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La despedida del almirante

El general había sufrido un cambio. No era ya un soldado en hábito de fraile, sino más bien un fraile que, por algún capricho de la fortuna, había sido puesto al mando de las tropas. No comía ni bebía más que un pájaro, se pasaba de rodillas la mayor parte de la noche y, cuando se levantaba con espíritu renovado, parecía flotar sobre el suelo de la cabina o volar de una cubierta a otra con alas invisibles. Siempre tenía el rosario en las manos y en los labios las palabras del salmo: Ecce quam bonum, frates: «¡Oh, cuán gozoso es, hermanos, estar todos unidos!» En la mesa compartida nos rogaba con lágrimas que estuviéramos en paz con Dios, y cada cual con los demás, evitar los pecados manifiestos y los secretos, servir a Dios y al rey con el máximo de nuestra capacidad. Si sorprendía a dos oficiales en una disputa, cogía simultáneamente la mano derecha de ambos y se las unía en un apretón de amistad; y creo en verdad que si hubiera podido al mismo tiempo imponer que sus labios se besaran, lo habría hecho. Después de haber confiscado la imagen de Nuestra Señora de la Soledad, que se encontraba en la sala de cartografía, alegando que el piloto principal no tenía derecho a guardar para sus oraciones privadas imagen tan santa, la hizo vestir de seda con mantos tejidos por las señoras y la entronizó en el palo mayor; y todos los días después de los maitines exigía que la compañía del barco entonara el Salve, Regina en su honor. Había un santo resplandor en su mirada que era causa de que cada cual dijera, cualquiera fuera su facción:

—El general parece haberse ya despedido de este mundo.

Adquirió la costumbre de pronunciar pequeños sermones a diversas horas del día. Una mañana antes del desayuno se explayó acerca de los peligros de la blasfemia, advirtiéndonos que el camino al infierno, muy ancho y populoso, estaba pavimentado de «¡Oh, Dios!», «¡Por la Virgen!» y otros juramentos proferidos en vano; y dijo que si un oficial oía tales expresiones en boca de un soldado o un marinero, debía reprenderlo con severidad; y si lo repetía, someterlo a castigo sumario.

—¡Carajo!