis, escribí al rey bajo mi responsabilidad. También ella hizo cierta proposición en relación con el oro y las perlas, sin duda con vuestra aprobación... Vuestras gallegas, de todo rango y condición, demuestran notable independencia y fortaleza: al pasar por la provincia de Galicia en viaje a La Coruña, me sorprendió verlas guiando el arado, sembrando, rastreando, derribando árboles, en suma haciendo todo el trabajo de los hombres y manteniendo sin embargo una modestia y una piedad que podría ser motivo de vergüenza para muchas mujeres del Sur.
—¡Ah, la piedad! —exclamó el general asiendo agradecido la palabra con ojos inflamados de fervor religioso—. Por los cielos, ese es un fin que debió haber estado antes en mi boca. Aunque los descubrimientos son gloriosos; el comercio, necesario; el oro, deseable y el coraje, la justificación de la hombría ¿no es la piedad una joya mil veces más valiosa que todo el resto? ¡El principal fin de nuestra empresa no es descubrir para conquistar, conquistar para encontrar oro, encontrar oro para enriquecernos, enriquecernos para llevar una vida de lujo y holganza! Es con mucho un fin más noble y más glorioso: cumplir con el solemne deber que Nuestro Salvador nos ha impuesto; llevar a los paganos sumidos en la oscuridad y el canibalismo la inexpresable alegría de la fe; bautizarlos con el santo ritual de nuestra madre la Iglesia, enseñarles que tienen almas inmortales, hacerles conocer la hórrida naturaleza del pecado, guiarlos por la puerta estrecha que conduce a la redención...
Pero el marqués ya no lo escuchaba.
—Decidme, don Álvaro —dijo acariciándose la barba pensativo—. Si encontrarais oro en abundancia, sea en los ríos o en las rocas, o grandes perlas bien formadas ¿sería posible, como vuestra señora tan generosamente sugirió...? ¿Creéis...?
Vaciló en busca de la palabra adecuada, pero en ese delicado instante una puerta se abrió lentamente a espaldas del general, una mano gordezuela y blanca resplandeciente de anillos se hizo visible, un exquisito dedo hizo una señal.
El virrey se interrumpió, suspiró profundamente y no completó la pregunta.
—En un minuto, en un minuto, mi señora —rogó a la dueña de la mano—. No he terminado todavía.
Cogió entonces un rollo de escritura que estaba sobre la mesa, lo extendió, se aclaró la garganta y empezó a dar lectura con voz firme, aunque apresurada, a un discurso que mi padrino había compuesto de acuerdo con sus directivas:
—Don García Hurtado de Mendoza, marqués del Cañete, virrey del Perú, al intrépido general Álvaro de Mendaña y Castro, de Neira, en presencia de los principales funcionarios de la Iglesia y el Estado reunidos en nuestra virreal cámara de audiencias en Lima, la Ciudad de los Reyes, en el año de gracia de mil quinientos noventa y cinco, salud:
»Mi señor general, bien puedo desearos bienandanzas al embarcaros en esta empresa con una compañía de hombres tan vigorosa como la que más en el mundo. Prodigiosas en verdad han sido las hazañas de los españoles en momentos diversos y en diversos sitios, en especial, cuando los conducen generales valerosos que saben cómo encarar y superar la adversidad; que se han enfrentado al peligro con prudencia; que han puesto buena cara al ceño de la fortuna y mantenido el ánimo de sus secuaces con grandes promesas y palabras alentadoras y que, gobernando con bondad, han aprovechado con buen tino toda oportunidad que se les ofrecía. Hubo tantos comandantes en nuestra nación que han actuado de este modo en tiempos pasados, que cerebro y lengua se fatigarían si tratara de recordarlos a todos. No obstante, no debo omitir la alabanza de sus valientes secuaces que siempre, en toda ocasión, se mostraron leales y obedientes, rebosantes de cortesía y virtud tanto de palabra como de hecho. Pero algunos años rinden mejores cosechas que otros. Últimamente nuestros audaces labradores ha acopiado no muchas gavillas y sus sobrestantes apenas ganaron alabanzas, especialmente los que van en busca de aventuras a alta mar, donde los peligros y las dificultades abundan, pero los remedios son pocos.
