20
El eclipse
Una ligera brisa venía desde la dirección de la aldea de Malope, cargada del sonido de distantes lamentaciones, tan lúgubres y prolongadas, que sobrecogían nuestro corazón. Don Álvaro, temblando de angustia, ordenó que se llevara allí la cabeza de Juan de Buitrago, para aplacarlos; sabía que al morir un cacique, sus parientes siempre exigían que una víctima lo escoltara al otro mundo; su asesino, si la suya había sido una muerte violenta; de otro modo (pues no se creía que un jefe muriera de muerte natural), un enemigo del que se sospechara que le había producido la muerte por medios mágicos. Se le confió esta desagradable tarea al asistente, que partió en compañía de don Jacinto y veinte hombres; pero no bien los aldeanos avistaron la chalupa, huyeron desordenadamente a los bosques, todavía lamentándose en altas voces. Los llamó a gritos exhibiendo la cabeza del alférez en una estaca, pero como no le prestaron la menor atención, desembarcó y marchó hacia la aldea.
Para demostrar su extático dolor, los afligidos miembros de la tribu habían derribado docenas de jóvenes árboles frutales, pisoteado las plantas florecidas de sus huertos y aun mutilado los postes tallados de la casa de asambleas. A la pocilga que de ordinario alojaba los cerdos de Malope, cada hombre y cada mujer habían arrojado algún arma o adorno como regalo de despedida al alma de su cacique, con inclusión de varias de las insignias rojas que habían recibido de nosotros. Los soldados habrían entrado en la pocilga para embolsarse los tocados de concha labrada y los brazaletes de colmillos de jabalí, pero el asistente se lo impidió.
—Robar a los muertos trae desgracia —observó. No obstante, no bien les hubo dado la espalda, robaron los ornamentos del propio Malope del altar de madera levantado junto a la casa donde se encontraban. Se clavó entonces la cabeza del alférez bajo los aleros, y don Jacinto trepó para introducirse por el boquete de entrada y ver si alguna de las viudas de Malope estaba todavía en la residencia a la que pudieran transmitirse las condolencias del general... Encontró la casa vacía. El hogar estaba frío, lanzas rotas cubrían el suelo entre pieles de plátano y las cáscaras de otras frutas y sobre la plataforma sobre la que solía dormir Malope, había un ataúd con la forma de un tiburón, que contenía su cadáver. Sólo la mitad inferior de su cara estaba a la vista; todo el resto había sido cubierto de ortigas presionadas sobre él con pesadas tablas; ese era el modo en que los nativos preservaban un cuerpo de la corrupción mientras se lo exponía en la ceremonia fúnebre.
Desde los bosques llegaba el quejumbroso grito de ulo, ulo, y el asistente se persignó y condujo a sus hombres de regreso al bote. Durante todo el día y la noche, con breves intervalos, ese lamento resonó en nuestros oídos como una acusación.
Jaume, el camarero, se me acercó y me preguntó con aire abatido:
—Don Andrés ¿habéis oído lo que se dice de la salud del general?
—Sé que se encuentra muy enfermo. No me ha dado nada para escribir desde el día en que murió el coronel.
—O el día en que murió Malope.
—El mismo, pero ¿qué hay con ello?
Se me acercó más y susurró:
—Andan diciendo, don Andrés, que Malope cambió de nombre con él como salvaguardia contra la traición: por la magia de la afinidad, cualquier desastre que le aviniera a Malope afectaría también a don Álvaro si él hubiere tenido que ver en él.
—¡Qué idea tan absurda! —exclamé—. De cualquier manera, sea quien fuere el que le dio la orden a Sebastián, puedes estar seguro que no fue don Álvaro.
—Estoy de acuerdo con vos —replicó—. Pero si ha oído el rumor, como Elvira me asegura que ha sucedido, y lo cree, como me asegura... Pues entonces ¡recordad mis palabras! también... jamás se levantará de su lecho de enfermo. Continuamente piensa en que no hizo morir a nadie que hubiera dañado a Malope; y ahora se queja de lacerantes dolores en la tetilla derecha, donde la bala hirió a Malope, y de un dolor de cabeza que coincide con la hendidura de su cráneo. No por nada es oriundo de La Coruña donde los niños se crían en el terror de la brujería y donde, según se afirma, los mismos curas están aliados con Satán.
