10
La cruz en Santa Cristina
Después de desayunar al día siguiente, el 29 de julio, habiendo ya dos compañías de soldados desembarcado y tomado posiciones alrededor de la aldea, fuimos el resto a tierra con el general y doña Ysabel; sólo veinte hombres quedaron para guardar la flotilla. Nos arrodillamos en fila en la playa de cara al este. No tardamos en oír un canto. Era Vexilla Regis prodeunt y avanzaron los sacerdotes con ricas vestiduras llevando los santos sacramentos en un ostensorio bajo un palio de brocado; sus acólitos eran pajes, dos de los cuales agitaban incensarios mientras otro desplegaba un estandarte de seda que tenía pintada la imagen de la Madre de Dios. Myn, que había pedido que se le concediera ese honor, precedía la procesión, bajo el peso de una cruz de madera de tres veces su altura.
Esa mañana el coronel había recibido la orden de desembarcar con una bandera de tregua y obsequiar a los principales aldeanos telas y cuentas. Esta muestra de amabilidad dio ánimo a los nativos, y cuando nos vieron llevar a cabo un acto de veneración, participaron en él por natural cortesía. Cayendo de rodillas, sus hombres en la misma fila de los nuestros y las mujeres en la de nuestras mujeres, adoptaron una actitud plena de respeto; e hicieron exactamente lo que nosotros, aun el signo de la cruz, y siguieron el canto del salmo emitiendo un ¡ah, ah! perfectamente afinado. Una muchacha nativa, de rodillas a la derecha de doña Ysabel, tenía un tan espléndido cabello rojo, que ésta quiso cortarle un mechón como recuerdo; furtivamente sacó de su bolso unas tijeras, pero la muchacha gritó alarmada, de modo que desistió. Luego se escabulló y ya no volvimos a verla. Quizá su cabello fuera teñido o untado con lima.
Una vez terminada la misa, la misma pía procesión siguió a la cruz hasta la cima de la loma donde manaba la fuente. Don Álvaro y su séquito iban detrás en orden de precedencia. Había sido intención del general que cada oficial fuera acompañado de su esposa, pero como la presencia del almirante volvía esto indeseable, doña Ysabel y las demás señoras se quedaron en la playa. Cuando la procesión llegó a la cima, se cavó en el suelo un hoyo profundo, y don Álvaro clavó en él la cruz con gran solemnidad.
Luego levantó la mano para hacer silencio y declamó en alta voz:
—Sean testigos los cielos, la tierra, las aguas y todas las criaturas que en ellos moran, y todos los hombres y las mujeres aquí reunidos, que en estas islas hasta ahora escondidas de ojos cristianos, yo, Álvaro de Mendaña y Castro, implanto la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, en la que dio su vida en rescate de toda la raza humana, invocando su nombre, el nombre de la Santísima Trinidad y el de la Bendita Virgen María. Y en el día de hoy, festividad de Santa Marta, en el año de gracia de 1595, en presencia como testigos de todos los oficiales militares y náuticos, en presencia de muchas nobles señoras, sumo esta isla y sus varias islas hermanas, a los dominios de la cristiandad; con la solemne intención de que todos los habitantes de estas partes en el momento oportuno del proceso del tiempo escuchen la palabra de Dios, predicada con celo y claridad.
Pidió luego el pabellón, que estaba al cuidado de don Toribio de Bedeterra, el alférez real y, clavándolo junto a la cruz, prosiguió:
—Sean además testigos todos los señores y señoras aquí reunidos, de que ocupo esta isla, bautizada ahora con el nombre de Santa Cristina, junto con sus varias islas hermanas, y tomo posesión de ellas en nombre de nuestro soberano, el señor Felipe II de Castilla, rey de las Españas, para que sean parte de sus posesiones en estos Mares del Sur, y para que se conviertan en herencia permanente suya y de todos sus principescos sucesores.
Una brisa sopló sobre los pliegues del pabellón exhibiendo la vista plena de las armas reales y lanzamos un viva clamoroso. Nuestros músicos atacaron una animada marcha, cuyo compás seguían los nativos, que nos habían acompañado en el ascenso de la loma tanto como los guardias se lo permitieron, tocando el tambor y batiendo palmas; y aun imitaron las melodías con sus propios instrumentos musicales nunca vistos: arcos de una sola cuerda, arpas, flautas que se tocaban con la nariz y la boca a la vez y trompetas de madera.
El general mandó romper filas a las tropas y descendió a la aldea, que difería poco de la que yo había examinado, pero que tenía dos calles bien pavimentadas y, algo apartado, un edificio de techo muy alto protegido por un cerco, donde se albergaba un oráculo. Visitó la casa de asambleas, donde el cacique lo aguardaba para recibirlo en cuclillas a la entrada y flanqueado por el consejo de ancianos. La expresión de perfecta compostura con cierta inclinación a la severidad de este hombre me llenó de admiración; cuando don Álvaro se acercó, ni un solo músculo de su cara tatuada se movió mientras lo miraba fijamente con ojos escrutadores. Llevaba un tocado de plumas de gallo y otras plumas pendientes de color dorado; una pesada faldilla ornamentada con borlas de color pardo oscuro; una gorguera de madera en la que había incrustadas semillas rojas; dos collares de colmillos de jabalí; tobilleras y brazaletes hechos con la blanca barba de ancianos trenzada con fibra de coco y aros de dientes de ballena. Su mano derecha asía un largo remo tallado que terminaba en una punta aguzada para que sirviera de lanza.
