8
Las islas Marquesas
Todos los días a mediodía el piloto principal observaba el sol para determinar la latitud en que nos encontrábamos para mantener el debido curso hacia el oeste a diez grados cincuenta minutos al sur. Cuando los altos oficiales manifestaron cierta impaciencia por no haber divisado tierra al sexto día de abandonada Paita, les dijo que no debían leer demasiado al pie de la letra las promesas del general: estábamos ahora navegando a más de tres grados al sur de la solitaria isla de Jesús, la única tierra que había sido avistada en el viaje anterior antes de llegar a las islas Salomón. Les recordó además que don Álvaro se había hecho a la mar cinco meses antes en el año y, por tanto, vientos más favorables lo habían beneficiado. Quizá tuviéramos que demorarnos más semanas en el mar; hasta el momento sólo habíamos cubierto ochocientas leguas de las mil quinientas y no se sabía siquiera si avistaríamos una roca pelada antes de nuestra llegada.
Diez días más tarde estaba yo conversando con el contramaestre junto al palo mayor, cuando el alférez Juan de Buitrago, que deambulaba por allí, se unió a nosotros. Comentábamos el acontecimiento del día —porque en un largo viaje, aun las trivialidades cobran importancia—, esto es, el caso del negro del general, Myn, quien, al subir al alcázar, había sido golpeado en el cráneo por una bala de cañón de piedra que pesaba casi cuatro libras. La bala no le estaba apuntada, sino que se le había soltado a don Diego de las manos mientras jugaba con don Luis a atraparla en el aire. Myn cayó sobre cubierta, pero se puso en pie de un salto sin vacilar, sonriente y de ningún modo empeorado por el golpe.
—¿Cuál ha sido el caballero que arrojó esa nuez? —gritó, y siguió camino riendo para sí.
—Ay, don Marcos —dijo el alférez—, es hecho bien conocido que los negros tienen la cabeza dura. Pero ¿sabéis lo notablemente cosquillosos que son? Mi abuelo Hermenegildo de Buitrago fue con Balboa en la famosa expedición a Darién, cuando el océano que ahora atravesamos fue avistado por primera vez desde el Pico de Pirri. Con ese modo tan gracioso de hablar que tenía, solía decirme: «Juan, hijo mío, si alguna vez tienes dificultades con un negro, no le des en la cabeza con el bastón; sólo se reiría de ti, pondría los ojos en blanco y resoplaría. Hazle en cambio cosquillas en el cuero y lo tendrás a tu merced. El tal Nuño, el negro de que te hablo...»
»Y se lanzaba entonces a contar la historia: «Balboa, ya lo sabes, nos hizo descender del pico vestidos de harapos y consumidos por la fiebre a través de una jungla densa y espinosa; y cuando finalmente llegamos a la playa, entró en el mar, separó solemnemente las aguas con la espada y tomó posesión de ellas en nombre del rey. Pero, según parece, aquello no era bastante. El sacerdote que estaba con nosotros insistió en que el hecho debía ser formalmente registrado con inclusión de la hora, el día y el nombre de todos los testigos, no sin conceder plena gloria a Dios. El secretario de Balboa se sentó en la arena con un rollo de pergamino extendido sobre las rodillas, destapó el cuerno con la tinta, afiló su pluma y empezó a escribir lo que el sacerdote le dictaba. Pero sus rodillas eran delgadas y huesudas; no tardó en ponerse de pie y decir que le era preciso tener una mesa. “Ven aquí, Nuño”, dice Balboa, “tú eres un buen católico y un buen súbdito del rey, préstanos tu lustrosa espalda negra”. De modo que Nuño se arrodilló, apoyó las manos en la arena, el secretario extendió el pergamino sobre sus anchos hombros y empezó desde un principio. Pero, por los cielos, la agonía que el negro padecía era imagen para un escultor: era tan cosquilloso, que cada trazo de la pluma hacía que la mesa se volcara y se sacudiera como un bote en medio de una tormenta. “¡Quieto, hombre, quédate quieto!”, le dijo el sacerdote con severidad. “Esta es la hora más solemne de nuestras vidas: estamos en los portales de la historia. Deja de reír como una doncella borracha, bribón; quédate quieto mientras dicto o será peor para ti.” El negro no podía evitarlo: se retorcía como una anguila en un frasco de aceite y se reía como una hiena. El secretario se estaba allí con la pluma levantada en alto, con expresión grave y melancólica esperando que se calmara. “¡Historia!”, gritó Nuño cuando le fue posible articular palabra. “¡Reverendo padre, qué cosquillas hace esa bendita palabra en la espalda de Nuño!” El buen sacerdote entonces perdió la paciencia y asestó un fuerte puntapié en el trasero del negro; pero el secretario, que quiso agarrar el pergamino, tropezó con su cuerpo y los dos cayeron por tierra. La solemnidad de la ocasión se malogró más allá de toda esperanza de reparación. Allí, sobre la blanca playa del Pacífico, estaban caídos cuan largos eran negro, secretario, sacerdote, cuerno de tinta, pergamino, todo cabeza abajo...»
