23
Hambre y sed
El 23 de diciembre, mientras seguíamos un curso nor-noroeste, avistamos una isla a unas tres leguas de distancia, a la que nos dirigimos en busca de puerto y provisiones, pero el viento amainó repentinamente y no pudimos llegar a ella antes de que oscureciera. Aunque no parecía haber riscos, el piloto principal se negó a correr el riesgo de acercarse demasiado y dio orden de virar. Los marineros lo instaban a seguir adelante, alegando que no estaban en condiciones de desempeñar la menor tarea innecesaria; pero el contramaestre y su segundo estuvieron de acuerdo en que era prudente esperar hasta el amanecer, y entre los tres pusieron toda la caña a sotavento, soltaron la escota del trinquete y viramos por fin.
Al amanecer manteníamos la posición de la noche anterior y a lo alto del palo mayor fue enviado un vigía que gritó alarmado que no veía sino riscos hacia el norte, el oeste y el sur hasta el horizonte. Habíamos entrado en una vasta trampa atraídos por el señuelo de la isla y veíamos escasas perspectivas de escapatoria: la única salida estaba al este, pero el viento soplaba desde el noreste y no poseíamos velamen apropiado que nos permitiera evitar los riscos navegando a barlovento. Sin embargo, unos pocos marineros, conscientes del peligro en que nos encontrábamos, se pusieron en movimiento mientras Damián se hizo cargo del timón y lentamente hizo virar el barco a sotavento siguiendo las órdenes de Pedro Fernández. Tenía tan poco espacio disponible que, aunque las velas fueron manejadas con habilidad, dudábamos de que pudiera nunca liberarse. Eran las tres cuando por fin estuvimos de nuevo en mar abierto, y tuvimos los arrecifes lo bastante cerca como para que pudiéramos distinguir los más pequeños cangrejos que se escurrían por sobre el coral. Pedro Fernández atribuyó nuestra salvación a san Antonio de Padua, a cuya capilla había hecho voto de ir en peregrinación si llegaba alguna vez a escapar con vida.
Cuando los isleños vieron que no teníamos intención de visitarlos después de todo, salieron en canoas a protestar; pero ya a estas alturas se interponían los arrecifes. Subieron a ellos con gritos y ademanes de lamentación, de lo que entendimos que nos tenían ya preparado un festín y que no debíamos provocarles la desilusión de no saborearlo. Todos eran hombres: desnudos y robustos, de largos cabellos sueltos. Una de las canoas rodeó el arrecife; su solo ocupante gritó señalando la isla y nos mostró cocos y una especie de pan que hizo ademán de comer. Cuando le hicimos señas de que subiera a bordo, no aceptó y se mantuvo alejado; entonces don Diego, por diversión, le disparó con un arcabuz, pero erró el tiro. Esta isla, que no nos tomamos la molestia de bautizar, queda a seis grados de latitud norte y parece tener un circuito de cinco leguas; baja, redondeada y densamente cubierta de árboles, pero distinguimos zonas despejadas y cultivadas. Pedro Fernández suponía que formaría parte del gran grupo disperso que los portugueses llaman las Barbados, que significa «las islas de los hombres barbados». Esa tarde el vigía anunció cuatro islas al oeste y varias rocas aisladas, algunas a babor, otras a estribor y otras por delante; pero nosotros depositamos nuestra confianza en Dios y seguimos nuestro curso. Así pasó la víspera de Navidad del año 1595.
Los pajes ya no cantaban sus cantinelas acostumbradas; no había maitines ni vísperas; y nuestro único consuelo espiritual era la diaria Salve, Regina cantada con roncas voces a Nuestra Señora de la Soledad, que todavía presidía nuestro palo mayor hendido; aunque sus vestidos de seda se había podrido al sol y la lluvia y la lámina de oro se había desprendido de los rizos del Niño, nos sonreía e infundía esperanzas desde lo alto y parecía prometernos la salvación si resistíamos hasta el fin. Pero los soldados ya no atribuían demasiada importancia a sus vidas. Le dijeron a Damián que ni Dios ni el rey podían exigirles lo imposible: preferían morir una vez a muchas y estaban dispuestos a cerrar los ojos, cruzar los brazos y dejar que el barco se hundiera.
