11
San Bernardo y la isla Solitaria
Cuando hacía cuatro días que habíamos abandonado Santa Catalina, don Álvaro anunció en la mesa compartida que avistaríamos las islas Salomón en cualquier momento. El piloto principal se quedó boquiabierto e inmóvil en su asiento, pero no lo contradijo. No bien la comida hubo acabado, llamó a don Lorenzo aparte y le dijo que esa era una equivocación: don Álvaro debía de estar pensando en la distancia que había recorrido en un igual número de días en su primer viaje, aunque, de acuerdo con el cálculo en que coincidían todos los pilotos, todavía se extendían por delante de nosotros unas quinientas leguas y estábamos avanzando menos de veinticinco al día. La causa principal de la lentitud de la marcha era que el Santa Ysabel, demasiado ligero en lastre, no podía mantenerse a la par del resto, salvo a riesgo de volcar con el empuje del velamen plenamente hinchado; también la fragata era un navío lento. Por tanto le rogaba a don Lorenzo que procurara que las tropas y los colonizadores ahorraran alimentos, combustible y agua, como él cuidaría que lo hicieran los marineros; de lo contrario, todos sufriríamos antes de que el viaje llegara a término.
—Hombre, decís tan pronto una cosa como la contraria —dijo don Lorenzo—. En Paita asegurasteis a la tripulación que la capacidad de navegación de don Álvaro sobrepasaba la vuestra; ahora sugerís que es un ignorante que puede equivocarse en una legua cada tres. —Añadió luego despreocupadamente—: No obstante, diré a mis sargentos que vigilen el desperdicio del que os quejáis.
No puedo decir de cierto si hizo la advertencia; pero si lo hizo, no fue tenida en cuenta. Los pollos y los cerdos traídos del Perú habían desaparecido en la olla, y los sobrantes de la comida, que antes se guardaban para ellos, se arrojaban por la borda cuando bien podrían haberse guardado para el desayuno del día siguiente. El camarero comunicó al sobrecargo que el agua potable se utilizaba para el lavado, lo cual contravenía las más estrictas órdenes, y que sus reservas habían disminuido sensiblemente. Don Gaspar fue con el recado al general, que replicó:
—¡Paciencia, amigo mío! Con la ayuda de Dios y una brisa favorable pronto llegaremos al término de nuestro viaje.
Dios no envió el viento preciso, pero cuando habíamos recorrido otras doscientas leguas hacia el oeste-suroeste y no se divisaba aún tierra alguna, los oficiales y los hombres protestaban por igual abiertamente por la longitud del viaje, de la que culpaban al piloto principal; el cual, no obstante, mantuvo hacia el general una actitud de ejemplar lealtad. A toda palabra ruda contestaba:
—Sigo el curso debido; no puedo hacer más y de ningún modo haré menos.
Aunque estaba preparado para defenderse contra cualquier acusación de incompetencia, no la hubo; don Álvaro no tenía coraje para admitir su error y prefería ganarse una inmerecida reputación de hombre paciente no quejándose y adoptando una actitud de persona resignada y ofendida.
Doña Ysabel se puso de parte de Pedro Fernández en contra de sus detractores, especialmente los pertenecientes a la facción del coronel, y adquirió la costumbre de ir a la sala de cartografía para sostener allí una amable charla todas las noches después de vísperas en compañía de don Luis, quien más adelante ganó cierta fama como navegante y cartógrafo; el piloto principal fue quien le enseñó los rudimentos de estas artes en el curso de nuestro viaje. Doña Ysabel trataba con tanta amabilidad a Pedro Fernández y manifestaba tal respeto por sus opiniones, que un día él me dijo:
—Andrés, cuando recuerdo cómo se comportó la señora del general durante nuestro primer encuentro con los nativos, sólo puedo dar gracias a la Virgen por el cambio que operó en su corazón. Últimamente no veo nunca a doña Ysabel sin un libro de devoción en la mano, y puede que con su ayuda nuestros asuntos prosperen todavía. Sus hermanos atienden a lo que ella dice, el coronel le tiene miedo y don Álvaro rara vez se opone a sus deseos. Tiene mucho coraje por ser mujer.
—Sí —dije aparentando estar de acuerdo—, es una noble gallega capaz de salir con la suya en toda clase de situación; ¡Dios quiera que sea con bien!