—¿Y no hay brujas en Mallorca? —le pregunté riendo—. He oído a gallegos que juran que no existe la magia negra en su provincia, pero que Mallorca y las otras Baleares están plagadas de ella.
—Bien, no he de negar que tenemos a nuestras hechiceras. Mi propio tío, un zapatero remendón de una aldea de montaña, estuvo confinado en su casa durante más de diez años; su esposa, celosa de la hija del panadero, había puesto un hechizo en el umbral de su casa que jamás podía cruzar sin caer desmayado. No le hizo ningún otro mal, aunque cuando ella murió, él cruzó el umbral con toda tranquilidad y se dirigió directamente a casa del panadero. Pero las brujas de La Coruña no utilizan los hechizos sólo para defenderse.
—Amigo Jaume —le dije—, ya no hablemos de magia negra; hacerlo es acrecentar su capacidad de maldad.
Él asintió con la cabeza y, después de una pausa, dijo como al azar, como si de ese modo cambiara de tema:
—El piloto principal tiene una esposa y un hijo ¿no es así?
—Y los ama a los dos profundamente —le contesté, poniéndome de pie para irme. ¡De modo que Jaume abrigaba las mismas sospechas que yo acerca de doña Ysabel! Sin embargo, cuando consideré el asunto con precisión, concluí que doña Mariana, después de todo, de ningún modo era una bruja, ni tampoco lo era su hermana, aunque quizá lo fingieran para aterrar a don Álvaro. El juego escénico de doña Mariana con el dedal debió de haber tenido por fin atraer mi atención, no distraerla: si hubiera deseado recoger los recortes de las uñas del general sin ser observada, no tenía sino que enviarme a hacer algún mandado. Había contado con que yo difundiría el cuento. El chismorreo sobre las cartas del Tarot también estaban destinadas a los oídos de don Álvaro y al abatimiento de su espíritu. Ahora ambas mujeres estaban diseminando el monstruoso e irreligioso dogma según el cual él debía morir porque a un rústico pagano se le había ocurrido cambiar de nombre con él.
—Le diré la verdad acerca de doña Ysabel —decidí.
Pero me enteré de que cuando el vicario le había pedido que las tres otras cabezas fueran retiradas de la exhibición pública y se les diera sepultura cristiana junto con sus troncos, don Álvaro, aunque había consentido, deliberadamente impidió que la orden se hiciera efectiva. Como consecuencia, las cabezas habían quedado tiradas por el campamento y, por la mañana, perros hambrientos las habían despojado de su carne.
—También «Carlota» tuvo su ración —dijo el marinero que me trajo la noticia. Semejante crueldad me hizo estremecer y decidí guardar silencio.
El duelo por Malope duró una semana. En la tercera noche después de su muerte se hicieron grandes fogatas y duplicamos el número de nuestros centinelas a la espera de un ataque; sin embargo, no lo hubo. Esa noche los carceleros de Sebastián cedieron y le dieron el agua fresca y el pan que eran su dieta, pero no comió ni bebió; y, cuando a la séptima noche las lamentaciones cesaron, estaba a las puertas de la muerte. El piloto principal convocó al vicario; Sebastián se confesó, recibió la absolución y murió como un mártir. Lo sepultaron junto a los cuerpos decapitados del coronel, don Tomás y el sargento Gallardo, ninguno de los cuales había recibido semejante consuelo; también aventajó la suerte de Juan Buitrago, cuyo tronco había sido despiadadamente arrojado a los tiburones.
Ahora el mayor Morán era el oficial superior en tierra, pero no osaba asumir el mando por temor de ofender a los Barreto. Se quedaba en su cabaña mientras ellos hacían lo que les venía en gana; y luego el general, que se debilitaba de hora en hora, designó representante suyo a don Lorenzo tanto en tierra como en el mar. El hecho de que los hombres de Malope ya no vinieran a prestarnos ayuda se convirtió en excusa para interrumpir la construcción de la empalizada, aunque doña Ysabel ahora había dado su autorización para que se la levantara en torno de la loma. En cambio, las tropas se emplearon en la terminación de la residencia, nuestro único edificio de dos pisos, con la mayor rapidez posible. Cuando una de sus alas hubo sido techada y el piso construido, don Álvaro fue trasladado a tierra sobre los hombros de Myn y acostado en su cama; el negro nos dijo luego que su peso no era mayor que el de un niño.