—¡Cabeza abajo! —exclamó el cándido contramaestre con deleite—. ¡Cabeza abajo, por la milagrosa Virgen del Pilar! ¡Jo, jo, jo!
Tuve la incómoda sensación de que en algún momento, en un sueño quizá, ya había vivido esa situación. Miré a mi alrededor con súbita aprensión y allí, a menos de cinco pasos de distancia, estaba el coronel, muy pálido y apoyado pesadamente sobre su bastón: su primera aparición en cubierta después de muchos días. Fue sólo entonces que recordé el cuento de la Niña Ciega de Panamá y comprendí por qué las palabras del contramaestre habían sonado tan familiares en mis oídos. El coronel, al que una tan perfecta reproducción de la anterior situación había devuelto su viejo resentimiento, levantaba ya el bastón aparentemente decidido a asestarlo sobre la cabeza del contramaestre, cuando un fuerte grito nos llegó desde la cruceta del palo mayor:
—¡Tierra! ¡Eh, tierra!
—¿Dónde, amigo? —gritó don Marín.
—Dos cuartas sobre estribor, su señoría. Una isla, a unas diez leguas de distancia.
Con gran entusiasmo e inconsciente del peligro que por tan poco había evitado, el contramaestre trepó por el cordelaje y no tardó en confirmar el descubrimiento del vigía. El general debió interrumpir el rosario y ordenó que la flotilla torciera el curso y se dirigiera a la isla. El vigía, entre vítores, fue a la gran cabina a recibir su recompensa de tres pesos de oro y vaciar un vaso del mejor vino.
Don Álvaro estaba sumamente regocijado. Estaba convencido de que habíamos llegado a las islas Salomón diez días antes de lo que él había prometido y, obedeciendo a su deseo, todo el mundo a bordo —soldados, marineros, colonos y oficiales— cayó de rodillas y agradeció a Dios por tener la misericordia de llevarnos con buen término al destino de nuestro viaje, mientras los sacerdotes cantaban el Te Deum Laudamus. Llamó a la isla La Magdalena por ser ese día víspera de Santa María Magdalena.
Esa noche hubo más bravuconadas y embriaguez entre los soldados que de ordinario, y observé que ya no echaban dados apostando por maravedíes o reales, como era su costumbre, sino por pagarés en los que se comprometían a pagar, después que les hubieran sido asignadas sus propiedades, tantos cerdos, siervos o piezas de oro. No me es posible decir qué los oficiales se comportaran de manera más cristiana; a decir verdad, por la ferocidad de sus conversaciones y lo alborotado de su conducta, podrían haber sido una partida de piratas por emprender una incursión en busca de esclavos por Nápoles o la costa de Sicilia.
Cuando los pajes hubieron saludado el alba, todos los hombres, las mujeres y los niños corrieron a cubierta esforzándose por tener a lo lejos un vislumbre de tierra, a pesar de que caía una lluvia muy densa. Los hombres trepaban a los obenques y se quedaban allí posados como una bandada de estorninos. Cuando la luz se hizo más intensa, se elevó un grito de deleite: allí estaba la isla, a menos de media legua delante de nosotros, y parecía estar deshabitada. Nos dirigimos a su extremo sur y como no se veían arrecifes ni rocas, nos mantuvimos cerca de la costa. Los otros barcos recibieron la orden de seguirnos a una distancia respetable y de no parlamentar con los nativos; pues don Álvaro, de ningún modo estaba dispuesto a un inútil derramamiento de sangre.