Había visto bastante mundo como para saber que doña Ysabel era demasiado joven todavía como para volverse devota, pues apenas tenía veintisiete años por entonces y se encontraba en la culminación de su belleza; sospechaba además que la bondad que le demostraba era una consecuencia lateral de la enemistad que experimentaba por el coronel, cuya cabeza deseaba ver en una bandeja, como la bailarina Salomé, la de Juan el Bautista. En tiempos de necesidad, el piloto principal podría resultar un aliado de gran valía, pues la tripulación lo respetaba. Pero todavía no comprendía por qué ostentaba delante de él un ejemplar de Símbolo de fe, de fray Luis de Granada, que le había prestado el padre Juan; jamás había visto que leyera ese libro, a pesar de que mi presencia era requerida de continuo en la gran cabina. ¿Por qué se molestaba en fingirse piadosa ante él?
Los hermanos Barreto, que habían llegado a considerar la expedición como una empresa de su familia y a sus oficiales colegas como a subordinados o sirvientes, ahora que el coronel estaba de nuevo muy orondo en pie, no pudieron salirse siempre con la suya. Ya no se fingía siquiera cordialidad durante las comidas celebradas en la mesa compartida. El general se sentaba a la cabecera con doña Ysabel, los dos sacerdotes, el piloto principal, el mayor y los Barreto. Conversaban en gallego, y Pedro Fernández se servía del portugués, lengua muy parecida. El coronel se sentaba al otro extremo con el capitán de artillería y su esposa, el asistente y los alféreces; éstos hablaban castellano. En la parte media estaban los mercaderes con sus mujeres, que preferían el dialecto andaluz, y yo. De vez en cuando, don Álvaro dirigía una observación cortés al coronel o al capitán de artillería, hombre adusto que no gozaba de las simpatías de ninguna de las dos facciones; por lo demás, ambos extremos de la mesa podrían haber estado a una distancia de cien leguas marinas, tan poca era la comunicación que tenía lugar entre ellas.
Un día don Lorenzo contó un cuento gracioso que desacreditaba la modestia de las mujeres castellanas y, como en el otro extremo de la mesa se había producido un momento de silencio, Juan de Buitrago lo oyó y decidió ofenderse. Se levantó del asiento y, hablando en gallego para señalar la causa de su disgusto, le pidió permiso a don Álvaro para llevarse plato y copa a otro sitio; el asistente, en nombre de la solidaridad, solicitó sin la menor vacilación lo mismo. Don Álvaro fingió desconocer el motivo por el que querían ausentarse y, en lugar de pedirle a su cuñado que se disculpara por su torpeza, dijo que no sería cortés levantarse antes de que lo hicieran las señoras, a no ser que ambos se hubieran sentido indispuestos de repente. El alférez replicó que sólo por consideración a las señoras consentiría en quedarse en una mesa donde sus compatriotas femeninas habían sido tan groseramente insultadas por don Lorenzo; y una vez más el asistente le prestó apoyo. Aquí el coronel martilló sobre la tabla con la empuñadura de su daga y, aunque no sabía lo que hubiera dicho don Lorenzo, los aplaudió como hombres meritorios.
—Se reconoce a un perfecto caballero —pronunció— por no tener en cuenta aun el más inmundo de los insultos en presencia de damas, en lugar de alarmarlas con el público castigo del ofensor.
Apenas había vuelto a ocupar sus asientos, cuando doña Mariana hizo una broma sangrienta, en gallego una vez más, que hizo estallar en carcajadas a los de la cabecera de la mesa e irritó todavía más a Juan de Buitrago, el único de la facción del coronel que comprendía esa lengua. Más tarde, cuando nos dábamos mutuamente las buenas noches, no le dirigió a don Lorenzo, que comandaba su compañía, el acostumbrado saludo, sino que sólo se despidió de él con una muy ligera inclinación de cabeza. Don Lorenzo se quejó inmediatamente ante el general, que le recordó a don Juan que un inferior tiene siempre obligación de dar a sus superiores tanto los buenos días como las buenas noches. Temprano a la mañana siguiente, cuando el alférez y el asistente se toparon con don Lorenzo, exclamaron al unísono:
—¡Buenos días, su señoría... tal como está ordenado!
La verdad era que don Álvaro recientemente había autorizado el matrimonio del alférez con Luisa Gerónimo, hija de una familia castellana pobre a la que pertenecía el niño Juanito; le llevaba a su prometida treinta años y se había visto ya forzado a escuchar con paciencia no pocas burlas, salvajes aunque amistosas, del coronel y sus colegas los alféreces. La historia de don Lorenzo le había parecido un disparo más contra un blanco ya de por sí muy adolorido; pero en esto, según creo, estaba errado.