Cuando le obsequiaron ceremoniosamente una navaja y un pañuelo de algodón rojo que llevaba la inscripción «Sirvo al rey Felipe», los aceptó con una inclinación de cabeza apenas perceptible sin dignarse examinarlos ni expresar el menor signo de placer, e hizo a uno de los consejeros una señal para que los pusiera a un lado. Luego formuló muchas preguntas con voz entrecortada que el general no pudo responder y, después de haberlo recompensado con un diente de ballena tallado, hizo un ademán en dirección de las chozas como si dijera:
—La aldea os pertenece, señor mío.
Se puso de pie y entró en la casa, con lo que dio a entender que la audiencia había terminado; pero uno de sus sirvientes trajo un magnífico cerdo negro para la cena del general.
Viendo un huerto no muy lejos del que acababa de recolectarse una cosecha de raíces, don Álvaro se dirigió a él y, en presencia de los aldeanos, sembró tres hileras de semillas de maíz; asegurándoles por señas que, si cercaban el terreno para protegerlo de los cerdos y las aves, crecerían plantas fuertes que rendirían por centuplicado. Ellos comprendieron, se sonrieron, frotaron sus estómagos y exclamaron repetidamente kai-kai, palabra que en su lengua significa «comida».
Hasta aquí, todo había ido bien; pero la nueva de que tenía intención de colonizar esta isla con unos treinta emigrantes casados corrió de boca en boca y exasperó a quienes concernía.
—No vinimos para colonizar un país pobre —dijeron—. Nos presentamos como voluntarios para servir en las islas Salomón; éstas, sólo éstas nos satisfacen. El general pretende abandonarnos aquí para no tener que compartir las posesiones prometidas cuando llegue a su meta, y poder quedarse con ellas.
Mientras don Álvaro recorría el sitio en busca de objetos interesantes, se le aproximó el almirante y le susurró algo al oído con gran cortesía; pero, aparentemente, no quedó satisfecho con la respuesta vacilante que recibió. Se volvió sobre sus talones, se dirigió con furiosas zancadas a la playa y, sin sacarse el sombrero ante doña Ysabel ni conceder a doña Mariana ni siquiera el solaz de una sonrisa, subió a su esquife y remó hacia el Santa Ysabel. Los que se encontraban en los alrededores conjeturaron que, habiendo llegado a tierra considerada adecuada para asentar en ella una colonia, había pedido que su esposa se le uniera, pero que había recibido una respuesta evasiva o una rotunda negativa.
Afligido por la conducta indecorosa del almirante, don Álvaro se retiró a la nave capitana con los marineros necesarios para el servicio, dejando a las señoras en la playa para que disfrutaran su cena de frutas y cerdo a la sombra de las palmeras. Dio instrucciones al coronel para que se llenaran los toneles de agua y se transportaran varias cargas de leña en el bote, pero sin exigir la asistencia de los nativos por la amenaza ni por la fuerza: si no era posible persuadirlos con regalos, nuestra gente tenía que llevar a cabo la tarea: los marineros y los colonizadores primero, luego los soldados con cuyo servicio pudiera contarse. La tripulación de la galeota sería exceptuada porque estaba cortando leños y modelándolos para su reparación; el día anterior había chocado contra el bauprés del San Gerónimo y tenía ahora abierto un gran boquete bajo las barandillas de estribor.
Como se me había encomendado la tarea de poner por escrito el discurso del general para que fuera conservado en los archivos del Consejo de Indias, lo acompañé a bordo; pero mientras me dictaba en la gran cabina, desde la costa llegó el sonido de disparos. Dejé la pluma a un lado y lo miré inquisitivo a la espera de que volviera en seguida para evitar que se siguiera derramando sangre. Pero:
—No es nada —dijo nervioso—, no es posible que haya pelea. Nuestra gente está sencillamente exhibiendo su puntería... Repito: «junto con sus varias islas hermanas, y tomo posesión de ellas...»
