Como era un regalo para su cacique, no se atrevieron a tocarlo; pero para contentarlos, distribuí entre ellos cuentas de vidrio y barajas. En el suelo, junto a mí, se sirvió entonces una comida: una gran fuente de madera en la que había plátanos hervidos, cangrejos y camarones crudos, puré de nabos cubierto de crema de coco, un alga marina con la apariencia de la fruta de la vid y un pastel hecho con meollo de sagú. Comí con placer, dejando sólo los frutos de mar no sometidos a cocción; y entre bocado y bocado contestaba con animación las sonrisas de mis divertidos anfitriones.
Después de haber terminado, me trajeron una nuez sin madurar de la especie que tiñe la saliva de rojo cuando se la mastica y que se llama buhio en las Filipinas. La acepté con repugnancia porque no quería correr el riesgo de ofenderlos. Me mostraron cómo arrancar con los dientes y escupir la parte superior de la nuez, que tiene el tamaño de una ciruela grande, cómo sostenerla de lado entre los dientes, abrirla de un mordisco, sumergirla en zumo de lima, envolverla en una hoja y masticarla. Esta hoja, que era picante, apagaba el sabor de la nuez, que no tardé en tragar; pero esto fue un error —los nativos escupen lo que han masticado—: muy pronto la sangre me empezó a latir con violencia en las venas. Tuve sensación de borrachera y ya no tuve miedo de mis anfitriones. Me puse de pie mareado y pedí ser conducido ante el cacique. Me llevaron a recorrer la aldea, diciéndome el nombre de varias chozas como si yo quisiera poder memorizarlos; me mostraron una porqueriza llena de magníficos cerdos y un pozo de piedra bien construido con la parte superior tapiada y peldaños que llegaban al agua. Todas las chozas tenían un muro de piedra sin argamasa alrededor, con una apertura por puerta y macizos de flores y plantas aromáticas dentro. Los flancos de las chozas estaban revestidos de tablas solapadas y en los techos se levantaban pequeños desvanes a los que se tenía acceso por escalas, donde almacenaban las provisiones.
Por último llegamos a la casa de Malope, que era más alta que el resto y tenía una fachada decorada con losanges rojos, blancos y negros, colocados entre bandas rojas onduladas. Afuera, clavados en un poste, había tres cráneos humanos.—Como en las otras chozas, la entrada era un boquete redondo a la altura de la cintura provisto de una persiana; pero ésta tenía un porche por delante, elevado al nivel de la entrada, lo cual era privilegio de caciques. Al subir yo con audacia al porche, mis guías se mantuvieron apartados. Se me hizo esperar un instante, y luego un jorobado con los cabellos teñidos con zumo de lima me hizo pasar.
Transcurrió algún tiempo hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pero luego advertí la presencia de Malope, que estaba tendido sobre una plataforma baja tras un círculo de piedras que servían de cocina y formaban un rústico hogar en el centro de la choza. Tres hombres y cuatro mujeres que lo rodeaban estaban, a su servicio. El suelo estaba cubierto de esteras y en un rincón advertí un par de grandes tambores de madera y varias armas que colgaban del techo; de nada más estaba provisto el sitio, con excepción de unas ollas de cerámica y algunos platos de madera.
—Malope-Mendaña-amigos —repetí.
Irguiéndose sobre un codo, Malope quiso saber de su hermano. Como respuesta, me cogí el vientre con ambas manos, me quejé y señalé con tristeza una estera que servía para tenderse en ella, con intención de ofrecer la enfermedad como excusa por no haberlo saludado ayer en el barco ni haberse presentado hoy en tierra. Malope expresó su simpatía cogiéndose el vientre con las manos y quejándose también él; luego envió a una mujer en busca de una medicina para el mal, que resultó ser raíz de jengibre silvestre. La olí con aprobación, le expresé mi gratitud con una mano sobre el corazón y le di luego el pañuelo de seda como signo de paz. Lo aceptó con satisfacción, se lo pasó por el lóbulo de la oreja derecha y me dio para que le llevara a su hermano un adorno para la frente de madreperla.
Masticaba buhio, pero, con gran alivio de mi parte, no me lo ofreció. En seguida hizo venir a una joven pálida y regordeta que apareció de detrás de un tabique y que, por la profusión de adornos que ostentaba, parecía ser su hija. Casi todas sus joyas eran cuentas rojas y blancas hechas de concha, ensartadas para formar diversos diseños; pero aunque la cubrían redecillas, brazaletes, tobilleras, collares y aros, no llevaba flecos que ocultaran su vergüenza, pues era todavía una virgen; y debo acotar aquí que en esta isla la virginidad se guarda tan celosamente como en España y la libertad de conducta en la mujer no se tolera ni antes ni después del matrimonio.
Malope me hizo entender que si el general le concedía a una de sus propias hijas a cambio —porque sabía que llevábamos mujeres a bordo— se celebraría una doble boda, con una profusa matanza de cerdos, lo cual uniría sus casas de manera indisoluble. Batí palmas en admiración por la belleza de la muchacha y prometí dar noticia al general del gran honor que se le hacía, pero le comuniqué que, por desdicha, no había recibido la bendición de una hija y además, estaba ya casado. Cuando intenté convencer a Malope de que un hombre sólo podía tener una esposa, me hizo callar con el ceño fruncido, declarando con la mayor seguridad que los hombres corrientes quizá tuvieran sólo una, pero que un cacique debe tener cuatro o cinco. Para probarlo, señaló a los sumisos miembros de su propio harén. A no ser que haya entendido mal, ofreció entonces aceptar la vaca de doña Ysabel en lugar de la novia, que conferiría igual monto de gloria a su aldea.
