17
Los descontentos
Al padre Antonio se le cedió un apartamento en la amplia casa del coronel hasta tanto no se hubiera acabado el vicariado, pero el vicario todavía dormía a bordo en la cabina dejada vacante por Juan de la Isla. Un día, al volver de la misa, entró en la sala de cartografía luciendo una expresión más grave de la que le era habitual y, entendiendo que quería tratar cierto asunto en privado con el piloto principal, besé su cruz y los dejé a solas. Más tarde, Pedro Fernández me dijo:
—El vicario vino a advertirme que las tropas han decidido abandonar la isla. No le es posible decirme dónde quieren ir o a quién se proponen llevar como piloto, pero está seguro de que emplearán la fuerza de serles necesario. Le imploré que volviera a tierra y los persuadiera de permanecer en sus puestos a causa del deber contraído con los nativos. «Por mi parte», dijo con un encogimiento de hombros, «estaría dispuesto a quedarme en esta isla aún unos años, predicando a los paganos. Pero, hijo mío, si Dios lo dispone de otra manera...»
—No hace todavía un mes que nos encontramos aquí —dije indignado— y ¿ya es este el estado de cosas al que hemos llegado?
Se paseó de un extremo al otro de la estrecha estancia e irrumpió de pronto:
—¡Oh, qué torre tambaleante de confusión hemos levantado sobre las cenizas de la ambición, la discordia, la avaricia, la vanidad y la venganza! Pronto todos estaremos sepultados bajo sus ruinas, amigo Andrés, a no ser que mantengamos firme la fe en Dios y el rey. No os he dicho todavía que ayer por la tarde alguien trató de matarme mientras me encontraba en la mesana. El disparo vino desde la espesura de más allá de la playa. En la fragata hubo otro disparo. No sé a qué ave se apuntaba; quizá fuera a Francisco Frau, el piloto. Pero, por la gracia de Dios, ambas balas fallaron.
—¿Por qué querrían mataros? —exclamé espantado.
—¿Quién puede saberlo? —respondió proyectando el labio inferior hacia afuera—. Quizá pretenden que su amigo Martín Groc, de la San Felipe, me suceda como piloto principal. Desde que abandonamos El Callao, me he hecho muchos enemigos, desde el coronel hasta el sobrecargo, y su número aumenta diariamente. Porque ordené al cabo de artillería que disparara el falcón, ahora el capitán de artillería me odia; aunque no lo hice por afán de inmiscuirme en los asuntos militares, sino para escudar al oficial de la guardia permanente, que estaba retozando entre sábanas ajenas. Si el general lo hubiera sorprendido, se habría cometido una sangrienta matanza.
No reveló el nombre de la mujer, pero se murmuraba que doña Mariana estaba ya consolándose de su viudez y preveía un tercer matrimonio.
Don Álvaro ignoró obstinadamente el espíritu de disidencia que imperaba en tierra en la esperanza de que provocara el perjuicio y la humillación del coronel. Se sentía seguro en la gran cabina bajo la protección de los cañones del barco, y los miembros de la guardia permanente eran hombres escogidos: si las tropas tomaran las armas, él bajaría a tierra como su protector, desplegaría el pabellón real y encerraría al coronel en prisión. Pero no contaba con que el odio general que inspiraban los Barreto inclinaba a la mayor parte de los descontentos a la facción del coronel.
El coronel, por su parte, no hacía nada. Consciente de su propia rectitud y de su devoción al deber y sin cuidarse del futuro, dejaba que el general apagara el incendio malignamente provocado por sus cuñados. Bastaba que las tropas siguieran todavía militarmente preparadas y trabajaran con eficacia bajo sus órdenes.
Pero Pedro Fernández estaba convencido de que las llamas se extendían veloces y lo afectaba profundamente que aun el vicario se mantuviera desapegado con las manos plegadas en ademán de resignación. Le dije:
—No es deber del padre Juan intervenir en un asunto que concierne a la disciplina militar, a no ser que sus buenos servicios sean requeridos tanto por don Álvaro como por el coronel. Mientras sigan en desacuerdo, nada puede hacerse. Es esta una fiebre que debe alcanzar su punto crítico antes de que se pueda tener esperanzas de mejoría.
—En eso no estoy de acuerdo —exclamó—. ¡Me comprometo a apaciguar a los hombres en media hora con tal que don Álvaro me dé su licencia!
