[8] Nos asombraba que no lucharan desde las canoas.

Don Lorenzo se precipitó en la gran cabina para poner en conocimiento del capitán lo que se preparaba.

—Sólo falta que esos dóciles súbditos vuestros escapen con el pabellón real —gritó indignado.

—Será necesario que les demos una lección —dijo don Álvaro con un suspiro—. No tienen excusa para darnos este maltrato, y si algunos de los hombres de Malope se encuentran entre ellos, no es por nuestra culpa.

—¿Puedo escoger quince hombres de mi compañía e ir en el esquife para presentarles batalla?

—Por supuesto, pero decidle al coronel que contáis con mi permiso.

Don Lorenzo se presentó ante el coronel, que estaba él mismo a punto de partir a la lucha y que por fuerza ahora tendría que permanecer a bordo. Le encantaba estar en el frente de batalla y era uno de esos oficiales que, según se dice, tienen perros guardianes, pero son ellos mismos los que ladran.

—Id, pues, en nombre del diablo, capitán Barreto —dijo—, pero tened cuidado de no hacer nada precipitado.

Entre los que integraban la partida del esquife, iban siete escuderos que, aunque las flechas volaban hacia ellos densas como una nube (algunas con punta de piedra, lo cual era una novedad, otras con punta de hueso), protegieron tan bien a sus compañeros que sólo dos fueron heridos, ambos por disparos incidentales que les horadaron el hombro. Don Lorenzo no abrió fuego y, no bien llegó a la playa, se precipitó espada en mano contra el enemigo seguido por los escuderos en densa formación. Los nativos luchaban contra cada uno de los hombres por separado y pronto la pequeña falange española estuvo estrechamente rodeada. Desde donde yo miraba junto a la borda de popa, desapareció en medio de una densa multitud de salvajes ululantes que bailaban acercándose y alejándose como las abejas de un enjambre, mientras sus conductores llevaban adelante el ataque con golpes de lanza y apaleando los escudos con sus garrotes curvos.

El coronel estaba frenético de furia.

—¡Los rayos del Sinaí aniquilen y marchiten a ese necio! —gritó—. Provocará la muerte de mis mejores escuderos. ¿Por qué en nombre del papa Juan no abre fuego? ¿Para qué, si no, se inventaron estas malditas herramientas? ¡Sargento! —vociferó—. ¡Eh, tú, junto al esquife, sargento Gallardo! ¡Abre fuego en seguida, hombre! ¿Me oyes?

El sargento oyó y obedeció. Dos o tres salvajes cayeron muertos a la primera descarga, varios más quedaron heridos y el resto huyó dejando a don Lorenzo y a sus hombres jadeantes, ilesos y solos en el campo, muy frustrados al ver frustrada su diversión.

—¿Cómo te atreviste a abrir fuego sin que te lo ordenara, sargento? —gritó don Lorenzo pálido de rabia—. Ya casi había logrado ponerlos en fuga. Podrías haber matado a alguno de los nuestros con la descarga.

—Con perdón de vuestra señoría —replicó el sargento—, el coronel me lo ordenó desde la nave capitana.

—Esta es mi batalla, no la suya —aulló don Lorenzo olvidándose en su agitación que estaba dirigiéndose a un mero sargento—, y fue del general, no de él, de quien recibí mis órdenes. ¡El coronel no es más que un espectador! ¡Venid, muchachos, vamos en pos de esos hijos de puta y arranquémosles el hígado de sus negros costados!

El coronel dio con el pie contra el suelo e hizo rechinar sus dientes.

—¡Esto es demasiado! ¡Sólo me faltaba ese maravedí para completar el peso! —Llamó con voz estruendosa a don Lorenzo—: ¡Vuelve, muchacho idiota! ¡Vuelve en seguida, te digo! ¡Por los siete furúnculos de Job, si no fueras el cuñado del general, te daba una azotaina! ¡Excedes las órdenes que se te dieron y pones en peligro la vida de mis hombres!

