16
El coronel se explaya
Aquí mi coche empieza a avanzar dificultosamente, tan atascado en el lodo de las intrigas, las riñas, las enemistades y las sospechas, que me será una trabajosa tarea lograr que las ruedas vuelvan a tierra firme haciendo palanca y tirando de los radios.
Una tarde el general decidió de pronto enviar al piloto principal de regreso a El Callao en la nave capitana; debía llevarle al virrey una carta en la que se explicaba por qué no habían llegado todavía a las islas Salomón —la razón que don Álvaro decidió dar fue que vientos adversos nos habían desviado de nuestro rumbo— y se imploraba su ayuda con urgencia. Si no se nos enviaba en seguida alimentos, pólvora y herramientas por fuerza pereceríamos, pues sin ellos no podíamos mantenernos en Santa Cruz ni seguir viaje a las islas; tampoco regresar al Perú siquiera. Me dictó el despacho muy lentamente para evitar errores y luego lo firmó y lo selló con manos temblorosas.
—¿Queréis que convoque al piloto principal? —pregunté.
—No es necesario —replicó—. Ya pronto tendré una conferencia con él. Entretanto podríais hacerme el servicio de difundir el contenido sustancial de este despacho. En particular deseo que se sepa, con el fin de silenciar lenguas celosas, que no queda harina bastante como para mantenernos más de un mes en el mar a lo sumo, aun reduciendo las raciones a la mitad. Comprendedlo, no os autorizo a divulgar secretos de estado, pero si por una vez olvidáis mantener la boca cerrada, de ningún modo lo tomaré a mal.
Esa noche me encontraba en la sala de cartografía, cuando entró el alférez Tomás de Ampuero, que a la sazón estaba al mando de la guardia permanente.
—¿Tenéis escondido por algún sitio algo de licor, amigo Andrés? —preguntó ansioso—. No me queda ni una gota para animarme las tripas.
—Sólo una botellita de aqua vitae —repliqué— que conservo para casos de enfermedad.
—Entonces, por amor de la Virgen, abridla —dijo—. Todos estamos enfermos aquí.
—Le serví una copita que se bebió de un trago.
—¡Más! —exclamó enjugándose la boca. Le serví otra y él entonces se dispuso a sostener una conversación.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó.
—Oh, nada —respondí—, nada en absoluto. Todo viejo y repetido. Salvo una cosa... Pero decidme, don Tomás ¿sois capaz de guardar un secreto?
—No hay hombre más silencioso en todos los Mares del Sur. Palabra que no, mofletudo.
—Pues entonces —dije—, estrictamente entre vos y yo, el piloto principal vuelve al Perú.
Cité unos pocos pasajes del despacho. El se inflamó instantáneamente dando con su enorme puño contra la mesa.
—Si vuestro amigo Pedro Fernández piensa jugarnos esa pasada —exclamó con un terrible juramento—, la guardia permanente le dará jaque mate. Podéis creerme, jamás logrará que el barco abandone la bahía; antes le abriríamos un boquete en el casco. El general debe de haber perdido el juicio. Aparte de que es una locura esperar un nuevo abastecimiento de harina, tasajo y todo lo demás, su crédito en Lima está más que agotado ¿de qué sirve, en nombre de Satán, enviar a ese cocodrilo a que explique por qué no hemos llegado a las islas? ¿Quién quiere llegar a ellas a estas alturas de las circunstancias? Por lo que sé, no son mejores ni peores que esta tierra abandonada de la mano de Dios. Y ¿cree el general realmente que Pedro Fernández llevará el barco hasta El Callao, lo cargará, lo hará dar la vuelta y regresará con él? Por los cielos, yo no lo haría, no si fuera él: no volvería ni a mil leguas de distancia de este lugar. Si tiene el cerebro de un mosquito, se dirigiría hacia el este, no hacia el oeste, para unirse con sus amigos portugueses en las Molucas. Eso era lo que intentaba hacer cuando abandonamos las islas Marquesas, hasta que las sospechas del general lo obligaron a remontar la ruta hacia el sur, y así fue cómo no dimos con las islas Salomón y llegamos aquí en cambio.
Volví a llenarle la copa, aunque me apenaba el desperdicio de licor.
—¡Vaya, don Tomás! —protesté débilmente—, no olvidéis que venimos aquí para bien de los nativos. El rey nos ha dado órdenes de pacificarlos y convertirlos y es mi opinión que le debemos obediencia. Si no se envía de regreso a Pedro Fernández, y él es el único hombre capaz de cumplir con la misión ¿cómo ha de enterarse nunca el virrey de nuestros aprietos y ayudarnos a llevar a cabo nuestro cometido?