—Según mi opinión —dije—, prestar atención a los rezongos de unos pocos exaltados, sólo puede acarrear perjuicios. No vi signos de rebelión ayer cuando bajé a tierra. Mientras sigan obedeciendo a los oficiales...
Pero a pesar de la insistencia con que intenté disuadirlo, se dirigió a la gran cabina.
Doña Mariana estaba allí sola abanicándose con aire de fatiga.
—¿Dónde se encuentra el general? —le preguntó.
—En la despensa —le respondió ella—. Mi querida hermana procura probarle que no estamos ya en condiciones de alimentar sino a los miembros de nuestra familia. Las sumas que viene descontando cada semana de los salarios o inversiones ya no cubren el valor de los alimentos que trajimos con nosotros, pues no pueden reponerse. Ella dice, pues, que los sacerdotes deben subsistir con la dotación de la Iglesia y que los demás deben arreglárselas por sí mismos. Quizá pida que se haga una excepción en vuestro caso, o quizá no. Pero ¡no os quedéis ahí de pie con el gorro en la mano, hombre! Ahí tenéis una silla; sentaos y entretenedme un rato hasta que regresen. Debéis de disponer de mucho tiempo ahora que las velas están en el cuartel de guardia y no tenéis que preocuparos por la jornada de trabajo. Decidme algo que me haga sonreír; no os imagináis cuánto me aburro desde que mis hermanos fueron a tierra. Decidme lo primero que os venga a la mente.
Él se sentó de mala gana.
—Estos son malos tiempos —dijo—. Me temo que no esté de ánimo para bromas o graciosas bagatelas. Pero puesto que me lo ordenáis...
—Hablemos del amor —dijo ella—. El amor es el tema más prolífico de toda la naturaleza. ¡Cómo parloteaban de él los gorriones en los aleros de nuestra casa en La Coruña! Y aquí, a medio mundo de distancia, murciélagos de cuatro extremidades chillan y se estremecen con el mismo impulso bajo la sombra del mangle junto al río. ¿No habéis visto nunca a esas criaturitas amorosas colgadas cabeza abajo como peras negras de las ramas, de a quinientas a la vez...? Decidme, don Pedro ¿os acordáis de la primera ocasión en que os enamorasteis?
—¡Con vuestra venia, señora! Confundir el amor del hombre con la lujuria del gorrión y los murciélagos es deshonrar a nuestro Creador. Pero, ya que me lo preguntáis, no me he enamorado sino una vez en la vida: su situación estaba muy por encima de la mía, la hija menor de un licenciado, y la mujer más virtuosa y bella de la que yo tuviera conocimiento. La Virgen sea alabada, ella correspondió a mi afecto y su padre no desdeñó mis galanteos; a los seis meses de haberme declarado nos unimos en matrimonio y, transcurrido el tiempo necesario, nos nació un hijo, que tiene ahora seis años. Eso es todo lo que puedo decir a su señoría acerca del amor.
—Sois afortunado, por cierto —dijo doña Mariana—. Quisiera quila brillante historia de mi corazón hubiera sido igualmente serena y, me atrevo a afirmarlo, lo mismo querría mi hermana. No podéis concebir, amigo, la aflicción de la mujer de rango cuyo marido vive y que tiene su reputación que preservar, cuando sin razón ni advertencia, Cupido dispara una alada flecha que se aloja profunda en su corazón. ¿Qué remedio le queda? Revelar su pasión sería imprudente; consumarla, vergonzoso. ¿Debería confesarla a un sacerdote? Pero hacerlo sería presentar como pecado mortal lo que no es hasta el momento sino un infortunio, sumar penitencia a su pena: no se comete daño a menos que por palabra o señal dé a entender al amado su condición haciéndolo sufrir dulcemente de ese modo junto con ella. Debe padecer en silencio ardiendo lentamente hasta morir, o dar voz a su pasión y arder en el infierno sempiterno. Imaginad sus tormentos: allí está ella erguida llevando el peso de su cuerpo de un pie al otro, sin osar partir, ni poder quedarse inmóvil. Apiadaos de ella, hombre afortunado para quien el sendero del amor estuvo siempre sembrado no de nocivos abrojos, sino de inocentes margaritas. En cuanto a mí, gracias doy a los santos de que mi gran pérdida me ocasionara dolor suficiente: de que desde entonces no me hayan atormentado las angustias del amor hostil e irredento.
