19
Asesinato

Poco antes de amanecer, se oyó un clamor procedente de la playa:

—¡Ea, oficial de la guardia! ¡Prestadnos la chalupa!

Don Jacinto Merino, que tenía otra vez la guardia a su cargo, fue a la gran cabina para dar noticia del asunto.

—¡Oh, oh! —chilló doña Ysabel—. Han asesinado a mis hermanos y vienen ahora a asesinarme a mí. ¡Por amor de todos los santos, negadles lo que piden!

—Fingid sordera, don Jacinto —dijo el general igualmente alarmado—, en tanto no sepamos de quiénes se trata.

Gritaron cuatro o cinco veces más, y luego reinó el silencio.

Cuando hubo luz bastante, fue posible ver que la playa estaba desierta, pero una hora después, poco más o menos, treinta soldados salieron del campamento. Don Álvaro los llamó ordenándoles que se mantuvieran firmes hasta tanto él hubiera conferenciado con su oficial. Obedecieron y él se dirigió rápidamente a tierra en el esquife acompañado de don Jacinto, el piloto principal, yo y algunos sirvientes.

—¿Quién os comanda? —les preguntó a los hombres.

—A las órdenes de vuestra excelencia —respondió el asistente avanzando.

—¿Y vuestro cometido?

—Nos dirigimos a la aldea de Malope. Debe conducirnos costa arriba en busca de más provisiones.

—¡Pero Malope ayer recolectó para nosotros un bote cargado de alimentos!

—Así lo hizo, en efecto, vuestra excelencia. En el campamento se nos distribuyeron cuatro cerdos y media docena de racimos de plátanos; la mayor parte de los víveres quedaron en el San Gerónimo. El mayor nos dijo que tomáramos en préstamo la chalupa y la volviéramos a llenar, pero como nadie contestó a nuestra llamada, decidimos tomar prestadas algunas canoas de Malope en cambio.

—Habría estado dispuesto a prestaros el bote —dijo el general—, si lo hubiera sabido en el momento oportuno, pero ¡no importa! Cuidad que las tropas no hagan ningún daño en la aldea.

—Podéis confiar en mí —dijo el asistente con una sonrisa desagradable—; no he de hacer morcillas sin el permiso de vuestra excelencia.

Don Jacinto pidió entonces autorización para sumarse a la partida, que incluía a Juan de Buitrago y al alférez real; y don Álvaro consintió en que un sargento se hiciera cargo de la guardia permanente hasta tanto él volviera. El ayudante dio la orden de ponerse en marcha y los soldados partieron cantando animadamente:

Marque el paso

y de a tres

cada cual sin faltar

cada lanza en suspensión

marque el paso

¡sus, sus, sus!

Porque las grullas, al volar,

forman su fila en el cielo

y medrar no puede el Perú

sin su

¡sus, sus, sus!

Forme fila

cada cual

sirva al rey

hasta morir.

Marque el paso

como yo

con su ¡sus, sus, sus!

La muela de la justicia podía moler ahora sin otro impedimento. El capitán Corzo caminaba ahora a la derecha de don Álvaro, armado como siempre de un largo machete, y el piloto principal a su izquierda sin portar arma alguna; dos escuderos seguían por detrás, y Myn que agitaba su hacha en el aire riendo para sí y haciendo resonar sus gruesos labios. Para disfrazar la naturaleza de nuestra misión, se me hacía llevar un montón de papeles y el cuerno de la tinta.

Los hermanos Barreto nos salieron al encuentro a las puertas del campamento.

—Hizo trazar ayer la empalizada —comunicó don Lorenzo en voz baja— y en el sitio que vos le prohibisteis. Desde que rompió el día las tropas están derribando árboles; ahora descansan hasta que los hombres de Malope lleguen para ayudarlos, e hizo armar su tienda junto a la fuente. Está a punto de desayunar allí solo. El capitán de artillería se ha puesto de nuestro lado; es posible que el capitán Leyva siga su ejemplo; de los restantes oficiales, sólo Tomás de Ampuero es peligroso, y todavía se encuentra en su tienda. El capellán está diciendo misa en la iglesia.

—Siento profundo alivio de que esto sea por fin una rebelión declarada —dijo don Álvaro—. Vayamos a la fuente. Pedro Fernández, por favor, llevad un mensaje al cuartel de guardia: deseo que el capitán de artillería esté preparado en caso de necesidad.

Era este un recado inútil; don Álvaro carecía de coraje como para llevar a cabo su proyecto en presencia del piloto principal.

Avanzamos lentamente hacia la fuente; el capitán Corzo iba afilando de camino su machete en una piedra de esmeril, Myn hacia cabriolas alegremente y yo iba a la zaga muy abatido. Cuando avistamos la tienda, don Álvaro se volvió hacia mí:

—Andrés —me dijo—, esperaré aquí mientras le dices al coronel que se requiere su presencia por un asunto de gran premura.

—Consideraría una bondad de vuestra parte que enviarais a otro mensajero —respondí. Pero don Diego me pinchó disimuladamente con su daga, y yo me adelanté ahogando un grito.