Aunque no grande, la isla de ningún modo era de tamaño desdeñable, quizá, de diez leguas de circunferencia, con abundantes bosques y elevadas colinas separadas por desfiladeros. Verdes palmeras ondeaban en la brisa, el humo se elevaba azul desde aldeas invisibles y las amplias playas estaban atestadas de nativos que gritaban y tocaban silbatos. La lluvia había cesado y desde detrás de un promontorio al este, se lanzaron a la mar docenas de pequeñas canoas. En algunas viajaban sólo tres indios, en otras hasta diez, pero cada cual había sido construida con un solo tronco de árbol ahuecado; tenían un mascarón de proa tallado y la popa terminada en una estrecha aleta curvada hacia arriba. Conté unas setenta. Llevaban blancas velas triangulares, y un flotador a cada lado, formado por un leño asegurado con cañas entretejidas, evitaba la posibilidad de volcar. Pero sus tripulantes no tenían las velas como único recurso: también usaban remos de anchas palas. El número de salvajes ascendía quizá a unos setecientos contando los que venían nadando o eran remolcados por las canoas; y todos ellos, aunque enteramente tatuados con diseños de plantas y peces, en especial alrededor de la cara, estaban desnudos como el día en que habían venido al mundo. Don Álvaro los miró con atención y le dijo a su negro:
—Myn ¿crees que esta sea la misma raza que vimos en nuestras islas?
—¡No, no, amo! —respondió Myn—. Estos son blancos. Myn no vio blancos en las islas Salomón; nada más que salvajes negros con pelo tupido y arcos y flechas. Myn no ve arcos ni flechas ahora. Estos deben de ser cristianos, cristianos muy pintados y desnudos.
—Estoy de acuerdo contigo, Myn —dijo don Álvaro tragándose su desilusión—. Este no es el mismo sitio, aunque no por ello un menos feliz descubrimiento. Todo es distinto aquí; no diría que mejor. —Se volvió hacia el piloto principal—: Esta isla nos ha sido dada para nuestro refrigerio y recreación; pero nuestra tarea está todavía por delante.
Los salvajes eran por cierto notablemente blancos; y tanto se asemejaban a los españoles en forma y rasgos que el capitán de artillería sintió vergüenza de que su esposa los viera desnudos y la envió abajo sin demora.
—Si fueran monos —dijo— o negros africanos, sería distinto, pero es vergonzoso aun para una mujer casada enfrentarse con espectáculo tan indecente.
Doña Ysabel y su hermana, sin embargo, desde el castillo de popa, se quedaron mirando la escena sin un parpadeo siquiera. Los hombres eran de agraciada constitución: altos, musculosos, de piel clara, con poderosas piernas, dedos alargados, los mejores dientes que haya visto nunca y largos cabellos rizados, algunos rubios y arreglados en fantásticos bucles y trenzas.
—¡Por la agonía de Cristo! —oí que exclamaba el coronel—. ¡Si estos son los hombres, las mujeres deben de ser bellas en verdad!
Yo me encontraba junto al piloto principal contemplando con placer todas estas novedades, cuando una pequeña canoa llegó junto a la popa: estaba hermosamente tallada y decorada con una brillante incrustación de madreperla. En ella había tres niños que parecían los hijos del cacique y mantenían la mirada fija sobre nosotros. Uno de ellos tenía unos diez años, con rizos delicadamente peinados y tan rubios como los de un danés y angelicales rasgos en los que la hermosura y la nobleza de espíritu estaban tan felizmente reconciliados que Pedro Fernández me cogió del brazo y exclamó:
—Andresito, amigo mío, me parte el corazón que criatura tan adorable quede librado a la perdición, sin bautizo ni conocimientos apropiados.
Los otros nativos se acercaron remando señalando el puerto desde donde venían y gritando en una lengua que ninguno de nosotros entendía; las palabras más empleadas eran atalut y analut, como si con ellas nos invitaran a visitarlos. En muestra de amistad nos traían cocos y panecillos de una masa extraña envueltos en hojas que no fueron de nuestro gusto, y también magníficos plátanos maduros y agua fresca en cañas de bambú tan gruesas como la pierna de un hombre. Todo esto nos lo alcanzaron, pero temían subir a bordo, pues no sabían de cierto si éramos nosotros hombres o fantasmas.