Al amanecer del domingo 20 de agosto, cuando habíamos dejado atrás otras doscientas leguas, desde lo alto de las crucetas llegó el grito de «¡Tierra!» El vigía recibió su recompensa, aunque no era esta la tierra que veníamos buscando, sino cuatro islas pequeñas y bajas que formaban un estrecho espacio cuadrado, con playas de arena y bosques de palmeras. La circunferencia de la totalidad del grupo apenas sobrepasaba las ocho leguas; llegamos a él desde el este, pero extensas playas de arena impedían el acceso desde esa parte.
El general les dio a las islas el nombre de San Bernardo, cuya festividad se celebraba ese día, y durante el desayuno anunció que proyectaba dirigirse hacia el oeste y despachar la fragata y la galeota en busca de un fondeadero. Mirando a todos los que estaban en torno de la mesa, dijo:
—Sin duda, caballeros, ninguno de vosotros tendrá inconveniente en estirar las piernas por estas nuevas costas y beber un trago refrescante de leche de coco. Considero mi deber levantar la cruz en estos lugares y tomar posesión de ellos en nombre del rey. Las islas están evidentemente habitadas; el capitán Corzo nos comunica que poco después del amanecer su vigía anunció la presencia de dos canoas al suroeste del sitio en que nos encontramos; se acercaron para practicar un reconocimiento, pero regresaron en seguida.
Desde ambos extremos de la mesa, llegó un murmullo de asentimiento, y el piloto principal observó:
—Nuestro propio vigía, que estaba apostado en un lugar más elevado que el de la galeota, sólo vio dos leños flotantes; sin embargo, estén las islas habitadas o deshabitadas, vuestra excelencia podrá encontrar un buen fondeadero y una corriente de agua potable, y si en esta oportunidad se le ordena a la tropa que ayude a mi gente, se podría pasar un par de días en tierra con gran provecho.
Don Álvaro le preguntó al coronel si, con tal de que no hubiera amenaza de ataques, estaría dispuesto a hacer que los soldados trabajaran junto a los marineros; y él, para molestar a don Lorenzo, contestó cortésmente que sus soldados harían lo que fuere necesario para el bien común.
—¡Y por la cabeza de Lucas —añadió— si no pueden recoger más agua y leña en una mañana que un número igual de marineros descalzos y sin calzones en siete, escupiré a los muy bribones!
Tanto don Lorenzo como el piloto principal se sintieron irritados por esto; pero el desembarco se hubiera intentado de cualquier modo, si el vicario no hubiera agitado su índice con aire de disuasión.
—Hijo mío —le dijo a don Álvaro—, si aceptáis escuchar a un sacerdote que ha vivido muchos más años en este mundo que cualquiera de los presentes, no buscaréis puerto en estas islas, sino que seguiréis adelante.
—Pero ¿por qué, padre Juan? —preguntó don Álvaro algo sorprendido.
El vicario tendió las manos con un ademán de impotencia.
—¡Ah —replicó con un ligero encogimiento de hombros y una tosecita seca—, no me es posible dar la razón! ¡No, hijo mío, ni siquiera a vos puedo dárosla!
Se negó a explicar nada más; pero sus palabras tenían un tal aire de convicción, que don Álvaro cedió y reanudamos nuestro curso previo, dejando San Bernardo atrás. Muchas fueron las conjeturas sobre lo que callaba el padre Juan. Algunos pensaban que hablaba como si se le hubiera concedido una visión angélica de advertencia; otros, que tanto lo habían apenado los pecados cometidos en el último puerto donde desembarcamos, que temía que se repitieran. Mi propia opinión, que me guardé, es que no podía exponer sus razones sin violar la santidad del secreto de confesión: sospeché que doña Mariana le había comunicado su decisión de unirse al almirante la próxima vez que bajaran a tierra. Estaba sentado junto a doña Mariana y la vi palidecer de mortificación cuando el padre Juan se salió con la suya y tragarse una amarga protesta; no era un secreto que estaba todavía muy enamorada de su marido y que odiaba esta separación contra natura. Si contemplaba adoptar decisión semejante, el vicario había actuado con prudencia, porque don Álvaro tenía intención de devolverla al almirante sólo al llegar a las islas Salomón; si ella hubiera ido a su encuentro antes, sus hermanos habrían intentado rescatarla por la fuerza; el coronel y su facción habrían hecho causa común con su marido, y habría corrido la sangre.