Una noche don Lorenzo fue a la gran cabina y pidió autorización para capturar a veinte muchachos nativos que debían formarse como guías e intérpretes; a lo cual don Álvaro dio su consentimiento. Una hora antes de que irrumpiera el día, un sargento y veinte hombres se pusieron en camino en la chalupa hacia la más distante de las aldeas a que hubiéramos llegado en las incursiones con Malope; allí, aunque desembarcaron furtivamente en la penumbra, fueron recibidos por una lluvia de flechas. El sargento había recibido instrucciones de no llevar armas de fuego a tierra, sino de seducir a los niños con regalos y azucaradas palabras; lo cual explica por qué ningún oficial se ofreció como voluntario para conducir una tan numerosa partida. Como la aparición por sorpresa había fracasado, las tropas se retiraron; el sargento fue el último en saltar al bote, y su coraje obtuvo como recompensa que una flecha le hiriera la mano, que lo atormentó luego y terminó por costarle la vida. Otros siete fueron heridos, dos de ellos gravemente, antes de que el bote pudiera alejarse lo suficiente. Los salvajes prosiguieron su persecución en canoas, hasta que, dejando rezagada a nuestra gente y desembarcando cerca del rompeolas, corrieron a lo largo de la costa hacia las puertas del campamento.
Don Lorenzo salió a su encuentro con tambores batientes y despliegue de pendones, pero desdeñó el uso de armas de fuego, y otros siete soldados, uno de los cuales fue él mismo, resultaron heridos sin pérdida alguna para el enemigo, que habría irrumpido en el campamento si el artillero de la galeota no hubiera disparado un falconete por sobre sus cabezas, lo que provocó su huida justo en el momento en que la chalupa aparecía a la vista. Arrancándose con dolor la flecha del pie, don Lorenzo saludó a los del bote, y cuando los heridos fueron bajados a tierra, lo envió nuevamente a la aldea al mando de otro sargento. Esta vez los hombres recibieron la orden de quemar los albergues de las canoas y hacer todo el daño que pudieran discurrir; pero los envió en un tal estado de confusión que, aunque los proveyó de arcabuces y balas, olvidó procurarles pólvora, y volvieron dos horas más tarde con ocho heridos más.
Estas tres victorias, en las que no habían perdido un solo hombre, entusiasmaron a los nativos de manera tal, que rondaron el campamento toda la noche a plena luna llena cubriéndose tras los arbustos, y toda vez que un soldado se ponía a su alcance, le disparaban una flecha o una piedra con una honda. (En Santa Cruz, la utilización de hondas se limitaba a los caciques y a sus hijos, que eran atezados, de más alta talla y noble apariencia que el resto.) Dado que los retretes estaban junto al cerco, varios hombres fueron heridos cuando se dirigían a evacuar, y dos golpeados; uno de ellos era Salvador Alemán. Se le encontró muerto en la zanja, con las polainas a la altura de las rodillas y una flecha clavada en el vientre; el fantasma de Malope no parecía equivocar la puntería de su venganza. El otro hombre quedó ciego de un ojo por el proyectil de una honda, pero vive todavía y tiene a su cargo la taberna de la «Adoración» en Lima. Como los enemigos no se dejaban ver, no se dispararon arcabuces; en parte para administrar con economía la pólvora y el plomo, pero sobre todo porque los disparos desacertados no tardarían en enseñar a los salvajes a despreciar el ruido de las descargas.
Ese fue el desastroso 14 de octubre, el día en que también recibimos la advertencia de la peste que habría de costamos tan cara. No era una fiebre maligna de la especie que dio a Portobello, Panamá, Santo Tomé y muchos otros puertos tan siniestra fama: ninguno de los que la padecían moría de modo repentino, como en esos sitios unas horas más tarde, después de manifestados los primeros síntomas de la enfermedad. Algunos languidecían durante semanas y aun meses, de acuerdo con la fortaleza de su constitución; otros, como yo, superaban el ataque al cabo de unos pocos días. Sus síntomas eran mareos, dolores de garganta, alta fiebre durante la noche, acompañada de pesadillas y delirio, una terrible lasitud durante el día y un estómago tan débil que aun la comida más saludable sabía nauseabunda; y en la mayor parte de los casos la infección descendía en la segunda noche de la garganta a los pulmones.