Don Lorenzo no lo oyó o no se cuidó de oírlo; avanzó a la carrera. El coronel llenó la chalupa de soldados y se lanzó en su persecución.

—¡Remad como demonios, remad, hez de la tierra! —gritó a la tripulación.

La playa estaba desierta con excepción de los arcabuceros que montaban guardia junto al esquife y un niñito negro de unos tres años que estaba sentado y sollozaba al lado de una canoa restregándose los ojos con los puños; no se sabe cómo pudo ir a parar al campo de batalla. Los nativos heridos, cargados en brazos de sus camaradas o apoyados en sus hombros si podían andar, habían dejado un rastro de sangre. El coronel envió a su negro a toda prisa tras don Lorenzo con la orden urgente de regresar sin demora, que no podía sino obedecer.

—¿Me engañaron mis oídos, don Lorenzo —preguntó agarrándose de la barba—, o en realidad reñisteis al sargento Gallardo por obedecerme?

—De vuestros oídos no puedo responder —replicó don Lorenzo torvo—, ni recuerdo lo que dije en el calor de la batalla cuando considerasteis conveniente entorpecer mis decisiones. Las órdenes de librar esta escaramuza provinieron de su oficial superior, mi cuñado, que tiene depositada su entera confianza en mí.

—Pues yo recuerdo muy bien vuestras palabras, y no sólo fueron groseras sino las de un maldito amotinado. Escuchad, bribón, mientras yo sea coronel, se obedecerán mis órdenes, y como me habéis herido en mi honor en presencia de los soldados rasos, no tengo por qué tener tierna consideración por el vuestro.

—Antes de que digáis nada que no pueda desdecirse, don Pedro Merino —replicó el otro con suma frialdad—, os ruego que recordéis que yo comando esta compañía y que cualquier insulto que me esté dirigido, os lo echarán en cara oficiales y hombres por igual.

—Frena tu yegua, muchacho —dijo el coronel—, o, por los huesos de Cristo, se la daré a otro... ¡montura, riendas, embocadura y todo lo demás! Una palabra más y os degrado y pongo en vuestro lugar a un oficial menos insolente. ¡Ahora volved a vuestra habitación y quedaos en ella!

Don Lorenzo entonces volvió en el esquife y el coronel llevó consigo a treinta hombres en persecución del enemigo, pero se había desperdiciado mucho tiempo; una hora después aproximadamente reapareció sin haberse topado con un solo nativo armado, aunque con un botín de diez puercos gordos.

Doña Ysabel lo esperaba cuando entró en la gran cabina.

—Oh, buenos días, coronel —dijo como sin premeditación—. ¿Puedo intercambiar una palabra en privado con vos después que hayáis hablado con mi marido?

Él hizo una profunda reverencia.

—Me conocéis bien, mi señora. Puede que sea un viejo soldado desgreñado, pero podéis ordenármelo todo, como el salvaje unicornio de los bosques pone manso su cuerno en el regazo de una virgen y llora lágrimas de alegría.

Ella vio en estas palabras una alusión a su forzada castidad y salió a la galería apenas capaz de contener su furia. El coronel se volvió hacia don Álvaro, le informó sobre lo acaecido y fue luego tras ella.

Doña Ysabel inició el ataque sin demora, sin cuidarse de bajar la voz; debe de haber tenido intención de que a don Álvaro no se le perdiera una sola palabra.

—Señor mío —dijo—, no ignoro vuestra edad, vuestro rango y vuestra reputación en el campo; por cierto, sería muy raro que los ignorara porque nos habéis atragantado con ellos en la mesa hasta tal punto, que a menudo tuvimos ganas de vomitarlos junto con la cena. Pero no me impresionan: desde mi niñez me he movido en compañía mucho más ilustre y si fuerais el mismo arcángel san Miguel al mando de las huestes del cielo, os haría la misma advertencia: ¡insultar a un Barreto es insultarlos a todos! ¡Viejo pecador obsceno, cuanto antes seáis arrojado a los tiburones, antes tendremos alivio! Comprended de una buena vez que no toleraré que molestéis a mi hermano cuando cumple las órdenes de mi marido.