Se le puso la cara roja como una brasa.
—¡El bien de los nativos! —farfulló—. ¡De esos desnudos negros imbéciles! ¿Cómo es posible convertirlos? Os engañáis a vos mismo. Los hombres que una vez han cenado carne humana están triplemente condenados y por siempre apartados de la Eucaristía; y el gusto depravado persiste. Con san Jorge en la canción: «¡Como fueron, son, y aun lo serán más!» Aun cuando esto no fuera así ¿por qué habríamos de condenarnos a muerte en nombre de su salvación?
—Vamos, amigo —le dije con cierta aspereza—, cualquier cristiano que logre llevar a la fuente aun sólo un alma, puede considerarse afortunado; y muchos de estos indios manifiestan una fuerte inclinación a la virtud: el viejo Malope, por ejemplo.
—¡Malope! ¿Malope, eh? ¡Querría haberme comido tantos buenos asados como ese viejo lobo se ha tragado hombres enteros!
Se llevó la botella a los labios sin siquiera un «con vuestra venia» y la vació. Después de que se fuera, me quedé considerando si sería conveniente transmitir sus palabras al general. Había seguido las instrucciones al pie de la letra y la recompensa por ello había sido la pérdida de casi una pinta de aqua vitae. Decidí confiar sólo en Pedro Fernández que acababa de entrar.
Me escuchó con calma, pero se manifestó asombrado tanto de que el general no le hubiera comunicado todavía sus intenciones, como de que yo hubiera cometido la indiscreción de espetárselas al chismoso del gigantesco alférez.
—¿Me consideráis indiscreto? —pregunté picado en mi orgullo.
—Perdonadme; no había comprendido. Pero ¿cuál puede ser el fin que se propone el general con la propagación de la nueva? Jamás sería posible emprender ese viaje y él lo sabe.
—Don Álvaro tiene un laberinto por mente —le dije— y a veces, por dar una vuelta de más hacia la izquierda o la derecha, se extravía en oscuros corredores y adopta decisiones extrañas.
Hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—No me gusta nada este asunto, Andrés Serrano, y cómo pueda terminar, sólo Dios lo sabe. Pero por haber permitido que mi resolución se debilitara en Paita, después de haberme despedido, tengo ahora que sufrir las consecuencias. Sin embargo, permitidme que lo confiese, si tuviera que volver a representarse la comedia y dispusiera de un conocimiento premonitorio de todo lo acaecido desde entonces, no sabría aún si repetir mi error o no. Últimamente doña Ysabel viene haciendo las veces de ángel guardián con tan piadosa bondad, que sería una baja ingratitud lamentar que esté aquí para servirla.
Era ciego a todos sus defectos e intrigas y no tuve el valor de desengañarlo.
Más tarde esa noche don Álvaro le habló a Pedro Fernández en confianza de una advertencia que acababa de hacerle, según dijo, una persona bien intencionada: que el capitán de un barco, no diría cuál, planeaba hacerse a la vela una noche oscura y abandonarnos. Pero para evitar que se pensara de que se sospechaba de alguien en particular, todo el velamen, desde el de la nave capitana hasta el de las naves más pequeñas, debía desenvergarse, llevarse a tierra y guardarse en el cuartel de guardia. Como don Álvaro no hizo mención del despacho, Pedro Fernández llegó a la conclusión de que las palabras embriagadas del alférez habían sido escuchadas y delatadas y que era él mismo de quien se sospechaba y no del capitán Corzo o el capitán Ley va.
—A vuestras órdenes, excelencia —respondió, y miró a doña Ysabel, que le dirigió una sonrisa de simpatía encubierta.
Lo cierto era que, no habiendo sido consultada sobre el despacho de antemano, fingía ahora ante don Álvaro que tenía sus dudas acerca de la lealtad de Pedro Fernández: artificio con el que satisfacía el doble objetivo de disimular la pasión que sentía por él y mantenerlo cerca de ella. No sé qué más dijo: ahora que sus intenciones de acabar con la vida del coronel estaban entorpecidas por el temor de perder la buena opinión que Pedro Fernández tenía de ella, nadie podía seguir las huellas de sus mentiras, tantas y tan retorcidas. Sin embargo, ella fue quien preparó la pieza realista desarrollada en el campamento, destinada a provocar a don Álvaro y a decidirlo a tomar por fin venganza sumaria de su enemigo.