El padre Joaquín, que había traído consigo un cesto lleno del famoso febrífugo llamado corteza de los jesuitas, se perdió en el Santa Ysabel; con calor, cuidados y una decocción de este amargo medicamento, quizá la fiebre no hubiera resultado mortal para ninguno de nosotros. No creo que el sitio tuviera que ser el mayor inculpado; aunque es evidente que la dieta desacostumbrada, el súbito descenso de la temperatura por la noche, los frecuentes chubascos que empapaban la ropa de los soldados que se les secaba sobre el cuerpo, la humedad del suelo sobre el que dormían —sin cuidarse de fabricarse plataformas como lo hacían los nativos— fueron todos factores enemigos de la salud de todo español cuya constitución no fuera de piedra. Pero pensé que mientras el coronel mantuvo a los hombres severamente disciplinados y activamente ocupados, nadie había manifestado el más ligero síntoma de la enfermedad; que, en realidad, la peste que nos atormentaba era lo que los italianos llaman la influenza, que atribuyen a misteriosas influencias planetarias, más que a las malas condiciones sanitarias o a la proximidad de pútridos marjales. Es a menudo la secuela de un difundido desamor, un crimen o un desastre público, o de una prolongada guerra que ninguna de ambas partes tiene el coraje de acabar de algún modo; y atribuyo mi propia recuperación al cuidado que había tenido en no participar de manera directa en los malignos acontecimientos cuya crónica estuvo a mi cargo.
La primera muerte ocurrió el 17 de octubre, la vigilia de San Lucas Evangelista, triste manera de hacernos recordar que no contábamos con médico alguno; y la víctima no fue otra que el padre Antonio. Su fallecimiento causó profunda pena a todos, salvo a los Barreto, pero sobre todo al vicario, que le había dado el viático. Se lamentaba que daba pena sobre el cadáver del capellán y, con los ojos alzados al cielo y lágrimas en las mejillas, pude oír que clamaba:
—¡Oh, Señor, Dios mío, qué pesado es el castigo que has impuesto a mis pecados! ¿Me has dejado, Señor, sin un sacerdote con quien pueda confesarme...? ¡Oh, padre Antonio de Serpa, cuán afortunada ha sido tu suerte! Sumido en situación tan triste, de buen grado cambiaría mi suerte por la tuya: aunque tengo la potestad de absolver los pecados de cada cual en esta isla, nadie puede hacer lo mismo por mí.
Andando con pie trastabillante de un sitio al otro, con la cara oculta en las manos, se negaba a recibir consuelo alguno, aunque Pedro Fernández y Juan de la Isla le imploraban que se serenara. Luego se arrastró a la iglesia y allí lloró sin control frente al altar, rezando por el alma del padre Antonio y ensalzando sus virtudes; y por fin se dirigió al cementerio y, pidiendo una espada, cavó una tumba profunda con sus propios débiles brazos.
Esa noche, cuando la luna se elevó por el este, se encontraba en eclipse total, lo cual fue motivo de gran consternación: había oído decir que esa era una ocasión en que las brujas estaban en libertad de cometer el mal que el capricho les dictara, y que el espíritu de un gran personaje abandonaría su cuerpo antes de que una nueva luna se elevara. Ningún centinela ocupó su puesto sin llevar un amuleto al cuello y un camarada a su lado; y al romper el día corrió el rumor por el campamento de que cierto oficial, al abandonar su tienda para ir a evacuar a la luz de las estrellas, había visto a una mujer desnuda con una rama en la mano que utilizaba para hechizar la residencia. Di poco crédito a este rumor; pero otro, el de que el cadáver de Sebastián se había desintegrado durante la noche, fuera por obra de perros hambrientos o de brujas, me fue solemnemente confirmado por Myn.
La campana dobló por el funeral del capellán, y su ominoso sonido, junto con los cuentos de magia negra que llegaron a oídos de don Álvaro de boca de doncellas y pajes, llenó de terror el corazón del pobre enfermo. Seguro de que moriría antes de terminar el día, llamó a don Luis junto a su lecho, y también al capitán Corzo, al asistente, a dos de los mercaderes y a mí; y me dictó su última voluntad de la manera que sigue:
«En la bahía Graciosa, en la isla cristiana de Santa Cruz, en el día de la festividad de San Lucas de 1595, en presencia de mi secretario Andrés Serrano y los testigos don Diego de Vera, Andrés del Castillo, Juan de la Isla, don Luis Barreto y el capitán Felipe Corzo, yo, Álvaro de Mendaña y Castro, marqués, prefecto, gobernador, capitán general y juez supremo de las islas Salomón, encontrándome al borde de la muerte, doy pública voz y declaro en el presente escrito mi última voluntad y testamento.