Se engañaba a sí mismo, como de costumbre, y yo suspiré por los pobres indios: además de disparos aislados, había habido por lo menos tres andanadas. Al ir a tierra esa noche, comprobé que se había producido un conflicto entre los soldados y los nativos, y la aldea estaba ahora del todo desierta. Las dificultades comenzaron cuando el coronel, cansado de ver cómo iban siendo llenados los toneles de agua junto a la fuente, había ido a un bosquecito de las cercanías escoltado por su negro para «hacer una visita a las lindas damas», como dijo, y dejó en el mando a don Luis Morán. El mayor obsequió un par de tijeras a un alto nativo llamado Terridiri, que destacaba de todo el resto por una rama de palma verde que llevaba vertical sobre la frente y por una larga lanza en cuyo extremo había tallada la cabeza de un tiburón que sonreía con dientes reales. El regalo, según se sobreentendía, estaba condicionado a que Terridiri, que había sido visto salir de la casa del oráculo de la que era evidentemente el sacerdote, convenciera a los aldeanos de que llevaran rodando los toneles de agua hasta la playa y ayudaran a cargar los árboles que hubiéramos derribado. Lo aceptó con aire de complacencia, le susurró algo a la cabeza del tiburón y, pretendiendo que escuchaba una respuesta, nos echó una bendición; luego se colgó las tijeras de una cuerda de pelo trenzado sobre el pecho y se alejó. Se le recordó a su pueblo el honor que le había sido conferido y se le instó a que empezaran la tarea; pero se encogieron de hombros, se sonrieron y se quedaron donde estaban tendiendo las manos abiertas con impertinencia.
El mayor sacudió la cabeza.
—¡Uai! —dijo. Esta palabra, que significa «agua», era la única que había aprendido. Señaló luego los toneles de agua.
—¡Uai! —respondieron joviales como un eco y fingieron no comprender lo que se esperaba de ellos. Sin saber cómo proceder, pues tenía prohibido el uso de la fuerza, le dijo a su asistente, el capitán Diego de Vera, que debía persuadir a los salvajes de que cumplieran su parte en lo convenido. Cuando uno de ellos comunicó por señas al capitán que Terridiri había aceptado las tijeras a cambio de la bendición conferida por el tiburón a los toneles de agua, él a su vez dio a entender por signos que eso de nada valía; y que, dado que no nos ayudaban, tendrían que devolver las tijeras. Envió a dos soldados en busca del sacerdote, pero ya no fue posible hallarlo.
Nuestro tambor tocó a retreta y el capitán De Vera anunció con voces terribles y abundantes gesticulaciones que necesitaba las tijeras en seguida; pero lo que era asunto de todos, no lo era de nadie, y allí quedó la cosa. Si yo hubiera estado en su lugar, habría acudido a quejarme ante el cacique; pero el capitán era hombre de poca paciencia. Cogiendo a un niño pequeño cuyos adornos ricamente tallados y la delicadeza de su piel señalaban como hijo de algún notable, lo ató a un árbol (lo que fue causa de que el niño chillara de miedo) y dijo que lo soltaría cuando le fueran devueltas las tijeras, pero no antes. Entonces un guerrero que se encontraba cerca, cogió su lanza y la blandió indignado. El impetuoso capitán vociferó:
—¡Matad a ese hombre!
Y cayó muerto alcanzado por tres balas. Los nativos corrieron en busca de sus armas y la batalla quedó desatada.
El proyectil de una honda dio contra la vaina del mayor, que se lanzó apresurado hacia la playa, gritando para quien quisiera oírlo que debía retirarse para proteger a las damas. Dejó a don Lorenzo y al capitán Corzo empeñados en una acalorada disputa sobre quién de ellos sería el que estuviera al mando de las tropas; porque don Lorenzo era el capitán superior de la nave capitana, pero don Felipe contaba con capacidad de mando independiente. Antes de que los dos se trabaran a golpes o involucraran a otros en la disputa, el coronel llegó corriendo del bosquecillo, irritado por la interrupción de sus galanteos. De acuerdo con Matías blandía la espada y, al mismo tiempo, se sujetaba los calzones con la mano izquierda. Atravesó el muslo de un nativo y su negro le hendió la cabeza a otro con el hacha. Se disparó una nueva descarga y los aldeanos se dieron a la fuga seguidos por nuestros hombres que mataron a no menos de setenta con inclusión de mujeres y niños antes de que pudieran refugiarse en los densos bosques. El coronel siguió la persecución casi hasta la cima de la montaña, donde se atrincheraron. Nuestra gente no sufrió bajas con excepción de un soldado al que una lanza de madera armada de púas hirió profundamente en el pie; pero no resultó estar envenenada y al cabo de una semana pudo volver a andar.
La tarea de aprovisionar agua y recolectar leña continuó; pero los marineros protestaban sin cesar porque se veían privados de la ayuda de los nativos por la agresividad de las tropas, que vigilaban ahora la aldea para prevenir un ataque y no ofrecían la menor asistencia.
—Si estos nativos tuvieran armas de fuego —dijo despectivo el segundo contramaestre— o aun flechas envenenadas, tales precauciones se justificarían; pero, aunque fuertes y viriles, sólo juegan a la guerra.
Agregó que estos piquetes se apostaban sólo para servir de excusa a la holgazanería de los soldados.
