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La erupción

Don Álvaro se quejaba de debilidad y de una sensación de ardor en la parte izquierda del cuerpo, pero no tenía fiebre y comía con apetito. Doña Mariana pasaba gran parte del tiempo junto a su lecho, y le demostraba más ternura que su hermana; y aunque parecía extraño que lo hubiera perdonado con tanta facilidad, en un principio yo no sospeché nada. Entonces, un día, estando en la gran cabina redactando la crónica de la visita de Malope a la nave capitana y la mía a la aldea, puse por escrito una observación: la de que los nativos habían recogido con sumo cuidado sus uñas y sus cabellos cortados y los habían arrojado al mar por temor de que practicáramos magia con ellos; y que Malope, de igual modo, se había cuidado de arrojar los escupitajos rojos y los restos de su buhio a un recipiente colocado a buen resguardo en la base del pilar de su techo con una musitada plegaria al ídolo tallado que allí había. Por fin, dejé a un lado la pluma transido de súbito horror. Recordé que tres días antes, a la misma hora, había visto a doña Mariana dejar caer su dedal, que hizo rodar por el suelo con un movimiento encubierto del pie, y que cuando me apresuraba a ir a recuperarlo, me dijo con aspereza que yo no era su sirviente. Había dejado que transcurrieran un minuto o dos, y luego se incorporó tranquilamente y ella misma lo buscó a tientas, pero manteniendo la espalda vuelta hacia mí; aunque adiviné que estaba recogiendo algo más, no me fue posible ver qué era. Recordaba ahora que después del desayuno ese mismo día don Álvaro había estado sentado sobre el baúl cerca de donde había ido a parar el dedal, cortándose las uñas. ¿Había ella recogido lo que él dejara caer antes de que los pajes vinieran a barrer el suelo?

Recordé fragmentos de chismorreos que me habían llegado después de abandonar El Callao, en especial el referido a la baraja de Tarot que, según se decía, una bruja a bordo del barco utilizaba con fines adivinatorios. Elvira, que en secreto le contó la historia a Jaume, no dio el nombre de la mujer, pero describió la baraja como si la hubiera tenido en las manos. Le dijo que cuando a solicitud de una persona importante descubrió dos cartas vueltas hacia abajo para don Álvaro, salieron el seis de Cetros, que predice el fracaso de una empresa en mitad de su ejecución, y la Torre Alcanzada por un Rayo, carta de muy mal agüero; y que cuando otras dos se descubrieron para doña Ysabel, resultaron el As de Copas, que señala el principio de un asunto amoroso, y la Carroza, que presagia su triunfal conclusión. Supuse que la bruja debía de ser la misma doña Mariana o su doncella Inés, y que la persona importante sólo podía ser doña Ysabel. ¿Quién otro habría pedido que se descubrieran cartas vueltas hacia abajo para ella y su marido? Además, Miguel Llano me había dicho poco antes de morir, con gran desdén y aborrecimiento, que había sorprendido a doña Ysabel y a su hermana junto al pasamano de la borda de popa, poco más o menos dos horas después de medianoche, haciendo una reverencia a la luna llena.

—Todas las gallegas son brujas —dijo—, y sus hombres las temen.

Aunque sólo tenía rumores y sospechas en que basarme, hubiera apostado mil pesos a cien que doña Mariana había unido los recortes de las uñas del general, y quizá también de sus cabellos, a una imagen de cera suya, que consumió y desbastó sobre una vela. La solicitud que le demostraba era una farsa cruel: un intento de regañar su confianza para mejor vengarse. Pero aun cuando contara con una prueba irrebatible de su culpa ¿sería mi deber advertir a don Álvaro que se atentaba contra su vida? Fray Junípero, una autoridad en estas materias, me había enseñado cuando niño que ninguna bruja tiene poder sobre un católico mientras éste cumpla sus deberes para con Dios y su prójimo... como don Álvaro afirmaba hacer; y ha sido siempre mi principio no inmiscuirme en lo que no me concierna de manera directa. Admito además que en mi decisión de no hacer ni decir nada influía el secreto temor que me inspiraba doña Ysabel, que parecía estar confabulada en la intriga; que albergara a una hechicera que manejaba las setenta y ocho cartas del destino probaba que era capaz de aliarse con los poderes del mal.