—Aquí es donde dejo caer el extremo de la cuerda que me corresponde y cojo el látigo —respondió—, aunque una vez me precié de que mi lengua era por sí sola bastante picante. Descuidad vuestras tareas, muchachos y ¡por Dios que pronto os haré caer chillando de rodillas, borricos, eunucos, soldados!
Esta última palabra era la que mejor expresaba su desprecio.
Un aprendiz dijo sollozando:
—Si no me dejáis morir aquí en paz, cruel valenciano, saltaré por la borda.
—Pues entonces que el diablo te lleve en cuerpo y alma —replicó.
—¿Qué me importa? El infierno no puede ser mucho peor que esto.
Pedro Fernández, que se acercaba, miró a los hombres con compasión. Se había serenado ahora que, aunque desilusionado de la gobernadora, abrigaba renovadas esperanzas de que doña Ana estuviera todavía viva. Uno de los marineros, un buen vigía cuando gozaba de buena salud, le dijo:
—Vuestra señoría sabe mejor que nadie que no es el corazón lo que nos falla, sino el músculo. Mientras nosotros perecemos de hambre, vos cenáis en la mesa compartida. Ganaos nuestro amor yendo a doña Ysabel y pidiéndole alimentos.
—Pero ¿cómo pagaríais? No tenéis dinero y no debéis tenerlo en tanto no lleguemos a Manila.
—Así es, en efecto, pero sí tenemos derecho a nuestras raciones... y sustanciosas por lo demás. No somos codiciosos, vuestra señoría, pero se sabe perfectamente que en su almacén privado hay todavía abundantes provisiones: aceite, vino, lentejas, harina, azúcar y todo. Engorda a tres cerdos con las sobras de su mesa y tiene agua y comida suficiente como para que el pelaje de su cabra moteada se conserve en buen estado. Es mera malignidad arrojar a las bestias lo que mantendría a cristianos con vida. ¿Ignora que nos está matando lentamente? Hace una semana la perra blanca del coronel fue a parar a nuestra olla y, aunque había probado la carne humana, nos la comimos, cabeza, tripas y todo.
—Bravos camaradas, se lo he pedido a la gobernadora una y otra vez, pero no me escucha.
—Pues entonces decidle que le daremos garantía por lo que quiera vendernos. Puede descontar su valor de nuestra paga en su debido momento. No pelearemos por el precio: cuanto más alto lo ponga, tanto más alto el favor que nos hace. Si llevamos el caso ante el gobernador general, éste se verá precisado a dejar sin efecto nuestro compromiso y a enjuiciarla por usura.
—¡Hablas demasiado, hombre! No obstante, iré a verla una vez más.
—Decidle —le gritó el aprendiz— que llegará el día en que necesitará de nuestra ayuda y recordaremos el modo en que nos ha tratado.
Él llamó a la puerta de la gran cabina y fue recibido. A doña Ysabel le complacía que el tratamiento que ahora él le daba fuera preciso y distante. Había llegado a temer que la avergonzara en presencia de sus hermanos con alusiones a lo que había habido entre ellos; si eso hubiera sucedido, habría tenido que engrillarlo como a un loco y seguir viaje con no mejor piloto que don Luis. Se dignó ablandarse un tanto y aun dirigirle una helada sonrisa al preguntarle:
—Pues bien, amigo ¿qué queréis de mí?
—Alimentos y agua para la tripulación si place a vuestra excelencia.
—Os he ya negado cuatro veces el mismo pedido; decidme algo que no haya oído antes.
—Muy bien: hasta ahora había apelado en vano a vuestra caridad; ahora apelo a vuestro amor a los negocios.
Doña Ysabel arqueó las cejas y se echó a reír.
—¡Vaya! esto promete ser interesante. ¿Cuál es vuestro ofrecimiento?
—Vuestra vida a cambio de unos pocos víveres. No es posible lograr que mis hombres trabajen ni siquiera empleando el látigo. Estarán todos muertos para el día de Año Nuevo a no ser que los alimentéis; de otro modo el barco quedará a la deriva a merced de las marejadas.
—¡Tunante! Vuestro deber es servirme, no buscar servilmente el favor de esa escoria.
Ella lo observó de cerca para asegurarse que no tenía intenciones de venganza, pero él le contestó con desprecio:
—Podéis contar con que me mantenga en mi posición y haga lo que se me ordene, dentro de los límites de lo razonable cuando menos.