Don Pedro entendió perfectamente que no hablaba de generalidades, sino que estaba poniéndolo al tanto de la situación de doña Ysabel. La mezcla de horror y alivio que le produjo ese descubrimiento que, sin embargo no se atrevió a admitir, hizo que su mente partiera a la deriva tan de prisa que no encontró respuesta. Doña Mariana lo miró atentamente con una sonrisa cruel.
De ningún modo se había recobrado todavía de la impresión, cuando entraron el general y la misma doña Ysabel; sólo con gran dificultad pudo recordar la misión que lo llevaba allí. Se puso en pie de prisa e hizo su petición no mediante el discurso que llevaba preparado para la ocasión, sino recurriendo a palabras escogidas al azar y emitidas con voz vacilante.
Don Álvaro advirtió su confusión y sospechando en seguida que provenía de un estado de mala conciencia, lo interrumpió decidido:
—Me extraña, amigo mío, que os atreváis a venir a mí con solicitud tan descabellada.
El piloto principal, recuperando el hilo de su propósito, preguntó por qué habría de considerársela descabellada.
—Las tropas jamás escucharían nada que podáis decir a favor de esta isla o de mí —fue la respuesta que recibió—. Están decididos a seguir su necio impulso propio, a lo cual el coronel los alienta y vuestra petición sólo añadiría leña al fuego. ¡Os prohíbo hacerlo!
No obstante, don Álvaro lo llamó más tarde y le concedió autorización para hacer lo que había solicitado, aunque con ciertas condiciones. Es probable que en el ínterin doña Ysabel se hubiera explayado sobre los peligros de la situación y dijera que la antipatía que experimentaba Pedro Fernández hacia el coronel aseguraría su lealtad por el momento, y que sería ventajoso si pudiera convencer aunque sólo fuera a unos pocos de los amotinados (como le complacía llamarlos) de que habían sido llevados por mal camino.
El piloto principal, adivinando que ella había defendido su causa, se dispuso a ir a tierra al día siguiente con el ardor del caballero que se dirige a un torneo con el guante de su señora atado al yelmo. Pedí autorización para observar los procedimientos y don Álvaro me la otorgó. Lo cierto es que no soportaba la idea de quedarme a bordo por temor de lo que pudiera sucederle a Pedro Fernández, si provocaba la cólera de los soldados con sus ingenuas invocaciones a la lealtad.
Cuando llegamos a tierra, Tomás de Ampuero avanzó hacia nosotros.
—Os dirigís al Perú con un despacho ¿no es así? —le preguntó al piloto principal irónicamente—. ¿Tendríais la bondad de llevar un mensaje al mismo tiempo?
Nos dio la espalda e hizo como si ventoseara.
Luego el mayor se nos acercó furtivamente con la expresión de quien espera lo peor y musitó:
—El cielo no tiene buena cara, caballeros. No me atrevo a pensar qué pueda llegar a suceder.
Con él estaba el capitán Corzo quien, cuando Pedro Fernández le hubo explicado su misión, observó:
—Sois un hombre audaz, pero temo por vuestra seguridad. Los soldados han amenazado con mataros.
Sin embargo, no hicimos gran caso de estos oficiales, pues no los teníamos en más alta estima de la debida.
Llegamos al cuartel de guardia donde Pedro Fernández le reveló su objetivo al ayudante. Este observó con sequedad:
—El coronel se sentirá sumamente desagradado cuando sepa que habéis venido a hablar con sus hombres como si él mismo no fuera capaz de tener dominio sobre ellos. Os aconsejo: evitad todo encuentro con él, llevaos a los hombres fuera del alcance de sus oídos y sed breve en vuestros discursos... si podéis.
Pronto corrió por todo el campamento el rumor de que el piloto principal había traído un mensaje de la gran cabina y antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, nos rodeaba una multitud excitada y curiosa.
—Me envía el general —anunció Pedro Fernández en voz alta—. Seguidme a la iglesia y allí os dirigiré la palabra.
—¿Por qué no viene él mismo? —alguien gritó.
Él no hizo caso de la pregunta y siguió avanzando. Cuando llegó al pórtico de la iglesia, se volvió y tendió una mano para pedir silencio. Los soldados se agruparon bajo la sombra de los monstruosos helechos que crecían allí, entremezclados con los bajos árboles de denso follaje que llamábamos aurora amarilla.
He aquí la crónica de lo acaecido puesta por escrito aquella misma noche. Léase como una escena de una tragedia de capa y espada inconclusa, titulada Las islas de la imprudencia. Aseguro que el famoso tocayo del almirante, don Lope de Vega Carpió, las ha escrito mucho menos animadas para el escenario madrileño.