»Primero: Lego y entrego mi alma a Dios.
»Otrosí: Ordeno que los legados públicos que de mí exige la ley [etcétera, etcétera],
»Otrosí: Ordeno que mi cuerpo sea sepultado en la iglesia de San Simeón el Justo, en la dicha cristiana isla de Santa Cruz, y que el padre Juan de la Espinosa oficie en mi entierro, y que el mismo día en que éste ocurra o, de no ser posible, en el siguiente, se celebre misa sobre mi tumba, por la cual se le pagará el honorario estipulado obtenido de mis propiedades; y que otras veinte misas se celebren por mi alma en la misma iglesia o, de no ser esto posible, en alguna otra, y que los honorarios de igual modo se pongan a cuenta de mis propiedades.
»Otrosí: Designo a doña Ysabel Barreto, mi esposa ante la ley, prefecta de las islas arriba dichas. Y para poner en efectividad esta mi voluntad y testamento, designo como ejecutora y ejecutor testamentarios a la dicha doña Ysabel y al previamente dicho licenciado padre Juan de la Espinosa; a quienes conjuntamente otorgo cualesquiera poderes sean necesarios para llevar a efecto esta mi última voluntad y testamento y para disponer de todos los bienes que traje conmigo a estas tierras; de los cuales declaro sola heredera y propietaria a la dicha doña Ysabel, como también de todos los otros bienes, esclavos y posesiones que ahora me pertenecen o que, llegado el momento oportuno, se reconozcan de mi pertenencia; junto con el marquesado hereditario a mí conferido por nuestro gracioso soberano el rey Felipe II, del que gozará en adelante por propio derecho, y los otros títulos y distinciones con que Su Majestad tuvo a bien honrarme, con la sola excepción del de capitán general.
»Otrosí: Designo y nomino capitán general de las fuerzas en el presente a mi mando al capitán don Lorenzo Barreto, hermano de mi esposa.
»Otrosí: Revoco y anulo toda otra voluntad y testamento [etcétera, etcétera].
Cerré sus marchitos dedos sobre la pluma y él firmó con enorme esfuerzo; la rúbrica, en general finamente trazada, vacilaba de manera irreconocible. Luego se hundió exhausto entre los cojines y envió por el vicario, al que le hizo una larga y fervorosa confesión, y también repitió con él el Miserere mei y el Credo. Sin embargo, aun después de haber recibido la absolución y el bendito sacramento, aún parecía perturbado y suplicó que se rociara con agua bendita el cuarto y a todos los que se encontraban en él, y que el crucifijo se quitara de la pared y se le pusiera en las manos. El padre Juan satisfizo su petición, pero ni doña Ysabel ni su hermana se acobardaron ante las gotas, como habrían hecho sin la menor duda de haber sido brujas, y ambas dieron grandes muestras de devoción católica y de tierno dolor por el agonizante. No obstante, sus últimas palabras, dichas en susurro antes del mediodía, fueron:
—Montad una guardia junto a mi cadáver, padre; clavad firmemente mi ataúd y enterradme muy hondo. —Y luego, con helada sonrisa—: ¡Cuando menos, Dios Todopoderoso será quien se quede con mi alma y no ellos!
Quizás algunos duden de que el general haya muerto por las razones aquí mencionadas o sospechen que doña Ysabel apresurara su fin con ayuda de un veneno lento, pero pueden aducirse numerosos casos de hombres que se convirtieron en sus propios ejecutores por causas del temor supersticioso. Recuerdo en particular el destino de un caballero francés, mi más cercano vecino en Sevilla que, después de haber matado en duelo a un compatriota suyo alrededor del día de San Juan, fue maldecido por la viuda: debería morir cuando la última manzana cayera del árbol bajo el cual se había asestado el golpe mortal. Este árbol se veía desde su dormitorio, y tomó tan a pecho sus palabras, que cayó enfermo; y cada mañana contaba las manzanas que colgaban de las ramas todavía.
—¡Ay, Jacques! —le decía a su sirviente—. Sólo quedan cinco. —O—: Sólo quedan tres.