Durante los dos días siguientes, los aldeanos permanecieron en sus trincheras; ocasionalmente en los valles resonaba el eco de sus fuertes llamadas, como para comprobar si nos encontrábamos todavía allí; nuestra gente les contestaba con gritos. Al tercer día enviaron una embajada de ancianos que trajeron como obsequio plátanos y papayas a los piquetes avanzados y comunicaron por señas que querían olvidar lo pasado y ser nuevamente amigos. En prueba de sinceridad, devolvieron las tijeras y el coronel, en cuya busca se había acudido para que conferenciara con ellos, otorgó un pleno perdón.
—Me da pena —dijo— pensar que vosotros, tan ancianos, yazcáis sin estera en la dura cima de la montaña y que vuestras lindas nietas estén separadas de sus guardarropas. Venid, hombres, sed razonables y aceptad la benigna soberanía del rey Felipe.
Volvieron para comunicar la buena recepción obtenida al cacique, quien no tardó en conducir a su tribu hasta las orillas de la aldea. Cuando se le dijo que el general estaba en la nave capitana y que no le era posible acudir, aceptó tratar con el coronel en cambio. Se entendió que preguntaba por qué no habíamos aceptado la dádiva de las chozas, que nos habían sido dejadas con todo lo que contenían.
El coronel le agitó por delante de la cara el índice con jovialidad y le replicó que no tomaríamos nada de su gente, salvo alimentos, bebidas y besos, con tal que ellos a su vez tuvieran el cuidado de no tomar de nosotros nada a cambio de mayor valor; pero no se sabe si el cacique lo entendió, pues la severidad de su expresión no tuvo la menor alteración.
Otro intercambio de objetos ratificó la tregua, y los aldeanos volvieron a sus chozas como si nunca hubiera habido quebrantamiento de la paz, pero nos era posible advertir que les producíamos un temeroso respeto. Trajeron a sus muertos en literas, y por los rostros y los pechos lacerados de las mujeres, supuse que los gritos escuchados habían formado parte de las ceremonias fúnebres. Los cadáveres ya habían sido despojados de sus entrañas y la piel estaba perforada en múltiples sitios para drenar los líquidos del cuerpo; las ancianas los tendieron al sol y los frotaron con aceite de coco para someterlos a un embalsamamiento egipcio. En un denso bosque, no lejos de los atrincheramientos, nuestros soldados habían encontrado un cementerio donde los ataúdes, que contenían momias desnudas, estaban amarrados a las ramas de los árboles.
—Por el momento están domados —se jactó el coronel—, pero no estaría mal de vez en cuando recordarles que nos deben su lealtad.
Nuestra gente ahora fraternizaba con los nativos y se hacían camaradas con los que intercambiaban regalos y conversaciones. Se preguntaban recíprocamente por señas el nombre de la tierra, el mar, el cielo, el sol, la luna, las estrellas y toda otra cosa que estuviera a la vista; pero se les dio a los soldados la orden de no permitir que los aldeanos tocaran los arcabuces ni que aprendieran a dispararlos por temor de que hicieran un uso pérfido de su conocimiento. El capellán se hizo camarada del sacerdote del tiburón e intervino a su favor cuando los soldados robaron de la casa de oráculos un cuarto de cerdo asado, aunque san Pablo permite el consumo de carne ofrendada a un ídolo. Los dos gozaban de su mutua compañía y el capellán le enseñó a Terridiri, que tenía muy buen oído y una excelente memoria, a repetir el credo y el padrenuestro, y cubrió su desnudez con una vieja camisa; no obstante, no pudo convencerlo de que abandonara su lanza con cabeza de tiburón.
Le dijo al buen padre que cuando los hombres mueren, descienden a un infierno de tres plantas, la más baja en extremo miserable, la media tolerable y la superior extremadamente placentera. Sólo se asegura la admisión al superior muriendo en el campo de batalla y sacrificando muchos cerdos. Describió también un cielo glorioso por encima de las estrellas al que ascienden las almas de los caciques para festejar con sus dioses. En vano intentó el padre Antonio desengañar a Terridiri hablándole del verdadero infierno y el verdadero cielo e insistiendo con gran emoción en que sólo la cruz podría salvarlo del fuego eterno; se sonreía y decía que no era eso lo que la cabeza del tiburón afirmaba, y el buen padre, que había tenido la esperanza de convertirlo, se sentía profundamente apenado por su obstinación.
Terridiri pidió autorización para subir a bordo de la nave capitana y hablar con el general, lo que le fue concedido.
El capellán lo condujo al esquife al que entró con gran satisfacción. Don Álvaro lo recibió cordialmente y le ofreció conserva de membrillo y vino; pero no quiso comer ni beber porque su ídolo se lo prohibía. Admiró a las vacas y a las ovejas, contó las velas, asestó golpecitos en la madera de los mástiles y la olfateó, bajó a la bodega y observó todo con una atención que nos sorprendió en un salvaje; y por último convenció a la cabeza de tiburón que confiriera una bendición al San Gerónimo que, según dijo, en adelante resistiría a las más violentas tormentas y jamás se hundiría ni se iría a pique. Cuando se enteró que no permaneceríamos mucho tiempo en puerto, pareció abatido y lamentó que sus deberes en la casa de los oráculos le impidieran unirse a nosotros. El aire de Terridiri era tan grave y eclesiástico, tanto se parecía a un cierto canónigo de Sevilla, que no pude evitar reírme: me lo imaginaba lanza en mano y con sus collares tintineantes, subido al púlpito de la catedral para pronunciar un erudito sermón sobre el pecado.