El viento soplaba ahora de modo continuado desde el sureste y hubo varios ligeros chubascos intermitentes, pero el mar permanecía en calma. Densas masas de nubes parecían prometer tierra hacia el sur; era tan inalterada su posición, que parecían asentarse en la cima de una elevada cadena de montañas, pero cuando el general ordenó un cambio de curso hacia el suroeste, no había tierra a la vista. Nos manteníamos entre los ocho y los doce grados de latitud sur, a veces dirigiéndonos directamente al oeste, otras al noreste, según se lo dictara la fantasía a don Álvaro. Sólo las nubes diversificaban la escena y eran de forma sumamente caprichosa: una tarde en el cielo apareció un león de melena amarilla al que tres miserables perros parecían atacar desde atrás. El color y la forma de este grupo no se alteraron hasta caer la tarde, y a la mañana siguiente vimos una nube semejante a una cabeza con capucha de facciones no muy distintas a las de don Álvaro, pero macilenta y de labios entreabiertos; muchos de entre nosotros la consideraron de mal agüero. Ese mismo día apareció en el este un altar, sobre el que se posaba un sapo; al cabo de dos horas la cruz del altar se desintegró, pero el tamaño y la fealdad del sapo aumentaron.
El 28 de agosto habíamos cubierto las mil quinientas leguas requeridas por nuestro viaje, sin encontrar todavía nada; pero al día siguiente avistamos una isla baja cubierta de árboles y rodeada por un arrecife de coral. Su circuito era de una legua aproximadamente y, según parecía, no estaba habitada. Como no había otra tierra cerca, el general le dio el nombre de la isla Solitaria. Ordenó que la fragata y la galeota se acercaran a la costa y buscaran un hueco en el arrecife; el almirante venía quejándose de una gran escasez de agua y leña en el Santa Ysabel, que podía aquí encontrar remedio. La fragata, que tomó la delantera, intentó penetrar por un canal en el sur, pero no tardamos en ser advertidos con fuertes voces que nos apartáramos, pues el fondo estaba cubierto de rocas. En un momento dado la extensión del cabo señalaba cien brazas, en el siguiente, sólo diez; y luego, no se encontraba en absoluto fondo alguno. Cambiamos de curso sin demora.
La insatisfacción se puso definitivamente de manifiesto dos días más tarde cuando el general admitió de manera implícita cuán irrazonables eran sus esperanzas al reducir a la mitad las raciones de alimentos y agua. Dondequiera me llevara el cumplimiento de mis obligaciones, oía protestar a los marineros, que hasta entonces habían dado muestra de ejemplar paciencia: se quejaban de que si los sargentos hubieran hecho lo que el piloto principal había aconsejado y se hubiera impedido que las tropas desperdiciaran los alimentos y el agua, no estaríamos todos ahora padeciendo hambre.
—¡A media ración, trabajo a medias! —gruñían, y empezaron a desdeñar las órdenes o a obedecerlas con desgana.
Al concluir su vigilancia, el contramaestre dio a uno de los aprendices una paternal conferencia sobre el pecado de la holganza. El muchacho lo escuchó con suma atención, pero no bien aquél dio la vuelta, le sacó la lengua a sus espaldas; dos de sus compañeros rompieron a reír y a hacer cabriolas. El coronel que por casualidad subía a cubierta en aquel instante, fue testigo de toda la escena; golpeó al ofensor con su bastón y lo derribó al suelo. Luego se puso a perseguir a los otros dos, llamándoles engendros orejudos de cola larga, hasta que ellos treparon por el cordelaje.
El segundo contramaestre, que estaba de servicio, se dirigió a la gran cabina inmediatamente y se quejó de que el coronel atacaba a la tripulación e intervenía en la disciplina naval. La audacia de sus palabras era prueba de cuánta era la estima que había perdido el general por causa de sus vacilaciones y su obstinación:
—¡Esto es intolerable, vuestra excelencia! Que el coronel cumpla con su deber como el rey lo exige; y en tiempos de guerra o de rebelión estamos a sus órdenes. Pero ¡por Dios! es mejor que no traspase los límites de su autoridad. Que una vez más su bastón golpee a algún aprendiz y no respondo de mí. Somos hombres de honor y no podemos permitir que se nos pisotee.
Como no estaba presente ninguno de los altos oficiales, don Álvaro permitió que la lengua de Damián se diera gusto sin trabas, observando sólo que si sus hombres hubieran estado sometidos a una disciplina más firme, el coronel no habría tenido ocasión de intervenir.