Y día a día iba debilitándose. El fiel sirviente mandó a pedir a la ciudad una manzana de porcelana que, disimuladamente en la oscuridad, fijó en una rama; entonces, aunque soplaron los vientos del invierno y la lluvia cayó en torrentes, la manzana no cayó ni se pudrió. Mi doliente vecino se sintió muy animado ante el aparente milagro de que la manzana siguiera allí colgada impertérrita entre las ramas desnudas: recobró el apetito y las fuerzas y, en Epifanía, como hacía un día resplandeciente de sol y estaba seco, se levantó y fue al jardín a ver la fruta que le había salvado la vida; pero, al advertir el fraude, se llevó súbitamente la mano al corazón y murió en seguida, antes aun de que acudiera un sacerdote en ayuda de su alma.
Sepultamos a don Álvaro esa misma noche con tanta pompa como nos lo permitían nuestras reducidas circunstancias; el ataúd, envuelto en un lienzo negro, fue transportado al cementerio en hombros de ocho oficiales. Los soldados iban detrás marchando lentamente como era la usanza en tales ocasiones: las armas invertidas, las insignias arrastradas, batiendo los tambores atenuados, lentos y fúnebres y lamentándose los pífanos altos y agudos. Myn había cavado la tumba junto a la del padre Antonio, y allí el vicario entregó el polvo al polvo. Se disparó una salva de despedida, y los portadores del féretro volvieron a la residencia para ofrecer sus condolencias y homenajes a nuestra gobernadora, a quien no le había parecido adecuado mostrarse junto a la tumba.
Don Álvaro me había demostrado siempre una consideración no muy lejana de la generosidad, y lo habría llorado más de lo que lo hice, si no me hubiera abrumado la ansiedad por el futuro. Nuestra situación, que tres días antes no parecía del todo desesperanzada, había sufrido un cambio catastrófico. Ahora que tantos oficiales y hombres estaban heridos o quebrantados por la enfermedad, no nos era posible enviar grandes partidas en busca de víveres sin debilitar grandemente la guarnición; y las pequeñas ya no bastarían; además, como la tribu de Malope se había vuelto contra nosotros, nuestro número y recursos habían dejado de ser un secreto. Los salvajes ganaron en audacia y cercaban el campamento aun de día. En un huerto no lejos de las puertas, crecían amarantos verdes (que los soldados llamaban verduras cristianas, es decir, confiables y sanas), y cada vez que una pequeña partida armada iba a recolectar algunas, eran atacados por nativos ocultos en emboscadas entre las malezas; de este modo nuestras bajas aumentaban.
Los hombres iban sucumbiendo poco a poco de sus heridas, tres de los hijos de los colonos habían muerto de influenza —habían ingerido fruta podrida— y la fiebre se difundía velozmente, al punto que no quedaba ni una treintena de soldados capaces de desfilar; nuestra situación era en verdad grave; me atrevería a afirmar, sin embargo, que si el coronel, Juan de Buitrago, y el capellán hubieran estado todavía vivos, juntos se las habrían compuesto para dar ánimo a los hombres y demostrarles que no todo estaba perdido, no, ni con mucho. Pero doña Ysabel se encerraba en la residencia; la herida de don Lorenzo lo obligaba a permanecer en sus aposentos; el mayor Morán era objeto del desprecio de todos; se sospechaba todavía del asistente; el capitán Leyva estaba enfermo y el capitán Corzo se había retirado a su galeota en busca de un sitio más saludable. ¿A dónde recurrirían las tropas en busca de guía?
El celo religioso del vicario hacía que nuestra situación pareciera mucho más siniestra de lo que en realidad era. Deambulaba por el campamento sin que nadie se lo estorbara gritando:
—¡Arrepentios! ¡Venid aquí y arrepentios! ¡Haced las paces con Dios, hijos míos! Nos ha enviado esta peste, como la enviara antes a los israelitas en el desierto, como justo castigo de nuestros pecados; y en verdad creo que ninguno de nosotros escapará con vida aun cuando somos muchos. Los isleños nos vencerán y se apoderarán de nuestras armas y de todo lo que es nuestro. Si por una sola falta Dios ha castigado a un reino entero ¿qué no hará aquí?
El temor por su propia salvación había acobardado al buen padre; no obstante, hacía lo posible por salvar el alma de los demás.