Era costumbre en esta isla permitir que las muchachas yacieran con quien quisieran, y nuestra gente sacó gran partido de ello. Sólo las mujeres casadas, tan profusamente tatuadas como los hombres, permanecían fieles a sus maridos; pero, como supimos con gran repugnancia, cada cual tenía por lo menos dos maridos que, aunque se abstenían de sentir celos mutuos, se aliaban para vengarse de cualquier amante que ella pudiera tener sin que ellos estuvieran enterados. Con tales muestras de hospitalidad, nuestras tropas se habrían abstenido del menor abuso; pero los oficiales dieron un sangriento ejemplo. Me encontraba yo una mañana en la gran cabina, cuando entró el capitán Corzo, con su lebrel de una traílla, para comunicar sobre los trabajos de reparación que se le hacían a la San Felipe. Después le dijo a don Álvaro que su perro se encontraba en magníficas condiciones: se había hartado con los despojos de la primera masacre.
—Pero como las reservas se habían acabado —dijo—, salí a merodear anoche cuando mi compañía estaba de guardia, y ahora la despensa está de nuevo llena.
—¡Ay, don Felipe! —exclamó el general sin querer entender la detestable significación de lo que el capitán decía por temor de tener que reprobarlo—. Está bien que un perro roa un hueso fresco de vez en cuando; pero confío en que habréis compensado al dueño del cerdo con algún regalo de valor.
Los Barreto se rieron con desprecio cuando oyeron la historia y en adelante hicieron lo que les vino en gana. Al día siguiente don Diego estaba al mando de la guardia apostada en la nave capitana cuando dos canoas en las que venían once nativos entró a puerto desde el sur. Les dijo a los soldados que no respondieran a saludo alguno, sino que encendieran las mechas y tuvieran las armas preparadas. Las canoas se detuvieron a cierta distancia del barco y los nativos gritaron y ofrecieron cocos como regalo. Al no recibir respuesta, confiadamente avanzaron un poco y, cuando estuvieron a una distancia en que podía disparárseles a quemarropa, don Diego dio órdenes de abrir fuego. Dos cayeron muertos y los otros se volvieron para huir, pero cuando pasaban remando de prisa junto al galeón para alcanzar la costa, otros tres murieron. Don Diego saltó al esquife para darles caza, y sólo tres hombres ilesos llegaron a nado a la playa, desde donde subieron corriendo a la cima de la colina de tres picos. Se apoderó de las canoas donde había uno o dos cadáveres, pues el resto había caído al mar, y volvió para comunicar que había abatido a un intento de tomar por sorpresa al San Gerónimo. Don Álvaro creyó de buen grado esta mentira y entregó los cadáveres al coronel con la orden de exhibirlos en la esquina de la calle de la aldea, como demostración de lo que esperaba a los salvajes que atacaran a los españoles a traición.
Cuando fui a tierra, me apenó ver a los cadáveres colgando del alero de una casa, porque bien sabía yo de qué lado estaba la traición: ni uno de los hombres asesinados llevaba armas. De cualquier modo, de nada hubiera servido presentar ante el general la versión fidedigna de la escaramuza: aun cuando mi palabra hubiera sido aceptada en lugar de la de don Diego, una reprimenda le hubiera inspirado maldades aún mayores. Mi indignación aumentó todavía más cuando el mayor presentó sus más calurosas congratulaciones por la victoria obtenida, jurando que el feo aspecto de las heridas de bala causaría mucha impresión entre los aldeanos, como también la causarían los cortes abiertos por las espadas. Desenvainó su hoja mientras hablaba y tajeó con ella uno de los cuerpos, el de un guerrero de poderosos miembros; luego tomó prestada una lanza y, cargando desde una corta distancia, le atravesó el vientre.
«De este modo puede la liebre tirarle el bigote al león muerto» me dije para mis adentros.
Los nativos llegaron silenciosos durante la noche, descolgaron los cadáveres y se los llevaron.
Nuestra gente había ahora ocupado varias chozas en la vecindad de la fuente; una de ellas servía como sala de guardia; una segunda era utilizada por la facción del coronel; una tercera por la de don Lorenzo; una cuarta por los marineros que recogían la provisión de agua y otras por oficiales del Santa Ysabel y los otros dos barcos más pequeños. El piloto principal, escandalizado por la matanza de los nativos, no fue a tierra ni una sola vez mientras permanecimos anclados en las inmediaciones de Santa Cristina; nadie obtendría ventaja alguna si tenía un choque con el coronel, cosa nada improbable.