Fue a instancia suya que bajó a tierra la mañana siguiente para restaurar el orden, y no bien entró por las puertas del campamento, los tres Barreto corrieron a su encuentro espada en mano.
—¿Qué significa esto, hermanos? —preguntó alarmado.
—¿Qué otra cosa si no la guerra? —contestó don Lorenzo.
—Sin embargo, tenía entendido que los nativos están ya casi por completo pacificados.
—Así es, en efecto; esos negros corderos lanudos apenas se atreven a balar ahora, pero la guerra se libra de este lado del cerco. Nuestras vidas corren peligro.
—¡Explicaos, os lo ruego!
—No delante de los soldados. Interrogad al coronel, si queréis; viene en camino hacia aquí. Nunca se cuida de lo que dice, ni a quién, ni en qué compañía.
El coronel se acercó y saludó amablemente a don Álvaro trazando un amplio ademán con el sombrero en la mano.
—¡Sea vuestra excelencia bienvenida! —dijo—. Me alegro de que os hayáis dignado por fin hacer una visita a vuestra ciudad en pañales que, aunque crece veloz y vigorosa, pasa infinitas penas con su dentición.
—Así se me ha dicho: los oficiales de vuestra compañía hablan aun de guerra civil.
—¡Ah! ¿Ese es, pues, el campo donde están los gansos? —Su mano se dirigió a la empuñadura de la espada, lista para desenvainarla como un relámpago—. Permitidme entonces que os diga que conozco a tres bribones, tres bribones malditos, chismosos y mentirosos que desean hacerme reñir con vos; y ¡por las llagas de Cristo, ya no seguiré soportándolo! Os lo ruego, excelencia, aceptad una advertencia; si no podéis o no queréis someterlos, un buen día aparecerán colgados en fila de una rama con la cara púrpura y la lengua afuera.
—¿A quiénes podéis estaros refiriendo, amigo? —preguntó don Álvaro fingiendo asombro. Debió de haber esperado que el coronel escondiera sus cuernos y dijera como muchos otros lo hubieran hecho en las mismas circunstancias: «No daré nombres, pero ¡por la Virgen! tengo mis sospechas y ruego a vuestra excelencia que cierre sus oídos ante semejantes calumnias.» Lo cual habría concluido con: «Por favor, guardad para vos vuestras sospechas, don Pedro Merino, en tanto no encontréis justa causa de queja; os daré entonces la satisfacción que os sea debida.»
Pero en cambio el coronel replicó con auténtico candor castellano:
—Muy bien, vuestra excelencia, me obligáis a una acusación abierta. ¡Me refiero a ese maldito bribón, y a ese y a ese otro!
Y señaló sucesivamente a don Lorenzo, a don Diego y a don Luis.
El general fue cogido desprevenido.
—¡Ay, vuestra señoría! —dijo con voz vacilante—. Estáis equivocado, tristemente equivocado.
Aunque sus labios siguieron moviéndose, ni una palabra más articuló y grandes lágrimas le rodaron por las mejillas y le resplandecieron en la barba. Si los Barreto hubieran dado muestras de coraje y se hubieran abalanzado sobre el coronel al unísono, las intenciones de doña Ysabel habrían quedado satisfechas, pasando el asesinato por una honesta matanza que venga un triple insulto; pero don Lorenzo miró a don Luis, quien a su vez miró a don Diego, que permaneció indeciso.
El momento pasó. A la carrera se precipitó el sobrino del coronel que, al ver espadas en manos de los Barreto, desenvainó la suya y protegió con su cuerpo el de su tío. El coronel lo arrastró por el cuello de su jubón.
—¡Envaina la espada, Jacinto! —gritó con aspereza—. Que estos mozos de posada gallegos tengan la grosería de exhibir acero desnudo en presencia del general no es excusa para que una persona de alcurnia y bien criada haga lo mismo.
Varios otros oficiales se aproximaron entonces y él se volvió nuevamente hacia don Álvaro.