El coronel estaba sentado en el tocón de un árbol, vestido de camisa y calzones, comiendo una fritura de cerdo y budín de ñame de un plato de peltre muy deteriorado. De piernas cruzadas en el suelo, inclinado sobre un libro muy grande, un paje le estaba leyendo en voz alta. Afuera su negro cuidaba del fuego abanicándolo con una hoja de palma; una segunda fritura de cerdo chisporroteaba sobre un trípode.

—Mi señor —dije en voz queda.

—¡Chitón, hombre! —respondió frunciendo el ceño—. No interrumpáis el dulce fluir del Palmerín. Por nada del mundo me perdería el final de este maravilloso encuentro. ¡Sigue adelante, Pacito! Mejor todavía, vuelve al principio del párrafo una vez más.

Pacito leyó un fragmento.

—Esa es sin duda la hechicera Eutropa —comentó el coronel con la boca llena de budín—. Solía emboscarse de ese modo para ruina de muchos nobles caballeros.

—Mi señor —repetí—, por mucho que me disguste interrumpiros, es mi deber recordar que el general aguarda afuera y desea veros por un asunto de gran premura.

Se puso en pie de un salto y salió corriendo de su tienda sin siquiera ponerse su sombrero, para presentar sus demorados respetos; pero cuando vio a tantos de sus enemigos reunidos en torno a don Álvaro, gritó por encima del hombro:

—¡De prisa, Pacito, trae mi tahalí y también mi bastón cargado!

Pacito cerró el libro señalando la página con una paja y se apresuró a obedecer la orden. El coronel se ajustó el tahalí por sobre la camisa y avanzó con una profunda reverencia.

—Buenos días, vuestra excelencia —dijo—. Perdonad mi desaliño, pero habéis venido sin anunciaros. ¿Me haréis el honor de compartir mi humilde desayuno?

Don Álvaro lanzó un profundo suspiro. Cerró los ojos como si rezara y luego, blandiendo la espada gritó con voz estridente:

—¡Viva el rey! ¡Muerte a todos los traidores!

El ordenanza de don Diego, Juan de la Roca, el de las cintas de colores, se arrastró por detrás del coronel como un lagarto. Se alzó de pronto y asiéndole el cuello de la camisa, al grito de «¡Viva san José!», le apuñaló la boca y la tetilla derecha; el sargento Dimas, acercándosele por el otro lado le clavó un cuchillo bohemio y se lo dejó allí entre las costillas. El negro se puso en pie con intención de ayudar a su amo, pero Myn lo derribó y se irguió sobre él esgrimiendo su hacha.

—¡Oh, caballeros! —articuló el coronel, con la boca espantosamente desgarrada mientras una mancha roja se ensanchaba de prisa en su fina camisa de batista. En sus ojos era posible leer el horror y la incredulidad ante tan vergonzoso ataque. Su mano se dirigió lenta a la espada, pero antes que pudiera desenvainarla, el capitán Corzo se le abalanzó y por poco no le cercena el brazo derecho con un tajo de su machete.

Él profirió un grito penetrante y cayó de rodillas.

—¡Basta, basta! —gimió—. ¡Enviad por el capellán!

—No hay tiempo para eso —dijo don Lorenzo sonriendo brutalmente—. ¡Haced acto de contrición y terminad!

Mientras se retorcía en el suelo, sus labios dieron forma a la oración:

—Jesús, María...

Yo estaba como petrificado de horror, sintiéndome un Judas por el papel que había tenido en acto tan vil; cuando Leona Benitel, una buena mujer que había estado lavando para él en la fuente, llegó apresurada, apoyó la sangrienta cabeza en su regazo y lo ayudó a morir en paz. Acariciándole la cabeza, le susurraba:

—¡Paciencia, hijo mío! Cristo en su bondad te perdonará tus pecados y te vengará.

Don Diego, que debió haber sido uno de los conductores de esta carnicería, se mantenía todavía apartado, pero el capitán Leyva, para demostrar que estaba del lado más fuerte, desenvainó su espada.

—Terminaré con la agonía de este traidor —gritó, y le atravesó el corazón.

Tuvo un estremecimiento y murió, y Leona gritó:

—¡Que la ira de Dios se descargue sobre capitanes tan crueles!

Don Álvaro se acercó a apostrofar el cadáver, y lo hizo con dolor tan melancólico, que no pude creer que fuera forzado o insincero:

—¡Ay, pobre loco! ¿Por qué os apartastéis de vuestra misión católica y os pusisteis al servicio de Satán sin que vuestra súbita muerte os diera tiempo para arrepentiros?

Por orden suya el estandarte real fue desplegado, se doblaron tambores y él exclamó:

—¡En nombre del rey Felipe! Don Pedro Merino ha sido presa de justa venganza. ¡Que su destino os sirva de advertencia! Se concede en adelante el perdón a todo el que tuvo parte en la confabulación, con tal de que preste un nuevo juramento de fidelidad.

Entretanto, el piloto principal había ido al cuartel de guardia, donde lo encontró don Luis y le dijo:

—Se ha hecho justicia.

—Pero ¿y el juicio? No pudo haber habido tiempo para que se celebrara el juicio.