Los oficiales de nuestro barco compartían la repugnancia que le provocaba la cruel e incesante carnicería. El contramaestre estaba sentado en la choza de los marineros una mañana cuando nuestro gigantesco alférez, don Tomás de Ampuero, llegó y, al ver un arcabuz apoyado contra la pared, preguntó:
—¿Qué es esto, amigo Marcos?
—Desde que tuvo lugar el ataque contra la nave capitana —respondió el contramaestre—, si hubo tal cosa en realidad, el general me ha ordenado llevar siempre un arma conmigo cada vez que baje a tierra.
—¿Está cargada? —preguntó el alférez.
—No hace falta —replicó.
—¡Hombre! ¿qué sentido tiene llevar un arcabuz descargado? Dejadme que lo cargue.
Cogió el arma y le puso pólvora y bala; luego buscó el yesquero del contramaestre, hizo fuego, encendió la mecha y se dirigió a la entrada de la choza apuntando porque sí a un hombre que se encontraba a unos cincuenta pasos montado sobre un caballete de madera y se ocupaba de pulir la parte interna de un coco. Lo habría matado, además, si el contramaestre no le hubiera desviado el arcabuz a tiempo. La bala fue a dar contra un cocotero y un par de cocos cayó a tierra. Los aldeanos gritaron de asombro ante semejante hazaña sin saber que había sido accidental, y le pidieron a don Tomás que derribara algunos más.
—¿Qué hacíais, vuestra señoría? —preguntó el contramaestre indignado.
—¡Vaya, pues mataba! —replicó don Tomás—. Seguía diligente el ejemplo de mis superiores.
—¿Cómo es posible que os sea tan fácil estar dispuesto a derramar sangre? —continuó don Marcos—. ¿Qué daño os ha hecho esta gente? No es prueba de valor hacer el lobo entre corderos. ¿No sabéis qué crimen tan inmundo y pecaminoso es matar a un cuerpo que alberga a un alma todavía irredenta? Algún día aprenderéis esa lección; pero por entonces el arrepentimiento habrá llegado demasiado tarde.
Esta reprobación ofendió al alférez que gritó con grosería:
—¡Marinero descastado! ¡Hez de Barcelona! ¿Quién os hizo guardián de mi conciencia? ¡Tened cuidado, no sea que un día no perdáis los dientes o la lengua!
—¿Nadie os ha dicho nunca —replicó el contramaestre— que es deber de todo católico, por humilde que sea, reprobar el pecado dondequiera lo vea, aun en una persona de más blasón y cultura que las que vos podéis demostrar?
Estas palabras pusieron fin a su amistad, y Jaume, el camarero, que estaba presente, dijo:
—Allí va uno que mató moscas cuando pequeño, y ranas y gatitos cuando muchacho; que yo sepa, ha matado ya a una docena de nativos por mero capricho. Esta tierra es un paraíso terrenal donde el hombre, como podéis ver por su desnudez y por su ignorancia de la vergüenza, se ha librado de la maldición de Adán. No le es preciso afanarse, pues el suelo rinde en abundancia y el clima es benigno. Por mi parte, estaría contento de pasar el resto de mi vida entre esta gente afortunada, si hubiera un sacerdote a mano para confesarme cuando me llegara la hora y me diera sepultura cristiana. ¿Cómo es posible que el alférez se avenga a matar en el Edén? Habría que encerrarlo en un manicomio y azotarlo hasta que los malos espíritus lo abandonen aullando.
Jaume estaba en lo cierto: aparte de hacer fuego frotando con energía una vara resistente sobre una hendedura abierta en un leño o ahuecar canoas con ayuda de azuelas hechas de conchas marinas, no había otra faena que exigiera esfuerzo. El agua manaba de una fuente perpetua. El alimento colgaba de todos los árboles; y no sólo frutas y nueces, sino aun pan: en la plantación de detrás de la aldea crecían por centenares ciertos árboles que nosotros llamamos del pan. Tienen hojas dentadas, parecidas a las del papayo y su madera resulta adecuada para múltiples fines. La fruta, que según se nos dijo cuelga de sus ramas durante la mitad del año, es verde claro cuando madura y del tamaño de la mano de un niño, no del todo redonda y con láminas superpuestas como las de la piña; de su mismo centro sale un tallo cubierto de hojas. No tiene hueso ni pepitas y resulta comestible en su casi totalidad. Los nativos cocinaban esta fruta, que ellos llamaban «alimento blanco», de muy variados modos y la encontraban sustanciosa. El más corriente es asarla sobre los rescoldos de una fogata, quitarle la piel chamuscada y cortarla en trozos antes de servir. Cuando la temporada culminaba, se cosechaba gran cantidad de fruta-pan y se la machacaba para hacer con ella una masa agria llamada tutao. Cerca de cada choza había un foso forrado de hojas lleno hasta el borde de esta sustancia, la cual, según se dice, se mantiene en buen estado durante años; y encontramos un gran foso de veinte pies de profundidad, propiedad común de toda la aldea: su provisión de reserva contra las malas temporadas.