Hubo un súbito grito ronco de placer por parte de los soldados al ver a dos muchachas púberes que nadaban a cierta distancia de las canoas y, tras ellas, un grupo de quizás otras veinte o aún más; todas desnudas como su madre las trajera al mundo, con cinturas esbeltas y pequeños pechos turgentes y sin marcas de tatuaje que las desfiguraran con excepción de una estrecha lista azul a la caída de cada uno de los hombros. Los soldados agitaban frenéticos sus gorros y gritaban obscenidades a las cuales las muchachas respondían como si las comprendieran y hacían ademanes de tal lubricidad que habrían inflamado las pasiones del mismo san Antonio. Don Álvaro no tardó en poner fin a este jueguecito; le dijo al coronel que pusiera en el cepo a dos de los soldados; y luego, olvidado en su indignación que no estaba ya en su propiedad de Guanaco, insultó a las sirenas en la lengua del Perú, amenazándolas con el látigo y mostrándoles el puño; después de lo cual batió palmas con energía y les ordenó que se fueran. Ellas se volvieron y huyeron aterrorizadas en grupo, y un prolongado ¡Ah! de desilusión subió de entre la multitud agolpada junto a la borda.
Los guerreros nativos saludaron a nuestras damas de manera muy diferente. Reconocieron en ellas cierta clase de femineidad, pero no manifestaron la menor galantería. Todo lo que hicieron fue señalarlas y reírse de sus vestidos, pues jamás en su vida habían visto mujeres con caperuzas francesas, gorgueras almidonadas y vestidos de colores; las suyas se contentaban, como lo comprobamos más tarde, con una sencilla falda corta. Puede que también los sorprendiera ver mujeres a bordo, pues a sus esposas y a sus hijas les estaba prohibido aun tocar una canoa.
Doña Ysabel enrojeció hasta el cuello y le dijo a don Lorenzo:
—Os lo ruego, hermano, ordenad a un arcabucero que cargue su arma de perdigones y acribille las piernas de estos hombres groseros. Es menester darles una lección de cortesía.
Don Álvaro, que por casualidad oyó esto, intervino con gran calor.
—¿Es éste modo de llevar la cruz a los paganos? —le gritó a don Lorenzo—. ¡Estos son hijos de la inocencia! Se ríen por afecto, no por insolencia, y ninguna de nuestras damas tiene obligación de permanecer en cubierta si se siente ofendida en su modestia.
Doña Ysabel se encogió de hombros y se volvió hacia su hermana con una mirada que parecía querer decir:
—¿Qué ha de hacer una mujer cuando su marido es demasiado devoto para defender su honor?
Sus hermanos tomaron muy a mal la intervención del general y formaron un apretado grupo hablando en voz baja, frunciendo el ceño y manipulando la empuñadura de sus espadas.
Entretanto el contramaestre, con cara jovial y palabras gentiles, había convencido a un nativo de que tocara el casco del barco golpeando en su costado para demostrarle que era sólido y no una ilusión. Con algo más de persuasión logró que trepara por una cuerda y pisara cubierta. Era este un guerrero de unos treinta años, abigarradamente tatuado y con una insólita barba: llevaba el medio de la perilla afeitada y el pelo, a cada lado, estaba trenzado y entretejido con dientes de perro. Llevaba un tocado de plumas de la cola de un gallo, una flor roja en una oreja y un disco de marfil con una varilla que le atravesaba el lóbulo en la otra. Observé que, como todos los demás, estaba circuncidado. No tardó en empezar a pavonearse por la cubierta haciendo juegos malabares con un par de proyectiles afilados con la mano izquierda y girando una honda, que estaba hecha de fibra trenzada, con la derecha, como para demostrar que no tenía miedo, aunque era evidente que con sólo que le dijéramos «¡Bu!», habría saltado aterrorizado por sobre la borda.
El general, sentado ahora en una silla sobre la que se había tendido un lienzo carmesí, lo recibió graciosamente, y me alcanzó una camisa de batista y un sombrero de cochero con los que debía vestirlo. El indio aceptó estos regalos con dignidad, permitiéndome que le abotonara la camisa como si fuera esta una tarea cotidiana y, quitándose el tocado de plumas, se lo dio al general a cambio del sombrero. Cuando de un salto se encaramó sobre la borda y se exhibió a sus compañeros, éstos se rieron estruendosamente, pero él no perdió su compostura. Les hizo señales y les gritó algo con voz instigadora, como si dijera:
—Hay muchas cosas magníficas aquí que se pueden obtener con sólo pedirlas sin peligro alguno.