Escena: delante de la iglesia de San Simeón. Entran el PILOTO PRINCIPAL con ANDRÉS SERRANO, el sargento JAIME GALLARDO, los colonos MIGUEL GERÓNIMO y MELCHOR GARCÍA, los soldados SALVADOR ALEMÁN, SEBASTIÁN LEJÍA, FEDERICO SALAS, GIL MOZO, JUÁREZ MENDÉS, MATÍAS PINETO y otros.
EL PILOTO PRINCIPAL con una mano sobre la cadera y la otra alzada con ademán oratorio: Caballeros, estoy a vuestro servicio. Os lo ruego, exponed vuestras quejas de a uno a la vez y yo las atenderé a todas con justicia, dado que estoy facultado para hacerlo.
UN FUERTE PARLOTEO EN QUE SE MEZCLAN MÚLTIPLES VOCES: ¡Dios os maldiga! ¿Es cierto que os dirigís a El Callao? ¿Con qué fin? ¡Traicionero tunante! ¿Creéis que uno solo de entre nosotros confía en que volveréis?
EL PILOTO PRINCIPAL: De a uno a la vez, caballeros; de a uno a la vez.
UNA VOZ: Como decía el loro en el lupanar. (Risotadas.)
EL SARGENTO GALLARDO, gritando por sobre el sonido indistinto de voces: ¡Malditos seáis todos! ¡Escuchadme! El piloto principal es el hombre más honesto y mejor intencionado de la flotilla. Apuesto mi vida por ello. Pero ¿eso de qué nos sirve? ¡Escuchadme, bravos camaradas!
GRITOS de: ¡Silencio, dejad escuchar al sargento Gallardo!
EL SARGENTO GALLARDO: Si llega al Perú sano y salvo, describe nuestra situación y pide ayuda, el virrey se le reirá en la cara. ¿Cómo no va a hacerlo cuando conozca la torpeza con que fue dirigida esta expedición? Haría falta un mentiroso muy locuaz, un verdadero Ananías, en realidad, para que convenciera a los mercaderes de Lima de que invirtieran la solidez de su dinero después de tan vaporosos resultados. Como es un hombre honesto, el piloto principal no podrá sernos útil. Ni siquiera podrá volver con el barco vacío, porque el canónigo de Panamá se lo embargará para cubrir lo que se le adeuda. Voto, camaradas, por que se le desaconseje al general que envíe el San Gerónimo al Perú, salvo que lo haga en compañía de la San Felipe y la Santa Catalina y con todos nosotros a bordo.
GRITOS de: ¡Viva Jaime Gallardo! ¡Eso es lo que todos decimos!
EL PILOTO PRINCIPAL: Os agradezco, sargento, la buena opinión que tenéis de mí. Pero ¿qué significan tocios estos zumbidos? ¿A qué viaje al Perú se refieren? El general no me ha dicho una palabra al respecto.
GIL MOZO, un ordenanza: ¡Mentira! Don Tomás vio el despacho con sus propios ojos. Preguntad al gordo de vuestro amigo si no es así.
ANDRÉS SERRANO: Caballeros, os doy mi palabra que don Tomás no ha visto nada por el estilo; y aunque el general por cierto consideró la posibilidad de volver por ayuda, pronto vio lo desacertado del intento e hizo que todo el velamen de las naves fuera transportado a tierra.
EL PILOTO PRINCIPAL: Ahora que esta desinteligencia ha quedado superada, dejadme escuchar vuestras quejas.
MELCHOR GARCÍA, un colono, irritado: ¿Vuestra señoría cree que hemos venido aquí a labrar la tierra? Hay un millón de acres de tierra fértil en Perú si hubiéramos querido convertirnos en agricultores. Pero vendimos nuestros negocios con pérdida para seguir al general Mendaña a las islas Salomón y hacer fortuna en las minas de oro que allí se encuentran.
EL PILOTO PRINCIPAL, con probidad: No, vinisteis voluntariamente a servir a Dios y al rey Felipe, y nuestro objetivo declarado fue siempre convertir a los paganos y pacificar estas islas, no la explotación de minas de oro. (Abucheos y rechiflas.)