Le propuse al general que no sería desacertado comprarle al cacique una tonelada o más de esta masa y pagarle con juguetes, telas y botellas de vidrio; se podría hornear y hacer con ella ese pastel dorado que le había mostrado; con el resto podrían hacerse bolas de masa para hervir. Se negó a escuchar mi sugerencia alegando que no era ése alimento cristiano y que las tropas con seguridad lo rechazarían; no obstante, yo invertí un juego de botones de latón en la adquisición de esa masa para mi consumo personal y la guardé en el baúl de marinero que había comprado en ocasión de la venta de los efectos de Miguel Llano. La única provisión que llevamos con nosotros fue la de almendras, que eran de tamaño mediano, muy aceitosas, de cáscara sin unión y con meollo suelto. Cada cual compró su propia provisión, algunos con regalos, otros con amenazas, de acuerdo con la propia personalidad.
El alimento preferido de nuestra gente era el cerdo con castañas asadas, pero también les complacía chupar el dulce jugo de la caña de azúcar. El tamaño de las castañas era el de seis españolas, con la misma cáscara rugosa y un sabor muy semejante; el cerdo tenía buen gusto, pero sólo pudimos consumir siete u ocho puercos. La raza era de color negro y sumamente feroz, con cerda áspera y de color pardo grisáceo; no se los mantenía en porquerizas, sino atados a un árbol por la pata trasera. Después del asalto a la aldea, el cacique había dado la orden de poner en libertad a todos los cerdos para que no cayeran en nuestras manos. Se nos dijo que el estruendo de las armas de fuego los había ahuyentado a las montañas; pero los aldeanos, sin duda, podrían haber recapturado muchos más si lo hubieran querido. Algunos de nuestros soldados, que fueron a cazar cerdos un día, hallaron los bosques tan espesos, que debieron volver con las manos vacías. Los nativos asaban al puerco de la manera siguiente: lo despellejaban, lo chamuscaban y lo despojaban de las entrañas; envolvían el cuerpo en hojas de palma y lo colocaban en un foso a medias lleno de piedras calentadas al rojo; luego lo cubrían con capas de hojas y un montículo de tierra, dejándolo hasta que todas sus partes estuvieran tiernas. Las calabazas y las raíces parecidas a los nabos que había encontrado en la casa de almacenaje se asaban de la misma forma.
En la playa que se extendía delante de la ladera, remolcadas sobre rodillos de madera, vi seis largas canoas muy bien construidas. Cada una era un único árbol de pan ahuecado, con la adición de otras piezas que servían de proa, popa y quilla; ambos extremos estaban alisados en una superficie plana, calafateados con fibra y embreados con goma. Una de ellas, de extremo a extremo, medía treinta pasos, tenía un mástil de sesenta pies y asientos para cuarenta hombres; todas sus partes estaban firmemente unidas con cuerdas tejidas; calculé que su calado estaría cerca de la media braza. El flotador estaba conectado con la canoa mediante planchas que servían de cubierta para cargar alimentos y artículos de comercio. Se me dio a entender que los isleños emprendían largos viajes en estos navíos, visitando tierras al sur y al oeste, y a menudo estaban ausentes por períodos de dos meses o aun más; pero cuando le pregunté a mi camarada nativo —porque también yo tenía un camarada que se había hecho a la mar en uno de estos navíos— si alguna vez habían comerciado con una raza de arqueros negra y de pelo tupido, me confesó su ignorancia de que existiera gente semejante; de lo cual deduje que nos encontrábamos todavía lejos de nuestra meta. A Myn, por otra parte, se le dijo que con frecuencia se hacían expediciones al sur, donde se libraron batallas contra hombres negros que disparaban flechas; pero puede que esto se lo hayan dicho sólo para complacerlo.
La salud, el vigor y la disponibilidad amistosa de los nativos de las Marquesas son prueba de que su clima tiene por fuerza que ser muy sano; jamás vi inválidos, tullidos ni jorobados. Los días eran cálidos, y las noches frescas, pero sin rocío; de hecho, las ropas mojadas dejadas al aire libre por la noche, estaban secas antes del amanecer; aunque no sé si sería así durante todo el año. Nuestro clima español, menos benigno, como es bien sabido, da origen a hombres de carácter más sombrío: celosos, orgullosos, desconfiados, acostumbrados al trabajo y a la dureza, cada cual tiene una mano en la bolsa y la otra en la espada. Cuando esta gente nos manifestó bondad, sospechamos de su perfidia; cuando acudieron en busca de regalos y nosotros se los negamos, pensaron mal de nosotros, pues estaban ellos siempre listos a dar todo lo que tuvieran; cuando les pedimos que trabajaran para nosotros, rehusaron porque no tenían costumbre de hacerlo.