Me estaba ya despidiendo cuando señaló mis hebillas y expresó el deseo de atarlas a sus propios pies desnudos. Yo sentía aprecio por esas hebillas, pero tuve miedo de negárselas, de modo que me las arranqué; sin embargo, me pareció que me correspondía, como embajador, pedir un regalo a cambio, y señalé uno de sus brazaletes. No quiso dármelo, alegando que yo no era cacique, pero cuando abandoné su casa, me siguió y me señaló uno de igual tamaño perteneciente a un vecino, que lo cedió de muy mala gana.
Volví por el camino costero con paso despreocupado, y los salvajes me escoltaron amistosos hasta el esquife. Cuando aparecí en la gran cabina con flores y plumas en el sombrero y la boca manchada de rojo, los Barreto se mofaron de mí y quisieron averiguar qué sabor tenía la carne humana cruda; y aunque el general aseguró a la alta oficialidad que podrían olvidar en adelante la desconfianza que les provocaban los nativos, no lo escucharon a él ni tampoco a mí.
El extremo más alejado de la bahía se iluminó de un círculo de hogueras aquella noche, que se consideraron un fanal de guerra, porque a la caída de la tarde tres canoas habían ido y venido a lo largo de la costa a gran velocidad como si llevaran un mensaje urgente. Los soldados, exacerbados por la profunda paz que había predominado hasta entonces y deseosos de una excusa que les permitiera hacer uso de sus armas, sintiéronse muy animados por el espectáculo.
—Cuanto antes empiece la lucha, antes acabará —decían—, y en tanto no hayamos conquistado esta tierra, la colonia no hará progresos. Esos necios desnudos nos tratan como a sus iguales, pero es necesario hacerles reconocer que nuestras armas y nuestra religión nos dan derecho a ser sus señores.
Al amanecer, las hogueras distantes ardían todavía.
Esa mañana un esquife partió de la galeota y algunos soldados desembarcaron para llenar sus cántaros en una corriente que manaba por el extremo más alejado de la aldea de Malope. Estaban ocupados en su tarea sin conciencia de peligro alguno, cuando de entre unos arbustos que había cerca se levantó un grito de guerra y una lluvia de flechas silbó a su alrededor. Dos hombres fueron heridos en las piernas y una flecha atravesó el brazo de un tercero a la altura del codo, pero todos lograron escapar al esquife, donde los soldados que habían quedado de guardia hicieron fuego y así pusieron fin a la persecución. Se temía que las flechas estuvieran envenenadas, y dos de los soldados, que creían llegada su hora, pidieron la extremaunción; pero las heridas curaron con limpieza y al cabo de quince días no habían empeorado. Los nativos, por cierto, untaban sus flechas con el zumo de una hierba, pero como hechizo para que llegaran al blanco, no con el fin de envenenar a la presa; a veces, sin embargo, las hundían en las entrañas putrefactas de un cadáver, y esta especie de magia, cuando supimos de ella, nos intranquilizó.
Don Álvaro, que había permanecido en cama un día o dos, fue enterado de la emboscada y manifestó un justo enojo. Cuando el coronel propuso ir con una fuerza punitiva a la escena del incidente y dañar tanto como fuera posible las chozas de la vecindad, estuvo de acuerdo en hacerlo. De modo que el coronel fue a tierra pleno de regocijo en compañía de treinta hombres y, sorprendiendo al enemigo en el momento en que venían por el último de nuestros cántaros, cayó sobre ellos con lanza y espada. Era un soldado de la vieja escuela, que prefería el choque entre las armas al rugido de los cañones; pero los salvajes defendieron su terreno con tanta hombría y se mostraron tan diestros en el manejo de sus lanzas, que al final, mareado por un golpe recibido en el casco, dio orden de abrir fuego. Cinco nativos cayeron por tierra y se quedaron allí retorciéndose; los demás huyeron. Los persiguió hasta un grupo de chozas junto a la costa, a las que prendió fuego de propia mano, y luego ordenó a sus hombres que derribaran un bosquecillo de cocoteros de modo que cayeran sobre las canoas arrastradas a la playa; y cuando esto se hubo cumplido y recogido los cocos con toda tranquilidad, acercó una antorcha a las canoas destrozadas y cogió tres cerdos de una porqueriza, para iniciar la marcha triunfal de regreso.
Así terminó la primera semana de nuestra visita a esta isla que, en honor a la astilla de la Verdadera Cruz que nos fuera mostrada en Lima, don Álvaro llamó Santa Cruz. Debió abandonar con pena la idea de que formara parte de San Cristóbal; pero por qué una isla tan grande situada en la misma latitud hubiera permanecido oculta durante su primer viaje era algo que no podía concebir. Habíamos recorrido más de mil ochocientas cincuenta leguas desde que abandonáramos El Callao y parecía imposible que San Cristóbal quedara todavía más lejos hacia el oeste. Otra vez hizo al piloto principal sospechoso de perfidia y habló con ligereza de él a sus espaldas.