—En ese caso, tendréis la bondad de colgar a un par de los cabecillas de los revoltosos del peñol para sentar un ejemplo ante el resto.
—¿Y quedar todavía con menos hombres? Dije «dentro de los límites de lo razonable», vuestra excelencia. Mi tarea consiste en dirigir este barco a donde me lo ordenéis, pero debo tener tripulación a mi disposición.
Envió por el sobrecargo a quien dio orden de buscar dos pequeñas jarras de aceite de oliva y trasladarlas bajo custodia. Luego le dijo a Pedro Fernández:
—En adelante podéis comer con los marineros a quienes tanto amáis: no puedo permitirme alimentar al piloto y a la tripulación al mismo tiempo.
Al día siguiente, mientras las hojuelas se estaban cocinando sobre las cenizas del fogón, el grupo jugaba a un juego llamado «Seamos todos cocineros».
—¿Quién será el cocinero? —empezó Juárez.
—¡Seamos todos cocineros! —replicaron los demás a coro.
—Pero yo seré el que organice las actividades —dijo—. Ayer Jaume nos engañó con una magra sopa de pan mallorquina, a pesar de que yo estaba más hambriento que nuestro Salvador en lo alto del monte. Hoy habrá un guisado como el que comen los canónigos de la catedral el martes de carnaval para animarse hasta cuaresma. Anoche recordé poner en remojo los guisantes y el tasajo de cerdo. A Matías le toca ir al mercado: ¡Ea! llévate esta lista y a un negro contigo con un gran cesto. Jaume, enciende el fuego y búscame dos grandes ollas de cerámica; si me traes calderos de cobre o de hierro, te rebanaré las orejas, por Dios que sí.
—Puesto que yo he de ser el muchacho de los recados —dijo Matías— y Jaume nuestro pinche de cocina, debes convertirte en despensero y procurarnos un buen vino.
—De todo corazón —replicó—. Precisamente esta mañana hablé con el vinatero. ¡En marcha, holgazanes!
—Aquí, compadre —dijo Jaume al cabo de una pausa—, tienes las ollas bien lavadas y bien afirmadas sobre trípodes. He comprado el combustible en casa del reductor de barcos; es una madera que arde con color morado; soplaré las llamas y las abanicaré con mi sombrero. ¡He aquí a Matías de regreso! ¡Cómo tiembla el negro bajo el peso del cesto! Rápido, hombre, despacha que estamos famélicos. ¿Cómo te ha ido?
—No lo he hecho mal, fanfarrones —respondió Matías—. ¡Felicitadme! Como no encontré capón en el mercado, compré un pavo joven y tierno de veinticinco libras de peso, y luego tuve que duplicar mis otras adquisiciones para no alterar las proporciones. Pero no importa, ahora podremos invitar a don Andrés a participar de nuestro festín si no tiene inconveniente en participar de la comida de los soldados rasos.
—Muy honrado, caballeros —dije—. Pero no quiero permanecer ocioso. ¡Seamos todos cocineros!
—Pues entonces procurad los postres —me dijo Juárez—. Un poco de mazapán de Sicilia y cerezas confitadas. Entretanto quitad la espuma con este cazo de la olla en que hierve la carne. ¡Eh, muchachos! ¿está ya destripado el pavo? ¡Apresuraos! Rellenadlo ahora con castañas, pan y su propio hígado. ¡Así, así! Empiezo con los guisantes y la cabeza de cerdo salada. ¡A la olla de la izquierda con ellos!
—Aquí llega el pavo a hacerles compañía —dijo Matías—. Es tan gordo como la hija del rey de Francia. Y cuatro magníficos filetes.
—Y una lonja de tocino verde —terció Jaume— con una cabeza de ajo y dos pequeños ajipimientos. Don Andrés ¡vuestro cazo! Dejaremos que el agua hierva en la olla el tiempo de rezar un credo, un padrenuestro y un Salve, Regina; luego la dejaremos cocer a fuego lento y revolviendo a menudo por espacio de unas cinco horas. Pero ¡por Dios, por poco no me olvido del chorizo! Venid, muchachos, una partida de veintiuno mientras esperamos. El ganador organiza el banquete de mañana.
—¡Cómo vuela el tiempo! —dije yo señalando a lo alto—. Ya ha pasado el mediodía.