—Vuestra excelencia —contraatacó Damián—, os aseguro que la gente de peor comportamiento entre los nuestros son santos en comparación con la que mejor se comporta de la suya. Trabajamos honestamente para ganarnos la vida; nosotros no robamos ni asesinamos. Si el coronel hubiera reprimido la holgazanería y la codicia de sus tropas, no nos encontraríamos ahora en situación tan apurada; pero él los deja librados al mayor; el mayor, a los capitanes y el asistente; éstos, a los alféreces; y los alféreces a los sargentos, que no se ocupan de ellos en absoluto. Desde que abandonamos las islas Marquesas, no han sido convocados para una revista una sola vez, y los oficiales fanfarronean, se querellan y provocan dificultades. Los hay en exceso en este barco: por lo menos uno por cada cinco soldados. Vuestra excelencia por sí sola podría dirigir nuestros asuntos. ¿Por qué malgastar alimentos y agua con ellos? No nos dirigimos a Flandes ni a Italia, donde sus servicios podrían resultar útiles, sino a islas pacíficas habitadas por salvajes amistosos y mal armados. Lo que nos hace falta no son carniceros en gorguera, sino colonos pacientes e industriosos que estén dispuestos a ganarse a los indios mediante la bondad y la fuerza del ejemplo católico. Perdonad mi franqueza, os lo ruego, vuestra excelencia.
—Me encanta la franqueza —dijo don Álvaro—, pero como pocos oficiales se me asemejan en esto, tened en cuenta dónde presentáis vuestras quejas. Sobre todo, no agravéis nuestras dificultades ofendiendo al coronel. Hubo muchos abusos y mucha negligencia, lo admito, pero ¿no desearéis que arroje a mis amigos y a mis parientes por sobre la borda para vuestra gratificación privada? Su Majestad los ha designado para esta expedición y todos ellos son hombres de alcurnia. ¡Id, ahora, amigo Damián! Con ayuda de la Virgen se encontrará remedio para los males de que os quejáis.
La atmósfera de conspiración se hizo aún más espesa. Los hermanos Barreto trataron de atraer a don Álvaro a su facción pretendiendo que el coronel tenía intención de masacrarlos a todos y usurpar el mando. Con este fin en mente, recurrieron al servicio de espías y delatores, los más efectivos de los cuales eran el mayor Morán y el sobrecargo; éstos escuchaban a escondidas las conversaciones no dirigidas a sus oídos y volvían con lo cosechado a don Lorenzo o al mismo don Álvaro, omitiendo, ampliando y reorganizando al punto que quienes hubieran pronunciado las palabras transmitidas por ellos, jamás las habrían reconocido. Lo mismo se producía en el otro partido, siendo los principales agentes del coronel Tomás de Ampuero y doña María Ponce, la esposa del capitán de artillería, muy enamorada de don Tomás; pero estoy obligado a agregar que el coronel actuaba en propia defensa, y más era lo que se tramaba en su contra que lo que él mismo tramaba.
El sobrecargo también iba con cuentos a don Álvaro acerca del piloto principal, diciendo que conspiraba con el piloto del almirante para gobernar la flotilla hacia las islas Portuguesas, donde desertarían y volverían a España por Goa; y que hacía ya mucho que habíamos dejado atrás las islas Salomón. Muchos soldados y colonos creían esta historia y también el mismo don Álvaro la creía a medias; no obstante, si iba a medianoche a cubierta para estudiar el compás y las estrellas, siempre comprobaba que el barco seguía el curso debido. Aunque Pedro Fernández sabía lo que se decía y quiénes lo decían, no se quejaba: me dijo que, en el momento oportuno, el sobrecargo quedaría merecidamente en ridículo.
Una mañana, mientras iba por la cubierta principal en dirección del castillo de proa, no recuerdo para qué, Matías me cogió de la manga y señaló con la cabeza unos rollos de cuerdas donde unos jóvenes soldados estaban sentados riñendo y lamentándose.
—Escucha cómo chillan las ratas —dijo con desprecio.
Me detuve a escuchar.
—Y no lo olvides, Federico: me debes nueve onzas de oro que me pagarás al llegar a las islas. No tengo un pagaré que lo pruebe, pero lo prometiste delante de testigos y eso basta entre compañeros de rancho.