Cuanto más tiempo permanecíamos entre ellos, mayor fue la crueldad manifestada por nuestras tropas, que mataban como protesta contra el plan del general de crear una colonia en estas islas, o por mera diversión. Los nativos estaban intimidados y, aunque ya no huían al sonido de los disparos, obedecían a la orden de su cacique de no buscar venganza recurriendo a las armas. Se mantenían tan apartados de nuestro camino como podían hacerlo, y se refugiaban en la parte de la aldea que les estaba reservada, situada fuera de los límites impuestos por el coronel; pero habría desgarrado el corazón de cualquier hombre de sentimiento ver la aflicción que experimentaban ante la diaria matanza de sus hermanos. Las jóvenes, que con tanta complacencia habían yacido con nuestra gente, iban con los ojos hinchados y heridas por sus propias uñas, sin ánimo ya para pensar en el amor; de modo que, con excepción de los establecidos en las chozas ahora ocupadas por los oficiales y retenidos allí en contra de su voluntad, no era posible contar con ninguno de ellos ni siquiera con el señuelo de cuentas y espejos. No tengo noticia de ningún soldado lo suficiente infame como para matar a su camarada nativo; no obstante, por despecho, algunos mataban a los camaradas de otros. En total, unos doscientos isleños fueron asesinados antes de hacernos a la vela, y el más notorio de los asesinos fue el sargento Luis Andrada.
El 4 de agosto, ya reparada la galeota y bastante leña y agua embarcadas como para satisfacer a don Álvaro —aunque el piloto principal exigía más—, se les comunicó a los altos oficiales que al día siguiente se levaría anclas; pero esto debía mantenerse secreto ante sus hombres hasta último momento. No obstante, la noticia se filtró y las tropas se lanzaron frenéticas a sus placeres finales, sin retroceder ante la violación, la sodomía y otras atrocidades, hasta que fueron convocados y confinados a bordo. Al amanecer una partida fue enviada a la cima de la colina de tres picos, para erigir allí tres cruces de madera que fueran visibles desde el mar. Debían grabar otra cruz en la corteza tierna de un árbol, junto con el año, el día y el nombre de nuestros cuatro barcos; pero don Lorenzo, a quien se le había encomendado la tarea, omitió al Santa Ysabel de la inscripción por causa del odio que experimentaba hacia el almirante.
Al regresar, un tal Miguel Cierva, colonizador soltero que había perdido en el juego todo lo que poseía y estaba profundamente empeñado por una profusa emisión de pagarés, se separó subrepticiamente de la partida y nunca más se lo volvió a ver. Era herrero de oficio y hombre de cierta piedad. Su deserción parece haber sido impremeditada —porque sólo llevaba consigo su arcabuz, pólvora y una bala—, súbito acto de desesperación del que se arrepentiría noche y día a partir del momento en que se encontrara solo. A menudo me he preguntado qué habrá sido de él después de nuestra partida: si los nativos tomarían en él venganza por nuestras injurias; y en el caso de que no lo hubieran dañado, si encontraría metal para ejercer su oficio; y qué les enseñaría a los nativos; y, sobre todo, cómo se las compondría para vivir sin el consuelo de la religión.
No bien la partida de don Lorenzo estuvo de regreso, nos hicimos en seguida a la mar. Los aldeanos estaban alineados en las playas mirándonos en silencio, sin saber si no tendríamos intención de volver, porque nada les habíamos comunicado al respecto. Yo me sentía profundamente avergonzado por todo lo que se había hecho y por lo que se había dejado de hacer, y esa noche volqué el amargo contenido de mi corazón ante el piloto principal.
—Sí —me dijo él—, si fuera español también yo me avergonzaría, como en las Indias Orientales me avergoncé de ser portugués. En los años por venir, cuando otros barcos lleguen a estas islas, les será imposible contar con una bienvenida amistosa, y el mensaje del amor de Dios que podría haberse comunicado a oídos dispuestos, será rechazado con desprecio y odio. Que los doctores en teología decidan quién es mayor pecador: el que permite el crimen, el que lo comete o el que le da la espalda cuando está en su poder prevenirlo. Pero de una cosa estoy seguro: que para los cuellos de los que han pecado contra estos inocentes hay preparada una muela que los hundirá hasta el fondo insondable del abismo.
Según yo lo creo, si el general hubiera tenido firme control de las tropas desde un principio, no habría habido necesidad de derramar sangre y podríamos haber hecho un noble uso de nuestra estadía, tanto en relación con nuestros intereses, como en relación con los de Dios. Pero don Álvaro cerró los ojos y se tapó los oídos ante el asesinato, y el vicario sostenía que como reanudaríamos el viaje no bien la galeota estuviera reparada, no debía emprender la conversión de los isleños en absoluto. De acuerdo con su experiencia en el interior del Perú, declaraba, impartir los rudimentos de la doctrina cristiana a los indios salvajes y seguir luego de largo, era mucho peor que dejarlos librados a la ignorancia: pues mezclaban la verdadera fe con sus propias creencias fomentando así nuevas herejías blasfemas y, al no tener sacerdote a quien recurrir, se extraviaban como ovejas sin pastor. No pretendo contradecir al padre Juan, que era hombre de muchos conocimientos además de muy piadoso; pero lamento que gentes tan bondadosas quedaran libradas a la ligera a su error.