—Puso resistencia al arresto —fue la contestación.

Al oír las voces, Tomás de Ampuero y Gil Mozo, su ordenanza, salieron de la tienda y preguntaron qué sucedía.

—Nada que os interese —respondió don Luis, sacando su daga y precipitándose sobre él. Le apuntó el corazón, pero el alférez se echó hacia atrás y lo hirió demasiado alto, en el hombro.

—¿A mí? ¿Qué he hecho yo? —gritó con dolor e indignación.

Don Luis desenvainó la espada, pero Pedro Fernández valientemente se interpuso entre los dos hombres y preguntó:

—¿Qué significa esto? ¿Cómo podéis matar a un hombre sin mediar provocación?

Gil Mozo había corrido hacia la playa y don Tomás pretendió dirigirse a casa del coronel, con intenciones, me atrevo a afirmarlo, de encontrar refugio junto al capellán. Los tres Barreto se lanzaron decididos en su persecución, pero con sus largas zancadas los habría dejado atrás si no hubiera tropezado en la cuerda de una tienda y caído pesadamente a tierra. Demoró en levantarse y don Lorenzo lo atravesó mientras él estaba de rodillas y apoyado en las manos. Ahora que el alférez estaba mortalmente herido, don Diego sacó su puñal y se lo plantó entre los dos omóplatos sobresalidos.

—¡Mueran los Barreto! —gritó el sargento Gallardo emergiendo de otra tienda espada en mano y precipitándose sobre don Luis. Don Luis retrocedió, pero el sargento Dimas, apareciendo de pronto, gritó:

—¡Ven, traidor, al encuentro de tu condenación!

—¡Traidor! ¿eh? —replicó Gallardo enfurecido—. ¡Si los asesinos que te guardan no me juegan sucio, escupiré esa mentira en la punta de mi hoja, maldito farsante!

Ambos eran contrincantes parejos y se lanzaron salvajes a la lucha, avanzando y retrocediendo, con daga y espada, hasta que la espada de Gallardo se quebró y éste siguió el asalto con el fragmento que le quedaba. Pidió que se le alcanzara otra, pero nadie se apiadó de él y Dimas no tardó en atravesarle los pulmones; cayó entonces escupiendo sangre y expiró sin confesión.

Vino el tambor con las ropas ensangrentadas del coronel, el emolumento de su oficio, y preguntó:

—¡Caramba, muchachos! ¿Era Gallardo otro de los traidores?

Cuando le aseguraron que así era, el bribón dejó en cueros al cadáver e incluso le arrancó el San Cristóbal que llevaba colgado al cuello.

Cuando me iba en busca del piloto principal, mi pie tropezó con la punta de la espada del sargento que estaba entre la hierba. Me agaché y me la metí bajo el jubón con intención de montarla en una empuñadura tallada y usarla como daga; y cuando esa noche examiné la hoja quebrada, vi que había sido limada hasta la mitad.

Le conté a Pedro Fernández indignado la suerte corrida por el coronel.

—Que su alma descanse en paz —dijo mientras se persignaba—. Nunca fue intención de don Álvaro cometer un asesinato, su señora me ha dado palabra de ello.

—¿Dónde vais ahora? —le pregunté.

—Dondequiera pueda salvar vidas.

Los hombres recorrían el campamento espada en mano y aullando «¡Viva el rey!» y «¡Muerte a todos los traidores!»; era el momento de liquidar deudas de juego y resolver viejas querellas. Oí pronunciar en altas voces los nombres de Juárez y Matías y luego alguien dijo:

—Por fin nos vengaremos de esos fulleros; fueron siempre los más decididos partidarios del coronel.

—¡Rápido! —le dije a Pedro Fernández—. ¡A la cabaña de los veteranos! Los hombres que os salvaron la vida hace dos días corren peligro.

Nos echamos a correr juntos y nos colocamos de espaldas a su puerta. En seguida llegó la canalla chillando «¡Abrid camino! ¡Muerte a todos los traidores!» Un rudo soldado dispersó mis papeles por el lodo. Yo me precipité a recuperarlos; pero Pedro Fernández no se movió de su sitio, aun cuando llegó don Lorenzo y le ordenó que se apartara.

—Estos hombres son leales —dijo el piloto principal— y estoy orgulloso de contarlos entre mis amigos. ¡Tened mucho cuidado con lo que hacéis!

—¡Matadlos, matad a los traidores! —era el grito que cundía.

Un hombre alzó su arcabuz apuntando a Pedro Fernández, pero otro se lo desvió.

—¡Necio! —le dijo—. Si matas al piloto principal ¿cómo podremos nunca volver a nuestra patria?

De cara a la muerte, Pedro Fernández sacó unas almendras del bolsillo e hizo juegos malabares con tres de ellas, sin permitir que ninguna cayera.

—¡Acudid! —canturreó como un charlatán de feria—. ¿Es capaz alguno de los presentes de hacer volar cuatro a la vez por el aire? ¡Acudid, acudid, bravas gentes, acudid!

Los soldados se echaron a reír a su propio pesar y lo aclamaron:

—¡Olé!