—¿Es ya tan tarde, muchachos? —exclamó Juárez—. ¡Apurad las verduras! He aquí los nabos, las zanahorias, las coles, el apio, la perfoliada y los amarantos rojos. ¡Rallad, rallad, cortad, cortad! Jaume, ponías en este escurridor y enjuágalas en el arroyo.
—¡A vuestras órdenes, mi señor despensero principal! Entretanto, Matías, príncipe de los adúlteros, pica este ajo y rebana estas cebollas mientras lloras copiosamente por tus pecados. No vendrían mal unas pocas batatas y un generoso pedazo de calabaza.
—He aquí que hierve la olla de la derecha —dijo Matías—. ¡No, está demasiado llena! Jaume, muchacho, vuelca la mitad del agua. ¿Hay sal? Ahora mete las verduras en el orden exacto de precedencia: primero mi señor el ajo y mi señora la cebolla; luego los buenos caballeros don zanahoria y don nabo; después doña col y el resto... la criada lechuga puede esperar hasta el final.
—Con vuestro permiso —me aventuré cortésmente—, permitidme agregar dos manzanas ronda, de tan ácido sabor y finamente rebanadas, y también una pizca de azafrán. ¿Y qué te parece, Jaume, una ramita de romero?
—No, jamás: ¡guardad vuestro romero para el funeral del diablo! Pero os agradeceré que recordéis a la amiga del cornudo, la buena señora perejil. Aguardad: aplastadla antes en este mortero.
Se revolvían ambas ollas con frecuencia y su hirviente contenido se probaba con ayuda del cazo. Mientras Juárez procuraba el vino, el mejor de Málaga, el resto de nosotros cogimos una enorme fuente de plata en forma de barca y, después de escurrir las verduras las pusimos en ella. Luego colocamos el pavo en medio del barco; la cabeza de cerdo salada en la proa sobre un rollo de salchichas; el filete de ternera y el tocino en la popa. ¡Dios, cómo comió y bebió el grupo oliendo con las ventanas de la nariz ensanchadas el sabroso aroma de los vapores! Las amargas hojuelas cocinadas sobre las brasas que tenían por delante se habían transustancializado; al igual que el agua nauseabunda que tenían al lado.
Cuando hubieron terminado, dije:
—¡Vaya, caballeros, por poco no me olvido del postre!
Y me puse en pie para ir a buscarlo a mi cabina. Para su sorpresa volví con mazapán de Sicilia, como se me había ordenado hacer, corté para cada cual una generosa rebanada y me despedí de prisa para evitar preguntas y muestras de agradecimiento.
El obsequio era torta de tutao de Santa Cristina, que hasta ese momento venía guardando bajo llave en el baúl de Miguel Llano. Con mi collar de botones de latón había comprado medio quintal de esa sabrosa confitura. Apartaba ahora una tercera parte de ella para obras de caridad y una tercera parte me la reservaba. El resto se la di a Pedro Fernández que se resistía a aceptarla hasta que le dije con severidad:
—Eso es para el piloto principal de cuya salud dependen nuestras vidas, no para un tal Pedro Fernández, un portugués descamisado y conversador.
Los soldados y los colonos no se quejaban menos que los miembros de la tripulación, aunque apenas tenían otra cosa que hacer que mantenerse vivos. Cuando Jaume trajo la ración matinal de agua, el sargento Andrada vigiló su distribución espada en mano; y el piloto principal supervisaba igualmente cuando se repartían las raciones entre los miembros de la tripulación.
El día después de que la gobernadora repartió el aceite, Myn bajó con un cántaro vacío al hombro y se encontró con el sargento Andrada y el piloto principal que aguardaban que Jaume abriera la puerta que daba acceso al agua. El sargento murmuraba que de buen grado cambiaría esta vida por una sentencia a muerte en un calabozo cristiano donde, por lo menos, podría morir con la sed mitigada, el estómago lleno y un sacerdote que le diera la absolución; o aun por un banco en una galera turca, donde todavía podría abrigar la esperanza de ser liberado o pagar rescate. Interrumpió su lamento para preguntarle a Myn por qué traía un cántaro tan grande.
—Oh —dijo—, Myn con frecuencia baja aquí para sacar agua con qué lavar la ropa blanca de mi señora; al viejo Jaume no le gusta, pero tiene que obedecer o Myn hará uso de su hacha, como cuando rebanó la cabeza del alférez.
