Nosotros, los del castillo de popa, hicimos nuestros propios tratos y nos deleitamos en el sabor de la fruta fresca y el agua pura; pero, dado que teníamos un largo trecho que cruzar todavía antes de que pudiéramos avistar las Filipinas y luego un pasaje a través de islas donde no era fácil negociar antes de llegar a Manila, habríamos comprado más alimentos, en especial arroz y aceite de coco, a cualquier precio, si un incidente no hubiera interrumpido el tráfico. La gobernadora, inclinada sobre el pasamano de la borda, exclamó furiosa:
—¡Mirad, Diego! ¡Mirad! ¿Veis lo que ese salvaje delgado tiene en la mano? ¡Un trozo de aro de tonel! ¡Decidle que lo devuelva en seguida, Diego! Me pertenece y vale una docena de excelentes cocos.
Don Diego le arrebató un arcabuz a un soldado, lo apoyó sobre el pasamano, apuntó cuidadosamente e hizo fuego. La bala le dio en la garganta al desprevenido nativo y lo mató, y también mató al hombre que estaba tras él. Instantáneamente las canoas huyeron y no volvimos a verlas nunca, ni tampoco a otras parecidas.
El capitán López pidió entonces autorización para ir en la chalupa en busca de agua, cerdos y cocos. Doña Ysabel le dio su consentimiento; pero el piloto principal dijo que, por mucho que deseaba satisfacer el deseo de la gobernadora, no tenía aparejos para poner a flote la chalupa.
—Levantémosla de lado a pulso —dijo el capitán. Y cuando se le preguntó cómo se la cargaría a bordo después, contestó—: No será necesario, podemos remolcarla.
El piloto principal negó con la cabeza.
—No a través del mar de fondo con que nos toparemos en las proximidades de las Filipinas; se llenaría de agua y se hundiría. Cuando nos encontremos entre las islas, nos será indispensable un bote.
Como el capitán López defendía su posición con enojo, ya no le prestó oídos, y dado que la gobernadora no estaba dispuesta a perder un bote que valía cincuenta pesos o más aún, éste permaneció sobre cubierta.
Avanzábamos ahora con viento a favor. El piloto principal no había navegado nunca en estas aguas, pero recordó que el punto extremo oriental de las Filipinas es el cabo del Santo Espíritu, que se sitúa a los doce grados de latitud norte, y se dirigió hacia él.
Para no prolongar la descripción de nuestros padecimientos, al amanecer del domingo 14 de enero, avistamos a gran distancia el pico de una montaña, y Pedro Fernández anunció que allí se encontraban las Filipinas en cuya búsqueda estábamos empeñados.
—¡La Virgen sea alabada! —susurró un soldado cuyo cráneo se había secado al punto de no distar de una calavera y cuyas piernas eran delgadas como muletas—. Pronto oiré misa y veré a Dios.