—¡Hombre, Dios te bendiga! ¡Cuando lleguemos a las islas, pues sí que es bueno! Hemos dado ya la vuelta al globo, al sur de todo continente conocido. Esas islas Marquesas son la última recalada que habremos hecho, a no ser que volvamos a toparnos con ellas la próxima vez que gire el molino. Seguiremos navegando y navegando hasta que las tablas se nos pudran por debajo y el barco se vaya al fondo llevando consigo nuestros esqueletos sonrientes. A eso me refería cuando dije que el sargento no debería gritarnos como si estuviéramos en la guardia del virrey en Lima. No tiene sentido que lustremos nuestros petos dos veces por semana cuando estamos destinados a morir sin volver a hacer uso de ellos.
—Eso es un desatino, Salvador, y bien que lo sabes. Puede que Federico tenga razón y que ya hayamos dejado atrás las islas Salomón y un buen día quizá nos encontremos en la Conchinchina entre hombres amarillos, pero el globo terráqueo es una calabaza más grande de lo que imaginas. Al inglés Drake le llevó tres años abrirla con su cuchillo, y no era ningún hombre tardo.
—Bien, es mucho más probable que las islas se hayan hundido en el mar. Las islas van y vienen, lo sabéis, según Dios lo quiera, y hace ya casi treinta años que se las vio por última vez.
—¡Vaya necio! Islas tan grandes no se hunden. Lo mismo sería que dijeras que un día el abismo podría tragarse a la misma España. No, bajo palabra, creedme: el general y su gente estaban hechizados. Vieron visiones y oyeron ruidos que sólo existían en sus cerebros hueros; todos habéis oído que el hambre y la sed los enloqueció a todos en el camino de regreso y que sacrificaron a un loro blanco como la nieve para salvar la vida de su coronel. ¡Vaya, un loro blanco como la nieve! ¿Quién vio nunca criatura semejante?
—Tienes razón, Sebastián. Esas islas no fueron más que una gran fantasmagoría; no obstante, de algún modo el general se las compuso para convencer al virrey y al mismo rey Felipe de que existían. Y ahora, porque quiere oírse llamar marqués y hacer fortuna para la familia de su señora, nos ha arrastrado aquí con media docena de sacos de galleta para perecer en estas aguas baldías...
—¡Y pescar esas magníficas perlas del tamaño de un huevo de paloma de las que se jacta! Vio a niños que jugaban a las canicas con ellas, dice, pero su corazón era demasiado tierno como para privarlos de sus juguetes. Lo malo de todo esto es que sus cartas de privilegio nos convierten en esclavos: puede enriquecer o volver mendigo a quien le plazca, sin que sea posible rectificación alguna.
—¿Por qué protestar contra esas cartas de privilegio, hombre? Son igualmente obra de la imaginación. Lo repito y no me importa quien lo oiga: ¡las islas Salomón jamás existieron!
Matías avanzó iracundo:
—¿Me desmientes, Sebastián Lejía, perro infame? Era un soldado avezado que había luchado siete batallas campales y en diez sitios cuando todavía gateabas por la cuneta con el culo al aire y comiendo piel de nabos y cagadas de mula. Mira esta cicatriz: ¡un isleño de las Salomón me la hizo con su lanza! Te atreves a decirme que la soñé ¿eh? ¡Por el sudario del que me redimió, te haré tragar esas palabras, cabeza hueca, lavandera con falo, hijo de puta con boca de rana!
Llevó la mano a su daga, pero yo lo retuve.
—¡Calma, amigo! —exclamé—. Cuando un hombre dice sandeces ¿de qué sirve que se retracte? Escuchadme, caballeros: que se haya llegado a esas islas está más allá de toda discusión, y negarlo sería a la vez insensato y desleal. En la sala de cartografía que está ahí mismo se encuentra la bitácora llevada por Hernán Gallego, cuya veracidad confirma una cuerda crónica del viaje que se encuentra ahora en los archivos del virrey, en Lima, escrita por el sobrecargo Gómez Catorra. Además, yo mismo tuve en la mano las armas y los collares que el capitán Pedro Sarmiento trajo a Nueva España. Enjuágate el cerebro en la tina, Sebastián Lejía, y luego ponlo a secar en el cordelaje.
Esto produjo risa y la daga de Matías se quedó en su vaina; sin embargo, éste no había terminado todavía con la disputa.
—Muchachos —dijo mientras se acariciaba la barba grisácea—: las raciones son cortas y el viaje largo, de modo que escuchad a un viejo veterano cuya piel ostenta un encaje de cicatrices, pero cuya cabeza y ojos están claros. Estos son los tiempos en que un soldado se pone a prueba: mantiene limpias sus armas y toma las cosas según se le presentan. Evitad a Sebastián como a la peste: hay una venda en sus ojos, mentiras en su boca y herrumbre en su armadura. ¡Sed hombres y manteneos en compañía de hombres!