Unos cuarenta más entonces treparon ansiosos a bordo y nos hicieron sentir miembros de una raza atrofiada en comparación: un guerrero se elevaba hombros y cabeza por sobre el alférez Tomás de Ampuero, el más alto de nuestros hombres, a quien considerábamos poco menos que un gigante, y su tocado de plumas lo hacía parecer más alto todavía. Después de cierta vacilación, empezaron a andar por la cubierta principal con gran audacia, cogiendo lo primero que se les antojaba, pero se había apostado centinelas para impedirles que invadieran las otras cubiertas. No parecían estar seguros de que nuestros soldados fueran hombres como ellos, y miraban sus caras de cerca y les tocaban cautelosos las ropas con un dedo.
Un soldado, para darles gusto, se abrió el jubón y la camisa y expuso su pecho desnudo; otro se bajó las calzas y se arremangó las magas. Convencidos de que éramos humanos después de todo, perdieron de pronto todo temor y se sintieron como en su casa; de hecho era tan difícil persuadirlos de que se fueran, como había sido persuadirlos de que subieran a bordo. El general repartió todavía unas pocas camisas más y algunos otros juguetes, con inclusión de un espejo, que provocó gran admiración y entusiasmo; entonces los soldados empezaron a seguir su ejemplo, pero esto, según se comprobó, fue un error. Nuestros visitantes llamaron en altas voces a sus amigos de las canoas para que subieran a bordo a recibir sus regalos.
—¡No, no, codiciosos desdichados! —exclamó el general haciéndoles señales de que se fueran—. ¡Idos, rápido! Se os ha pagado bien vuestros regalos. ¡Contramaestre, que ninguno más suba a bordo!
Miró a los nativos con gesto fruncido, batió palmas y les señaló las canoas. Ellos se rieron alegremente, pero no dieron muestras de abandonarnos y se tomaron aún mayores libertades que antes. Algunos de ellos invadieron la cocina, admiraron los utensilios de peltre e intentaron robarlos. El cocinero los echó con un palo, pero no antes de que hubieran arrebatado una lonja de tocino de un gancho. Trepando a la chalupa con ella, cortaron pedazos con cuchillos de astillas de caña, y se atosigaron no sin dejar de reír y charlar todo el tiempo.
Don Álvaro los siguió allí y les habló con extrema severidad, diciéndoles que dejaran lo que quedaba del tocino y abandonaran el barco sin dilación. Cuando siguieron riendo y aun le sacaron la lengua, ordenó que se disparara un falconete con carga de fogueo. Miraron cómo el artillero cargaba el arma y encendía la mecha y se apresuraron todos junto a él para ver qué nuevo juego era aquél; entonces la chispa alcanzó la pólvora y el arma se disparó con un rugido, ennegreciendo sus caras de humo y llenándoles las narices con su áspero hedor. Saltaron por sobre la borda provocando grandes salpicaduras, casi enloquecidos de espanto, como ranas perturbadas al borde del estanque.
Entretanto algunos de los indios de las canoas habían amarrado una cuerda finamente trenzada al bauprés y ajustado otra bifurcada al extremo de la primera, en la esperanza de remolcarnos a puerto mediante el vigoroso empleo de sus remos; pero cuando el falconete se disparó, soltaron inmediatamente las cuerdas. El único nativo que ahora quedaba en la nave era el niño cuya cara angelical tanto había conmovido al piloto principal. Después de haber trepado a las amuras con ayuda de sus cables, trataba de desprender un pedazo del calado en madera dorada del soporte del bauprés con un palo de pico aguzado. Se le informó de esto a don Diego que fue allí corriendo espada en mano y le gritó que bajara; pero el niño no obedeció y se aferró a las tablas de los enseres. Don Diego lo golpeó con la espada hiriéndolo gravemente en la mano; con un grito, el niño cayó al agua. Un hombre de barba blanca profusamente tatuado que llevaba un brillante disco de madreperla en la frente, lo subió a una canoa.