MELCHOR GARCÍA: No es esa la cuestión. Tenemos obligaciones para con nosotros mismos, no para con los salvajes; tampoco es esta una de las islas que se mencionan en las órdenes del rey. La tierra es mala y no podría ser peor. Nos negamos a permanecer aquí. Llevadnos a las islas Salomón o de regreso al Perú o alguna otra parte del mundo donde haya cristianos. (Ruidosas aclamaciones.)
EL PILOTO PRINCIPAL: ¿Por qué decís que la tierra es mala?
MELCHOR GARCÍA: No produce sino unas pocas raíces carnosas. Esta no es tierra para la siembra de grano.
EL PILOTO PRINCIPAL: ¡Confesad, hombre, que jamás fuisteis agricultor! ¿Os quejáis porque no podéis cosechar hoy lo que sembrasteis ayer? Don Andrés, ¿conocéis a este colono? ¿Cuál era su profesión cuando se nos unió?
ANDRÉS SERRANO: Es Melchor García, treinta años de edad, soltero, nacido en Lima. Tengo sus antecedentes en mi registro. Después de que su compañía fue licenciada, no tuvo mejor ocupación que mendigar en las esquinas; y por caridad el general lo aceptó como voluntario. Poco ha dejado tras sí que pueda lamentar. (Aclamaciones, abucheos y risas.)
EL PILOTO PRINCIPAL: Conozco a muchos que se le asemejan, que no podían mirar al Nuevo Mundo a la cara y partieron a otro más nuevo todavía. ¿De qué modo pasan en general la vida los peruanos, si no en una incesante lucha por la supervivencia? ¿ Y cuántos de entre ellos se las componen para procurarse en sus años de vejez una bolsa de pesos de plata? ¡Confesad, caballeros! En vuestra patria erais ricos en esperanzas tan sólo; pero aquí Dios os concede la oportunidad de convertir la esperanza en realidad. Un solar de tierra virgen no os cuesta nada, sólo con pedirlo tenéis un plato de comida sana y con sólo quince días de labor os hacéis de una vivienda confortable. Trabajad, pues, y proveed para vosotros mismos. Algún día, cuando hayáis espantado al lobo de la necesidad que desde hace ya mucho aúlla a vuestra puerta, seréis libres de ocuparos de pasatiempos tan curiosos como la búsqueda de oro en las minas y de perlas bajo las aguas. Algún día, pero no hoy. (Aclamaciones irónicas.)
FEDERICO SALAS, un joven soldado: No, no hoy, ni tampoco dentro de los próximos veinte años, estoy seguro. Seremos todos viejos antes de que llegue el día. Y entretanto no existe una vinatería ni un pastelero en mil leguas a la redonda.
UNA VOZ RONCA canta:
Las vinaterías de Lima
para los soldados de fortuna
llenas están de buen malmsey
y...
(Grandes risotadas.)
EL PILOTO PRINCIPAL a Federico: ¿De modo que esperabas encontrarlo todo preparado a tu gusto hasta el último detalle? ¿Una ciudad provista de iglesias, tabernas y tiendas y tu propia casa bonitamente amueblada: la mesa tendida, una bodega llena de vinos selectos, y un letrero de BIENVENIDA en la puerta de entrada escrito con letras de un pie de alto? ¿Es, pues, así? ¿Cómo crees que se formaron Toledo, Sevilla, Roma y todas las otras grandes ciudades del mundo? Empezaron por unas pocas chozas construidas por hombres resueltos, cuyos sucesores recibieron el beneficio de sus afanes y, por lo mismo, volvieron bendita su memoria. Poco a poco, piedra y tejas reemplazaron esteras y paja, hasta que los rudos principios se coronaron de la gloria de catedrales y palacios.
MIGUEL GERÓNIMO, colono ya mayor: No prestéis atención a unos pocos tunantes holgazanes, su señoría. Queremos trabajar, pero ¿quién puede labrar sin herramientas?
EL PILOTO PRINCIPAL: El terreno es aquí lo bastante poco compacto como para que podáis trabajarlo con palas de madera en tanto no podamos enviar por otras de hierro.
GIL MOZO: Y doy fe que aspiráis a ir en su busca. Cuando os vea cavar vuestro propio solar con una pala de madera, confiaré en vos.
EL PILOTO PRINCIPAL: No me hacéis justicia. Todo el trabajo de llevaros por mares desconocidos, de planear el curso, de forzar la vista por la noche por si hubiera riscos o rocas en las cercanías corrió por mi sola cuenta...
VOCES ENTREMEZCLADAS: Pero ¿por qué nos trajisteis aquí? Estas no son las islas que se os dijo que encontrarais. ¡Ponednos otra vez en marcha!