El coronel quedó enteramente desconcertado, pero, por una vez, logró controlarse.

—Noble señora —dijo—, vuestro orgullo familiar os hace honor y la lealtad que debo al general impide que me defienda cuando me insultáis tan cruelmente; pero debe permitírseme que os recuerde que ni siquiera un Barreto puede alterar nuestras leyes y convenciones militares. Las órdenes dadas a don Lorenzo pasaron a través de mí y, por tanto, yo era el responsable ante vuestro marido de que él las cumpliera al pie de la letra y, lo que es más, que él y sus hombres volvieran a salvo a este barco. Vuestro hermano es un hombre magnífico y sería una gran lástima que su vida se viera tronchada en la flor de su juventud. Aunque debo confesar que lo reprendí con severidad por exceder con su acción lo que se le ordenara, pero ese no era sólo mi derecho, sino además mi deber: no se le debe permitir que arriesgue innecesariamente su vida. No es el mismo mi caso, pues yo puedo correr riesgos a los que él no tiene derecho. Cuál pueda ser el fin de un viejo pecador obsceno como Pedro Merino a nadie incumbe, a no ser que sus enemigos intenten apresurarlo, cosa nada improbable, pero, por la Madre de Dios, es su esperanza morir herido de espada y no en la cama, y si se cantan por su alma una misa o dos, cómanse los tiburones su carroña con provecho.

—¿No os retractáis de nada ni ofrecéis disculpas?

—No, señora, para mi gran pesadumbre no convendría a mi honor ni a la disciplina militar que lo hiciera.

—¡A su honor, dice! ¡Negra morcilla de cerdo, perro con polainas, borrachín, excremento, borrico de hojalatero con gorguera!

El coronel retrocedió un paso. Lo vi irse por la puerta mirándola con vergüenza y asombro: ese era el lenguaje del establo, no el de la corte. Había acudido a la galería resuelto a tragarse la menor palabra descortés por mucho que fuera provocado; no tanto (dijo después) porque temiera dar a los Barreto una excusa para vengarse, como porque estaba sinceramente arrepentido de su poco caballeresca conducta aquel desdichado día en El Callao. No obstante, permanecer callado cuando era provocado no era propio de su naturaleza, de modo que replicó con voz firme:

—Pues bien, señora, habéis dicho lo que teníais que decir, de lo que deduzco que no hay sitio para vos y para mí en la misma mesa, no, ni siquiera si media legua de madera de roble y un par de centenares de sacerdotes y mercaderes separaran vuestro asiento del mío. Pero antes de llevarme mis polainas y mi gorguera a tierra junto con la difamada osamenta que adornan, permitidme que os cante una canción de despedida con el más afinado rebuzno de que sea capaz el borrico de un hojalatero.

Y con la mano en el corazón empezó con gangosa voz de tenor quebrada:

Las brujas de La Coruña

de blanco y negro se allegan,

pero Santiago con la empuñadura en alto

a todas las pone en fuga;

y el diablo de brujas amo

que esa cruz ha mirado

por tierra cae asombrado

no sin lanzar viento inmundo

por ambos sus dos extremos.

Volvió riendo a la gran cabina, comunicó al general que se dirigiría a tierra con las tropas para terminar de pacificar la zona y fue luego a sus habitaciones donde, con ayuda de su paje, llenó el baúl y la bolsa de tela e hizo un paquete con lo que no cabía en ellos. Una trompeta llamó a un desfile general. Escogió a sesenta hombres, la mitad colonos y la otra mitad soldados en servicio, y se dirigió a ellos brevemente:

—Jóvenes, alegraos, porque hoy por fin comenzamos.

Y los envió de nuevo abajo en busca de sus pertenencias. El bote hizo dos viajes y pronto todos estuvieron en tierra.

Como había llevado consigo al ayudante y a todos los alféreces con excepción de don Diego, una profunda aunque inquieta paz reinó en la cena aquella noche.