* * *

El coronel dirigió una segunda expedición de castigo, esta vez por propia iniciativa, hasta un grupo de chozas en una colina que se levantaba sobre la escena donde se había librado la escaramuza el día anterior. Junto con su partida de cuarenta hombres fue a tierra en la chalupa antes del amanecer y se las compusieron para rodear la colina sin alarmar a los nativos y para bloquear cada sendero que llevaba a su cima. Atacó luego, pero al no encontrar oposición alguna en las proximidades del villorrio, prendió fuego a los tejados de paja de las chozas para poner en fuga a sus moradores. Se precipitaron afuera por los boquetes que servían de puerta, primero las mujeres y los niños, luego los ancianos y por fin los guerreros armados de lanzas y garrotes. Se desencadenó una breve y desesperada lucha. Los hombres, sólo siete, se defendieron con coraje desdeñando su gran desventaja, y fueron cayendo uno a uno, hasta que sólo un joven quedó en pie, con el brazo que sostenía el escudo casi cercenado por completo, que no obstante se abrió paso entre el círculo de hombres que lo rodeaba y huyó. El coronel impidió que las tropas violentaran a las mujeres, aunque ellos lo consideraban un derecho de acuerdo con las normas de la guerra; él les dijo que los soldados deben ser caballeros y no tomar nada de una mujer que ella no ceda de buen grado, aun cuando primero la hayan hecho enviudar. Dos horas más tarde regresó a la nave capitana con varios hombres heridos y cinco cerdos muertos.

—Vuestra excelencia —exclamó entrando a zancadas en la gran cabina y exhibiendo la espada ensangrentada—, les hemos enseñado a esos negros que es una locura atacar sin haber sido provocados. Me propongo que no canten tan alto en el futuro.

—Me apena, señor mío —se quejó el general—, que no hayáis pensado en consultarme antes.

—La juiciosa previsión de las órdenes es el deber de todo oficial de campo —replicó el coronel adelantando la barbilla.

—Y de todo carnicero de puercos cuando llega el día de San Martín —observó doña Ysabel con una mirada de desprecio a su espada desnuda—, aunque falten algunas semanas todavía para que se celebre.

Más tarde vimos cómo los nativos depositaban los cadáveres en canoas, cada cual con las rodillas junto a la barbilla y una piedra atada como plomada. Entre éstos se contaban los cadáveres de tres mujeres, las viudas de los caídos, que parecían haber sido estranguladas. Sus parientes los transportaron a remo hasta un cable de distancia de la costa, los libraron de las hojas que les servía de envoltorio y los arrojaron al mar, donde los tiburones se amontonaron para disfrutar del festín casi en seguida. Los isleños consideraban a estas criaturas como divinas y (aunque eso resulte extraño a oídos cristianos) si un hombre llega a caerse de su canoa y es perseguido por un tiburón, pero logra escapar y ponerse a salvo, sus amigos y parientes vuelven a arrojarlo al agua para apaciguar la rabia de la bestia.

Por la tarde Malope bajó a la playa y nos gritó por sobre las aguas, con la voz agudizada por la pena. Llamaba al general:

—¡Malope, Malope! —Y luego, golpeándose el pecho, exclamaba—: ¡Mendaña, Mendaña!

Señaló las chozas humeantes, las palmeras derribadas y los bajíos donde se había hundido los cadáveres y luego, tan claramente que ni un niño hubiera errado su significación, hizo señas de que no era su pueblo el que había tendido la emboscada a nuestros marineros, sino enemigos del otro lado de la bahía. Tendió su arco e hizo como si disparara una flecha en esa dirección, invitándonos a unirnos con él a una guerra de venganza contra los villanos que habían perturbado la paz.