—¡De modo que lava sus camisas sucias en la sangre de nuestra vida! —gritó Andrada—. ¿Es posible semejante cosa?
No bien apareció Jaume, el piloto principal le arrebató la llave y fue derecho a la gran cabina donde los oficiales esperaban que se les sirviera el desayuno.
—Os ruego que me perdonéis si os perturbo —le dijo a doña Ysabel—, pero haríais bien en hablar severamente con vuestras doncellas. Han enviado al negro abajo en busca de agua para el lavado de vuestra ropa. Como amenazó al camarero con su hacha, le quité la llave para evitar derramamiento de sangre.
—Myn obedece mis órdenes, no la de mis doncellas. ¿Creéis que pretendo echar a perder ropa buena metiéndola en agua salobre o que la lleve inmunda? ¡El cántaro debe llenarse en seguida y que no haya ya discusiones!
Él puso freno a su cólera creciente.
—Creí que vuestra excelencia sería más moderada con el agua.
—¿No puedo hacer lo que se me antoje con lo que me pertenece? —le gritó ella.
—Recordaréis la bendición que Nuestro Salvador confirió a una copa de agua fresca ofrecida en su nombre...
Don Diego llenó una copa de agua con la jarra que estaba sobre la mesa y, arrojándosela a la cara, se burló:
—¡Que su bendición me sea conferida!
Enjugándose las gotas que había en sus ojos y dejando a Dios la venganza de la blasfemia, Pedro Fernández continuó:
—Ya hay soldados que se quejan de que laváis vuestra ropa en la sangre de su vida.
—¿Y vos los sostenéis en esto? —preguntó ella aferrando el borde de la mesa y con ojos estrechados por la ira.
—¡Por cierto que no! Todavía espero que manifestéis un justo enfado.
—Pues bien, decidles que os habéis equivocado. ¿Tenéis algo más que decir?
—Mucho en verdad, si no fuera el hombre menos indicado del mundo para juzgar a vuestra excelencia. Pero permitidme una advertencia: ha habido hombres hambrientos que se han saciado por sí mismos.
—Esa advertencia os la agradezco al menos. Ahora bien ¡dadme esa llave! Y, Myn, id a ver al sobrecargo y pedidle la llave de la despensa. En el futuro las llevaré a ambas en mi cintura.
—Los hombres están esperando todavía el agua.
—Ya la habrían recibido a esta hora, si no hubierais venido aquí con vuestra rezongona insolencia. Que esperen hasta que haya desayunado.
La noticia de esta conferencia no tardó en difundirse por todo el barco. El sargento Andrada fue en busca de Pedro Fernández y le preguntó:
—¿Qué hemos de hacer con esta Jezabel? Mis hombres son todos partidarios de imponerse a la guardia e irrumpir en el castillo de popa y apoderarse de los alimentos que allí atesora. No podré seguir controlándolos mucho tiempo. Desde que acabaron con mi cerdo por mí, semanas atrás, según parece, tres niños murieron de hambre, y los cadáveres que arrojamos a los tiburones carecen todos de hígado y riñones; el negro del coronel, por lo menos, sabe cuidar de sí.
Pedro Fernández, al volver a la gran cabina después de la cena, encontró a la gobernadora a solas. Se le acercó sin ceremonias.
—Tengo conciencia, amor mío —dijo con amarga ironía— que tenéis intención de inducirme a la rebelión. Estáis avergonzada de lo que hicimos juntos, y mi presencia es un vivido y odioso recuerdo de vuestro pecaminoso apareamiento. Sé también que mentisteis acerca del mensaje de mi cuñado; y que estáis preñada de mí. ¡Dios nos perdone a ambos!
Ella se puso en pie y abrió la boca como si fuera a gritar, pero él volvió a sentarla empujándola por los hombros y dijo:
—¡Escucharéis todo lo que tengo que deciros! Vuestra hermana en su lecho de muerte confió una carta sellada a uno de los miembros de la compañía de este barco, no sé si a un marinero o a un soldado. Según se me ha dicho contiene la detallada descripción de dos asesinatos inspirados por vos y de otros crímenes no menos desdorosos. Esa carta me será entregada en vuestra presencia una semana después que lleguemos a Manila, pero si por entonces hubiera muerto, le será entregada al gobernador general con la solicitud de que su contenido sea dado a conocer a vuestros hermanos.