—El que no viene a la mesa, debe renunciar a su parte —dijo doña Ysabel con animación—. ¡Y qué glotones prodigiosos eran! —añadió como si no esperara que nunca volvieran a ocupar su sitio acostumbrado en los bancos.

El peso de la conversación recayó sobre el vicario, el capellán y el piloto principal. El padre Juan se refirió con inocencia a la alegría que le producía la iniciación de una gran obra. Según se lo enseñaba la experiencia que tenía de los salvajes, no sería necesaria una segunda muestra de nuestro poder marcial y sería ahora posible implantar la cruz y difundir el evangelio por toda esta espaciosa isla.

—Es de esperar que la salud del general le permita mañana bajar a tierra dado que el coronel y don Alonso han obtenido una tan resonada victoria. A él corresponde el honor de elegir el sitio en que se levantará la iglesia que, como ha dado a esta isla el nombre de Santa Cruz, propongo que le esté dedicada a santa Verónica; pero quizá baste en un principio santificar la casa de asambleas de los nativos. Podríamos reemplazar las idólatras columnas por columnas sencillas, entablar el frente y erigir el altar en el extremo oriental; podría añadirse además una sacristía. Más adelante cuento con levantar una iglesia en un estilo más de acuerdo con el gusto de Dios, con espacio para mil almas y recibir suscripciones para una dotación anual. Diez mil pesos bastarían para cinco años, cuando ya estemos todos bien asentados sobre nuestras dos piernas. Don Lorenzo ¿dónde dijisteis que el general ha de fundar la primera de las tres ciudades?

—En el promontorio rocoso a la entrada de la bahía, vuestra reverencia, el que apunta hacia el islote. Lo eligió porque desde allí se domina una amplia extensión de mar y porque la ausencia de árboles y arbustos nos permite un campo despejado para abrir fuego defensivo. El aire es saludable y cerca de allí fluye una pequeña fuente que basta para nuestras necesidades si se la canaliza de manera adecuada. Tiene otras muchas ventajas además...

—Pero no puerto —interrumpió el piloto principal—. Me parece absurdo fundar una ciudad a ocho leguas de distancia del fondeadero más próximo, sean cuales fueren sus méritos militares.

—...por ejemplo, que el islote se encuentra cerca y nos servirá de huerto y granero —continuó sin hacer caso de Pedro Fernández.

Pero él insistió:

—Si vuestra señoría emprende la tarea de edificar un puerto utilizando grúas o conjuros, no interesa cuál de ambas cosas, para despejar el fondo de sus muchas rocas y formar luego con ellas un muelle, no diré nada más. Pero se rumorea que el coronel, que visitó el promontorio junto con don Álvaro, presentó la misma objeción.

—El general es quien tiene la última palabra, señor —dijo con frialdad don Lorenzo—, como es posible que vos y el coronel lo olvidéis. Si es necesario un puerto artificial, sin duda tendría ya planeada su construcción.

—Prohíba el cielo que me permita yo cuestionar su autoridad o su capacidad de contar con recursos —replicó el piloto principal—, pero me resulta extraño que no se me consultara antes de adoptar la decisión.

—¡Vamos, vamos, marinero! La tierra es la tierra y el mar es el mar. Sólo los soldados pueden decidir una cuestión de estrategia militar y no tenéis por qué meter vuestro remo en este terreno.

Doña Ysabel los apaciguó.

—Según yo creo, hermano —dijo—, la objeción del piloto principal merece ser considerada aun cuando coincida con la del coronel. La elección de don Álvaro no fue definitiva, y si no se encuentra en la bahía Graciosa sitio alguno que satisfaga a la vez los requisitos militares y náuticos, quizá la otra bahía que descubristeis procure lo que nos es preciso. Ahora que ya no somos tantos, tratemos de que nuestra conversación sea más amistosa.

Procedió luego a preguntarle al padre Juan qué forma de ritual se utilizaba para expurgar de demonios un lugar de veneración pagano y adecuarlo a las prácticas cristianas.