EL PILOTO PRINCIPAL: ¡Caballeros, os lo ruego! Estáis royendo un hueso viejo, pero he aquí uno nuevo en el que ejercitar vuestros dientes. Sabed, pues, que estáis pidiendo lo imposible. Llegamos aquí con vientos a favor y, en tanto persistan, no nos es posible regresar a no ser que naveguemos varios miles de leguas hacia el norte, a través de la línea del ecuador, hasta coger vientos de dirección contraria. No tenemos alimentos suficientes como para un viaje tan largo, aun cuando de cada tres hombres dejáramos uno atrás; y, por falta de cascos o cántaros de agua, moriríamos de sed mucho antes de morir de hambre. Además, los barcos no están preparados para emprender empresa semejante. No podemos carenarlos aquí y los aparejos están en dos terceras partes podridos; no podemos confiar en que resistan más de un hálito de viento.
GIL MOZO: ¡Pues entonces estamos aquí prisioneros! Pero yo de igual buen grado me ahogaría en cien brazas de agua salada que me pudriría en este pozo de fiebres. ¡Por amor de Dios! ¡Estamos dispuestos a enfrentarnos a cualquier peligro!
EL PILOTO PRINCIPAL, con ojos relampagueantes: Eso es contrario al deseo del general, y oponerse a él significa deslealtad a Su Majestad.
SALVADOR ALEMÁN: ¡Retractaos de vuestras palabras, marinero! No somos desleales.
EL PILOTO PRINCIPAL: No me retractaré. Rehusarse a trabajar las tierras de que tomó posesión el general en nombre del rey es mera deslealtad. Apartar a un camarada de su deber es más que deslealtad: es sencillamente traición.
SEBASTIÁN LEJÍA, arcabucero: Decidme, vuestra señoría: ¿es traición firmar un memorial en el que humildemente se le pide al general que abandone esta colonia y nos lleve adónde tiene orden de llegar?
EL PILOTO PRINCIPAL: Si eso es lo que solicita el memorial y eso solamente, no es traición. Pero recordad que fue Dios quien levantó la cortina de niebla y nos reveló esta isla; de otro modo nos habríamos estrellado contra los riscos. Y, como nos la concedió, deberíamos contentarnos con permanecer un tiempo en ella y sustentarnos de su gracia.
SEBASTIÁN LEJÍA: ¡Sí, por un tiempo! Y luego ¿qué?
EL PILOTO PRINCIPAL: Luego el general decidirá lo que ha de hacerse. Entretanto, he traído este mensaje que él os envía: tiene intención de u en busca del Santa Ysabel una vez más. No es imposible que haya llegado a las islas Salomón antes que nosotros. De acuerdo con mis cálculos, se encuentran sólo a unas pocas decenas de leguas hacia el oeste.
SALVADOR ALEMÁN: Ninguno de nosotros dirá a eso que no... siempre que el general sea de la partida.
EL PILOTO PRINCIPAL: No es posible esperar que así sea; su salud está debilitada y no se atreve a exponerla a nuevas adversidades. El y su señora se quedarán aquí para animaros hasta que el barco que emprenda la búsqueda regrese.
GIL MOZO, con una fuerte risotada: ¡Oh! ¿no es acaso astuto el bribón? Persuade al general de que cargue la galeota con lo que resta de nuestras provisiones y lo envíe a él como piloto. Marinero, vos mismo os acusáis: decidme, si soplan vientos favorables hacia San Cristóbal, ¿cómo regresaréis? ¿Remando?
EL PILOTO PRINCIPAL, paciente: El general enviará a quien le plazca, y la nave que emprenda la búsqueda, virando continuamente por avante, debería estar de regreso al mes. A cualquiera que pilote la nave, sin la menor duda, lo acompañará un alto oficial en quien el general confíe...
GIL MOZO: El cual, ignorante de la navegación, puede ser embaucado fácilmente.
Llega una nueva tanda de soldados que han terminado el período de guardia.
EL PILOTO PRINCIPAL pide silencio y pronuncia su discurso con nobles ademanes: ¡Caballeros, escuchadme hasta el final! No sois los primeros súbditos a los que el rey Felipe ha enviado a empresas agotadoras con el fin de ensanchar las fronteras de su vasto reino. ¡Cuántas veces un puñado de hombres resueltos ha protegido provincias enteras contra la oposición de incontables enemigos! Día y noche han defendido puestos de avanzada solitarios contra el ataque, la sed y el hambre sin descanso: dispuestos a comer perros y gatos antes de que el honor de España sufra la vergüenza de la rendición.