Sebastián se acobardó bajo la mirada sangrienta de Matías, musitó algo inaudible y se alejó con la cabeza gacha. El joven Federico preguntó:
—Pero, Matías ¿qué crees? Ya hiciste antes este mismo viaje. ¿Por qué no hemos avistado las islas?
Matías se sonrió, se llevó un dedo a los labios como si estuviera a punto de revelar un secreto de la mayor importancia y replicó con un ronco murmullo:
—Por una razón solamente: ¡porque todavía no hemos llegado!
Aun el piloto principal empezaba a inquietarse. Habíamos navegado ya algo más de mil seiscientas leguas y, sin embargo, la carta trazada por Gallego situaba las islas a menos de mil quinientas del Perú. En una conferencia celebrada a mediodía, los otros tres pilotos le presentaron un memorial en el que se comunicaba que sus capitanes y los oficiales inferiores se venían quejando constantemente por la duración del viaje y, por tanto, le pedían humildemente una explicación al general que ellos pudieran a su vez transmitir. El memorial absolvía de culpa a Pedro Fernández: los pilotos declaraban que su estimación del recorrido navegado coincidía con la suya, aunque habían tomado nota del sol durante los últimos quince días y nos manteníamos todavía en los diez grados de latitud sur, donde, según se suponía, estaban situadas las islas. Agregaban que, de acuerdo con una carta portuguesa encontrada en el Santa Ysabel, deberíamos estar arañando la ruta hacia las montañas boscosas de la Gran Tartaria; y que, a juzgar por el lamentable estado de nuestros cascos, el cartógrafo no debería de equivocarse demasiado.
Pedro Fernández, que hasta ese momento no había querido plantearle la cuestión al general, le presentó el memorial y le preguntó cómo habría de responder. Daba la casualidad que el coronel y don Lorenzo estaban ambos presentes y don Álvaro se sintió obligado a justificarse ante sus ojos. Se puso en pie enfadado y gritó:
—Piloto ¿no tenéis vergüenza? En mis oídos resuenan constantes quejas de parte de todos y de cada cual, de que nos hemos desviado de nuestro curso y que nos hemos perdido más allá de toda esperanza. ¿Cómo, justamente vos, osáis tratarme de este modo? Primero, como, un amotinado, le sugerís a don Lorenzo que no me encuentro en mis cabales por suponer que llegaríamos a las islas demasiado pronto; y ahora os quejáis de que hayamos dejado atrás nuestro destino. ¿Quién es el capitán de este barco? ¿Vos o yo?
—Yo soy el capitán, vuestra excelencia —respondió el piloto principal alzando la voz para demostrar que no era posible amilanarlo—, y navego de acuerdo con las indicaciones que me disteis en Santa; vos, que descubristeis las islas, deberíais saber dónde se encuentran. Este es mi primer viaje a los Mares del Sur, pero soy capaz de seguir un paralelo con exactitud y ninguno de los pilotos de la flotilla objeta mi estimación del recorrido de ruta.
—Entonces ¿por qué no habéis cumplido con vuestro deber y no nos habéis llevado a las islas? —gritó don Álvaro acicateando la propia furia.
—Algunos de vuestros oficiales, cuyo nombre no necesito mencionar —replicó el piloto principal con toda deliberación—, afirman que Gallego falsificó el diario de bitácora por orden vuestra. Dicen que pretendisteis que la distancia desde El Callao era mucho menor de lo que en realidad era con el fin de que el rey no considerara vuestro descubrimiento demasiado remoto como para intentar colonizarlo. Esa opinión la dejo a la refutación de vuestra excelencia. Pero a vos os incumbe explicar por qué yo y mis tres pilotos, a pesar de seguir vuestras explicaciones, no hemos avistado todavía un archipiélago de tamaño tan considerable. Os lo ruego, excelencia, absteneos de lanzar vagas acusaciones y considerad la cuestión con lógica. Conceded que, por estar errada la estimación de lo navegado por Gallego, asentó equivocadamente la longitud; o que os ocultó la verdadera latitud; o, de lo contrario, que el secretario que puso por escrito los cálculos de bitácora, cometió faltas de transcripción.
Aquí intervino el coronel:
—O, mi señor, otra alternativa todavía: este portugués es un tramposo y un bribón que pretende llevarnos a todos a la destrucción para satisfacer deseos de venganza personales.
—Esa, mi querido coronel, no es de ningún modo una alternativa imposible —dijo don Álvaro que exponía sus velas al viento que soplara sin cuidarse adonde lo llevaran—. Sé que el piloto principal os quiere muy poco.
