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La bahía de Cobos
Ya no vagábamos por aguas no cartografiadas y varios de los integrantes de la compañía del barco pretendían conocer mejor que el piloto principal el curso que debía trazarse. El más insistente era el mayor Morán, quien otrora, cuando había sido paje de la señora del gobernador general, la había acompañado en una excursión de placer por estas islas en un majestuoso navío. Esa tarde, cuando nos encontrábamos a una legua de la costa, que nos había ocultado una densa lluvia, vimos una pequeña apertura que corría de norte a sur.
—¡Vaya! ¡Qué buena suerte! —exclamó el mayor—. Ese es el estrecho de San Bernardino, que separa las islas de Samar y Luzón. Lo conozco tan bien como a la manga de mi jubón: si se sigue la curva de la costa de Luzón, se llega directamente a la bahía de Manila. Nada más fácil; hay aguas profundas en toda la ruta hasta que se llega al arrecife de Tuley, al sur del islote de la Fortuna.
El tiempo nublado no permitía observar el sol desde el viernes, día en que el piloto principal había utilizado la cruz geométrica por última vez y había calculado que nos encontrábamos a trece grados, pero como el viento soplaba desde noreste y venía un pesado mar de fondo desde el oeste, no tenía certeza de que hubiéramos mantenido nuestro curso. Su intención era navegar por el estrecho de San Bernardino, que se encuentra a doce grados y medio, con viento en popa. En un principio prestó mucha atención a lo que el mayor decía, pero cuando nos acercamos a la apertura, vio que medía mucho menos de una legua de anchura; Juan de la Isla, que conocía bien esta costa, le había dicho que la anchura del estrecho era casi de diez leguas y que tenía una isla en el medio. Como la línea de la costa estaba todavía envuelta en la niebla, decidió no confiar demasiado en las memorias de infancia del mayor. Si el San Gerónimo se internaba por el canal y quedaba encerrado, no habría modo de sacarlo nuevamente; además, pronto sería de noche. Lo orientó de modo para recibir el viento de bolina en la esperanza de fijar nuestra posición en relación con una estrella o con el sol cuando éste luciera nuevamente y tener así alguna noción del sitio en que nos encontrábamos.
Los oficiales, furiosos de que nos alejáramos, fueron en masa a ver a doña Ysabel, que llamó, a Pedro Fernández a la gran cabina y le exigió una explicación. Sin desconcertarse para nada, interrogó al mayor en presencia de todos y lo atrapó en tan absurdas contradicciones, que el capitán López y el alférez Torres rieron a carcajadas. Pero don Diego seguía sosteniendo que el piloto principal, por no haber sabido orientarse mejor, era merecedor del trato de cuerda.
—Dios ha tenido a bien guiarnos hasta aquí —respondió Pedro Fernández con calor— y no dude de que es su intención llevarnos a Manila con tal que no agotemos su paciencia con necedades innecesarias. Capitán Barreto, si tuvierais la menor responsabilidad por la seguridad de este barco, muy otro sería vuestro cantar.
Doña Ysabel le ordenó guardar silencio.
—Hemos acordado que este es el estrecho de San Bernardino —dijo— y debéis conformaros a la pública opinión o ganaros mi enojo.
—Izadme, colgadme, echadme por la borda —replicó con obstinación—, todo da igual. Pero me niego a llevar mi barco a esa trampa. Que el mayor juegue a ser piloto principal, si queréis, y naufragaremos al toparnos con el arrecife más cercano. Vos y vuestra familia os embarcaréis en la chalupa con todos los hombres capacitados abandonando a las mujeres, los niños y los enfermos a mi cargo; y yo deberé realizar un milagro de salvamento.
—¡Cuando lleguemos a Manila responderéis por esas palabras, bacalao apestoso! —lo amenazó don Diego.
—Ninguno llegaremos allí —respondió él— a no ser que al capitán de este barco se le permita decidir por sí mismo. —Y se alejó sin añadir nada más.
Ya no hubo intervenciones en el desempeño de sus tareas náuticas. Cuando el San Gerónimo llegó a una distancia considerada segura, se arrió el velamen y pasamos una noche de ansiedad agitándonos en las olas, castigados por súbitos chaparrones y sin que se vieran la luna ni las estrellas. Rompió el día, el viento amainó y no se veía tierra por causa de la niebla. Todos protestaban: el piloto principal debió haberse internado por el canal cuando había la oportunidad de hacerlo; ahora jamás podría encontrarlo. Pero al momento un promontorio se divisó oscuramente hacia el noroeste, y el piloto principal ordenó que se sujetara una boneta al trinquete. Se proponía rodear el promontorio y seguir la costa tratando de encontrar un fondo despejado con el plomo de la sonda; cuando eso ocurriera, echaría ancla y aguardaría a que se levantara la niebla.
No bien se izó el trinquete, se produjo un ruido seco y un embaste; el peso adicional de la boneta había partido los envergues y la vela cayó como una tienda sobre los esqueletos vivientes que intentaban manejarla. Salieron de debajo arrastrándose y juraron que, por lo que a ellos se les daba, podía quedar allí y pudrirse para siempre donde había caído. Pero el contramaestre les advirtió que podríamos llegar a la deriva e ir al encuentro de los arrecifes si no se daban prisa; de modo que volvieron a envergarla asegurándola con badernas; pero también éstas se partieron y nuevamente se vino abajo. Fueron necesarias la cuerda de Damián y las maldiciones más blasfemas para que fuera izada una tercera vez.