»Puede que los viejos marinos menosprecien a los de hoy como inferiores a nuestros antecesores que trazaron profundos surcos en los mares de Oriente. Fueron aquéllos hombres audaces, lo concedo, pero ¡qué poco lograron en el hemisferio occidental, campo casi ilimitado de conquista y exploración! ¡Y qué galaxia de brillantes navegantes podemos exhibir aquí! En el rasgo frontal se destaca Cristóbal Colón quien, despreciado y rechazado por no pocas testas coronadas, se hizo a la mar finalmente patrocinado por los Reyes Católicos Isabel y Fernando, y descubrió este continente de América, el firme cimiento sobre el que tantos edificios, espirituales al igual que temporales, se levantaron desde entonces. Fue sucedido por Hernán Cortés, el conquistador de Méjico, afamado por las enormes prolongaciones del Imperio y sus prodigiosas hazañas. Aquí, a Perú, llegó Francisco Pizarro y su gloriosa pequeña partida que habría de conquistar tan ricas y populosas provincias. Luego, Fernando de Magallanes, leal servidor de España, aunque portugués, que habría navegado la completa extensión alrededor del mundo, si no hubiera encontrado un fin inoportuno y menos afortunado que el que merecía su bravo espíritu. Luego Vasco de Gama buscó regiones remotas y abrió para su nación y, por tanto, para la nuestra, el comercio con el Oriente. Audaces, no puede negárselo, fueron los hechos de los ingleses Drake, Candish y nuestro prisionero Hawkins quienes, envidiosos de la fama de Magallanes, cruzaron el estrecho que lleva su nombre y perturbaron los mares que durante muchos años habían sido seguros y pacíficos bajo nuestra égida y tridente.
»No obstante, contemplo en vos a un descubridor no menos distinguido ni famoso de todos los que he nombrado. En cada país, a lo largo de la historia, el comando de las grandes expediciones se confió a hombres que, por su genio, la dignidad de su posición, la pureza de sus vidas o su autoridad y su tacto, han adquirido fama universal como árbitros de la paz y de la guerra; la próspera conclusión de las tareas por ellos emprendidas dependió del ejercicio de una consumada prudencia. Todas estas cualidades, estoy seguro, se combinan en vuestra persona. Vuestras acciones justifican la elección de Su Majestad por tan gran servicio a Dios y a él mismo: a saber, la pacificación y la conversión de los infieles que habitan las lejanas islas Salomón, ocultas en la gran sima que divide las costas de Nueva España y Perú, de las de Filipinas y Japón. No abriga la menor duda mi mente de que el gobierno que estáis por establecer será glorioso y triunfante y que el pueblo bajo vuestra égida se mantendrá fiel; de modo que grandes alabanzas pueden atribuírseos en anticipación por vuestra industria, prudencia y valor en alta medida insignes.
Una vez concluido el discurso, el virrey arrojó a un lado el rollo de escritura, ofreció su mano para que le fuera besada y dijo en tono animado:
—Amigo mío, tengo otras dos cosas que agregar. En primer lugar, repito, vuestra flotilla deberá partir del puerto de El Callao el viernes, dentro de tres días. Segundo: os hago responder a la promesa de vuestra señora. Ahora ¡adiós y buen viaje! El almirante general de los Mares del Sur me representará en el puerto y el día de vuestra partida se proclamará festividad pública.
Se puso en pie y desapareció rápidamente por la pequeña puerta. Don Álvaro, a punto de pronunciar un discurso de gratitud preparado de antemano, quedó desconcertado. Pestañeó, se quedó mirando fijamente y luego, con lentitud, se puso su sombrero emplumado y estaba por retirarse cuando mi padrino cortésmente lo retuvo advirtiéndole que debía aguardar un momento todavía.
—¡Por qué, hombre, la audiencia ha terminado!
—Así es, don Álvaro, pero se le ha ordenado al pintor de la corte del virrey que os retrate allí de pie sobre la ventana abierta con estas cartas bajo el brazo escuchando humildemente el discurso del virrey. Vuestra flotilla, por una licencia pictórica, se verá anclada a vuestras espaldas. La tela es algo espaciosa.
—Pero con lo abrumado de asuntos que se encuentra el marqués —dijo el general— llevará meses completar la obra.
—No, no —dijo mi padrino de manera tranquilizante—. No me comprendéis bien. La cámara de audiencias ya está fijada en la tela, al igual que la mayor parte de los señores espirituales y temporales que, como os enterasteis por el gracioso discurso de su excelencia, estuvieron presentes en espíritu en esta auspiciosa ocasión, aunque desdichadamente no en persona. El cuadro se completará, como testimonio ante la posteridad del gran honor que se os ha conferido, cuando su gracia el obispo y su misma excelencia tengan tiempo de posar; y os prometo que será una obra muy hermosa y muy fiel a la realidad.
—Pues yo tengo ¡ay! un millar de asuntos de la mayor urgencia que atender antes de la noche. ¿Por qué no podía el pintor empezar durante mi larga espera en la antesala?
—Vamos, don Álvaro —lo instó gentilmente mi padrino—, si vais a él en seguida, terminará pronto. Las órdenes de su excelencia son precisas y no pueden desoírse. Pero ¿quizá preferiríais antes comer algo más sustancioso que estos delgados bizcochos dulces?
—¡Oh, bendito san Lorenzo sobre la parrilla calentada al rojo! —se lamentó el general—. ¡Enséñame a sufrir en silencio unas pocas horas más!