El anciano mostró indignación por el ataque perpetrado contra el niño y se alejó remando al encuentro de una canoa de mayor tamaño en la que había un majestuoso guerrero con una barba teñida de tres colores diferentes —blanco, rojo y azul— que llevaba una sombrilla de hojas de palma y parecía ser el cacique. Después de lanzar muchos clamorosos gritos, todas las canoas formaron un semicírculo a unos quince pasos de nosotros, mientras el anciano nos miraba con fiereza, llevaba las manos a la barbilla, torcía sus bigotes de manera marcial y llamaba a sus compañeros a vengar al niño. Entonces recogieron las lanzas ajustadas a los costados de las canoas, las levantaron al unísono y las blandieron amenazantes hasta que vibraron de una punta a la otra. Otros habían cargado sus hondas y dispararon una salva de proyectiles mientras el resto remaba para estar dentro de la distancia adecuada al recorrido de las lanzas, profiriendo discordantes gritos de guerra.
El coronel, súbitamente recuperado de cara al enemigo, dio la orden:
—¡Presenten armas!
Y luego, con voz firme:
—¡Abrid fuego!
Todos los arcabuces apuntaban a las canoas; pero la lluvia había humedecido la pólvora y no se oyó ni un disparo. Mientras el proyectil de una honda le había roto los dientes al sargento Andrada y un montón de lanzas pasó silbando entre el cordaje o fueron desviadas por los soldados.
—¡Recargad! —gritó el coronel, y pronto se abrió fuego a todo lo largo de la borda. El anciano cayó muerto, con el ornamento de su frente despedazado por una bala bien apuntada, y cinco o seis más cayeron, entre ellos, el cacique de la sombrilla; otros varios resultaron heridos.
En un instante, todo fue confusión. Algunos salvajes se arrojaron al agua; otros trataron de escudarse tras sus compañeros. El resto se volvió y se alejó remando tan de prisa como les era posible, con múltiples choques y entorpecimiento entre los flotadores.
El general había observado la escena con desesperación.
—¡Ah, don Diego, don Diego! —exclamó—. ¿Por qué heristeis al lindo muchacho?
—Para enseñarle buenos modales al bribonzuelo —respondió con audacia don Diego—, para dar una lección a esta raza que tanto la necesita. Pero, señor, me resulta sumamente extraño que les hayáis permitido insultar a mis hermanas. Como lo habréis visto por vos mismo: dadles una mano y os tomarán el brazo.
El vicario, que era demasiado humilde y modesto como para esperar que el milagro de Tumbes se repitiera con mediación de su persona, fue al encuentro de don Álvaro.
—Hijo mío —le dijo—, no creo que estas gentes estén de ánimo para recibir la cruz. Sigamos adelante y dejemos que reflexionen sobre las consecuencias de su codicia y su obstinación. Puede que plazca a Nuestro Señor traernos aquí nuevamente; pero, si no es así, hay almas que salvar en abundancia al fin de nuestro viaje.
Con gran pena, el general estuvo de acuerdo y aunque en ese momento apareció una canoa con tres nativos ancianos que agitaban una rama verde con un lienzo blanco en señal de paz, mantuvo su resolución. Aceptó agradecido los cocos que traían, pero declinó su invitación a desembarcar.
Dejamos La Magdalena en nuestra estela y pronto avistamos otra isla a diez leguas al norte-noroeste, que parecía dos tercios más pequeña, con abundantes bosques y sin montañas elevadas; en su lado oriental, no lejos de la costa, una gran roca se levantaba empinada desde el mar. Por causa de esa gran piedra y en honor conjunto del coronel y el piloto principal, llamados ambos Pedro, don Álvaro anticipó unos pocos días la festividad de San Pedro Encadenado, y llamó a nuestro nuevo descubrimiento San Pedro. El coronel expresó su agradecimiento en coloridas y bien escogidas palabras; sin embargo, parecía ofendido por tener que compartir esta gloria con otro.
—Que el piloto principal se quede con la roca —dijo—, y yo tomaré la isla.
—Con ella me contento, mi señor —respondió sin vacilar el piloto principal, como quien corre para devolver una pelota de tenis—, y quiera Dios que su barcaza nunca se le ponga por delante.
Dejamos atrás San Pedro sin siquiera enviar a ella un bote, pues se habían divisado otras dos islas a cinco leguas hacia el noroeste, separadas por un estrecho canal. El general bautizó a la más pequeña en honor de santa Cristina, de la que ese día era víspera; a la mayor, la más septentrional, la llamó Dominica en honor de santo Domingo, por cuya mediación había rezado en Lima. Ambas eran islas hermosas con amplias llanuras, altas montañas y abundantes plantaciones de árboles frutales; parecían densamente habitadas. Puesto que don Álvaro había prometido dar el nombre del virrey a la primera tierra de importancia que descubriéramos, llamó al grupo las islas Marquesas del Virrey García Hurtado de Mendoza, rimbombante apelativo que pronto quedó reducido a las dos primeras palabras.