Cuando miré a lo alto, el corazón se me sobrecogió. El barco, sometido al viento toda la noche, había pasado duros afanes: y vi que casi todas las jarcias habían desaparecido, en especial las de labor del palo mayor, al que sólo una única hebra sostenía a cada lado.
—¡No miréis el mástil, don Andrés —me dijo Jaume a mi lado—, por Dios, no lo miréis ni le lancéis vuestro aliento, que puede irse por la borda!
No obstante, era un buen palo, y no cedió. Entretanto un animado parloteo de protesta cundió de proa a popa. Algunos tomaron los arrecifes por los de la isla de Catanduanes, al norte de San Bernardino, donde no pocos buenos barcos habían naufragado; decían que los isleños cubren las rocas para matar a cualquiera que intente alcanzar la costa a nado, y le clavan en el cuerpo tantas flechas como espinas tiene un puercoespín. Otros sostuvieron que estábamos atrapados entre esos arrecifes y Luzón, y que jamás podríamos ponernos a salvo. Pero el mayor, para remendar su dañada reputación como geógrafo, juraba que habíamos dejado atrás el canal, ahora a popa y que pronto el barco quedaría expuesto a todos los peligros.
Cada cual temía que no pasaría mucho sin tener que nadar para poner a salvo su vida, y don Diego, que subió apresuradamente, atacó el palo de mesana con un hacha para contar con una tabla de salvación cuando estuviera en el agua.
—¡Basta, vuestra señoría! —gritó Damián horrorizado.
Pedro Fernández le arrebató el hacha y fue con ella a la gran cabina para que sirviera de prueba contra don Diego; porque siempre fue ley en el mar que el capitán del barco debe asestar los tres primeros golpes a cualquier mástil que vaya a ser abatido; y que el castigo para quien tenga el atrevimiento de anticiparse es la muerte por la horca.
La gobernadora se había vestido a toda prisa con ropas de luto y parecía estar haciendo las paces con Dios antes de que llegara el fin; con los ojos vueltos al cielo y un libro de devoción en la mano, suspiraba profundamente y convocaba piadosamente a todos los santos uno por uno. Pero antes de que Pedro Fernández pudiera empezar su denuncia, don Diego se acercó cauteloso a sus espaldas con una daga en la mano. Por fortuna, el capitán López logró desarmarlo y dijo con severidad:
—Si el piloto principal puede salvarnos, sería una locura asesinarlo. Si no puede hacerlo, la locura sería mayor todavía: considerad, señor, que moriríais con las manos tintas en sangre y que arderíais para siempre.
—¡Este loco estuvo a punto de dejarnos sin mástil, vuestra excelencia! —gritó Pedro Fernández.
Don Diego vociferó, maldijo y amenazó con terribles venganzas, pero el capitán le dijo:
—Señor mío, no abandonéis esta cabina sin autorización del piloto principal, de lo contrario ¡por Dios, que tendréis esta daga clavada en sitio que no os convenga!
Doña Ysabel parecía del todo ajena a lo que se estaba desarrollando en su presencia. Estaba profundamente concentrada en el De profundis clamavi, que repetía con fervor y sin vacilación en la voz.
Pedro Fernández volvió a cubierta y todos lo rodearon preguntándole dónde se encontraban, como si el nombre del promontorio estuviera escrito en letras enigmáticas que sólo él fuera capaz de leer. El mayor Morán era el que inquiría con más fuertes voces, pero don Luis le dio un rodillazo en la ingle y dijo que un espíritu maligno debía de haberse posesionado de él para arrastrarnos a la muerte.
Por fin doña Ysabel apareció en el alcázar.
—Pues bien, piloto —preguntó con serenidad— ¿qué tenéis que alegar en vuestra defensa?
—¿Se ha hecho algún cargo en mi contra?
—¡No me contestéis interrogándome a vuestra vez! ¿Dónde estamos?
—Sabéis que este es mi primer viaje por estas aguas, y como no me dedico a la brujería no me es posible contestaros.
—Sin embargo, estáis inscrito como piloto capacitado. ¿Por qué no consultáis las cartas y los instrumentos?
—No tengo cartas de las Indias Orientales y podéis ver por vos misma que la niebla oculta la costa y que el cielo está demasiado nublado como para que pueda observar el sol. Sin embargo, si impedís que vuestro hermano me apuñale o hunda el barco, quizá Dios todavía nos suspenda la pena de muerte.
Ordenó a dos marineros que aseguraran el palo del trinquete con un par de amarres, pero no debían cortar el cable del ancla para ese propósito; el estay de mesana tendría que servir para él si no se encontraba nada más. Otro debía estarse junto al ancla, pronto a soltarla no bien se alcanzara fondo. Los tres le dieron la espalda musitando indecencias mientras se alejaban con paso lerdo.
No le es posible a pecador alguno conocer en qué momento Dios otorgará o retendrá su clemencia: rodeamos el promontorio, sopló la brisa, los mástiles resistieron y, de pronto, nuestra proa avanzó directamente sobre una bahía bien protegida, a pesar de que había riscos a cada lado.
Tres nativos en una canoa salieron en una expedición de reconocimiento y, sin dirigirnos señales de saludo, maniobraron a barlovento. La tripulación lanzó débiles gritos de aclamación y el ruido atrajo al mayor a la borda de popa.
—¡Vamos, señor mío —exclamó el piloto principal—, dado que conocéis tan bien estas islas, dirigios a estos hombres en su lengua y decidles que nos señalen un fondeadero!
El mayor gritó algo, las canoas se acercaron y dos de sus ocupantes treparon a bordo. Uno exclamó con sonrisa amistosa:
—Duilacapaylat? Juatxir, bulis?