—Vuestra excelencia hace bien en llorar —dijo—. Por Dios, también yo lloraría si estuviera emparentado con semejante caterva de malignos calumniadores... cobardes que no se atreverían a despojar a un gato de su mendrugo, que seducen a la soldadesca y están como anillo al dedo con piratas y asesinos. —Al decir esto miró inflamado al capitán Corzo, que estaba junto a los Barreto—. Con la sola excepción de vuestra excelencia, que me sobrepasa por hombros y cabeza, no me importa un comino ninguno de vuestro clan, desde el más grande al menor. Por tanto, en verdad, los trataré como al polvo bajo mis botas, porque no tienen siquiera ánimo para defender su honor como caballeros. Diré todavía más: con excepción de vuestra excelencia y de mí, no hay un oficial o soldado presente que tenga el menor deseo o intención de permanecer en esta isla. Sólo yo soy el que los mantiene en sus puestos; y sabe Dios que si no fuera por mí, el honor de vuestra excelencia yacería en el polvo. ¿Quién habla de guerra civil? Criminales pagados por vuestros lindos cuñados han estado exhibiendo en el campamento un memorial en círculos. Anoche trataron de vengarse de ciertos soldados veteranos que se negaron a firmarlo, en el curso de una cobarde incursión por sus tiendas; pero un perro les dio la voz de alarma y pusieron pies en polvorosa. Al mismo tiempo, tres asesinos enmascarados —y aquí miró a los Barreto de arriba abajo de manera intencionada— trataron de entrar en mi casa por la cocina, pero el negro les salió al encuentro con un hacha y los puso en fuga. ¿Pues bien? ¿Qué os parece esto ahora?
Se irguió desafiante a la espera de la respuesta de don Álvaro; no llegó ninguna, sólo las lágrimas fluyeron más abundantes. Los Barreto envainaron sus espadas de un solo ademán y se lo llevaron, mientras el coronel volvió con paso firme a supervisar a las tropas que estaban construyendo un malecón junto al río.
Don Álvaro no tardó en recuperar el ánimo lo bastante como para inspeccionar la iglesia y la residencia, ambas casi terminadas, y también las cocinas, los talleres, el cuartel de guardia, las cabañas de almacenaje y los otros edificios. Alabó a los Barreto por su industriosidad, otorgándoles todo el mérito por lo bien hecho y, después de haber cenado en su cabaña, fue con ellos al malecón para examinar las obras.
El sargento Dimas lo vio acercarse y corrió apresurado a su encuentro para pedirle el favor de que le concediera una audiencia privada. El coronel ardió de cólera ante esta falta abierta de disciplina y aulló:
—¿Cómo te permites tales libertades, sargento? ¿Cómo te atreves a abandonar tu puesto para dirigirte al general sin mi permiso?
Pero él fingió sordera e hizo una reverencia arrastrando el pie ante el general.
—Continuad con la tarea que tenéis entre manos, os lo ruego, coronel —dijo don Álvaro.
El coronel hizo una llamada de atención a sus hombres y saludó con el sombrero, pero se quejó en alta voz al capitán Ley va que se encontraba con él:
—¿No es este un triste espectáculo? Si un tunante cualquiera puede llevar sus quejas directamente al general, mis hombres me perderán todo respeto.
Don Álvaro llevó consigo aparte al sargento Dimas para escuchar lo que tuviera que decirle y luego, mientras le apretaba el brazo con afecto, se le oyó decir:
—No, no, los tiempos no están maduros todavía. Espera algo más, amigo mío.
Las tropas simpatizaron con el coronel, que jamás habría injuriado el honor de sus oficiales subordinados permitiendo que sus hombres se dirigieran directamente a él con sus confidencias. Volvió junto a los hombres que trabajaban y, sin tener en cuenta a don Álvaro que se encontraba a cierta distancia en compañía de los Barreto, insultó de tal modo al sargento Dimas, que las orejas de éste enrojecieron y las manos le temblaron.
El jueves, cuando don Álvaro volvió a tierra nuevamente, se le ocurrió al coronel disfrazar su resentimiento con un gran despliegue de obsequiosa corrección. Cada saludo era un insulto, y cuanto más don Álvaro trataba de evitar sus atenciones, con mayor diligencia se las endosaba. Ese día lo soportó, pero el sábado, espoleado por doña Ysabel, que no le daba paz, se hizo de coraje y le dijo al coronel sin aliento, como quien repite un mensaje de prisa antes de olvidarlo:
—Os lo ruego, vuestra señoría, terminemos con esta mascarada. A pesar de todo lo que os quitáis el sombrero y lo que arrastráis la pierna en vuestras reverencias, sois un oficial desobediente, y os hago el solo responsable de todo lo que se está diciendo a la ligera en este campamento. Consentís a la tropa y le permitís dar voz a las insensateces que se le ocurran.
—¡Yo, consentir a la tropa, vuestra excelencia! —exclamó asombrado—. Por el contrario, soy yo el que insiste en que se os respete como representante del rey en estas tierras. En cuanto a las palabras dichas a la ligera, fue en la gran cabina donde empezaron y fueron luego trasplantadas a la colonia por vuestros egregios cuñados.