El vicario emprendió una erudita plática sobre el exorcismo y nos hizo estremecer con horribles historias referidas a la magia negra y al culto del diablo; de cómo ciertos indios de Panamá cortan la cabeza de los soldados españoles y por métodos mágicos reducen sus cráneos al tamaño de un puño. No obstante, un simple monje, descalzo y sin compañía, se dirigió audaz a su templo principal donde estaban expuestos estos cráneos, exhibió la cruz ante los hechiceros allí reunidos y ¡oh milagro...!

Cuando interrumpió su discurso con una pausa para subrayar lo que seguiría, se oyó un inmenso estrépito como si hubieran explotado juntos diez mil barriles de pólvora y el barco se sacudió y vaciló en sus amarras. Nos precipitamos a cubierta y nos quedamos mirando fijamente una enorme nube luminosa que se levantaba sobre el norte del horizonte en forma de hongo. Luego averiguamos que el volcán, que se llamaba Tinahula y era considerado la morada de un feroz demonio, había entrado en actividad y esparcido en el mar por leguas a la redonda fragmentos de piedra pómez. Cada vez que el Tinahula entra en erupción los nativos creen que han incurrido en el disgusto del demonio; quizás esto diera cuenta de su humilde comportamiento en el curso de los días siguientes, mientras el volcán siguió retumbando y escupiendo llamas y humo.

El piloto principal, por su parte, en el curso de una conversación con el alférez real, le expresó su desacuerdo con la situación propuesta para la ciudad y no tardó en recibir el apoyo de los otros alféreces. De modo que a la mañana siguiente, el coronel, que había pasado la noche en una aldea nativa, los persuadió fácilmente de anticiparse al general mediante la fundación de una colonia cerca de nuestro nuevo fondeadero, entre la corriente, el río y el mar. Apuntó piquetes, midió distancias y envió el esquife a la nave capitana en busca de herramientas dispuesto a iniciar los trabajos sin demora. El sobrecargo le dio las hachas, los machetes, los azadones y las palas que pudieron encontrarse, no muchas, y las únicas sierras de que disponíamos eran propiedad de los carpinteros del barco, que se negaron a desprenderse de ellas.

El general no tuvo la menor idea de lo que se planeaba hasta que el suegro de Juan de Buitrago recurrió a él, gorra en mano, en nombre de los otros colonos casados.

—Vuestra excelencia —dijo el viejo Miguel Gerónimo—, si se nos permite la audacia, no creemos que el sitio escogido por el coronel sea adecuado. No objetamos el terreno, que es tan fértil como el de Andalucía; podría cultivarse en él lo que deseemos sembrar, como se advierte con una sola mirada a los huertos nativos. Pero con el permiso de vuestra excelencia, creemos que el lugar es insalubre y tememos que sea cuna de fiebres. Tengo seis hijos además de mi hija casada, y no querría vivir allí con ellos. Que los nativos no se hayan asentado en él es clara prueba de su inconveniencia. ¿Por qué, si no, habrían construido las chozas más próximas a mil pasos de distancia del agua potable? Se me ha encomendado que pida la autorización de vuestra excelencia para ocupar alguna aldea nativa donde podamos estar a salvo de las fiebres; pero el coronel está enfadado con nosotros porque los hombres solteros están ya abocados a la tarea y, por tanto, solicitamos vuestra protección.

Don Álvaro se incorporó en la cama.

—¿Es eso cierto? ¿Los ha puesto el coronel a trabajar tan pronto?

—Así es, vuestra excelencia. Está derribando árboles con el fin de levantar un cuartel de guardia y construyendo postes y cabios, y despejando ramas para los tejados. Pero nosotros los hombres maduros estamos muy descontentos, aunque nos diga que debemos olvidar temores en nombre de Dios y del buen rey Felipe, y que el valor de los españoles pondrá remedio a todas las adversidades.

El general batió palmas.

—¡Eh, Myn! Trae mi segundo traje en esplendor; debo ir a tierra y terminar con esta tontería.

—Nunca demasiado de prisa, vuestra excelencia —intervino don Diego—. Llevad con vos, os lo ruego, un bastón cargado tan pesado como el del coronel.