Ella se quedó mirándolo de manera inescrutable y él continuó:
—Doña Mariana concibió esto para asegurar nuestra feliz llegada a las Filipinas. Sabía que de otro modo el cuchillo de vuestro hermano Diego, afilado por vos, no tardaría en clavárseme en la espalda y que entonces el barco podría darse por perdido. Cuando reciba esta carta no haré uso de ella; os la daré sin haberla leído.
—Astuto plan el de mi hermana Mariana —replicó ella con voz suave—. Bien, reconozco que no siempre le di el trato que se debe a una hermana, y esta es su venganza. Ahora tendré que registrar todo el barco en busca de esa carta y, cuando la encuentre, habrá que colgaros y descuartizaros por conspirar.
—Como os plazca, mujer, pero si yo estuviese en vuestro lugar, no revelaría su existencia a vuestros hermanos, ni provocaría a los hombres ahorcando a su único piloto. Creéis que el castillo de proa está desprovisto de armas, pero estáis equivocada: cuando hicisteis llevar los arcabuces a popa, se retuvieron veinticinco con diez balas cada uno; más que suficiente para dar cuenta de vos y de vuestros secuaces.
—¡Lo habéis pensado todo con sagacidad! Lástima que hayáis nacido en la cloaca. Como noble habríais llegado a ocupar altos cargos. Muy bien, concedo que habéis ganado esta partida y para probaros que soy buena perdedora, veré aun qué alimentos pueden procurarse para mantener en pie a vuestra tripulación. Pero pronto la flor de las cartas estará en mis manos y os arrepentiréis entonces de lo que habéis hecho hoy. Me pregunto si vuestra esposa vive todavía; sinceramente espero que no. Pesaría entonces en mi conciencia el adulterio, que es un pecado del que siempre me cuidé.
—Es un infortunio para vos —rugió él ahogado de rabia— que yo no sea un caballero, pues entonces la caballerosidad me impediría hacer lo que hago.
La agarró y la sacudió salvajemente hasta que los dientes se le entrechocaron; luego se la quedó mirando con fijeza desde su altura.
—Me lo merecía —dijo ella con una vocecilla conciliatoria—. He sido cruel con vos, Pedro Fernández, pero el diablo mora en mi seno. Sinceramente desearía que lo arrojarais de mí a latigazos de cuero crudo.
—No me es difícil creeros —replicó él soltándola—, pero debéis aprender a contentaros con las silenciosas flagelaciones de vuestra conciencia.
El día de Año Nuevo nos sorprendió a catorce grados de latitud norte, que es casi la de Manila, y como el viento soplaba del este, avanzábamos proa al oeste a bastante velocidad y el mástil y las vergas se mantenían firmes. Pedro Fernández me confió que tenía esperanzas de avistar pronto la gran isla de Guaní, a un centenar de leguas aproximadamente al oeste de las Filipinas, que está separada de otra llamada Serpana por un canal de diez leguas de largo. El 3 de enero, con gran alivio de su parte, llegamos precisamente a dichas islas y navegamos entre ellas, del lado de Guam, siguiendo la ruta de Magallanes, que había descubierto este canal veinticinco años antes. La tierra era llana y densamente cubierta de bosques.
De una ensenada partió un vasto número de canoas que venía a darnos la bienvenida. Alterado por la ansiosa espera de comida, un soldado que arriaba el trinquete, perdió pie y cayó al mar, y sus camaradas no pudieron encontrar una sola cuerda del largo suficiente como para arrojarle y salvarlo. Pero Myn tenía conocimiento de una: estaba tendida a través de la toldilla y de ella colgaba la ropa lavada de los Barreto. Tuvo el tino de arrojar uno de sus extremos por sobre el pasamano de la borda de popa, justo en el momento en que el desdichado marinero subía boqueando a la superficie en nuestra estela. La atrapó y fue posible arrastrarlo y ponerlo a salvo. ¡Dios sea alabado! Luego, porque era Myn y no uno de la tripulación el que había dado un baño de agua salada a las camisas de doña Ysabel y don Diego, sólo recibió una ligera reprimenda.
Las canoas se acercaron. Tenían ambos extremos iguales, de modo que sus tripulantes podían avanzar o retroceder sin tener que exponer ante un enemigo toda su extensión. Magallanes le había dado a este grupo el nombre de las islas de las Latinas,