UNA VOZ: No hay perros y gatos aquí. ¿Nos da su señoría permiso para comer murciélagos y ratas en cambio? (Fuertes risas.)
EL PILOTO PRINCIPAL, sin tener en cuenta la interrupción: Prosiguieron la lucha sin esperanzas de recompensa... ninguna que iguale a la que aquí nos espera. No hay por qué perecer de hambre en Santa Cruz. La tierra es rica, los mares rebosan de peces, los nativos son generosos. ¡Nosotros somos los afortunados! ¡Cuántos millares de hombres no darían todo lo que poseen por tener la oportunidad que es nuestra: ser los primeros en una tierra rica y desconocida, ganar fama y fortuna con el audaz desarrollo de sus recursos! Nunca se diga de nosotros que retrocedimos ante el foso o nos negamos a saltar por sobre el muro. El tiempo no es óbice. ¿Qué importa si no alcanzamos nuestro destino antes de mayo?
FEDERICO SALAS: ¿Qué importa si no lo alcanzamos nunca? ¿Qué importa si decidimos hacernos a la mar sin esperar que llegue mayo?
EL PILOTO PRINCIPAL, con pasión: ¡Pues entonces habremos conquistado la fama de ser traidores a Dios, al rey Felipe, al general y, probablemente lo que más nos mortificará, a nosotros mismos!
Traidores a Dios: si por tan débiles motivos renunciamos al dulce trabajo de salvar almas que nuestro Salvador nos encomienda y dejamos en las garras del diablo a aquellos cuyo rescate emprendimos.
Traidores al rey: si abandonamos una base segura desde la cual podríamos tachonar su corona imperial de joyas de descubrimiento todavía más ricas, pues el vasto continente austral de Australia se encuentra en nuestro umbral.
Traidores al general: quien aguardó veintiséis años y vendió cuanto tenía para reunir el equipo necesario para esta gloriosa empresa.
Traidores a nosotros mismos: porque dondequiera que fuéramos, no podríamos abrigar esperanzas de escapar a la venganza del rey. Ningún puerto civilizado dentro de las tres mil leguas reconoce otra soberanía que la suya. Si obligáramos al general a venir con nosotros, nos denunciaría como amotinados ante el primer gobernador real con que nos encontráramos; si lo dejáramos aquí abandonado, se nos exigirían noticias de su paradero y se nos arrancaría la verdad con las empulgueras. Nos pudriríamos en prisión durante años, en tanto el rey decidiera qué castigo estaría a la medida de nuestra traición. (Un silencio.)
EL SARGENTO GALLARDO: Son las vuestras palabras valientes, marinero. Pero me parece que cuanto más nos demoremos, peor será nuestra situación. Admitís que las dos terceras partes de los aparejos están podridas. En mayo estarán podridos por completo y los cascos tan carcomidos por la tiñuela que se hundirán en sus amarraderos. Quedaremos atrapados sin esperanzas de huida. Y aunque, cuando Dios lo crea oportuno, puede que Su Majestad graciosamente envíe un barco en nuestro rescate, ¿qué posibilidades hay de que se nos encuentre? Nadie sabe dónde buscarnos, y es evidente que el mismo general ignora dónde nos encontramos. No hay otra solución que hacernos a la vela inmediatamente llevando tantos barcos y tantos de los hombres capacitados como nuestras provisiones nos lo permitan.
EL PILOTO PRINCIPAL: ¿Proponéis dejar abandonados a las mujeres, los niños y los ancianos?
EL SARGENTO GALLARDO: Sí, si es necesario. Los sacerdotes pueden protegerlos hasta nuestro regreso.
EL PILOTO PRINCIPAL: ¡Habla el soltero despreocupado! ¿Y dónde iríamos? ¿A Nueva España? El general siguió esa ruta en su primer viaje, pero, como os lo dirán los sobrevivientes, navegó a principios de agosto y no llegó a puerto hasta fines de enero, sufriendo terribles penurias durante el viaje y perdiendo docenas de hombres que perecieron de hambre.
EL SARGENTO GALLARDO: No, a ningún puerto del Nuevo Mundo. A las Filipinas. Martín Groc dice que sólo están a la mitad de la distancia y que los vientos nos serían favorables.