—No es así en absoluto. En primer lugar, provocasteis el descontento de los soldados sin atender a mis deseos y poniéndolos a trabajar en una tarea estúpida e ingrata, y ahora les enseñáis a mofarse de mí.
—¡A mofarse de vuestra excelencia! ¡Con vuestra buena venia! En cuanto a la tarea estúpida e ingrata, es pierio que no me habéis abrumado de gratitud por todo lo que he hecho...
Pero el general había dado la vuelta con virtuosa expresión y se había alejado; pensando, me atrevería a apostar que esta vez doña Ysabel no podría reprocharle haber esquivado el bulto.
Esa tarde el coronel estaba sentado en su casa meditando en todas las injurias recibidas y bebiendo el vino de palma que su negro le preparaba. De pronto asestó una patada a la banqueta en que apoyaba los pies y se alejó pisando fuerte y vociferando. Buscó al general por todas partes y por fin lo encontró en la iglesia (a la que ahora le faltaba sólo el púlpito) arrodillado junto a la barandilla del altar sin otra compañía que yo. Anunció su aproximación con una fuerte tos y le pidió luego el privilegio de intercambiar unas palabras en privado. Don Álvaro se puso en pie lentamente, se llevó un dedo a los labios y susurró:
—Recordad dónde os encontráis, señor mío.
El coronel soltó una risotada cuyo eco resonó en nuestros oídos.
—Su excelencia es extraordinariamente piadosa —dijo—. Pero en tanto este edificio no se consagre mañana a san no-sé-cuánto, no se le puede atribuir mayor santidad que al cuartel de guardia o los excusados del campamento.
—Chitón, hombre. ¿Cómo podéis decir tales cosas? ¿No veis el crucifijo sobre el altar?
—El cuartel de guardia también ostenta un crucifijo.
—Y el recinto ha sido rociado con agua bendita.
—También lo han sido los excusados —replicó el coronel—. Acabo de ver al padre Antonio emerger... —Y se ahogó de risa muy complacido por su propio ingenio. Pero al ver al general que estaba por irse, le bloqueó el camino extendiendo los brazos y le dijo—: No, no, vuestra excelencia, no podéis dejarme todavía; este asunto no admite demora. Para complaceros, bajaré la voz hasta hacer de ella un susurro, pero ¡por el dolor y el sufrimiento de Nuestra dulce Señora! no me es fácil lograrlo.
Don Álvaro, que reconoció por la fetidez de su aliento y el turbio tono de la voz que había bebido en demasía, habría pasado a su lado y escapado, si no hubiera tenido temor de provocar la violencia.
—Desahogaos, amigo —dijo resignadamente sentándose en un taburete—. Con vuestra venia, conservaremos a don Andrés a nuestro lado para que lleve el registro de lo que tratemos. Es un joven discreto.
—Que sea discreto o no —replicó el otro en un murmullo en que no estaba ausente el rugido y haciendo girar en el aire la botella—, no me importa un rábano podrido. Pues bien, don Álvaro, sabéis que vuestra señora me ha llamado perro. Viejo perro, me llamó, y no es eso cosa que vaya a discutir. Confieso que me parezco a un perro de piel cubierta de cicatrices y orejas desgarradas, el terror de todos los perros cruzados que osan desafiarlo. Perro, vuestra excelencia, no es del todo un término de reproche, pues todo caballero venera la camaradería de su perro, sólo segunda a la de su caballo; y ¿quién vio alguna vez a un perro, a no ser que estuviera rabioso, tan falto de caballerosidad, como para volverse y maltratar a la perra que lo hubiera mordido? Pero vuestra señora no se conformó con llamarme «perro». No, por el Dios que nos redimió a todos, no se conformó con eso, sino que me insultó de modo inmundo y al alcance de vuestros oídos, e incluso hizo ademán de mesarme la barba. Sin embargo, no le levanté la mano ¿lo hice acaso, vuestra excelencia?
El general negó con la cabeza gravemente.
—¡No, fui la caballerosidad per se! Negra morcilla de cerdo, me llamó, y cosas peores todavía, no fáciles de olvidar, ni siquiera para vos, don Álvaro, que rara vez graváis vuestra memoria con lo que os resulta fastidioso.
—¿Por qué habéis retenido vuestras quejas hasta ahora?