Pedro Fernández sorprendió la mirada de doña Ysabel, que escuchaba todo atentamente, e hizo acopio de coraje para defenderse con animación.
—¿Es posible que pretenda llevarme a mí mismo a la destrucción junto con él?—preguntó—. Me asegurasteis en Paita con lágrimas en los ojos que yo era el único piloto en cuya capacidad podíais confiar; y muy en contra de mis deseos y por solicitud de vuestra virtuosa señora, consentí en permanecer entre vosotros. En esa ocasión también perdoné los abusos del coronel, como confío en que Dios también perdone los míos; y si podéis creer que soy capaz de albergar tan locos resentimientos en su contra que, sólo por satisfacerlos, llevaría cuatro barcos tripulados por cristianos a su perdición...
—Proseguid —dijo don Álvaro apresuradamente—. El coronel y don Lorenzo estarán de acuerdo en que es justicia dejaros hablar en vuestra defensa.
—Para ser breve, pues, mi señor: puede que Hernán Gallego se haya equivocado en la estimación de lo navegado. Esto es probable porque en su diario de bitácora asienta la longitud de la isla de Jesús, vuestra primera recalada, como tal y tal, y luego la de la isla de Cristóbal, que se sitúa en la misma latitud, como tal y tal; pero calcula la distancia entre ambas en menos de doscientas cincuenta leguas de lo que permite suponer la comparación de sus longitudes. De esto puede concluirse que las islas Salomón, de las que forma parte San Cristóbal, se encuentran por lo menos a mil seiscientas cincuenta leguas de El Callao, quizás aún más; y, por tanto, las tenemos todavía por delante.
—Pero, amigo mío —protestó el general—, yo llegué a las islas en ochenta días...
Pedro Fernández lo interrumpió sin vacilar:
—...con otros vientos, mi señor, en otra estación, y no demorado por un torpe Santa Ysabel. ¡Dejadme acabar, os lo ruego!
Cuando el general se hundió en su silla, continuó seguro de sí, cortando el aire con las manos como un abogado:
—Oí decir que cuando al terminar el viaje vuestra excelencia le pidió a Gallego el diario de bitácora y la carta, él os dio copias falsificadas en lugar de los originales. Pero como es públicamente sabido que riñó con vos al volver al Perú, no me es posible creer que un hombre de su carácter pudiera caer tan bajo, ni tampoco que un hombre de vuestra experiencia pudiera engañarse con tanta facilidad. De cualquier modo, no podría haber engañado también a los demás pilotos, sus colegas, que sabían muy bien por qué latitudes navegaban. Sin embargo, si hemos de suponer que todos ellos estaban complicados en la intriga y que vos no os molestasteis en comprobar sus lecturas, bien puede que las islas estén por sobre los siete grados sur, o por debajo de los doce y que, de hecho, hayamos pasado de largo dejándolas atrás. La tercera alternativa, a saber, un error en la transcripción, puede desecharse: no es probable que el mismo error se repita varias veces en el diario de bitácora, además de señalarse en la carta.
Aquí don Lorenzo metió baza:
—Es mi firme convicción, vuestra excelencia, que inadvertidamente hemos navegado entre las islas y las hemos dejado atrás. Al llegar a las mil cuatrocientas leguas, debimos habernos dirigido arriba y abajo hasta encontrarlas. No pretendo entender de navegación; una cruz geométrica no difiere para mí de otra cualquiera; pero los hombres de ciencia, como nuestro piloto principal, a menudo sufren una triste carencia de sentido común.
—Capitán don Lorenzo —dijo Pedro Fernández—, sería mejor que limitarais vuestras observaciones a cuestiones de índole militar, que sin duda entendéis, en lugar de acusarme de imbecilidad. Navegar por entre medio del grupo sin avistar siquiera una de sus islas sería tan fácil como andar por la cubierta principal sin tener que pasar, cuando menos, por encima de una docena de vuestros soldados repantigados por el suelo. ¿No hemos ya dicho lo bastante, vuestra excelencia? Con vuestra anuencia, comunicaré a los pilotos que, según pudo comprobarse, Hernán Gallego había subestimado la longitud de las islas y que, con paciencia y fortaleza, no tardaremos en llegar a ellas.
Don Álvaro no era rival para el piloto principal en una discusión náutica, y puso fin a la conferencia bruscamente cogiendo su rosario y yendo con paso vacilante a un rincón para dirigir a Dios sus plegarias.