—¡Tened en cuenta —gritaba— el caso del rey David, que aniquiló a Urías el Hitita para poder yacer con su viuda! de cómo, cuando se confesó, Dios le dio a elegir entre tres penitencias. Aquí hemos cometido ofensas cien veces más graves que las de David sin que sin embargo nos hayamos arrepentido, de modo que la ira de Dios está encendida contra nosotros y la espada desnuda y sangrienta de su justicia se blande en las alturas. Entre estas chozas avanzan la enfermedad, la guerra, el hambre y la discordia. ¡Oh, tened limpio el corazón, hijos míos, tened limpio el corazón! Sé de un sargento que no se ha confesado sino una vez en la vida, y de un tambor que no sabe si es moro o cristiano. ¡Abrid los ojos y percibid la inmundicia en la que estáis hundidos!
Yo me alojaba ahora en una de las habitaciones del piso alto de la residencia, y una mañana, desde mi lecho de enfermo, oí que Matías, que estaba de guardia abajo, hablaba con Jaume quejándose del vicario.
—Si no fuera un sacerdote, juro que lo estrangularía con mis propias manos. Un sacerdote debe dar ánimos a su rebaño en la enfermedad y el peligro, no precipitarlos hacia sus tumbas. ¡Oh, si el padre Gálvez estuviera ahora con nosotros! ¡Nunca en la vida navegaré por los Mares del Sur a no ser en compañía de un franciscano!
—No es probable que tengas la oportunidad —dijo Jaume—. Y este padre Juan es un santo. Me dijo hoy que una sola gota de la sangre derramada por Jesús en su pasión basta para lavar los pecados de infinitos mundos.
—¡Ajá! ¡De modo que visitaste el confesionario!
—Me confesé y ¡Dios sea alabado, me dio la absolución!
—¡Oh, Jaume, Jaume, pensar que has sido enganchado por fin! Pero yo no he de pedir la absolución a un sacerdote que vuelve cobardes a mis camaradas.
Después de vísperas escuché el sermón del vicario. El campamento estaba en silencio con la excepción de unos perros que aullaban y los gritos ahogados de una mujer que deliraba, y su voz llegaba clara a través de las ventanas abiertas de la iglesia:
—...os daré noticia de otro notable y probado milagro que verificó un digno sacerdote de mi conocimiento que obtuvo una cura en las Indias Occidentales. Un noble, pobre en virtud, pero rico en bienes de este mundo, vivía profundamente arraigado en ofensivo vicio. Solía recorrer a caballo con lanza y puñal en mano la ciudad de La Habana, donde, rechinando los dientes y mirando airado el cielo, gritaba:
»—¡Eh, Dios Padre! ¡Bajad y pelead conmigo para que se sepa cuál de los dos es el mejor!
»Y otras muchas expresiones blasfemas e indecentes. Este pecador se paseaba de un lado al otro por un oscuro apartamento de su magnífica mansión con el rosario en la mano, murmurando no sé qué tonterías, cuando una voz de mujer, dulce como el tañido de las campanas, que se dirigió a él desde el suelo:
»—Don Bassanio —porque ese era su nombre—, ¿por qué no dais a ese rosario su uso apropiado y rezáis con devoción?
«Asombrado y lleno de pavor, cogió a tientas su caja de yesca y encendió una chispa, iluminó la habitación con una vela y miró a su alrededor. Se encontraba solo.
»Al registrarlo todo con más cuidado, encontró en el suelo una imagen iluminada de la Virgen, que recogió y la apoyó contra la pared sosteniéndola con ambas manos mientras se arrodillaba y rezaba piadosamente el rosario. En ese preciso instante dos enormes negros aparecieron de la nada, lo desnudaron por completo y lo azotaron con látigos. Lo azotaron y lo azotaron mientras él seguía sumido en sus devociones, hasta que, casi muerto, cayó desmayado al suelo; entonces una luz sobrenatural impregnó la estancia y la misma voz gentil dijo:
»—¡Idos, villanos, idos! Dejad esta alma que no os pertenece: mi Hijo me la ha concedido por mediación de su clemencia y mis oraciones.
»Instantáneamente se desvanecieron, la luz se fue por la puerta y el hombre rico se arrastró tras ella y se acostó en su lecho. Envió a buscar a un fraile que preguntó asombrado por qué había sido convocado en medio de la noche.