—¿Quejas? ¡Por la espada de mi padre, que era extremadamente larga y muchas veces teñida con la sangre de los infieles, no vengo aquí con quejas, sino con una advertencia! Los Merino venimos de Castilla y siempre saltamos el portón en lugar de andar furtivos junto a la cerca en busca de una grieta por donde infiltrarse. Y ahora diré claramente a vuestra excelencia, aunque, para complaceros, en un susurro: vuestra señora, doña Ysabel, es una hechicera no menos malvada que la infame Eutropa, que ocasionó la muerte de múltiples galantes caballeros en Palmerín de Inglaterra.
—¡Bah, señor mío, habéis leído tantas novelas de esa especie, que vuestra imaginación ha quedado atontada y veis enanos, hechiceras y otras criaturas semejantes asomadas detrás de cada seto! ¡Mi esposa una hechicera! ¡Poned freno a vuestra lengua y tened cuidado de lo que digáis en adelante, don Pedro Merino!
—Pues entonces, tendré que hablar con mayor claridad todavía: ¡Es una bruja vulgar! —Levantó el índice en un ademán de solemne advertencia—: No sólo intenta destruirme a mí en complicidad con sus hermanos, sino también a vos en complicidad con su hermana. Si no se hace nada por impedírselo, las aves que se alimentan de carroña muy pronto nos vaciarán a vos y a mí los ojos.
Por un momento, don Álvaro se quedó mirándolo estúpidamente con la boca abierta. Luego exhaló un ronco gruñido, se llevó las manos al pecho y la cara se le puso del color del yeso.
En ese instante me adelanté y les pedí encarecidamente con lágrimas en los ojos que no dijeran nada más y que olvidaran lo ya dicho, como yo me comprometía a hacerlo. Pero don Álvaro se habría caído del taburete si el coronel no lo hubiera impedido. Juntos lo tendimos gentilmente en el suelo, le desabrochamos el jubón y la camisa, le apoyamos la cabeza sobre un cojín y llevamos a sus labios la botella del vino de palma. Pronto le volvió el color, momento en el cual el coronel se despidió con el mismo áspero susurro, asegurándome que todo quedaba olvidado, y se alejó de puntillas.
Una hora más tarde, poco más o menos, acompañé paso a paso a don Álvaro hasta el cuartel de guardia, donde se tendió sobre el arca de armas, pero estaba tan débil, que tuvimos que subirle los pies para que lo lograra. Cuando el capitán Leyva, cuya compañía estaba de guardia aquel día, le preguntó qué sucedía, se lamentó:
—Todos estáis en mi contra, no sé por qué. Todo cuanto pudiera hacerse para conciliaros, se ha hecho; me he desgastado hasta el agotamiento en vuestro servicio. Pero ¿en quién puedo confiar? Cada cual tiene un objetivo y un deseo que no son los de su prójimo; nadie respeta las órdenes de Su Majestad, que es quien nos ha enviado. El coronel me desafía abiertamente.
Todavía estaba musitando de manera tan lamentable cuando entró el capitán Corzo, seguido del piloto principal, que venía a asegurarse de que los soldados no tomaran prestadas las velas para remendar sus tiendas; pero los Barreto no aparecieron. El capitán Leyva asintió juiciosamente con la cabeza en silencio por temor de que cualquier palabra de simpatía que se le escapara pudiera volverse contra él; era su principio permanecer neutral en cualquier disputa, hasta que se evidenciara qué lado era el más fuerte. Pero el capitán Corzo que, aunque desconfiaba de los Barreto, se inclinaba naturalmente hacia su facción por causa de su odio al coronel, juró por el crucifijo de san Dionisio que don Álvaro no tenía motivo de qué preocuparse.
—¿No somos todos sirvientes de vuestra excelencia —protestó—, dispuestos a ir con vos hasta los confines del mundo?
Don Álvaro se sonrió desmayadamente.
—Eso ya lo habéis hecho, valiente amigo mío. Y ahora que os encontráis aquí ¿me prestaréis vuestros fieles servicios?
—Eso se sobreentiende, vuestra excelencia ¿no es así, caballeros?
Se vio asentir al mayor, y el piloto principal expresó su lealtad con frases elocuentes. Don Álvaro pareció algo aliviado y cuando el sol se hubo puesto tras el islote, Pedro Fernández y yo lo ayudamos a trasladarse al esquife, donde encontramos a los Barreto que nos esperaban.
Esa noche, en el curso de la cena, don Lorenzo contó a sus hermanas la disputa ocurrida por la mañana.