El corazón de don Álvaro se conmovió: abriendo los brazos, invitó a Malope a bordo, pero éste, por algún escrúpulo, no aceptó; no obstante, vino al día siguiente y la paz quedó restablecida. El general le dio un trozo de tela roja como compensación, lo que enfureció a don Diego, que consideró el regalo una confesión de debilidad.

Pero don Luis lo desaprobó:

—Hermano —dijo—, don Álvaro actúa con prudencia. Mientras tengamos a Malope de aliado, podemos utilizarlo para sojuzgar a las tribus vecinas. Dividamos para gobernar, como lo hicieron los romanos.

Don Lorenzo no estaba presente en aquel momento, pues navegaba en la fragata con veinte soldados en busca del Santa Ysabel una vez más. Tenía instrucciones de rodear la isla hasta llegar a la posición en que había sido visto por última vez y luego dirigirse hacia oeste-noroeste, que era la dirección que hubiera tomado si el aire se hubiera mantenido en la dirección a popa y le hubiera permitido ir a donde Dios quisiera. Cuando volvió la tarde del 21 de septiembre, que era el día de San Mateo, estábamos mudando nuestro punto de anclaje a otro fondeadero más adecuado, media legua más allá de la aldea de Malope. No trajo noticias del barco perdido, pero comunicó que había circunnavegado Santa Cruz unas cien leguas y descubierto otra bahía al sur de la nuestra, igualmente cómoda y con un número de canoas mayor aún en sus aguas; también varias islas de tamaño moderado, todas dentro de las diez leguas de nuestra costa. Pero al oeste-noroeste del sitio donde nos habíamos separado del almirante se extendían múltiples riscos hasta donde la vista alcanzaba, y no había querido arriesgar el barco entre ellos. Si el Santa Ysabel había seguido ese curso realmente la noche en que lo perdimos, debía de haber naufragado, como podría habernos sucedido también a nosotros de no haber sido otra la voluntad de Dios. Esto nos convenció a la mayoría de que el barco y nuestros camaradas habían perecido y los discretos (que no eran los más) comprendieron que habiéndose reducido nuestro número a la mitad, debíamos procurar más que nunca la conciliación con los nativos, y que nuestra colonización debía fundarse en planes mucho más modestos que los previstos por las cartas de privilegio de don Álvaro. Es cierto que el gran Pizarra, al marchar de Tumbes a Cajamarca, se apoderó del inca del Perú e impuso tributo a un vasto reino con fuerzas no más grandes que las nuestras; pero don Álvaro no era ningún Pizarra, no, ni con mucho.

El nuevo fondeadero estaba cerca de la costa; su fondo era lodo a una profundidad de veinte a treinta brazas. A unos cuatrocientos pasos de tierra adentro, casi frente al punto de anclaje, una caudalosa corriente de agua potable desaparecía bajo unas rocas antes de precipitarse a la bahía, y a unos quinientos pasos hacia el este, fluía un río de tamaño bastante considerable. Malope nos había advertido que él no tenía poder alguno en estas partes, y no bien anclamos, señales de abierta hostilidad a lo largo de toda la costa nos lo hicieron entender bien de cerca. Esa noche el círculo de hogueras volvió a arder, y oímos clamores como de una lidia de toros o una procesión de carnestolendas desde una aldea que se encontraba a tiro de falcón al otro lado del río. Los soldados estuvieron junto a sus armas toda la noche, y al amanecer un ejército de unos quinientos guerreros bajó a la playa con gritos de desafío y una lluvia de flechas, dardos y piedras; cuando los guerreros cayeron al mar, vadearon hasta que las aguas les llegaron al pecho para disminuir la distancia que nos separaba, pero ni aun así nos alcanzaron. Siguieron gritando y, con golpes que agitaban el agua para alejar a los tiburones, algunos nadaron hasta nuestras boyas de anclaje, las soltaron y las remolcaron a tierra. El nombre que nos daban, que vociferaban escupiendo, sujetándose las narices y mostrándonos el trasero desnudo, era «Los Amigos».