EL PILOTO PRINCIPAL: Ese viaje también tendría sus dificultades. No podemos confiar en encontrar una cadena de islas en las que pudiéramos abastecernos de agua y alimentos frescos. Y, en todo caso, debemos esperar que por última vez se salga a la búsqueda del Santa Ysabel. Si se lo encuentra no será necesario enviar por herramientas y pólvora.
EL SARGENTO GALLARDO: ¿Y si no se lo encuentra? Entonces ¿qué? Nuestra única esperanza es llegar a las Filipinas. Para aprovisionarnos de agua, apoderémosnos de algunas canoas y llenémoslas; luego las entablaremos y taparemos bien las grietas.
EL PILOTO PRINCIPAL: ¿Cómo las meteríais en la bodega? En cubierta el agua no tardaría en echarse a perder.
EL SARGENTO GALLARDO: Pues entonces se usan cocos o segmentos de caña de azúcar.
EL PILOTO PRINCIPAL: ¡Ah, sí! Diez mil cocos y un millar de cañas de azúcar; que los marineros tendrán que recolectar, pulir y llenar porque los soldados consideran esos menesteres por debajo de su dignidad. ¿Y las provisiones?
EL SARGENTO GALLARDO: Podríamos consumir en cambio alimentos nativos: bizcochos de ñame y puerco en su mayor parte. Hay todavía centenares de aldeas por las que todavía no hemos hecho incursiones.
EL PILOTO PRINCIPAL: ¿Y qué seguridad tenéis de que los bizcochos no se corromperían tan pronto como el puerco?
EL SARGENTO GALLARDO: Correremos el riesgo.
APLAUSOS y gritos de: ¡A las Filipinas!
FEDERICO SALAS: ¡Manila es una ciudad civilizada!
EL PILOTO PRINCIPAL: ¡Sí, gracias al corazón vigoroso de los que la fundaron hace dos generaciones! Pero ¿no es preferible quedarnos en Santa Cruz y rivalizar con ellos en riqueza y honor que escabullimos con espadas envainadas y arcabuces bajos?
FEDERICO SALAS: Donde el rey y el papa habitan, allí hay honor; no en Manila y mucho menos aquí.
EL PILOTO PRINCIPAL: Estamos malgastando palabras en vano. ¡Vamos, caballeros, reconsiderad vuestra posición! Y si tenéis alguna petición que hacer, proponedla de la manera adecuada por intermedio de vuestros oficiales. El general no cerrará sus oídos ante quejas justas; pero lo ha ofendido mucho el rumor de un memorial en círculo que viene difundiéndose...
UNA VOZ desde detrás de un alto helecho: ¡A instancias de su traidora esposa y los cobardes de sus hermanos!
EL PILOTO PRINCIPAL: Esa es una mentira infame. ¿Quién osa difamar a doña Ysabel?
LA VOZ, una vez más: ¡Viva el coronel! ¡Mueran los Barreto!
EL PILOTO PRINCIPAL: Habla la voz del motín.
SEBASTIÁN LEJÍA, FEDERICO SALAS, SALVADOR ALEMÁN, GIL MOZO y los otros signatarios originales del memorial en círculo se precipitan hacia sus cabañas y vuelven en seguida con espadas desenvainadas mientras susurran con fiereza entre sí.
FEDERICO SALAS: Allí está el hombre que nos trajo aquí. Por todos los ángeles del cielo, ¿no merece morir?
SEBASTIÁN LEJÍA: Por mi parte, bebería gustoso de su cráneo.
El veterano MATÍAS PINETO se agacha detrás de SEBASTIÁN a quien empuja de pronto JUÁREZ MENDÉS. Cae de espaldas. MATÍAS y JUÁREZ lo desarman velozmente.
SEBASTIÁN LEJÍA: ¡Socorro, camaradas, socorro! Dios te confunda, Matías. ¡Devuélveme mi espada! Una noche oscura arreglaré cuentas contigo.
MATÍAS PINETO: ¡Tranquilos, muchachos! Al primero que se mueva lo ensartaré como a un puerco. (Retroceden de mala gana.) (Al piloto principal:) Por favor, perdonad la interrupción, vuestra señoría. Sólo fue para que la lavandera se hiciera cargo de sus faenas.
EL PILOTO PRINCIPAL: Os lo agradezco, soldado, pero ya he terminado. ¡Dios salve al rey!
(Suena una trompeta. Exeunt omnes con aclamaciones y abucheos.)