—Ya oí la versión de don Diego de ese interludio —dijo doña Ysabel—. Pues bien ¿qué sucedió luego? Se me dijo que vieron al coronel abandonar la iglesia a las dos aproximadamente y luego, que Andresito llevó a mi marido casi desmayado al cuartel de guardia.
—De eso no sé nada —dijo don Lorenzo.
Todas las miradas se centraron en el general, quien, con la cabeza gacha y una mano en la frente, rogó a doña Ysabel que no le hiciera preguntas al respecto.
—¡Ah, marido! ¿Estáis todavía tan débil? —exclamó—. Pero he aquí a Andresito, que puede serviros de portavoz; él nos contará lo que os hizo ese cíclope borracho.
Don Álvaro, que prefirió contar su propia historia, recuperó fuerzas con un poco de vino. Resulta instructivo oír con qué facilidad entretejió mentiras en la verdad: sentí que nunca más podría volver a confiar en él, tanta era la convicción que confería a sus palabras. Repitió con exactitud la conversación referida a la iglesia y a la voz baja con que había que comunicarse en ella, pero dijo luego que el coronel se había quejado: «Venís sin previo aviso en compañía de vuestros parientes armados como quien teme por su vida.»
Continuó luego:
—Mi respuesta fue: «¿Y si lo hice, don Pedro? Sabéis que tengo necesidad de ellos.» Lo dejó pasar y luego me acusó de traicionar a las tropas, de traicionarlas, tened a bien considerarlo, por no poner a su disposición un número mayor de hachas y cuchillos. «Por la pasión de Cristo», dijo, «vuestra excelencia desperdicia el mérito de tropas eficaces en una tierra donde ni Dios ni el rey quedan servidos por su presencia.» «Su misma majestad debe ser quien lo juzgue», dije yo, a lo cual él replicó: «¡Por la espada de mi padre, ni vos ni vuestra viperina señora que me insultó tan canallescamente, me importáis un rábano podrido! Yo soy un castellano que habla sin tapujos y os advierto con sinceridad que, si volvéis a poner a prueba mi paciencia, las aves que se alimentan de carroña muy pronto os vaciarán a vos y a ella los ojos.»
Doña Ysabel lanzó una fuerte carcajada:
—Imitáis al coronel a la perfección, mi señor —dijo—. Pero ¿se quejó de algún insulto en particular?
—Sí, de que lo llamarais perro, y al alcance de mis oídos. Quizás hubiera seguido hablando, pero la indignación pudo más que yo, y me desmayé. Con mucha ternura, Andrés me reanimó y me condujo al cuartel.
—Pues bien, si yo no lo hubiera puesto en su lugar ¿quién más se habría atrevido a hacerlo? Por cierto no vos, mi querido señor.
A la mañana siguiente fuimos a tierra, las señoras además de los hombres, para asistir a la consagración de la iglesia, rito celebrado con solemnidad y gran sentimiento por el padre Juan, aunque los soldados nO se mostraron pródigos en sus expresiones de alegría. Después don Álvaro, con paso vacilante, tomó posesión formal de la isla. Debía de haber oído hablar del contenido del memorial en círculo, porque cuando plantó el pabellón real, se refirió a «esta isla de Santa Cruz, de las islas Salomón, la que se sitúa más al oeste, de la que el rey Felipe graciosamente me hizo prefecto».
Las aclamaciones que saludaron esta conclusión de la ceremonia no fueron ni entusiastas ni unánimes, y llegué a escuchar juramentos proferidos por los colonos que se encontraban cerca de mí, y luego estas palabras en la voz de una mujer:
—Que su majestad se quede con nuestra isla; yo no daría ni un maravedí partido por ella.
Lo cual produjo un estallido de risas ahogadas.
Mientras estaba yo ocupado en registrar el discurso del general para los archivos del Consejo de Indias, vino a mí Pedro Fernández y dijo:
—Amigo Andrés, para preservar mi reputación como piloto y la de don Álvaro como geógrafo, reemplazad, os lo ruego, la palabra «oeste» por «este».
—No hay hombre en el mundo capaz de apartarme de mi deber —dije con fingida severidad—. Cuando llegue a esa oración, no cometeré omisiones ni adiciones; no obstante, satisfaré vuestro deseo. Una o colocada delante de este no es más que un cero, algo sin valor en absoluto; si oeste es lo que aparece escrito no tengo por qué responder del error.