»El pecador castigado relató sus experiencias mostrando sus espaldas magulladas y ensangrentadas, y suplicó con urgencia ser escuchado en confesión, por primera vez en ochenta y tres años. El fraile le dio ánimos y le aconsejó que se consolara en la idea de que Dios había perdonado generosamente a pecadores aun peores que él. Y él empezó la enumeración de sus pecados —sin omitir uno solo de ellos, pues todos le habían quedado grabados en la memoria— que duró; con breves intermedios, no menos de diecisiete días; y al terminar con ella, el fraile, que vio su perfecta contrición, lo absolvió con la sola condición de una ligera penitencia. Pero se encontraba tan débil que desfalleció víctima de la fiebre el mismo día que había terminado de cumplir la penitencia, y tuvo la muerte de un santo.
Y de este modo el padre Juan salvó a no pocas almas extraviadas con anécdotas auténticas y consoladoras y, para mejor cumplir con sus obligaciones, fue a vivir a tierra en casa del capitán Leyva, que había sucumbido a la peste.
Durante una semana estuve demasiado enfermo como para seguir aun con mi diario; entretanto ocurrieron muchas cosas de las que sólo puede darse una breve información por haberse perdido los detalles. Los nativos siguieron tendiendo emboscadas a nuestra gente toda vez que ésta abandonaba el campamento o se acercaba al cerco de estacas, y hubo entre los nuestros otros tres muertos y diez heridos. El hijo de Malope era su conductor, y los soldados culpaban a Sebastián, aun después de muerto, por la táctica que nuestros ex enemigos ahora adoptaban. Parece que en la casa de asambleas, antes del asesinato, había cogido una flecha y la había vuelto contra su yelmo, su peto y su faldar, jactándose ante los nativos de que eran inmunes a sus armas; de modo que ahora nos apuntaban a los ojos o las piernas.
El general Lorenzo dio orden de que algunos de los enfermos fueran arrancados de sus camas para montar guardia; de ese modo se las compuso para reunir a un sargento y doce hombres aptos para integrar una expedición punitiva contra la aldea de Malope. Se embarcaron en la chalupa y, como todos huían al avistarlos, saquearon las chozas a su gusto y las quemaron a todas hasta los cimientos.
Esta incursión alarmó a los aldeanos que eran nuestros vecinos más próximos hacia el otro extremo, y nos enviaron a un grupo representativo con una bandera de tregua. Don Lorenzo se dirigió renqueando a su encuentro en las puertas, pero ellos se retiraron cuando vieron su escolta de arcabuceros. Los llamó de manera conciliadora y preguntó:
—¿Por qué no nos traéis alimentos como solíais hacerlo? Somos vuestros amigos.
Su conductor replicó con gestos elocuentes:
—¡Alto, basta! ¡Malope-Malope amigos-pu pu! —Con lo que quería decir que no entendía por qué, si éramos tan buenos amigos de Malope, lo había matado de un disparo—. ¿Qué nombre le dais a eso? —preguntó señalando con aire de acusación al espeso humo que se levantaba desde la aldea incendiada cubriendo el cielo de la bahía.
Don Lorenzo explicó que el asesino había sido castigado y su cabeza se había clavado en casa de Malope, cuyos hijos, desatinadamente, pretendían seguir adelante con la venganza. Luego preguntaron por «el taurique», nombre con el que se referían a don Álvaro, y se les contestó:
—Duerme.
Después de habérseles dado regalos del baúl de productos de intercambio, propiedad del coronel, se marcharon conformes y, ese día y el siguiente, volvieron a las puertas del campamento con generosas dádivas. Los alimentos que ahora nos traían eran doblemente bienvenidos, pues durante la anterior semana nos habíamos visto forzados a alimentar a los enfermos con la harina de nuestras escasas reservas. En todo el tiempo que permanecimos en Santa Cruz, nunca los nativos nos negaron hospitalidad ni nos dieron muestras de mala fe; sin embargo ¡qué mal se lo pagamos!
En mi registro las defunciones ahora excedían a los matrimonios y los nacimientos: estaban en una proporción de cuarenta y uno a dieciocho y dos respectivamente. Aunque era evidente que no podíamos mantenernos en tierra sin dar cabida a un completo desastre, doña Ysabel dejó entender que consideraría motín toda conversación sobre la posibilidad de abandonar la isla. Me parecía probable que postergaría la decisión necesaria hasta que ya fuera demasiado tarde —no es que me importara mucho lo que fuera de mí, tan embotados estaban mis sentimientos y mi inteligencia—, cuando los apesadumbrados soldados con seguridad la matarían junto con toda su familia. Si ese momento llegara, no levantaría un dedo para ayudarlos.