Virando una y otra vez, buscamos un puerto en la costa de Dominica, que tiene un perímetro de quince leguas, sin encontrarlo. Al rodear su extremo sur, muchas canoas nos salieron al encuentro, construidas con el mismo estilo de las de La Magdalena, y aunque la piel de sus tripulantes era más oscura, también ellos nos saludaron con animadas risas sin hacer uso de arma alguna. Un heraldo, de pie en una canoa, agitaba una rama verde y señalaba tierra en señal de invitación. En ese momento terminábamos una virada por avante y el barco cambió de bordada. El heraldo, creyendo que rechazábamos su proposición, pareció ofenderse y renovó sus ademanes con mayor insistencia, tirándose pacíficamente de los bigotes y haciendo elocuentes señales con las manos.
El general cedió a su solicitud y le dijo al piloto principal que bajara la chalupa, no sin poner antes en ella la larga cruz de madera que había construido el carpintero esa mañana; pero de pronto sopló el viento y, como no había promontorio tras el cual guarecerse, seguimos adelante mientras el heraldo se desgañitaba a nuestras espaldas. El único contacto estrecho que tuvimos con los nativos de Dominica fue cuando la fragata, que se había mantenido cerca de la costa, fue abordada por dos indios que nadaron a su encuentro. Uno de ellos era de una estatura gigantesca y, aparentemente despreciando a los soldados, erró por la cubierta en busca de un recuerdo que llevar consigo. Nada lo satisfizo con excepción de la cabra africana de doña Ysabel a la que miró deslumbrado, pues no había animales cuadrúpedos en las islas Marquesas, excepto ratas, cerdos y perros pequeños. La cabra era adulta y debía de pesar unos dos quintales; no obstante, la levantó de una oreja y estaba por llevársela, cuando un arcabuz fue disparado cerca de sus oídos. Huyó con las manos vacías mientras que a su compañero le fue obsequiada una aguja para remendar velas y, lo que le produjo todavía un más vivo placer, la reina de copas de un viejo juego de barajas.
La común opinión de nuestros soldados era que estas islas debían de ser sumamente fértiles para producir hombres tan robustos y mujeres tan agraciadas, pero eran demasiado pequeñas para nuestro propósito. Oí que Juan de la Isla, el mercader-inversor, le comentaba a don Álvaro:
—Vuestra excelencia, este sitio me convendría, si hubiera en él más espacio; pero cuando recuerdo que los soldados de Pizarro se sentían frustrados cuando no se les acordaba por lo menos veinticinco mil acres, me alegro de que nos aguarden todavía islas más grandes.
Agregó que como no se había visto oro ni plata ni siquiera en los ornamentos de los caciques, era por fuerza necesario concluir que no los había; y que no se debía perder más tiempo allí que el necesario para hacer acopio de agua, leña y cualesquiera frutas frescas que pudieran encontrarse.
El general, a quien el piloto principal le había implorado conceder a los isleños la inapreciable dádiva de la salvación, no consintió. Dijo que resultaría una gran ventaja para nosotros y para el rey, fundar en las inmediaciones una pequeña colonia que sirviera de base a la que poder regresar si algo salía mal. A los nativos podría imponérseles la disciplina cristiana y, con su ayuda, podríamos construir un almacén de provisiones secas y quizás un astillero, una cordelería y una fábrica de velas; eran de natural amistoso, en nada parecidos a los guerreros de las islas Salomón, que lo habían recibido con abierta hostilidad y, aunque manejaban bien la honda, no parecían tener conocimiento del arco. Con este propósito en mente, llamó al coronel, ya bastante recuperado, y le ordenó que fuera al día siguiente en la chalupa con veinte soldados en busca de un puerto en Santa Cristina que pudiera utilizarse como lugar para hacer acopio de agua; pero que no les permitiera hacer uso de las armas a no ser que fuera decididamente necesario.
Como el piloto principal integraría la partida, pedí autorización para acompañarlo, y me fue concedida.