El coronel, consecuente con su propósito de olvidar lo sucedido en la iglesia, deseaba ahora que don Álvaro aprobara los planes para la construcción del cercado que serviría de refugio para las mujeres y los niños en caso de que la colonia fuera atacada alguna vez. Debía construirse en lo alto de una loma, la única posición desde la cual podía abrirse un fuego protector directamente dirigido a la playa. Don Álvaro rechazó el plan porque esos eran los terrenos de la residencia, y doña Ysabel, que se dirigió a la cabaña de sus hermanos después de haberlos examinado, propuso el levantamiento de un parque en esa misma loma. Para reemplazarla, el general sugirió otros sitios como más adecuados, pero el coronel redujo sus argumentos a cenizas y él se quedó sin saber qué responder. Aunque concedía que la construcción de un cercado era cuestión de cierta urgencia, postergó su decisión hasta tanto no solucionara un abrumador acopio de disputas sobre títulos de propiedad, derechos de paso, conservación de cercos y otros asuntos por el estilo; y por fin regresó a la nave capitana sin darla a conocer. Sin duda, tenía esperanzas de que el coronel interpretara su silencio como un consentimiento y levantara el cercado sobre la loma; lo cual constituiría una buena excusa para arrestarlo.
Esa noche, antes de amanecer, tocaron las trompetas, doblaron los tambores y el campamento entero era un vivido clamor. Se oyó la voz del coronel que tronaba:
—¡A las armas, a las armas! Cada cual a su puesto. ¡Aprontaos para recibirlos!
Sin embargo, no se percibían los gritos de los salvajes. La guardia del piloto principal estaba a cargo y, en ausencia del capitán de artillería, que dormía en tierra, ordenó al cabo de artillería que disparara un falcón que estaba apuntado contra la aldea más cercana a lo largo de la costa, desviando antes algo hacia arriba el cañón para que la bala pasara silbando inocua por sobre las chozas. El estrépito de la descarga hizo que el general subiera corriendo a cubierta en camisón y espada en mano; con dientes castañeteantes preguntó qué sucedía en nombre de Dios.
—A juzgar por los gritos —respondió Pedro Fernández— los nativos estaban por atacar el campamento. Disparé el falcón por sobre su cabeza para recordarles que tenéis un perro guardián.
Escuchamos atentamente. Las mujeres chillaban en la aldea, y del campamento se levantaban gritos de confusión y desaliento. En ese momento una canoa apareció en la oscuridad y don Álvaro ordenó:
—¡Guardia permanente, preparaos a rechazar el abordaje!
Pero era sólo don Diego, que subió a cubierta vestido a medias, temblando de miedo e incapaz de dar una información coherente.
—El coronel quiere matarnos a todos —sollozó—, a vos y a mí y a mis hermanos y hermanas, y también al capitán Corzo... Vine a advertiros.
En realidad, había huido y dejado a sus hermanos librados a su destino. Poco después el ruido del campamento cesó, como si se hubiera impartido una orden de silencio, y la voz del alférez real llegó claramente por encima de las aguas:
—¡Eh, oficial de guardia! ¿Me oís? El coronel saluda al general y le ruega el envío inmediato de pólvora y mechas. ¡Pólvora y mechas!
—No le prestéis atención —pidió encarecidamente don Diego—. Ese es Toribio de Bedeterra. Participa de un plan para atraeros a tierra y degollaros luego. Me temo que mis hermanos estén ya muertos.
Y volvió a echarse a llorar.
—¿Dónde está Jacinto Merino, el oficial de guardia? —preguntó el general—. ¿Participa también él del plan?
Pero nadie parecía saber qué había sido de él.
Cuando rompió el día, el cabo de artillería fue enviado a tierra en el esquife con medio barril de pólvora y unas pocas yardas de mecha. Se le habían dado instrucciones de gritar «Todo bien» si encontraba a los Barreto con vida y guardar silencio de lo contrario. Aguardamos con gran expectativa, y en seguida nos llegaron flotando por el aire las consoladoras palabras.
Más tarde nos enteramos de que nuestros temores habían sido infundados: un centinela joven, asustado por el ruido de unas ramas que rozaban un poste, había dado la voz de alerta gritando «¡Los salvajes están sobre nosotros!» El coronel entonces había llamado a las armas, pero no había nativos a la vista, y los gritos que siguieron fueron la consecuencia de que descubriera que los arcabuceros de la compañía del capitán Corzo se habían quedado sin pólvora ni mechas. El asunto terminó con rechiflas y animadas risotadas; pero la historia de la cobardía de don Diego fue llevada a tierra por el cabo de artillería y difundida en las cabañas.